Benito Mussolini tomó el poder en 1922. Seis años después, la consagración del Gran Consejo del Fascismo como órgano supremo de Italia imprimía a esta el último giro de tuerca en su transformación dictatorial. Pero el país no era por completo un Estado totalitario. Un obstáculo interno continuaba interponiéndose entre la ambición del Duce, una especie de remedo distorsionado del Imperio romano, y la vida real. En su marcha “intrépida, inquieta y áspera” hacia un horizonte glorioso de “orden, jerarquía y disciplina”, el líder anticomunista y antiliberal, autor de esas proclamas grandilocuentes, llevaba en la bota una piedra del tamaño del Etna.
Sicilia, en efecto, iba a lo suyo. Allí se vivía poco o nada de panitalianismo, corporativismo, expansionismo, milicias voluntarias y demás mimbres fascistas.
La inmensa isla cerealera que siglos antes había alimentado al Imperio romano de verdad tenía su propia manera de hacer las cosas. Muy propia. Venía siendo así desde tiempos inmemoriales, quizá debido al trajín constante de conquistadores que, al final, acababan marchándose tal como habían llegado.
Incluso durante el fervor patriótico del Risorgimento, el mismísimo Garibaldi se había visto en la necesidad de aceptar ayuda local para guiar a buen puerto en Sicilia la lucha de sus “camisas rojas”. De modo que, si ahora los “camisas negras” de Mussolini querían sumar la perla del Mediterráneo a la unidad inquebrantable de la Italia fascista y toda esa cantinela, el Duce debía ponerse de acuerdo con los auténticos amos de la isla.
Un huésped de don Ciccio
Francesco Cuccia había tenido la gentileza de explicárselo en persona a Mussolini durante una visita de este a Sicilia en 1924. Hasta se