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Los esclavos felices
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Libro electrónico163 páginas2 horas

Los esclavos felices

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Guerra, ópera y crimen en el Bilbao de un futuro posible.

En el nuevo Bilbao, ciudad-estado que surge tras el desastre que desintegra Europa y el mundo, la desaparición de la partitura original de la ópera de Arriaga, Los esclavos felices, pone en peligro la estabilidad de una nueva sociedad basada solo en la eficiencia y el pragmatismo.

La crisis expone las disfunciones de una ciudad mucho menos segura de lo que aparenta y en la que los grandes contrastes han dado paso a tonos de gris difíciles de distinguir.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento15 jun 2019
ISBN9788417772390
Los esclavos felices

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    Los esclavos felices - Miguel Mercadal

    Los esclavos felices

    Miguel Mercadal

    Los esclavos felices

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788417813024

    ISBN eBook: 9788417772390

    © del texto:

    Miguel Mercadal

    © de esta edición:

    Caligrama, 2019

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Para Arantza.

    Capítulo 1

    Mario cruza el puente

    ¡Cabrón!.

    No pudo evitarlo. Cada vez que se cruzaba con este imbécil se veía obligado a insultarle. Veía en él la causa del desastre que estaban viviendo, el origen de esa nueva Sociedad que a todos parecía gustarles pero que a él nunca le había terminado de convencer.

    El imbécil era Carlos Lasa, famosillo abogado de patriotas perseguidos que llegó a disfrutar de sus quince o incluso treinta minutos de gloria al aparecer en la TV a menudo, a la salida de los juzgados donde defendía a alguno de sus distinguidos clientes: torturadores, asesinos, secuestradores, traficantes de armas…Al ocurrir el Desastre, el imbécil no se había largado como la mayoría de sus correligionarios. Había seguido viviendo en la ciudad apostando que nadie iba a hacerle daño. Acertó. Es cierto que la mayoría de la gente le despreciaba, pero podía vivir y seguir en su casa de siempre, encargándose de pleitos menores e intentando permanecer más o menos a la sombra, sin llamar la atención. Pero a Mario todo le llamaba la atención; especialmente el imbécil, vecino del barrio.

    El letrado Lasa le dirigió una mirada airada, hasta que se dio cuenta de quién era quien le insultaba. Entonces la resignación comenzó a teñir su enfado y acabó volviendo la cabeza, terminando de cruzar la calle a paso rápido y desapareciendo por la esquina sin mirar atrás.

    Mario giró también la cabeza y, aguantando el eterno dolor en la cadera, apuró el pasó dirigiéndose hacia el bar en el que tomaba su café con churros todos los días. Estaba a la entrada del nuevo barrio donde ahora se hallaba todo. Y todo es TODO. Las instituciones, los juzgados principales, el nuevo parlamento, incluso los lofts más preciados…todo se había construido en esa nueva isla sobre la ría. Zorrozaurre, se había llamado siempre. Veinticinco años atrás era un paisaje posindustrial. Las fábricas abandonadas generaban un sentimiento de dolorosa melancolía. Hubo grandes planes, diseñadores internacionales compitieron por crear los espacios más modernos de Europa. Pero la crisis y la corrupción que siempre la acompaña dejaron caer un velo de silencio sobre los edificios grises y los planes brillantes quedaron en las estanterías. Hasta que vino el Desastre y esta ciudad, el Nuevo Bilbao, la Ciudad—Estado en la antigua Costa Vasca, convertida ahora en un emporio tecnológico, llena de nuevos ricos, edificios singulares e inteligentes y cuna de todo tipo de negocios internacionales de alta tecnología.

    El Bar Penalty era un monumento al mal gusto. La barra metálica había conocido mejores décadas, al igual que el paño que Justo el camarero, sostenía gallardamente sobre el hombro derecho. Alguien le había dicho tiempo atrás que lo de llevar un palillo entre los dientes a todas horas no era presentable y que desagradaba a las clientas. Como ahora muchas ejecutivas de la isla tomaban también su desayuno allí, o disfrutaban de la happy hour a la salida de sus oficinas, Justo pensó que era mejor no tentar a la suerte. Sanidad no le había cerrado el chiringuito, negándose a ver las cucarachas que poblaban en buena armonía el espacio tibio de su almacén, y no era cosa de andar con provocaciones. María Dolores (Lolita) Iruretagoyena, la gran esperanza blanca de la isla, destinada a suceder a su suegro al mando de la mayor empresa de la Isla, y del estado, había decidido convertir al Penalty y a Justo en su elección del momento. Acudía regularmente al bar escoltada por su «entourage» de asistentes y «wannabes» dispuestas a reírle las gracias y seguir sus manías.

    Ciertamente el aire cutre del lugar y de su dueño ejercían un efecto cautivador sobre esos nuevos inquilinos del barrio, poderosos y a la vez conscientes de una cierta falta, de una sensación de falta de autenticidad, que intentaban remediar con un baño esporádico de espíritu cutre, higiene mejorable y café sol y sombra, bebedizo de pura moda en esos momentos.

    Mario entró, saludó como siempre con un gesto y se acodó en una esquina de la barra junto al televisor. Justo ya le había preparado su café, doble con unas gotas de Soberano, al verle acercarse al negocio a través de los cristales. En la TV el locutor del telediario señalaba enfáticamente cómo la polícía estatal había desarticulado una banda que pretendía robar cerraduras mixtas de un almacén en La Peña. Siempre hay un idiota dispuesto a lo imposible, pensó Mario.

    Las Cerraduras Mixtas, joya absoluta de la Industria local, habían supuesto la salida económica del territorio tras el Desastre y estaban más protegidas que el Banco Central de Alemania. Pero siempre había algún tonto dispuesto a intentarlo y permitir así a la policía local sacar pecho y mostrar al pueblo trabajador cómo protegían los bienes y las personas. Incluso para entrar a trabajar en la compañía era necesario investigar al solicitante y a sus familiares en tres grados, además de contar con la bola blanca de todo la Junta Rectora de la compañía.

    Mario apuró su taza y se encaminó a la puerta. Un aroma a perfume carísimo le hizo levantar la cabeza y cruzar su mirada con Lolita, esta vez acompañada sólo por dos de sus asistentes. Las tres pómulos marcados, delgadas, con faldas de tubo y zapatos de mil euros.

    —Mi suegro te espera Mario.

    —He recibido esa gracia Señora, y corro raudo a su encuentro

    Lolita le abrió una sonrisa y se hizo a un lado para que pasara. Con gesto cómico le tendió la mano para que besara su anillo. Mario hizo una profunda reverencia, tomó su mano en la suya e hizo ademán de besar uno de sus anillos. Después retrocedió de espaldas como si estuviera ante la Reina Madre, haciendo florituras con la mano derecha a la manera de un chambelán de la corte.

    Al verle salir Lolita le dijo:

    —Ya no me llamas, Mario…

    Él cruzó el puente que daba a la isla sonriendo para sí y recitando: «Lolita, flesh of my loins…»

    Capítulo 2

    El suegro

    Mario ascendió con rapidez en el ascensor privado que llevaba directamente al piso 27 donde se hallaba el despacho de Manuel Godoy, Director General de Cerraduras del Norte y en realidad jerarca incuestionable del nuevo Bilbao.

    Un asistente le abrió la puerta del despacho, anunciándole

    —Don Mario Gandarias.

    Mario cruzó el umbral, dirigido por una sonrisa muy discreta del Director, que le señaló una butaca frente a su enorme mesa. La puerta se cerró tras él produciendo un sonido…muy caro. La sonrisa del Director se hizo más abierta

    —Te preguntarás por qué te he llamado

    —No osaría aventurar tal cosa. Los designios de su excelencia sobrepasan mi comprensión y me invitan a una obediencia ciega e inmediata

    Godoy rió abiertamente. Nadie se atrevía ya a vacilarle como Mario. Ambos recordaban otras épocas en las que Manuel Godoy, Manolo entonces, tirado bajo una máquina y lleno de grasa, conversaba con Mario, entonces un ayudante de investigador privado vecino del barrio. Cuando comenzó el Desastre no todos se mostraron valientes y honrados. Godoy recurrió a Mario y éste sin tener por qué, o sí, porque eran vecinos y amigos, le ayudó a resolver un problema muy grave. Desde entonces Mario ocupó un lugar importante en los afectos del Director. Afectos que crecieron cuando no aceptó la oferta de trabajar en la nueva policía local ocupando un cargo relevante. Mario pensó que era mejor seguir siendo acreedor y libre y Manuel le apreció más por eso.

    El despacho parecía sacado de una exposición de los Wienner Werkstätte. Muebles sólidos, de líneas contundentes, con mucho espacio entre ellos. Las vistas eran sobrecogedoras. La Comisión Rectora del Nuevo Bilbao, que se autodenominaba «Bilbao Ría 3000» había decidido que ningún edificio sobrepasara los 30 pisos de altura. La excusa era que en caso de atentados aéreos estilo 11 de septiembre una altura mayor haría que la defensa natural de los montes que rodeaban la villa resultara insuficiente. El Director en un alarde de modestia había situado su despacho en el piso 27 y no en el 30. Nadie sabía qué había en esas tres últimas plantas, aunque todos sospechaban que era el lugar donde se tomaban las decisiones, las de verdad. Desde las ventanas del despacho se veía perfectamente el pequeño skyline que ahora se erguía en el centro de la villa, rodeando a la antigua Torre de Iberdrola y trepando por las faldas de Artxanda por detrás de la Universidad de Deusto.

    —Tenemos un problema grave que no quiero confiar a la policía

    —Sabes que no quiero inmiscuirme en los asuntos de las Cerraduras, contestó rápido Mario

    —No se trata de eso. Las Cerraduras siguen tan seguras como siempre

    Godoy le explicó los detalles. Tiempo atrás muchos en la Comisión (BR3, para abreviar) señalaron que la ciudad no podía seguir dedicada a la industria y que ahora que ya empezaban a ser ricos debían emplear una parte de sus bienes en la cultura. Se creó la mejor biblioteca del mundo, con fondos digitalizados procedentes de todas las bibliotecas importantes del planeta y además una colección de un millón de libros físicos. Se creó un sistema de orquestas populares, se encargó una ampliación del Museo de Bellas Artes e incluso algunos proponían construir un nuevo Guggenheim en las ruinas del anterior, donde ahora se hallaba un centro comercial. Ignacio Ordeñana, apodado Speer por algunos malvados, esperaba impaciente el encargo que él creía le iba a hacer pasar a la historia de la Arquitectura.

    Ese invierno próximo se iba a inaugurar un nuevo palacio de la Ópera, que se erguía a la entrada del Casco Viejo, conservando algunas paredes y parte de la fachada del antiguo Teatro Arriaga, destruido por una bomba durante el Desastre. La inauguración iba a ser marcada por el estreno de una ópera perdida del propio Arriaga: Los Esclavos Felices. Nadie la había escuchado nunca y se creía que su partitura había desaparecido para siempre. Cuando ocurrieron los bombardeos, la Iglesia de San Nicolás saltó por los aires y quedó al descubierto en el sótano una estancia pequeña y oculta en la que se amontonaban documentos anteriores a las Guerras Carlistas. Allí apareció una copia íntegra de los Eslavos Felices. Se encargó su grabación a Simon Podolsky, Director de la Deutsche Oper de Berlín y batuta entre las batutas. Se trataba de una belleza barroca sobrecogedora. Todo parecía que encajaba a la perfección: el nuevo teatro, invitados de medio mundo, estreno de la obra perdida…

    Mario pensó en algo cercano a su especialidad: Director de escena pillado in fraganti en una orgía gay, tenor del momento que deja embarazada a una menor del coro, en fin, la vida misma. Mostró mayor interés a la espera de la noticia final

    —El manuscrito original ha desaparecido, lo han robado de nuestras oficinas. Todavía no se ha hecho público

    —¿Qué importancia tiene?, la obra está digitalizada, es solo un manuscrito antiguo

    —No lo entiendes. Esta ciudad

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