El juez de Sueca
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Novela corta (unas 80 páginas).
Septiembre de 1911. Durante una huelga general contra la guerra de Marruecos, el juez del pequeño partido de Sueca (Valencia) hará todo lo posible por restaurar la paz social en su jurisdicción, incluso exponiendo su vida, si es necesario.
Acompañaremos a Jacobo López de Rueda y al resto de la Comisión Judicial en un complicado viaje y una estancia angustiosa en la que hoy es una bella y turística población de la Costa del Azahar.
Relato histórico que novela los sucesos que realmente ocurrieron en aquellos terribles días de principios del siglo XX. El trabajo de recreación ha sido minucioso, recogiendo nombres, testimonios y hechos reales que conmocionaron a España entera.
Eduardo Casas Herrer
Eduardo Casas Herrer es un zaragozano de treinta y nueve años, vinculado a la producción literaria desde hace muchos. Ha ganado numerosos premios y tiene publicada en solitario una novela negra, "Cristal Traslúcido" y una novela corta histórica, "El juez de Sueca".Es miembro del Cuerpo Nacional de Policía, y ha sido condecorado dos veces por su labor con la Cruz al Mérito Policial. Es ponente en conferencias internacionales, tanto en español como en inglés y da charlas en colegios para orientar a los adolescentes.Además de como escritor, aparece como personaje en dos libros de divulgación periodística, "España Negra, los casos más apasionantes de la Policía Nacional", de Rafael Jiménez, Manuel Marlasca et al y "Los nuevos investigadores", de Carlos Berbell y Leticia Jiménez.Ha aparecido en numerosas ocasiones en programas informativos de diferentes televisiones (TVE, Antena 3, Cuatro, Telecinco, La Sexta etc). En 2011 protagonizó el episodio dedicado a la Brigada de Investigación Tecnológica, en la que trabaja, de la serie “Unidades del Cuerpo Nacional de Policía” en el canal de televisión “Crimen Investigación”. En 2013 lo hizo en el capítulo del programa "Crónicas" de Televisión Española sobre el "Acoso en la Red" que fue posteriormente galardonado con el Premio de la Fundación Cuerpo Nacional de Policía.
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El juez de Sueca - Eduardo Casas Herrer
EL JUEZ DE SUECA
Jacobo López de Rueda se quitó las pequeñas gafas sin montura y se frotó los ojos. Era un hombre delgado, con el pelo ya escaso a pesar de que no tenía más de cuarenta años. Lucía un cuidado bigote de puntas engominadas y barbilla partida por un hoyuelo.
Aquella mañana temprano, se encontraba tras su mesa, de gruesa caoba muy labrada, que llevaba muchísimos años en el Juzgado de Instrucción de Sueca y que seguiría estando cuando él ya se hubiera marchado a un mejor destino. Leía con preocupación los partes y denuncias que iban llegando de todo su Partido Judicial desde que habían empezado los conatos de revuelta hacía justo una semana, el once de septiembre de 1911. El día de autos se había declarado la huelga general y los sabotajes ya estaban empezando.
El juez pensaba, como tantas personas, que la Guerra de Marruecos —motivo inmediato del paro— era un gran error que el rey Alfonso XIII nunca tendría que haber cometido. Aún estaba fresco en la mente del país el desastre de 1898 y el ánimo combativo popular era muy escaso. El presidente Canalejas no parecía haber aprendido la lección que le costó el puesto a su antecesor, Maura, tras los sucesos de la Semana Trágica de Barcelona, en 1909, y seguía mandando a los quintos a morir en África, peleando por no se sabe muy bien qué.
Sin embargo, una cosa son las opiniones, que cada uno tiene la suya, y otra muy distinta son las leyes. Esas son iguales para todos, lo mismo para los amotinados de la Numancia de principios de mes —a él no le hubieran dolido prendas en fusilar a los seis, en vez de indultar a cinco de ellos— que para los jornaleros de Valencia que vivían y trabajaban bajo su jurisdicción. La labor del juez, lo sabía perfectamente, era que la gente de bien pudiera continuar con sus diarios quehaceres sin ser asaltados por los anarquistas, que no perdían ocasión de intentar derribar la sociedad y acabar con todo lo establecido.
Desde luego, pensaba, había muchas cosas que solucionar en España, empezando por una reforma agraria en condiciones que permitiera a quienes araban el campo poder tener una vida digna. Pero claro, si todos pudieran reunir las dos mil pesetas —el sueldo íntegro de muchos años de cualquier agricultor y una suma que ni siquiera él, con su paga del Ministerio, podría juntar fácilmente— que costaba librar al hijo de la guerra, ¿quién pelearía entonces?
Todo eso le llevaba a muchas reflexiones paras las que no tenía tiempo, porque su territorio se sumía en el caos y él era quien tenía que imponer la Ley. Él, porque la Guardia Civil y los carabineros estaban concentrados en Valencia, tratando de poner un poco de orden en una ciudad destrozada por los piquetes y el Ejército aún no había sido movilizado. Lo sería. Seguro. Cuando la revolución amenaza el orden, los soldados toman las calles. Siempre había sido así y siempre lo sería.
La ciudad estaba más o menos tranquila. Desierta sería la palabra, con casi todo el mundo encerrado en sus casas o en sus trabajos, pero el Partido Judicial incluía muchos pueblos de alrededor: Albalate, Benicull, Simat, Favareta y, sobre todo, Cullera, dónde desemboca el Júcar. Allí la huelga era otra historia. Los sindicalistas de la CNT campaban a sus anchas. El alcalde y toda la corporación local habían salido por piernas y con lo puesto. Afortunados podían considerarse de haber llegado a Sueca con vida, tal y como estaban los caminos.
En ningún país civilizado podían tolerarse esos desmanes y su función era impedirlos o detener a los autores de los que ya se hubieran cometido. Volvió a ajustarse la corbata, que había aflojado a medida que su preocupación aumentaba y se aclaró la garganta antes de hablar con su voz fina, pero enérgica:
—¡Secretario! ¡Venga aquí, por favor!
Fernando Tomás Pastor tenía las espaldas anchas, el pelo peinado hacia atrás y un grueso mostacho que no ocultaba una sonrisa sincera. Siempre vestía con pajarita. Levantó la cabeza del escrito que estaba acabando de redactar, con su letra pulcra y barroca, y cruzó la estancia hasta el despacho de quien le interpelaba.
—Dígame, señor juez.
—Mire, Tomás… esto no puede seguir así —dijo,