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Las leyes del juego
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Libro electrónico339 páginas4 horas

Las leyes del juego

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"Las cosas del mundo tienen sus nombres cambiados y se ha perdido la clave de los cambios", nos dice Peyrou en esta novela publicada en 1959. El protagonista, Francisco Berthier, es un viudo cuarentón que se siente descolocado del marco de referencia habitual, tras haber matado inesperadamente a un hombre en el centro de una Buenos Aires contemporánea. La mujer por la que mató, según se va revelando poco a poco, tal vez no merecía ningún sacrificio… La decisión de Berthier de confesar el crimen viene, en un comienzo, del remordimiento, y más tarde, de la sed de venganza.
Alrededor de Berthier giran las vidas de su amigo Horacio Vergara, álter ego de Peyrou que aparecerá en esta novela y en todas las posteriores, y de Eloísa, la amada en la cual el protagonista no sabe cuánto puede confiar. A todos los rodea esta ciudad que es un torbellino de inmoralidades políticas, personales, de negocios, donde los triunfadores se parecen más al marido de su amada Eloísa, un buscavidas corrupto, que al mismo Berthier.
Novela psicológica y detectivesca, novela política también, Las leyes del juego coloca a la calle Corrientes en el centro de un drama imprevisto pero casi inevitable.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 mar 2021
ISBN9789875996540
Las leyes del juego

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    Las leyes del juego - Manuel Peyrou

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    manuel peyrou

    las leyes

    del juego

    Edición al cuidado de Héctor M. Monacci

    © de foto de tapa, Archivo General de la Nación, Documento

    Fotográfico. Código: AR-AGN-AGAS01-rg-67-227242

    © de dibujo en solapa, Gentileza Sucesión Hermenegildo Sábat

    © de diseño de tapa, Osvaldo Gallese

    © 2020. Libros del Zorzal

    Buenos Aires, Argentina

    www.delzorzal.com

    Comentarios y sugerencias:

    info@delzorzal.com.ar

    Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa de la editorial o de los titulares de los derechos.

    Impreso en Argentina / Printed in Argentina

    Hecho el depósito que marca la ley 11723

    Índice

    Libro primero

    Capítulo primero | 6

    Capítulo segundo | 31

    Capítulo tercero | 63

    Libro segundo

    Capítulo primero | 81

    Capítulo segundo | 130

    Capítulo tercero | 185

    Capítulo cuarto | 229

    Libro tercero

    Capítulo único | 265

    Libro primero

    Capítulo primero

    i

    Lenta, pero ruidosamente, los tranvías marchaban hacia el Bajo; en las puertas de sus casas algunos vecinos se apantallaban, agobiados por la humedad y la temperatura; hombres solos y taciturnos, meditativos, quizá, detrás de sus caras pétreas, llegaban a la esquina, miraban sin esperanza hacia un lado y otro, y seguían luego sus rumbos misteriosos. En el gris panorama de la ciudad era evidente –por lo menos en ese barrio– que un propósito oficial de moralización impedía el natural desahogo de los instintos. Casi todos los antiguos bares, concurridos en otro tiempo por mujeres, estaban cerrados; en los pocos que aún quedaban –adecentados hasta perder su carácter– algunos estridentes muchachones jugaban a marcar la cifra más alta en un mueble parecido a una mesa con respaldo, por el que corría una bolita plateada, o ensayaban un fútbol manual en otra mesa parecida a la anterior, de madera y vidrio; otros, que quizá carecieran de las pocas monedas necesarias para la práctica de aquellos juegos, se conformaban con silbar o gritar incansablemente en la esquina o en las puertas de sus casas.

    Sólo quedaban dos o tres cervecerías alemanas –de propiedad de españoles–, adonde concurrían hombres que trabajaban de noche, o simples noctámbulos, periodistas, marineros y, ¿por qué no?, también algunos alemanes. Podía uno tropezar allí con una que otra mujer de vida equívoca y modales serios, que parecía sobreviviente de otra época y que, si ejercía un comercio, lo hacía con tanta discreción que casi no se notaba.

    Frenó sus pasos sobre la vereda en declive, resbalosa por la humedad –bajaba por Viamonte, hacia 25 de Mayo–, y echó hacia atrás la espalda para conservar el equilibrio. Esa tarde había interrumpido definitivamente sus clases de inglés, un mes antes de lo previsto en los programas de la academia Learn Quickly. Recordó sus motivos para inscribirse en los cursos: desenvolverse con alguna facilidad, dentro de un léxico mínimo, sobre temas corrientes y triviales. En las tiendas, en las zapaterías, se hacía lo mismo: On parle français, English spoken, Man spricht deutschUn cliente queda enteramente satisfecho sólo cuando se lo trata en su propio idioma; agradece esa forma indirecta de adularlo, que se traduce en una comodidad suplementaria. Era una idea brillante, y ponerla en práctica sólo le había costado tres meses de estudio. Sonrió ligeramente, con una sonrisa para su consumo interno, y trató de no escuchar las groserías del grupo de muchachos que gritaban en la esquina. No era mojigatería; le molestaban, simplemente, los ruidos y las palabras inútiles. Cuando llegó ya estaba allí Mr. John, contramaestre del Vesperus, estratégicamente instalado frente a un ventilador; el sudor había traspasado su camisa y aparecía en dos grandes manchas de bordes curvos, desde cerca de los hombros hasta los espacios intercostales; gotitas de traspiración brillaban en su frente, sobre los ojos de mirada triste. Decidió inaugurar su flamante colección de vocablos ingleses:

    –Good night. I am Lucy… Micky’s friend… –dijo, con estudiada cordialidad.

    Mr. John la había observado en todos sus detalles en el momento de entrar, y seguía observándola, ya con expresión menos ávida, cuando contestó:

    –Sí… Ella me dijo que usted vendría… Siéntese…

    En ese momento sobrevino la temida interrupción de sus conocimientos de inglés, pero el desganado Mr. John la sacó del pozo, preguntándole con cortesía:

    –¿Cuánto, por favor?

    –Diez dólares… pero tengo habitación.

    Una hora después, cuando ya Mr. John había partido, comprendió que aún estaba a tiempo de alcanzar a don Rómulo en el bar de la esquina de Maipú; se arregló rápidamente y volvió a salir. La ola de calor cedía, empujada por la tormenta eléctrica; un brusco chaparrón la obligó a refugiarse bajo una ochava. El agua cayó intensamente, en millones de pálidas agujas que tejieron una cortina gris sobre la ciudad. Después de cinco minutos el agua disminuyó; miles de estrellas temblaron en el pavimento y hacia el oeste se hizo otra vez nítida la honda perspectiva de la calle, hirviente de neón y de relámpagos. Un hombre cruzó de vereda a vereda, saltando para evitar los charcos; un automóvil avanzó, lentamente, barriendo con la luz de sus faros la calle negra y brillante. Lucy siguió su marcha y unos minutos después lanzó un suspiro de alivio. En su mesa de siempre estaba don Rómulo Agustín Vitale. Notó una fugaz expresión de disgusto en la voluminosa cara del hombre, pero siguió avanzando, porque estaba curtida en el desprecio, en la agresividad apenas contenida, en el trato descortés y expeditivo. Además, llevaba veinte dólares, diez de Mr. John y diez del desconocido de la noche anterior. No eran una fortuna, indudablemente, pero inauguraban sus operaciones en moneda extranjera. El señor Vitale aceptaría considerarla desde ya una proveedora habitual.

    El señor Rómulo Agustín Vitale parecía, y era, un próspero hombre de negocios; ni la ansiedad ni el dolor habían marcado su rostro de cuarenta años, rubicundo, grasoso, bien afeitado, con ojos claros, pequeños, y un ralo cabello entre gris y rubio. Era muy alto y seguramente pesaba alrededor de cien kilos, pero se movía con agilidad como si pesara mucho menos o una fuerza espiritual lo ayudara a desplazarse. Cuando ella se acercó, Vitale ya había rectificado su gesto y la recibió con una sonrisa.

    En la legión de hombres cuyo único programa de vida consiste en enriquecerse, don Rómulo se destacaba por algunas omisiones: no era excesivamente económico, no trampeaba en sus transacciones comerciales. Todo esto lo había hecho popular, con una popularidad restringida, desde luego, al círculo de sus amigos, la única popularidad que el desarrollo de la ciudad y el cosmopolitismo permiten ahora a los que no son políticos o deportistas. Otorgaba las comisiones establecidas por la costumbre, utilizaba numerosos intermediarios que, a fuerza de ganar dinero con sus iniciativas, terminaron por considerarlo simpático, y experimentaba una necesidad casi física de trabajar. Si no trabajaba se aburría. Además, sabía abandonar un negocio en el instante mismo en que iba a empezar a no ser negocio. Ya en ese instante –como él decía con un énfasis que no doblegaban la transpiración y el calor– le estaba tomando mal olor al comercio con monedas extranjeras. O quizá, como en realidad era un aventurero del comercio, ya lo seducía el nuevo proyecto de vender motores para heladeras, cuyos muebles y accesorios se encargarían de fabricar Tagliaferro y Seguezi, con un capital de veinte millones de pesos. Había que conseguir los motores, es decir, los permisos, y don Rómulo conocía el procedimiento. Por eso, cuando Lucy le entregó los veinte dólares, los recibió con desgano. El negocio ya no le interesaba.

    –Creo que voy a dejar este asunto –dijo, mientras miraba con cierta nerviosidad hacia la puerta. Lucy sabía que estaba separado, pero también que la mujer lo veía de vez en cuando en confiterías o en su casa de la calle Tucumán. Era posible que estuviera esperándola, y que le molestara que lo encontrara con Lucy. Tomó el último sorbo de café, se pintó los labios y dijo:

    –Bueno… Cómpreme estos veinte y recomiéndeme a alguien para que compre los que yo consiga en adelante…

    –¡Por supuesto! –repuso don Rómulo, animándose bruscamente–. Ferrari trabaja en esto y sabiendo que usted es amiga mía le comprará todo lo que le lleve… Además, usted sabe cómo soy yo para los negocios… Si un negocio nuevo no resulta vuelvo al anterior… –Y luego agregó, mirando de nuevo hacia la puerta–: ¿No quiere tomar algo más? ¿Una menta…?

    Comprendió la insinuación.

    –No –repuso–. Tengo que hacer… Tome los billetes… Son…

    –La cotización de esta mañana. Sírvase.

    Lucy tomó los billetes, se despidió y salió a la calle Corrientes. La lluvia había cesado, pero los relámpagos continuaban, como una advertencia; hacía frío. Caminó hacia el este, segura, y ya algo cansada. Había obtenido dinero para varios pagos imprescindibles: la mensualidad del tapado de piel, el alquiler. A los pocos pasos, dos hombres empezaron a seguirla, pero ella mantuvo una mirada correcta, fija en un punto imaginario.

    ii

    La única fantasía que Buenos Aires se permite en el uso del color es la que suponen algunas débiles variaciones sobre el gris; grises eran los edificios de la esquina y los de la mitad de la cuadra y gris la vieja casa donde Walter Kisling y Compañía se habían instalado; era un color sucio, que con algún optimismo podía ser confundido con la pátina del tiempo, lo que permitía a la construcción destacarse, si no por su belleza, por su relativa ausencia de fealdad. Walter Kisling pagaba un alquiler bajo; era inquilino desde antes de la vigencia de la ley que limitó las rentas. Cuando llegó la rebaja, Walter comunicó al propietario que no se acogería a la ley, pero como ningún otro inquilino lo imitó, recibió del administrador una agradecida nota diciendo que de todos modos el alquiler sería reducido. En el cuarto piso estaba instalado un estudio jurídico; en el segundo, La Roja (Única revista con datos auténticos, controlados diariamente, para Palermo, San Isidro y Eva Perón); el primero y el tercero habían sido fraccionados y alquilados por piezas, y en la planta baja vivía y trabajaba Cucarese, el conocido sastre que un día indemnizó al personal, tomó un nuevo socio y lanzó la vieja firma en "su nueva modalidad de El rey del bife de lomo".

    Francisco Berthier Molina cerró la puerta del ascensor y entró en su escritorio. Era alto, de pelo negro, abundante para su edad –había pasado ampliamente los cuarenta–, con algunos toques plateados bajo las sienes y un aire que oscilaba entre el de un intelectual y el de un comerciante; se consideraba a sí mismo un intelectual fracasado. Su rostro era ancho y trigueño, y reflejaba más inquietud que sensibilidad, y más descontento que inteligencia; llevaba con ligero abandono un traje bien cortado, de hilo azul, que numerosas limpiezas habían percudido. Dio unos pasos en el hall; el aire caliente parecía condensado allí desde la noche anterior. Entró en su oficina y abrió la ventana que daba a la calle. En ese momento, escuchó la voz aguda de Walter en el otro cuarto. Estaba instruyendo a Horacio Vergara, el nuevo redactor. Habían sido compañeros en la redacción de un diario, muchos años atrás, y él había pensado en Horacio cuando se trató de buscar a alguien que los ayudara a mejorar la calidad de los libretos y demás textos de la agencia.

    –El título debe llamar inmediatamente la atención –estaba diciendo Walter, cuando Francisco abrió la puerta. Giró el rostro–: ¡Hola, Francisco! ¿Cómo te fue con Hasenclever?

    –No piensan hacer radio este año… –repuso Francisco.

    –Bueno… es decir, no es bueno… Después hablaremos… Le estaba explicando a tu amigo que veinte años de periodismo no sirven a veces para nada. Esto es una especialidad.

    –Seguí, nomás. Voy a revisar las cuentas.

    –El título debe llamar la atención. Luego, despertar curiosidad, que debe traducirse en un interés mínimo… el interés en continuar la lectura, por lo menos. El texto debe llevar al deseo… al deseo, ¿me entiende?

    –Entiendo –repuso Vergara.

    –El deseo –insistió Walter–. La función del texto central o básico es despertar el deseo, pero sin llevar aún a la acción. Esto corresponde a la conclusión. En un aviso bien redactado la conclusión debe ser contundente: movilizar al lector hacia la compra del objeto.

    En ese momento apareció Brodsky. Dijo que había que mirar unos bocetos, pero Francisco comprendió en seguida que su objetivo era averiguar lo que ocurría.

    Miguel Brodsky era un joven pálido, bajo, delgado, de bigote rubio y ojos claros. Era suave, amable. Tenía sentido para comprender de quiénes podía esperar algo y trataba de acercarse a ellos. Cuando llegó a la oficina como simple dibujante esperó que lo trataran con familiaridad, pero algo había en él que contuvo a Walter y a Francisco. Había estudiado dibujo publicitario sin mayor éxito: era un mediocre. Podía preguntarse cómo había llegado a director artístico. La contestación era fácil: con el crecimiento natural de la empresa y porque no había otro. Luego, cuando los años de trabajo se acumularon, despedirlo se convirtió en un problema. Pero Miguel tenía también su problema personal: el cargo de director era algo que tenía que defender. Estaba como en una trinchera, atisbando la aparición del enemigo. Como Walter terminó por otorgarle alguna confianza, la utilizó para intrigar. Vivía esperando las equivocaciones de los demás y, como ya había perdido las esperanzas de mejorar en la agencia, se dedicó a fortificarse. Era un bromista vulgar; pero sabía que la malicia gusta. Nunca dejaba de aludir irónicamente a los defectos de los dibujantes que ocasionalmente trabajaban desde afuera. No le convenía que nadie se agrandara; trabajaba para evitar que en la empresa entrara alguien que pudiera hacerle sombra. Cuando Francisco llevó a Horacio Vergara, el hecho, naturalmente, lo alarmó. Horacio no era un dibujante, pero podía llegar a gerente o a cualquier otro cargo ejecutivo. Como era muy astuto, no quiso dar pasos en falso. Tenía que medir la calidad del supuesto enemigo; saber si entraba como amigo de Walter o de Francisco. Si era amigo de Francisco –como era la verdad– podría intrigar con Walter, que le había otorgado cierta confianza y que escuchaba sus informes. La forma de dejar fuera de acción a Horacio consistiría en ignorar todo frente a él, en no ayudarlo en nada, en inducirlo en error, si fuera posible.

    –Miguel –le dijo Francisco, marcando las palabras–: Esos bocetos ya los vimos ayer y están aprobados. ¿Para qué quiere que los vea de nuevo?

    Miguel se tragó su odio y enrojeció, como de costumbre. Luego de un instante salió y cerró la puerta.

    Horacio Vergara era amigo de Francisco desde hacía más de veinte años. Era un buen redactor, aunque tendría que adaptarse a las modalidades de la agencia. Francisco conocía sus defectos; era informal, juguete de toda clase de pasiones, pero, puesto frente a una máquina de escribir, demostraba rapidez y eficiencia. Podía confiarse en él cuando un cliente requiriera un texto urgente o una modificación de último momento; era simpático y tenía sentido del humor. Francisco necesitaba trabajar con personas agradables, con personas conocidas desde mucho tiempo atrás, que hubieran compartido de algún modo las experiencias de su vida. Dejó que Walter siguiera instruyendo a Horacio y volvió a su oficina. Como socio de Kisling (con el 15\% de participación en las ganancias), tenía un escritorio idéntico al de su amigo, sobre la calle; luego, frente al ascensor, venía el pequeño hall, con una puerta hacia la pieza grande del fondo (con tres habían hecho una), donde en varios escritorios de metal trabajaban los redactores y los dibujantes; aunque ahora había un solo redactor, porque las cosas no marchaban muy bien. Se acercó a la ventana y se puso a mirar las casas de enfrente; la única nota de color eran los toldos verdes de Butelman y Adler, Artículos para escritorios. Las palomas recorrían incansablemente las cornisas; una, grande y gris, con el hinchado cuello lleno de reflejos, giraba sobre sus patitas rojas y se inclinaba como en repetidas reverencias, frente a otra que se acurrucaba al sol, indiferente. Entonces, pensó en Eloísa.

    iii

    El otoño había pasado, y también el invierno, como en un sueño; ya hacía fácilmente cerca de dos años que se conocían, y que él trataba de aferrarse a algo que a veces le resultaba seguro, normal, tranquilizador y, otras, equívoco, indefinido, lleno de amenazas vagas y desconocidas. Además, el tiempo pasaba con rapidez y se veían poco, de modo que lo que en circunstancias normales se anuda segura y velozmente aquí había requerido muchos meses. Cuando se han vivido muchos hechos (¿lo había leído en alguna parte?) nos asalta a veces la impresión de que el tiempo ha volado, pero luego una nueva perspectiva nos hace ver que aquél era un tiempo lento, cargado de sensaciones, de deseos que no se extinguen, de viejas ideas que encuentran su cauce, como volverán a encontrarlo en el futuro. Y él aún no tenía esa impresión con Eloísa… Sí; tenía que llenar su tiempo en mejor forma, corregir esas pequeñas anomalías de las que nadie era culpable, porque se debían a la casualidad, al trabajo, a la intervención de extraños y al particular estilo de vida de esa época.

    Después de una larga espera, que ya era habitual, notó que el ascensor se detenía en el cuarto piso. Abrió. A la altura de sus ojos estaban los de Eloísa, grandes, claros, hermosos. Avanzó, y el bello rostro perdió sus facciones y fue sólo un perfume y un latido. Luego, las primeras palabras, que siempre eran relativas al estado de salud de Eloísa. Aunque ya estaba acostumbrado a sus malestares, no había rutina en la solicitud de Francisco: los años lo habían hecho cada vez más atento, como un profesional. Como necesitaba una presencia femenina, trataba de conservarla. La invitó a sentarse.

    –Esta mañana estuve mareadísima… ¿sabés? Cuando salí a hacer las compras las piernas me temblaban… ¡Parecía que tenía un pedazo de plomo en cada una! Casi me caí… Si el verdulero no me sostiene… –hizo una pausa y agregó–: Casi no vengo. Pero como hace un año y diez meses que nos conocimos.

    Él no se había acordado, pero en seguida encontró una explicación.

    –Justamente por eso te insistí en que vinieras… Y eso que un año y diez meses no es una cifra que se acostumbra a celebrar…

    –¡Mentiroso…! Vos no te acordaste…

    –Por supuesto que me acordé… –insistió. Luego cambió de conversación–: Y ahora, ¿cómo estás? –preguntó, mirando los ojos, que eran limpios, sin dolor, como si ignoraran lo que expresaba la voz.

    –Estuve toda la tarde con taquicardia, pero me siento mejor… Esta noche me acostaré temprano.

    Francisco sabía que eso no era enteramente verdad. Quizá por la noche se sintiera mejor y entonces saldría con algunos parientes a dar una vuelta en el automóvil de ese amigo de su hermano a quien ella siempre llamaba este señor amigo nuestro.

    Se levantó y verificó la perfección de sus rasgos en el espejo, mientras atendía la conversación con una cortesía intermitente y distraída. Actuaba y hablaba con seguridad, como si todo le fuera debido. Para eso soy mujer, le había oído decir Francisco en una ocasión. Quería decir: para exigir, para imponer condiciones, para hacerse valer. A veces nos sorprenden, en las mujeres que conocemos, sentimientos que acostumbramos a imaginar en las extrañas, y que por eso nos hieren. La mujer piensa que tiene una especie de derecho a la prostitución –pensó Francisco, mientras asistía al arreglo de Eloísa frente al espejo–. A veces se conservan fieles, por amor, o por estar bien mantenidas, o por cualquier otro motivo, pero eso es algo que siempre hay que agradecerles.

    –¿En qué pensás, gatito? –preguntó Eloísa.

    –En nada… En los líos de la oficina –se corrigió, y luego–: Me parece que ya te has mirado bastante… estás impecable…

    –Esperá que me ponga la redecilla… no quiero despeinarme…

    Eloísa llevaba siempre el cabello bien arreglado. Lo estiraba hacia atrás en los costados y lo esponjaba en la parte superior, procurando que de ese modo su fisonomía –grande y ancha– se afinara en lo posible. Tenía el cutis mate, terso, sin defectos. La boca, carnosa, importante, bien formada, no resultaba desproporcionada en la amplitud del rostro, lo mismo que los ojos, cuya claridad hacía contraste con el cutis y el cabello oscuro. Estiró su cuerpo voluminoso pero ágil. Sus temas de conversación cambiaban con rapidez, pero por lo general eludían el de su marido, y el de ese señor amigo nuestro conocido de su familia. Lo único que sabía Francisco era que estaba separada y que vivía con su hermana. En ese instante parecía más comunicativa acerca del marido y aludió a un disgusto del día anterior; el hombre se había negado a entregarle unos documentos y el resultado de la discusión había sido un largo y nocturno dolor de cabeza.

    –Se me pasó recién esta mañana –dijo–, pero después empezaron los mareos…

    –Sí –dijo Francisco–… ya me contaste. Pero vos no me dijiste –ya que ella había empezado a hablar del marido quería volver al tema–… vos no me dijiste que lo seguías viendo…

    –¡Estamos separados, pero nos vemos! ¡Es amigo de mi familia, che! Además, somos personas civilizadas… Lo único que pasa es que como marido no lo aguanto, ¿comprendés? Es insistente, pegajoso… ¡Pero te digo que es un vivanco para los negocios!

    Acostumbraba a expresarse en una jerga popular, que a Francisco le había impresionado desde el principio desagradablemente; pero no sabía cómo hacérselo notar sin ofenderla. Ya habrá tiempo –pensó–: ella me gusta y me está ayudando a salir de este pozo… poco a poco la corregiré. Ella ya estaba hablando de otra cosa, pero Francisco volvió al tema.

    –¿En qué trabaja ahora?

    –En lo que venga… –repuso Eloísa y luego agregó, con indudable admiración–. ¡Tiene unas acertadas bárbaras! ¡El año pasado en un solo negocio se ganó dos millones! Tendrías que conocerlo…

    Francisco se sobresaltó.

    –¡No tengo ningún interés! Y me gustaría que no lo vieras más…

    –¡Gatito! ¡Estás celoso! No te preocupes… ya no me interesa más… Pero no soy tan estúpida para cortar definitivamente si continuando la amistad puedo hacer algún negocio… Ahora está en un asunto de fabricación de heladeras con el que va a ganarse en pocos meses dos o tres millones… Si vos fueras más audaz, con los clientes que conocés en la agencia…

    –No me gusta meterme en cosas que ignoro –adujo–. Nunca he hecho negocios. Estoy seguro de que si me decido voy a fracasar.

    Ella alzó la voz, ligeramente irritada.

    –¿Y vos creés que con lo que sacás por mes en la agencia se puede vivir? La otra noche fuimos a Olivos… ¿Sabés cuánto salió? ¡Quinientos pesos, cuatro personas! Menos mal que estaba este señor amigo nuestro…

    –Con no ir a Olivos…

    –¡Claro! Porque a vos te gusta la cerveza y podés pasarte las noches en un bar alemán… Cuando no vas a las actualidades…

    –El cine es malo ahora…

    Se daba cuenta de que estaba trabajando en contra de sí mismo, pero no se pudo contener. Eloísa no podía ir muchas veces a la misma parte; experimentaba un continuo deseo de cambio. A las pocas veces de concurrir a la misma confitería, proponía que fueran a cualquier otra, porque ese lugar la reventaba.

    Sólo después de un rato recordó que, ante Eloísa, más que ante cualquier otra persona, las palabras tenían límites espinosos. Se quedó un instante en silencio y luego se volvió: ella le ofrecía el óvalo distraído del rostro. También en eso cambiaba pronto; su excitabilidad desaparecía en un minuto y nuevamente era tierna, aniñada, dispuesta a festejar cualquier ocurrencia. Pasaron quince minutos. Ella estiró el brazo y tomó el teléfono que estaba en la mesa de luz.

    –¿A quién vas a hablar? –interrogó Francisco.

    –A mi marido… Tengo que recordarle que me lleve unos papeles esta noche a la casa de mi hermana. –Marcó el número y esperó–: ¿Cómo te va? Sí… Estoy en la casa de Alicia… Sí… A las nueve voy a estar allá. No te olvides de la escritura del Calusio…

    No había impudicia en su actitud; el hecho de hablar a su marido desnuda y acostada al lado de un hombre no era dictado por un deseo de venganza, por un sadismo ocasional y sutil; en esto, si es posible emplear el término, Eloísa era inocente. Inocente y feliz; feliz hasta en su ignorancia del ridículo, cuando, como ahora, se levantaba de un salto de la cama y, sin doblar las rodillas, tocaba varias veces el suelo con las palmas de las manos para demostrar que a pesar de su peso conservaba toda su agilidad. Después, mientras se vestía, volvió a insistir en el asunto de las heladeras y en la conveniencia de presentarle a su marido. Francisco no

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