El antimonio
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El antimonio - Leonardo Sciascia
Prólogo: Un escéptico inactivo
MANUEL RIVERO RODRÍGUEZ1
Leonardo Sciascia contaba quince años cuando estalló la Guerra Civil en España. Frecuentaba por entonces las clases de Vitaliano Brancati en el Istituto Magistrale ix Maggio, enclavado en un antiguo monasterio que los habitantes de Caltanissetta llamaban «la abadía». Allí descubrió que su maestro era escritor. Al leer sus artículos de prensa en Omnibus pensó: «Así quiero escribir». El relato El aburrimiento de 1937 solía citarlo y recordarlo. Brancati comenzaba diciendo: «Quien no conozca el aburrimiento, que se instaló en Italia en 1937, se está perdiendo una importante experiencia que tal vez no vuelva a vivir, ni él ni sus descendientes, porque es difícil que esas singulares condiciones se repitan en el mundo». Era una provocación, si se tiene en cuenta que fue el año «del Imperio y de la guerra de España», una crítica sutil, casi silenciosa.
En la abúlica cotidianeidad siciliana, la Guerra Civil fue para muchos algo más que noticias leídas en la prensa sobre un conflicto lejano y ajeno. Al principio, Sciascia no prestó atención a los sucesos que sacudían España en el verano de 1936, la censura y la propaganda no dejaban resquicios ni fisuras para dudar del papel civilizador de la Cruzada Antibolchevique, pero cuando supo que Gary Cooper se había manifestado contrario a Franco comenzó a ver de otra forma los acontecimientos, narrados como heroicos en la prensa, que a sus ojos se revelaban claramente como despreciables crímenes. Peor fue cuando Italia intervino. «Cuando pensaba en los campesinos y artesanos de mi pueblo que iban a morir por el fascismo, me sentía lleno de odio» escribió después. Tres de ellos fallecieron en combate y sus exequias en Racalmuto, con todas las autoridades marchando en los cortejos fúnebres, le impresionaron.
Sciascia no viajó a España hasta muchos años después de la Guerra Civil, cuando ya era un escritor conocido. Sin embargo, el relato que hace en El antimonio tiene una extraordinaria verosimilitud, como si fuera algo vivido. Lo más cercano a su propia experiencia son las minas de azufre, su abuelo fue capataz de una mina y su padre contable de la misma mina. Él podía haber seguido esa línea, pero estudió para maestro (aunque luego se dedicara al periodismo) porque, como bien apreciará el lector, la minería del azufre estaba en decadencia y no ofrecía ningún futuro a quienes vivían de ella. La Sicilia del azufre era un mundo minero no exactamente industrial, las minas de Tolfa estaban abiertas desde hacía siglos, su explotación se hizo intensiva cuando la pólvora se empleó masivamente en las guerras modernas, desde el siglo XVI. Enclavadas en un mundo y una sociedad rurales, conservaban el color y el ambiente del mundo preindustrial.
Las cartas de los soldados en el frente y de los que regresaban a Racalmuto hacían circular las noticias de la guerra con rapidez en un pueblo en el que todo el mundo se conocía. Las conversaciones sueltas, los comentarios, las alusiones le dieron un conocimiento cabal de lo que sus conciudadanos hacían. El realismo de muchos detalles proviene de cosas escuchadas aquí y allí, siendo una de sus principales fuentes un abogado paisano suyo que fue voluntario en el primer momento con los camisas negras. A diferencia del protagonista de la novela, se trataba de un fascista que nunca se arrepintió de su experiencia española, fue de él de quien tomó casi literalmente el relato del encuentro entre soldados italianos fascistas y antifascistas en Guadalajara. Son las conversaciones con su paisano las que proveyeron el tono autobiográfico de la narración, si bien esas experiencias vividas las trasplantó a otro sujeto siciliano, un arquetipo conocido y familiar, que responde al perfil de uno de tantos trabajadores enrolados en el Corpo di Truppe Volontarie.
Desde 1934 Mussolini estuvo muy interesado en extender la influencia fascista sobre España, gastando importantes sumas para financiar la Falange mediante un subsidio mensual. Pese a todo, se enteró por la prensa del golpe de Estado del 18 de julio. Mortificado al saber que los alemanes habían estado al tanto de todo, envió inmediatamente una docena de aviones para colaborar en el transporte de las tropas de Marruecos a la península ibérica. A rebufo de los acontecimientos, el dictador italiano quería figurar en un papel protagonista que los españoles eran remisos a otorgarle. A juicio del conde Ciano, su yerno, este empeño por protagonizar la cruzada antibolchevique en España era demostración de su concepción infantil de la política internacional. Puro afán de protagonismo, puro exhibicionismo de un régimen que por la guerra de Etiopía afrontaba una seria crisis económica, paro e inflación y no se podía permitir el lujo de más aventuras exteriores.
El general Franco, en este momento aprendiz de dictador, no veía en el Duce un ejemplo a seguir, ni deseaba la ayuda militar italiana nada más que en su expresión más elemental, dinero y armas modernas. Pese a todo, en diciembre de 1936, Mussolini logró que se aceptase la presencia de una misión militar italiana en Sevilla. No obstante, las relaciones entre los golpistas y los fascistas italianos estuvieron a punto de romperse cuando desde Roma se sugirió a Franco que invitase a un príncipe de la Casa de Saboya para ceñirse la corona de España. La junta militar consideró que la ayuda estaba envenenada, que era un caballo de Troya del imperialismo italiano, al tiempo que les asombraba la ignorancia que en Roma se tenía del contexto español. La efímera experiencia del reinado de Amadeo de Saboya aún era recordada muy negativamente por los carlistas y la Iglesia.
Con todo, el fracaso del golpe de Estado en Madrid y la resistencia de la capital a rendirse dio paso a una cruenta guerra civil. Franco tenía que someter el país ciudad a ciudad, pueblo a pueblo, casa a casa; de mala gana tuvo que aceptar la ayuda de Mussolini. El fracaso de los militares sublevados dio un inesperado protagonismo al Duce, que vio como se le franqueaba la puerta para compartir con Hitler la construcción de una nueva Europa que empezaba a construirse en España y que en el futuro alcanzaría a todo el continente, incluyendo Rusia. Es ya un lugar común decir que nuestra guerra civil fue la antesala de la Segunda Guerra Mundial. Por tal motivo, a comienzos de 1937, se cambió el nombre y el carácter de la misión militar italiana, que creó el Corpo di Truppe Volontarie, CTV, pues ya no se trataba de una ayuda indirecta de equipos, materiales y asesores militares, sino del envío de fuerzas de combate perfectamente equipadas, armadas y bajo mando exclusivamente italiano.
El CTV estaba compuesto por una mezcla de voluntarios fascistas y militares de carrera del ejército real. Estos últimos aparecen bien retratados en El antimonio. Había una notable barrera de clase; al mando, dos millares de oficiales del ejército real, de extracción social media alta, que mandaban sobre 26.000 suboficiales y la tropa de extracción popular, sin experiencia ni adiestramiento alguno. El general Guariglia en sus Ricordi describía a la tropa que mandaba en España como una escoria (feccia) a la que por razones propagandistas se les daba el nombre de voluntarios, si bien habían sido enrolados a la fuerza por una suerte de programa