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El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II. Tomo 2
El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II. Tomo 2
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El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II. Tomo 2

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En este segundo tomo, Braudel relata en el capítulo "Los acontecimientos, la política y los hombres" una historia de hechos, de oscilaciones breves. Se llega a la distinción dentro del tiempo de la historia, de un tiempo geográfico, un tiempo social y un tiempo individual. Inicia con la guerra en el Mediterráneo de 1551 y termina con la muerte de Felipe II en 1598.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 dic 2015
ISBN9786071634580
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    I call this the greatest book ever written for the wrong reason --it sets out to demonstrate the way the economicbasis determines the political history, but ends by admitting the two most important factors in the decline in the struggle for control of the Mediterranean between Spain and the Turks were Spain's conquest of Portugaland Turkey's involvement in war with Persia. However, it is a famously thorough description of conditions before those changes.
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    What strikes the reader is the comprehensive sweep of Braudel's vision. For that ambition he is to be applauded.

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El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II. Tomo 2 - Fernand Braudel

Mexico

SEGUNDA PARTE

DESTINOS COLECTIVOS Y MOVIMIENTOS DE CONJUNTO

(CONTINUACIÓN) 

CAPÍTULO IV

LOS IMPERIOS

NO SERÍA posible trazar un panorama político exacto del siglo XVI sin remontarse hasta bastante lejos en el pasado para captar en él el sentido de una larga evolución.

A finales del siglo XIV el mar interior pertenecía indiscutiblemente a las ciudades, a los Estados urbanos plantados en sus orillas. Había, cierto es, algunos Estados territoriales más o menos homogéneos y relativamente extensos, hasta los que llegaban, a veces, las mismas olas del mar. Tal, por ejemplo, el reino de Nápoles —il Reame—, el reino por antonomasia; el Imperio bizantino; los países unidos bajo la Corona de Aragón… Pero estos Estados no eran, las más de las veces, más que el amplio ropaje de ciudades poderosas; el reino de Aragón era, lato sensu, obra del dinamismo de Barcelona; el imperio de Oriente venía a constituir, en cierto modo, el doble extrarradio de Constantinopla y de Tesalónica.

Pero en el siglo XV la ciudad no estaba ya a la altura de las circunstancias; la crisis de las ciudades se abre paso, antes que en ningún otro sitio, en Italia, donde despunta con el siglo. En los próximos cincuenta años va a dibujarse un nuevo mapa de la península en beneficio de unas ciudades y en detrimento de otras. Una crisis mesurada, por lo demás, puesto que no llegará a realizar lo que quizá estaba —aunque yo lo dudo— sobre el tapete: la unidad de la península. Una ciudad tras otra, Nápoles, Venecia, Milán, van fracasando en la empresa apenas entrevista. Desde luego, el momento era prematuro: demasiados particularismos se interponían en el camino; demasiadas ciudades, ansiosas de vivir su propia vida, frenaban el difícil alumbramiento. Esto hace que la crisis urbana se desarrolle solamente a medias. La paz de Lodi, en 1454, no hace más que consagrar un equilibrio y un fiasco: la península había simplificado su mapa político, es cierto, pero seguía desintegrada.

Entre tanto, una crisis análoga iba a minar todo el ámbito mediterráneo. Por doquier, en efecto, la ciudad-Estado, demasiado frágil, demasiado angosta, se revelaba por debajo de los problemas políticos y financieros de la hora. Era, ostensiblemente, una forma superada, condenada a desaparecer: la toma de Constantinopla en 1453, la caída de Barcelona en 1472 y la reconquista de Granada en 1492 nos ofrecen otras tantas pruebas palmarias de ello.¹

Sólo el rival del Estado urbano, el Estado territorial,² rico en espacio y en hombres, demuestra ser capaz de hacer frente a los enormes gastos de la guerra moderna; sostiene ejércitos de mercenarios y se procura el costoso material de artillería; y pronto podrá darse el lujo de afrontar grandes guerras marítimas. Su auge ha sido durante largo tiempo un fenómeno irreversible. Los nuevos Estados de las postrimerías del siglo XV son el Aragón de Juan II, el reino transpirenaico de Luis XI o la Turquía de Mehmed II, el vencedor de Constantinopla; será también, en seguida, la Francia de Carlos VIII, con sus aventuras italianas, o la España de los Reyes Católicos. Todos ellos habían desarrollado sus fuerzas iniciales tierra adentro, lejos de las orillas mediterráneas,³ casi siempre en espacios pobres, donde no abundaban las ciudades-obstáculos. Al paso que en Italia la riqueza y la densidad de las ciudades mantenían en pie las divisiones y debilidades, las rivalidades y la modernidad tropezaban con grandes obstáculos para emerger del pasado en la medida en que este pasado conservaba su brillo y su vida. El pasado convertíase, así, en una insigne debilidad. Esto se vio con motivo de la primera guerra turco-veneciana, de 1463 a 1479, durante la cual la señoría, mal resguardada por sus territorios demasiado endebles, a pesar de la superioridad de sus técnicas, tuvo que abandonar la partida;⁴ y de nuevo cuando la trágica ocupación de Otranto por los turcos, en 1480;⁵ y mejor aún en 1494, cuando comenzó el huracán desencadenado por la irrupción de Carlos VIII en Italia. ¿Ha habido nunca un paseo militar más sorprendente que este raudo viaje a Nápoles, donde, para decirlo con las palabras de Maquiavelo, lo único que tuvo que hacer el invasor fue mandar a sus furrieles marcar con tiza los alojamientos para sus tropas? Una vez pasada la alarma se podía tomar a broma lo ocurrido o burlarse de Philippe de Commynes, el embajador francés, como lo hacía a fines de julio de 1495 Filippo Tron, patricio veneciano. Y añadía que nunca se había dejado engañar por las intenciones que se le atribuían al rey de Francia, "deseoso de ir a Tierra Santa, cuando lo que en realidad quería era nada menos que convertirse en signore di tutta l’Italia".⁶

Hermosa baladronada, pero el hecho es que comienza entonces para la península toda una cadena de desgracias, lógica consecuencia de su riqueza y su posición en el centro del ciclón de la política europea, y, como clave de todo, la fragilidad de sus sabias estructuras políticas, de todo aquel mecanismo de relojería que era el equilibrio italiano… Sus pensadores, aleccionados por el infortunio y por la enseñanza cotidiana de los hechos, se paran a meditar sobre la política y el destino de los Estados, desde Maquiavelo y Guicciardini, a comienzos de siglo, hasta Parutta, Giovanni Botero y Ammirato, ya en sus postrimerías. Italia: extraño laboratorio para hombres de Estado: el pueblo entero discute allí de política; la política es su pasión, la del mozo de cuerda de la plaza pública y la del barbero en la peluquería, la del artesano en la taberna.⁷ La razón de Estado,⁸ este redescubrimiento italiano, no es el fruto de reflexiones solitarias, sino de una experiencia colectiva. Y también la crueldad, que con tanta frecuencia acompaña en Italia a la política, la traición, las hogueras sin cesar reavivadas de la venganza privada, son otros tantos signos de una época en que se rompen los viejos moldes gubernamentales, y las nuevas formas se suceden y precipitan a merced de las circunstancias sobre las que no manda el hombre. La justicia brilla a menudo por su ausencia y los gobiernos son demasiado nuevos para escatimar improvisaciones y violencias. El terror se ha convertido en un medio de gobierno. El príncipe enseña el arte de vivir, de sobrevivir día a día.⁹

Pero en el siglo XV y con toda seguridad en el XVI no podemos hablar ya ni siquiera de simples Estados territoriales, de Estados-naciones. Vemos surgir y crecer grupos más extensos y desmesurados que son resultado de acumulaciones, herencias, federaciones, coaliciones de Estados particulares; imperios, podríamos decir, si vale emplear en su sentido actual y pese a su anacronismo, esta cómoda fórmula. Pues ¿cómo designar, si no, a estos monstruos? Así pues, en 1494 ya no interviene más allá de los montes solamente el reino de Francia, sino un Imperio francés, siquiera sea un imperio puramente imaginario. Su primer objetivo es instalarse en Nápoles. Pero aspira también, sin inmovilizarse en el corazón del mar interior, a marchar hacia el Oriente, sostener allí a defensa cristiana, responder a las reiteradas y concretas llamadas de auxilio de los Caballeros de Rodas, liberar la Tierra Santa… Tal es la compleja política de Carlos VIII, a pesar de lo que piense un Filippo Tron: política de cruzada, concebida con la intención de bloquear el Mediterráneo de un solo golpe. Ahora bien, todo imperio supone una mística, y en la Europa occidental no hay imperio posible sin esa mística prestigiosa de la cruzada, de su política que flota entre el cielo y la tierra. Pronto habrá de evidenciarlo el ejemplo de Carlos V.

Tampoco la España de los Reyes Católicos es ya un simple Estado nacional, sino una asociación de reinos, Estados y pueblos, sin otro lazo de unión que la persona de los soberanos. También los sultanes gobiernan un conglomerado de pueblos conquistados, asociados a su fortuna o sometidos a su yugo. Entre tanto, la aventura marítima comienza a crear, en provecho de Portugal y de Castilla, los primeros imperios coloniales modernos, cuya importancia no alcanzan a comprender, en un principio, ni los más perspicaces observadores de la época. El propio Maquiavelo observa tan de cerca el espectáculo de una Italia agitada políticamente que no alcanza a mirar tan lejos, defecto bien grave, no cabe duda, en un observador generalmente tan lúcido como él lo era.¹⁰

El drama del Mediterráneo en el siglo XVI es ante todo un drama de crecimiento que brota de los esfuerzos de los colosos políticos de la época por acomodarse. Sabido es cómo Francia frustra entonces su carrera imperial, apenas esbozada, por culpa de las circunstancias: sí, no cabe duda, pero también por culpa de su temperamento, de su prudencia, de su gusto por las cosas seguras, de su horror a lo arriesgado y a lo grandioso… Pero lo que no sucedió podía muy bien haber ocurrido. No es de ningún modo absurdo imaginarse un Imperio francés apoyado en Florencia de modo semejante a como el Imperio español (aunque no en sus primeros momentos) se ha apoyado en Génova. Y sabemos también cómo Portugal, ya un casi extranjero en el Mediterráneo, se desarrolla en esta época, salvo algunas posiciones que pierde en Marruecos, fuera del ámbito mediterráneo propiamente dicho. El auge de los imperios en el mar interior es, pues, el auge de los Osmanlíes por el este y el de los Habsburgo por el oeste. Ya lo señalaba, hace tiempo, Leopoldo Ranke: esta doble carrera ascendente es una sola y la misma historia, y apresurémonos a afirmar que no son solamente el azar y las circunstancias las que determinaron el nacimiento de esta gran historia simultánea. No es posible creer, si no se nos demuestra, que Solimán el Magnífico y Carlos V fueran simples accidentes (así lo ha sostenido, entre otros, el propio Pirenne); sus personas, sí, indudablemente, pero no sus imperios. Ni creo tampoco en la influencia preponderante de Wolsey,¹¹ el orador de la política inglesa del Balance of Power, que, contraviniendo a sus principios, apoya en 1521 a Carlos V, dueño de los Países Bajos y de Alemania, es decir, que, respaldando al más fuerte, en vez de sostener al rey Francisco, que era la parte más débil, abre las puertas a la brusca victoria de Carlos V en Pavía y se hace, con ello, responsable de que sea abandonada Italia por espacio de dos siglos a la dominación española…

Sin negar por ello el papel del individuo y de las circunstancias, creo que el auge económico de los siglos XV y XVI trae consigo una coyuntura tenazmente favorable a los grandes y aun a los grandísimos Estados, a esos extensos Estados a quienes vuelve a decírsenos que pertenece el porvenir, como a comienzos del siglo XVIII, en el momento en que crecía la Rusia de Pedro el Grande y se perfilaba la unión, por lo menos dinástica, de la Francia de Luis XIV y la España de Felipe V.¹² Lo que ocurre en Occidente ocurre también, mutatis mutandis, en Oriente. En 1516 el sultán de Egipto sitia Aden, ciudad libre, y se apodera de ella, de acuerdo con las lógicas leyes de la expansión. Pero —y también obedeciendo a idéntica lógica—, el sultán turco, en 1517, se apodera de todo Egipto.¹³ El pez chico siempre corre peligro de ser devorado por el grande. En realidad, la historia es, por turnos, favorable o desfavorable a las vastas formaciones políticas. Tan pronto conspira a su expansión y a su desarrollo como a su desgaste y a su dislocación. La evolución no se orienta políticamente de una vez para siempre, de un modo simplista; no existen Estados irremisiblemente condenados a morir ni Estados predestinados a engrandecerse a toda costa, indefinidamente, como si el destino les encomendara la misión de engullir territorios y devorar a sus semejantes.¹⁴ Dos imperios, en el siglo XVI, dan pruebas de su temible poderío. Pero entre los años de 1550 y 1600 se vislumbra ya, y en el siglo XVII se perfila y se precisa, el momento no menos inexorable de su ocaso.

I. EN LOS ORÍGENES DE LOS IMPERIOS

Tal vez, pues, cuando hablamos de los imperios, de su auge o de su decadencia, debemos estar atentos al destino general que los empuja: no confundir los periodos, no ver demasiado pronto la grandeza de lo que un día, con la ayuda del tiempo, llegará a ser grande, ni anunciar prematuramente la caída de lo que, con los años, dejará otro día de serlo. Nada más difícil que esta cronología, la cual no es simplemente una relación de hechos, sino un simple diagnóstico, una auscultación, expuestos a los habituales y evidentes errores de toda exploración médica.

La grandeza turca:¹⁵ del Asia Menor a los Balcanes

Con anterioridad a la eclosión de la grandeza turca hay tres siglos, por lo menos, de esfuerzos repetidos, de largas luchas, de milagros. Los historiadores occidentales de los siglos XVI, XVII y XVIII se fijan, incluso, de preferencia en este lado de lo milagroso. ¡Y cuán extraordinaria es, en efecto, la historia de esta familia de los Osmanlíes, engrandecida al azar de los combates a lo largo de las inciertas fronteras del Asia Menor, lugar de cita de aventureros y de pasiones religiosas!¹⁶ Porque el Asia Menor es, como pocas, una tierra de transportes místicos: la guerra y la religión van aquí de consuno y las cofradías belicosas pululan por estas tierras, donde, como es sabido, los jenízaros se enlazan a la importante y poderosa secta de los becktachis. El Estado osmanlí debe a estos orígenes su belicosidad, sus bases, sus primeras exaltaciones. Es un verdadero milagro que este pequeño Estado haya podido sobrevivir a los múltiples remolinos, a las catástrofes inherentes a su posición geográfica.

Habiendo sobrevivido, logra aprovecharse de las lentas transformaciones de los países anatolios. La prosperidad otomana va unida en sus raíces a esos poderosos movimientos de invasión, muchas veces silenciosos, que empujan los pueblos del Turquestán hacia el oeste. Es el fruto de esta transformación interna del Asia Menor,¹⁷ que, griega y ortodoxa en el siglo XIII, se torna turca y musulmana por efecto de repetidas infiltraciones y de completas rupturas sociales, y también como resultado de una asombrosa propaganda religiosa de las órdenes musulmanas, las unas, revolucionarias, comunistas, como los babais, los ajais y los abdal; las otras, más pacíficamente místicas, como los mevlevis de Quonié. Según G. Huart, Koprilizadé ha esclarecido recientemente su apostolado.¹⁸ Su poesía —su propaganda— marca la aurora de la literatura turca occidental…

También del otro lado de los estrechos se ve la conquista turca ampliamente favorecida por las circunstancias. La península de los Balcanes dista mucho de ser pobre, y en los siglos XIV y XV era más bien rica. Pero estaba dividida: bizantinos, serbios, búlgaros, albaneses, venecianos y genoveses luchan allí unos contra otros. Ortodoxos y latinos andan a la greña, en constantes querellas religiosas. Por último, socialmente, el mundo balcánico es de una extrema fragilidad, un verdadero castillo de naipes. No hay que olvidarlo: la conquista turca de los Balcanes pudo llevarse a cabo porque se aprovechó de una pasmosa revolución social. Una sociedad señorial, inexorable para el campesino, viose sorprendida por el choque y acabó derrumbándose por sí sola. La conquista, que marca el fin de los grandes terratenientes, señores absolutos en sus tierras, es también, desde ciertos puntos de vista, la liberación de los pobres.¹⁹ El Asia Menor fue conquistada pacientemente, lentamente, al cabo de siglos de oscuros esfuerzos; la península de los Balcanes no resistió, parece ser, al invasor. En Bulgaria, donde los turcos lograron tan rápidos progresos, el país estaba minado, desde mucho antes de la llegada del invasor, por violentas revueltas agrarias.²⁰ En la misma Grecia había un proceso de revolución social. En Serbia desaparecen los señores nacionales y una parte de las aldeas se incorpora a las tierras wakuf (a las tierras de las mezquitas) o es repartida entre los spahis.²¹ Ahora bien, estos spahis, soldados y señores vitalicios, reclamaron desde el primer momento que se les pagasen las rentas en dinero y no en trabajo. Pasará algún tiempo antes de que la situación de los campesinos vuelva a ser dura. Además, en la región bosniana, alrededor de Sarajevo, se producen conversiones en masa, debidas en parte, como es sabido, a la persistente herejía de los bogumiles.²² La situación es aún más complicada en Albania.²³ Aquí, los terratenientes logran refugiarse en los presidios venecianos; tal es, por ejemplo, el caso de Dirraquio, que perteneció a la señoría hasta 1501. Cuando estas fortalezas caen en manos de los turcos, la nobleza de Albania busca refugio en Italia, donde viven aún algunos de sus descendientes. No hablamos de la familia de los Musachi, que se extingue en Nápoles hacia el año 1600. Pero poseemos una preciosa Historia della Casa Musachi, publicada en 1510 por uno de sus vástagos, Giovanni Musachi, que ilumina de un modo muy interesante el destino de una casa, de un país y de una casta. El nombre de esta antigua familia se ha conservado en Albania en la región llamada de los Musekie,²⁴ donde el linaje poseía en otro tiempo inmensas propiedades.²⁵ La historia de estos exilios y transplantaciones es asombrosa. No vale, es cierto, para todos los señores y terratenientes balcánicos. Pero, cualquiera que haya sido el final, y aunque algunos de ellos consiguieran salvarse momentáneamente renegando o no de su fe religiosa, el problema de conjunto no cambia: a la llegada de los turcos, todo un mundo social se derrumba por sí solo, confirmando con ello, una vez más, la sentencia de Albert Grenier: sólo son conquistados los pueblos que quieren serlo.

FIGURA 55. Población de la península de los Balcanes al comienzo del siglo XVI.

A este mapa, trazado por Ömer Lutfi Barkan apoyándose en los censos otomanos, le faltan las cifras concernientes a Estambul, que, por lo que parece, se han perdido. Los turcos controlaban sus adquisiciones por medio de puestos fronterizos y, en mayor grado, por medio de ciudades-clave. Nótese la importancia masiva de las implantaciones de los nómadas yuruks en las llanuras, y también en las zonas altas, por ejemplo en la región de los montes Ródope y en las montañas al este del río Struma y del Vardar. Trazar una línea más o menos precisa que, arrancando de la isla de Tasos y pasando por Sofía, separa una zona predominantemente cristiana, sólo parcialmente colonizada por los turcos, de una zona de fuerte implantación musulmana en Tracia y a través de Bulgaria. Posteriores investigaciones realizadas por Ömer Lufti Barkan y sus alumnos han analizado prácticamente todos los censos del siglo XVI; éstos revelan un fuerte incremento de la población y evidencian algo que ya se sabía antes: los musulmanes eran el elemento predominante de la población anatolia. Cada signo de este mapa representa 250 familias. Nótese la densidad de población musulmana en Bosnia y la importante colonia judía de Salónica.

Esta realidad social explica los estragos y los éxitos fulgurantes de los invasores. Su caballería, lanzada a lo lejos y al galope, cortando los lejanos caminos, destruyendo las cosechas, desorganizando la vida económica, preparaba al grueso del ejército fáciles conquistas. Sólo las regiones montañosas pudieron protegerse durante algún tiempo contra el invencible invasor. Éste, sabiendo plegarse a las realidades de la geografía balcánica, se adueña primeramente de las grandes rutas que, a lo largo de las cuencas fluviales, conducen al Danubio: de los valles del Maritza, el Vardar, el Drin, el Morava… En 1371 triunfa en Cernomen, sobre el Maritza; en 1389, en el campo de Merles, en el Kossovo Polje, de donde fluyen el Maritza, el Vardar y el Morava. En 1459, esta vez al norte de la Puerta de Hierro, triunfa en Sneredovo, en el punto mismo en que confluyen el Morava y el Danubio, dominando Belgrado y las tierras que abren paso a la planicie húngara.²⁶ Triunfa también sin pérdida de tiempo en la vasta extensión de las llanuras del este.²⁷ En 1365 instala su capital en Adrianópolis; en 1386 ha conquistado toda Bulgaria y, en seguida, toda la Tesalia.²⁸ La conquista es más lenta en el montañoso oeste, y también, a veces, más aparente que real. En Grecia, Atenas es ocupada en 1456, Morea en 1460, Bosnia en 1462-1466²⁹ y Herzegovina en 1481,³⁰ a pesar de la resistencia de ciertos reyes de las montañas. La misma Venecia se ve incapacitada para cerrarles durante largo tiempo el acceso al Adriático: en 1479 ocupan Scutari, y en 1501, Dirraquio. Habría que señalar, además, otra conquista, más lenta, pero más eficaz: la construcción de caminos y puntos fortificados, la organización de caravanas de camellos, la acción de todos los convoyes de aprovisionamiento y los transportes confiados a los arrieros búlgaros, y, por último y sobre todo, esa conquista tan eficiente que organizan en las ciudades sometidas por los turcos y fortificadas o construidas por ellos. Estas ciudades se convierten en verdaderos focos de donde irradia la civilización turca; pacifican, domestican o, por lo menos, amansan los países vencidos, donde no debemos imaginarnos que imperaba un régimen de continuas violencias.

Y, no obstante, no cabe duda de que, en sus comienzos, la conquista turca se nutre en detrimento de los pueblos sometidos: después de la batalla de Kossovo, millares de serbios son vendidos como esclavos hasta en los mercados de la cristiandad³¹ o reclutados como mercenarios. Pero el conquistador no carece de sentido político. Así lo demuestran las concesiones que Mehmed II hizo a los griegos llamados a Constantinopla desde 1453. Turquía acaba creando los cuadros en los que van acomodándose, uno por uno, los pueblos de la península para colaborar con el vencedor y reanimar, aquí y allí, el fasto del Imperio bizantino. Esta conquista recrea un orden: es una pax turcica. No debemos creer que andaba descaminado aquel francés anónimo que en 1528 escribía: el país es seguro, y no hay noticias de nuevos raptores[…] ni salteadores de caminos[…] El emperador no los tolera[…]³² ¿Podría afirmarse otro tanto, en aquel tiempo, de Cataluña o de Calabria? Algo de verdad tenía que haber, necesariamente, en este cuadro optimista, puesto que, a los ojos de los cristianos, el Imperio turco aparece durante mucho tiempo como algo admirable, incomprensible y desconcertante por el orden que en él reina; su ejército causa la maravilla de los occidentales por su disciplina y su silencio, tanto como por su valentía, por la abundancia de sus municiones y el arrojo y la sobriedad de sus soldados… Lo que no impide, antes al contrario, que los cristianos aborrezcan a estos infieles, mucho peores que los perros en todas sus obras: frase escrita en 1526.³³

Sin embargo, poco a poco los juicios van cobrando mayor objetividad. Los turcos eran, sin duda, el azote de Dios; Pierre Viret, el reformador protestante de la Suiza francesa, dice, refiriéndose a ellos, en 1560: no podemos maravillarnos de que Dios castigue a los cristianos con los turcos, como en otro tiempo castigó a los judíos, cuando abjuraron de su fe[…], porque los turcos son hoy los asirios y los babilonios de los cristianos, y el flagelo, la plaga y el furor de Dios.³⁴ A mediados del siglo hay algunos que, como Belon du Mans, reconocen sus virtudes; de ahora en adelante, los europeos comenzarán a soñar con este exótico país, reverso de los de Europa y ocasión propicia para evadirse de la sociedad occidental y de sus pesados lazos. Era ya un paso hacia delante tratar de explicarse lo que eran los turcos con base en los defectos y las flaquezas de Europa.³⁵ Un ragusino se lo decía a Maximiliano I:³⁶ mientras que los países europeos se dividen, el imperio de los turcos está en manos de un solo hombre, y todos obedecen al sultán, que es el único; a él van a parar todas las rentas; en una palabra, es el dueño y señor, y todos los demás, sus esclavos. Era lo mismo que, en esencia, explicaba en 1533 a los embajadores de Fernando, Aloysius Gritti, curioso personaje, hijo de un veneciano y de una esclava, y durante largos años favorito del gran visir Ibrahim Pachá. Carlos V no debía arriesgar su poder contra el de Solimán. "Verum esse Carolum Cesarem potentem sed cui omnes obediant, exemplo esse Germanian et lutheranorum pervicaciam."³⁷

Es cierto que la fuerza de los turcos veíase hasta cierto punto prisionera de este complejo de las flaquezas europeas por una especie de acción mecánica. Las grandes querellas de Europa favorecen y aun provocan la expansión turca hasta Hungría. Busbec escribe, con razón:³⁸

La toma de Belgrado (el 29 de agosto de 1521) ha dado pie a toda esa muchedumbre de males que han sobrevenido de poco tiempo a esta parte y bajo cuyo peso todavía gemimos. Por esta funesta puerta entraron los bárbaros para arrasar a Hungría; y ello ha traído también como consecuencia la muerte del rey Luis, y, más tarde, la pérdida de Buda y la enajenación de la Transilvania. Finalmente, si los turcos no hubiesen tomado Belgrado, jamás habrían entrado en Hungría, este reino por ellos asolado y que antes era uno de los más florecientes de Europa.

No olvidemos que el año 1521, el año de la caída de Belgrado, marca el comienzo del gran conflicto entre Francisco I y Carlos V. Sus consecuencias fueron Mohacs, en 1526, y el sitio de Viena, en 1529. Bandello, que escribe sus Novelas a raíz de este gran acontecimiento,³⁹ nos pinta una cristiandad preparada para lo peor, reducida a un cantón de Europa, a causa de las continuas discordias entre los príncipes cristianos[…] A menos que Europa, en vez de esforzarse en poner coto a los avances del Imperio otomano,⁴⁰ se deje arrastrar a otras aventuras como la del Atlántico y la del vasto mundo, como los historiadores han puesto de relieve desde hace mucho tiempo,⁴¹ tal vez haya que invertir la vieja explicación, errónea, pero no completamente desechada todavía, de que fueron las conquistas turcas las que provocaron los grandes descubrimientos, cuando en realidad fueron, por el contrario, no cabe duda, los grandes descubrimientos los que hicieron que decreciera el interés por la zona de Levante, permitiendo con ello a los turcos extenderse e instalarse en ella sin mayores dificultades. Cuando los turcos ocuparon Egipto, en enero de 1517, hacía ya veinte años que Vasco de Gama había dado la vuelta al cabo de Buena Esperanza.

Los turcos en Siria y en Egipto

Ahora bien, si no andamos descaminados, el acontecimiento decisivo para la grandeza otomana, más aún que la toma de Constantinopla —ese episodio, como lo ha llamado, con alguna exageración, Richard Busch Zantner—,⁴² fue la conquista de Siria, en 1516, y la de Egipto, en 1517, hazañas ambas logradas de un solo golpe. A partir de entonces se perfila la formidable historia otomana.⁴³ Obsérvese que la conquista, en sí misma, no tuvo nada de particularmente grandioso y se llevó a cabo sin verdaderas dificultades. Ciertas reclamaciones de fronteras al norte de Siria y, más todavía, la tentativa del Sudán de intervenir como mediador entre los turcos y los persas suministraron, llegado el momento, el pretexto necesario…

Los mamelucos, que consideraban la artillería como un arma desleal, no pudieron resistir contra los cañones de Selim, el 24 de agosto de 1516, cerca de Alepo. Siria cayó de golpe en manos del vencedor, que entró el 26 de septiembre en Damasco. Como el nuevo Sudán se negara a reconocer la soberanía otomana, Selim llevó su ejército hasta Egipto. De nuevo fueron barridos los mamelucos por el cañón turco,⁴⁴ en enero de 1517, cerca de El Cairo. La artillería creaba un gran poder político. Como en Francia, como en Moscovia,⁴⁵ como en Granada en 1492.⁴⁶

Egipto fue, pues, conquistado casi sin sangre y sin que apenas el orden se perturbara. Rápidamente y apoyados en sus grandes propiedades, los mamelucos rehicieron la parte esencial de su poder: Bonaparte los encontrará allí tres siglos después. El barón Tott tiene, sin duda, razón cuando escribe:

Estudiando el Código del sultán Selim, llegamos a la conclusión de que este príncipe capituló con los mamelucos, en vez de conquistar el Egipto. Nos damos cuenta, en efecto, de que, al dejar en sus puestos a los 24 beys que gobernaban el reino, sólo trataba de contrabalancear su autoridad con la de un pachá, instaurado como gobernador general y presidente del consejo⁴⁷

Estas reflexiones nos invitan, con toda razón, a no dramatizar el carácter de la conquista de 1517.

Y, sin embargo, ¡qué gran acontecimiento! Selim obtuvo de los egipcios resultados muy considerables. En primer lugar, los tributos, moderados en un principio,⁴⁸ fueron en constante aumento. A través de Egipto se organizó la participación del Imperio otomano en el tráfico del oro africano procedente de Etiopía y del Sudán, y después en el comercio de las especias con la cristiandad. Ya nos hemos referido al comercio del oro y a la importancia que la ruta del Mar Rojo adquiere de nuevo en el tráfico general de Levante. En el momento en que los turcos se instalaron en Egipto y en Siria, es decir, mucho antes del periplo de Vasco de Gama, estos dos países, aunque no eran ya las únicas puertas del Extremo Oriente, seguían siendo, desde luego, las más importantes. De este modo se remata y consolida el dique turco entre la cristiandad mediterránea y el océano Índico,⁴⁹ al paso que se establece, con ello mismo, el enlace entre la enorme ciudad de Constantinopla y una región productora de trigo, de arroz y de habas. Desde entonces y con mucha frecuencia, Egipto será el factor determinante de la evolución turca, la región nutritiva y, si se quiere, el elemento corruptor. Según se ha sostenido, con ciertos visos de verosimilitud, del Egipto se extiende hasta los confines del Imperio otomano la venalidad de los cargos,⁵⁰ tendencia ésta que tan frecuentemente mina el orden político.

Pero su conquista le valió a Selim un bien tan precioso como el oro o el trigo. Es cierto que ya mucho antes de ser dueño del país del Nilo había ordenado que se orase en su nombre, asumiendo, por tanto, el papel de califa,⁵¹ de príncipe de los creyentes. En esta dignidad, el Egipto fue, para él, una consagración. Cuenta la leyenda —es una leyenda, ya lo sabemos, pero no importa— que el último de los Abasidas, a quien los mamelucos dieron refugio en Egipto, confirió a Selim el califato sobre todos los verdaderos musulmanes. Leyenda o no, lo cierto es que el sultán volvió de Egipto aureolado con un prestigio inmenso. En agosto de 1517 recibió del hijo del jeque de La Meca las llaves de la Kaaba.⁵² A partir de dicha fecha, habría de confiarse a una guardia de caballeros escogidos la custodia de la bandera verde del profeta.⁵³ No cabe duda de que la exaltación de Selim a la dignidad de supremo jefe de todos los creyentes, en 1517, produjo en todo el islam una conmoción parecida a la que provocó dos años más tarde, en la cristiandad, la célebre elección de Carlos, rey de España, a la corona del imperio. Aquella fecha marca, en plena primavera del siglo XVI, el advenimiento de la gran potencia otomana y (puesto que se paga) de una oleada de intolerancia religiosa.⁵⁴ Selim muere poco después de estas victorias, en 1518, en el camino de Adrianópolis. Su hijo, Solimán, hereda al padre, sin que nadie le dispute la sucesión. Le correspondió el inmenso honor de asegurar la grandeza otomana, pese a los pesimistas pronósticos que por entonces se hacían en torno de su persona. No cabe duda de que el hombre estaba a la altura de su misión. Pero hay que reconocer que subió al trono en una hora particularmente favorable. En 1521 se apodera de Belgrado, puerta de Hungría; en julio de 1522 pone sitio a Rodas, y toma la plaza en diciembre del mismo año; habiendo caído en sus manos la terrible y potente fortaleza de los Caballeros de San Juan, todo el Mediterráneo oriental quedaba a merced de sus juveniles ambiciones. Nada se oponía ya a que el dueño de tantas costas en el Mediterráneo dispusiera también de una flota. Sus súbditos y los griegos, incluidos los de las islas venecianas,⁵⁵ habrían de suministrarle el indispensable material humano. Pero el gran reinado de Solimán, que se abre con esa ruidosa victoria, ¿habría podido ser tan brillante como fue sin la conquista previa de Siria y de Egipto?

El Imperio turco visto desde dentro

Nosotros, los historiadores occidentales, hemos visto sólo desde fuera este Imperio turco. Y eso es verlo a medias o menos aún que a medias, y, en consecuencia, lo hemos tratado desde un punto de vista unilateral. Esta estrecha y anticuada perspectiva va cambiando gradualmente a medida que estudiamos los riquísimos archivos de Estambul y del resto de Turquía. Para comprender la potencia de esa enorme máquina; para comprender también sus debilidades⁵⁶ —que se manifiestan muy precozmente— y sus oscilaciones, hay que observarla desde su interior. Y, para hacerlo, hay que reconsiderar una forma de gobierno que también lo era de vida, una herencia mixta y compleja, un orden religioso y un orden social y diferentes periodos económicos. La carrera imperial de los Osmanlíes cubre varios siglos de la historia y, en consecuencia, una serie de experiencias sucesivas, diferentes y contradictorias. Es un Asia Menor feudal que se abre paso hacia los Balcanes (1360) pocos años después de la batalla de Poitiers, en los primeros momentos de la que llamamos la guerra de los Cien Años; es un sistema feudal (beneficios y feudos) que se instaura en las tierras conquistadas de Europa y que crea una aristocracia terrateniente controlada con muy varia fortuna por los sultanes en los primeros tiempos, y contra la cual lucharán en adelante con perseverancia y efectividad. Pero la clase dominante en la sociedad otomana, los esclavos del sultán, se reclutará en las más variadas y cambiantes fuentes. Sus luchas por el poder puntuarán el ritmo interior de la gran historia imperial. Volveremos luego sobre el tema.

La unidad española: los Reyes Católicos

De un lado los Osmanlíes, del otro los Habsburgo. Pero antes de éstos, los Reyes Católicos, artífices primeros de la unidad española, pesan, en el plano de esta historia imperial, tanto, si no más, como los sultanes de Brusa o de Adrianópolis en la génesis de la fortuna otomana. Es cierto que su obra se vio favorecida por todo el empuje del siglo XV después de la guerra llamada de los Cien Años. En verdad no debemos aceptar candorosamente todo lo que los historiógrafos nos dicen de Fernando e Isabel… La obra de los Reyes Católicos, que no tratamos de rebajar, contó, no puede desconocerse, con la sólida colaboración del tiempo y de los hombres. Fue querida e incluso exigida por las burguesías de las ciudades, cansadas de las guerras civiles y las interrupciones de los caminos, ávidas de paz interior, de tranquilidad para sus negocios, de seguridad para sus personas. La primera Hermandad fue un amplio movimiento urbano: el toque de alarma de sus campanas anunciaba de ciudad en ciudad el advenimiento de los nuevos tiempos. Las ciudades, con sus asombrosas reservas de vida democrática, son las que han asegurado el triunfo a los Reyes Católicos.

Así que será conveniente no exagerar demasiado la importancia, sin duda considerable, de los grandes actores de este drama. Algunos historiadores llegan, incluso, a pensar que la unión de Castilla y de Aragón, realizada, cuando menos en potencia, por las bodas reales de 1469, habría podido ser una realidad entre Portugal y Castilla.⁵⁷ Isabel ha tenido la oportunidad de escoger entre un marido portugués o uno aragonés, entre el Atlántico y el Mediterráneo… En realidad, la unificación de la península ibérica estaba en el aire y eso armonizaba con la lógica de la coyuntura histórica. Se trataba de elegir entre una fórmula portuguesa y una fórmula aragonesa. Ninguna de ellas era superior a la otra y ambas resultaban igualmente asequibles. La fórmula que se escogió, y que comienza a funcionar a partir de 1469, equivalía al viraje de Castilla hacia el Mediterráneo, operación harto llena de dificultades y de deformaciones, dadas la tradición, la política y los intereses del reino, pero que, con todo, se pudo llevar a término en el corto espacio de una generación. Fernando e Isabel se casan en 1469; el advenimiento de Isabel al trono de Castilla ocurre en 1474; el de Fernando al solio de Aragón, en 1479, y el desplazamiento de los portugueses se logra en 1483; la conquista de Granada se consuma en 1492, y la incorporación de la Navarra española, en 1512. No comparemos, pues, ni por un momento, esta rápida unificación con la lenta y penosa integración de Francia, arrancando de los países enclavados entre el Loira y el Sena. No se trata simplemente de otros lugares; trátase de distintos tiempos, de diferentes realidades.

Es natural que esta rápida unidad de España haya creado la necesidad de una mística imperial. Lo asombroso habría sido lo contrario. La España del cardenal Jiménez, influida por el impulso religioso de fines del siglo XV, vive un espíritu de cruzada; de ahí la innegable importancia de la conquista de Granada y de los inicios, unos pocos años después, de la expansión hacia el norte de África. La ocupación del sur de España no corona solamente la reconquista del suelo ibérico, no se limita a poner a disposición del Rey Católico una comarca de feraces tierras y de ciudades industriosas y ricamente pobladas, sino que, además, deja en libertad para las aventuras exteriores a las fuerzas de Castilla, entregadas a un combate sin fin contra lo que se resiste a morir del Islam español: unas fuerzas en pleno vigor juvenil.⁵⁸

Sin embargo, casi inmediatamente España se desvía del África. En 1492, América es descubierta por Cristóbal Colón. Tres años después, Fernando el Católico se compromete en las complicaciones italianas. Carlos Pereyra,⁵⁹ historiador apasionado, reprocha a Fernando, el astuto y habilidosísimo aragonés, esta desviación hacia el Mediterráneo, que lo lleva a volverse de espaldas al verdadero futuro de España, inscrito fuera de los marcos de Europa, en las tierras ásperas, desnudas y pobres de África, y en América, este mundo ignoto, abandonado en sus comienzos por los dueños de España al azar de la aventura bajo las peores formas. Pero las maravillosas aventuras de los conquistadores se debieron precisamente a este abandono del mundo de ultramar en manos de la iniciativa privada. Hemos acusado a Maquiavelo de no haberse apercibido de los inmensos cambios que los descubrimientos marítimos traían consigo; ahora bien, pensemos que, en pleno siglo XVII, aún no había llegado a captar la gran importancia histórica de las Indias un estadista como el conde-duque de Olivares, este cuasi grande hombre, rival no siempre desafortunado de Richelieu.⁶⁰

En estas condiciones, nada más natural que la política aragonesa, firme en sus tradiciones, orientada hacia el Mediterráneo por todo su pasado y por toda su experiencia, vinculada a él por sus costas, su navegación y sus posesiones (las Baleares, Cerdeña y Sicilia), y lógicamente atraída, lo mismo que el resto de Europa y del Mediterráneo, por los ricos países de Italia. Cuando, en 1503, Fernando el Católico se apoderó de Nápoles, gracias a la espada de Gonzalo de Córdoba, adquiere una gran posición y un opulento reino; logra un éxito que lleva consigo el triunfo de la flota aragonesa y, con el Gran Capitán, la aparición ni más ni menos que del Tercio español, de algo que equivale en la historia universal al nacimiento de la falange macedonia o de la legión romana.⁶¹ Para comprender bien esta atracción que el mar interior ejercía sobre España, debemos guardarnos mucho de juzgar a Nápoles, en estos albores del siglo XVI, por las imágenes que los finales del siglo nos ofrecen de un país situado al borde de la ruina, comido de deudas. Poseer Nápoles era, entonces, una carga. Pero en 1503, y todavía en 1530,⁶² el reino brindaba a quien lo poseyera las grandes ventajas de su posición estratégica y recursos agrícolas y rentas muy considerables.

No olvidemos, finalmente, que la política aragonesa, que lleva en pos de sí a España, tiende también, en su curso, a levantarse contra el empuje del Islam; que España se adelanta a los turcos en el África del Norte, y que, dueña de Sicilia y de Nápoles, afirma sus dominios en uno de los baluartes avanzados de la cristiandad. Luis XII podía decir y repetir sin cansarse: Yo soy el moro contra quien se arma el Rey Católico;⁶³ ello no impide que este Rey Católico se convierta cada vez más, aunque sólo sea por las posiciones que ocupaba, en el campeón de la cruzada, con todas las cargas que esto implica, pero también con todos los privilegios y ventajas que reporta. En otros términos, con Fernando la cruzada española sale de la Península, no para hundirse deliberadamente en las míseras tierras de África, frente a sus costas, ni para perderse en las inmensidades del Nuevo Mundo, sino para situarse, a la vista de todo el mundo, en el corazón mismo de la cristiandad de entonces, en su corazón amenazado: en Italia. Una política tan tradicional como prestigiosa.

Carlos V

Con Carlos V, que sucedió en España a Fernando el Católico —era a la sazón Carlos de Gante y habría de convertirse, en 1516, en Carlos I de España—, todo se complicó y se amplió, como con el advenimiento de Solimán el Magnífico, al otro extremo del mar. España queda relegada a segundo plano en la relumbrante historia del emperador. En 1519, Carlos de Gante se convierte en Carlos V: no tendrá tiempo para ser, en realidad, Carlos de España. Sólo lo será, de un modo bastante curioso, hacia el final de su vida, por razones sentimentales y de salud. No; España no fue el gran personaje de la historia de Carlos V, aunque contribuyera poderosamente a su grandeza.

Verdad es que sería injusto ignorar todo lo que la fuerza viva de España aportó a la gran aventura imperial. Los Reyes Católicos habían preparado cuidadosamente la próspera carrera de su nieto. ¿No habían actuado ya ellos en todas las direcciones útiles: la de Inglaterra, la de Portugal, la de Austria y la de los Países Bajos? ¿No jugaron una y otra vez a la lotería de los matrimonios? La idea de cercar a Francia, de domeñar este peligroso vecino, sigue modelando, como al principio, la política del curioso imperio —perforado en su mismo centro— de los Habsburgo. Carlos de Gante fue una carta calculada, preparada, querida por España. No cabe duda de que un accidente imprevisto habría podido cambiar el curso de este proceso dinástico. España habría podido, por ejemplo, no reconocer a Carlos en vida de su madre Juana la Loca, que no morirá, en Tordesillas, hasta el año 1555; pudo también haberse pronunciado en favor de su hermano Fernando, criado en la Península. Prosigamos: Carlos habría podido no triunfar en la elección imperial de 1519. Es evidente que la Europa de entonces estaba inevitablemente abocada a una gran experiencia imperial. Francia, que en 1494 marchaba por los rumbos de esta aventura, podía reiniciarla y triunfar en ella. No olvidemos tampoco que detrás de la fortuna de Carlos V estaba desde hacía mucho tiempo el incansable poderío económico de los Países Bajos, asociado a la nueva vida del Atlántico, encrucijada de Europa, poderoso centro industrial y comercial, ávido de mercados y de salidas y necesitado de una seguridad política que el desorganizado Imperio alemán no podía ofrecerle.

Así pues, Europa se encaminaba de propia voluntad a la construcción de un vasto Estado; lo que habría podido cambiar, si el destino de Carlos V hubiese sido otro, habrían sido los dramatis personae del juego imperial, pero no el juego. Los electores de Fráncfort, en 1519, mal podían decidirse en favor de un candidato nacional; los historiadores alemanes lo han comprendido bien: Alemania no estaba en condiciones de soportar el peso de semejante candidatura; para ello, habría tenido que oponerse a los dos candidatos a la vez, a Francisco I y a Carlos de Gante. Al elegir a Carlos optó por el mal menor, y no sólo, por más que otra cosa se diga, porque el flamenco fuese el que, dominando a Viena, guardaba sus fronteras orientales amenazadas. Tampoco hay que olvidar que en 1519 Belgrado seguía siendo una plaza cristiana y que entre Belgrado y Viena se extendía entonces la extensa faja protectora del reino de Hungría. La frontera húngara no se romperá hasta 1526. Todo cambiará entonces, pero no antes. Las historias de los Habsburgo y los Osmanlíes aparecen ya lo bastante entrelazadas por la realidad, para que nos empeñemos en mezclarlas todavía más a capricho. En 1519 no habría podido circular acerca del emperador esta copla popular:

Das hat er als getane

Allein für vatterland

Auf das die römische Krone

Nit komm in Turkenhand,

(Toda esto lo ha hecho

por servir a la patria,

porque el turco no ciña

la corona romana)

Por lo demás, Alemania nunca le servirá a Carlos V como punto de apoyo. Lutero se cruza en su camino, a partir de 1521. Al día siguiente de su coronación, en Aquisgrán, en septiembre de 1520, el emperador renuncia en favor de su hermano Fernando a su matrimonio con la princesa Ana de Hungría, y el 7 de febrero de 1522 cede secretamente a su hermano el país heredado de sus mayores.⁶⁴ Lo que equivale, en rigor, a renunciar a toda acción personal importante sobre Alemania. Advirtamos también que, por la fuerza de las cosas, no podía apoyarse directamente en España, país excéntrico en relación con Europa y que todavía no podía ofrecer la ventajosa compensación de los generosos tesoros llegados del Nuevo Mundo; no los recibirá, de modo regular e importante, hasta 1535. En su lucha contra Francia, que fue el pan de cada día de su vida imperial a partir de 1521, las dos posiciones de Carlos V fueron, y no podían ser otras, Italia y los Países Bajos. Sobre esta bisagra de Europa recaían todos los esfuerzos del emperador. El gran canciller Gattinara aconsejó a Carlos sostenerse en Italia por encima de todo… De los Países Bajos sacaba Carlos V, por lo menos en tiempo de paz, cuantiosas rentas, posibilidades de obtener empréstitos, como en 1529, y excedentes presupuestarios. Era de rigor, bajo su reinado, repetir una y otra vez que todas las cargas del imperio recaían sobre los Países Bajos, afirmación que escuchamos con más frecuencia que nunca durante las últimas guerras, después de 1552. Los Países Bajos sufrieron entonces el mismo revés que ya castigaba a Sicilia, a Nápoles e incluso a Milán, a pesar de su manifiesta riqueza: los excedentes de las ventas sobre los gastos casi se agotaron. Contribuyó tal vez a precipitar este rumbo de las cosas el hecho de que Carlos y Felipe II concertaran por entonces todos los esfuerzos militares sobre los Países Bajos, con el consiguiente quebranto que ello tenía que causar al comercio de estas provincias. Es cierto que llegaban de España grandes cantidades de dinero. Felipe II lo subraya. Pero la discusión no había terminado todavía en 1560. Los Países Bajos pretendían haber sufrido mucho más que España, pues […] que, en la guerra, España ha quedado solevada de todo daño, teniendo sus comercios por salvoconductos en Francia.⁶⁵ España no podía quejarse de haber sufrido graves daños y quebrantos de esta guerra, en la que decía haberse empeñado solamente para permitir al Rey Católico tener pie en Italia.⁶⁶ Discusión estéril, pero que irá, a la postre, en perjuicio de Flandes. Felipe II se estableció en España y, en 1567, uno de los objetivos del duque de Alba era obligar a rendirse a las provincias sublevadas. No cabe duda de que sería muy útil poseer una historia segura de las finanzas de los Países Bajos.⁶⁷ Los venecianos nos los pintan, en 1559, como una región muy rica y muy poblada, pero donde la vida es horriblemente cara; lo que vale dos en Italia y tres en Germania, cuesta cuatro y hasta cinco en Flandes.⁶⁸ ¿No sería el alza de precios producida a raíz de la llegada de la plata americana, y luego a causa de la guerra, lo que acabó quebrantando el mecanismo fiscal productor de los Países Bajos? Soriano dice bien en sus Relazione, escritas en 1559: esos países son el tesoro del rey de España, sus minas, sus Indias; han sostenido las empresas del emperador durante muchos años, en sus guerras de Francia, de Italia y de Alemania[…]⁶⁹ El único error de Soriano es hablar en presente…

Italia y los Países Bajos: tal fue, pues, la fórmula doble y viva del imperio de Carlos V, con algunas escapadas hacia Alemania y España. Para un historiador de Felipe II, este imperio puede parecer cosmopolita, por hallarse abierto a los italianos, a los flamencos y a los pobladores del condado, que podían, en el séquito del emperador, claro está, codearse con los españoles. Una perentoria geografía financiera, política y militar impuso durante mucho tiempo estas mescolanzas de gente.

Todo esto explica por qué, entre la España de los Reyes Católicos y la de Felipe II, la época de Carlos V aparece cargada de un sentido más universal. Hasta la idea de la cruzada se modifica entonces.⁷⁰ Pierde su carácter ibérico y se aleja de los ideales de la reconquista, cuya base popular tenía todavía, por aquel entonces, una gran lozanía. Después de la elección de 1519, la política de Carlos V se desgaja del suelo, se infla, se vuelve desmesurada, se pierde en los sueños de una monarquía universal…

Señor [le escribe Gattinara a raíz de su elección como emperador], ahora que Dios os ha hecho la prodigiosa gracia de elevaros sobre todos los reyes y todos los príncipes de la cristiandad, a tal grado de poder como hasta ahora sólo había conocido vuestro predecesor Carlomagno, estáis en el camino de la monarquía universal, podéis congregar a toda la cristiandad bajo el cayado de un sólo pastor.⁷¹

Esta idea de la monarquía universal iba a inspirar la política de Carlos V, la cual viose arrastrada, de añadidura, por la gran corriente de la época. Un alemán, Georg Sauermann, quien se encontraba en España en 1520, dirigió al secretario imperial Pedro Ruiz de la Mota su Hispaniae Consolatio, memorial en que se esfuerza por convertir a España a la idea de una monarquía universal pacificadora, llamada a unificar la cristiandad contra el turco. En un libro reciente, Marcel Bataillon ha señalado cuán cara les era a Erasmo y a sus discípulos y amigos esta idea de la unidad cristiana.⁷² En 1527, después del saco de Roma, Vives escribía a Erasmo: Cristo ha brindado a nuestra época la extraordinaria ocasión de realizar ese ideal, gracias a la gran victoria del emperador y al cautiverio del papa.⁷³ Pocas frases tan elocuentes como ésta, que, incluso, podría infundir su verdadero color a la humareda ideológica, al sueño que rodea la política del emperador, y del que éste extrae a menudo los verdaderos motivos de sus actos… No es éste, por cierto, el lado menos apasionante de lo que fue el mayor drama político del siglo.

El imperio político de Felipe II

La obra de Carlos V cede el puesto, en la segunda mitad del siglo XVI, a la de Felipe II, dueño también de un imperio, pero ¡cuán distinto del de su antecesor! Definitivamente desgajado de la herencia del emperador durante los años cruciales de 1558 y 1559, este imperio es, incluso, más dilatado, más coherente, más sólido que el de Carlos V; pero menos adentrado en Europa, más centrado sobre España, más proyectado hacia el océano. Tiene de imperio la sustancia, la extensión, las dispares realidades y las riquezas, aunque su dueño y señor no ostente el prestigioso título, que tan bien habría resumido y hasta coronado las innumerables advocaciones que adornaban a Felipe II. El hijo de Carlos V fue descartado, Dios sabe después de cuántas negociaciones y vacilaciones, de la sucesión imperial que, en principio, pero solamente en principio, se le reservara en Augsburgo, en 1551.⁷⁴ ¡Y cuán de menos echaba este título imperial, aunque sólo fuese en la batalla diplomática por las precedencias que se libraba con los embajadores franceses en la corte de Roma, en aquel descollante escenario en el que estaban fijos todos los ojos de la cristiandad! En 1562, el Rey Prudente llegó a pensar en conseguir por el soborno la corona imperial. En enero de 1563 corrió el rumor de que sería proclamado emperador de las Indias.⁷⁵ El mismo rumor vuelve a circular en abril de 1563: decíase que Felipe II iba a ser proclamado rey de las Indias y del Nuevo Mundo;⁷⁶ y en enero de 1564, de nuevo se hablaba de hacerlo emperador de las Indias.⁷⁷ Como 20 años después, en 1583, corría por Venecia la especie de que Felipe II aspiraba una vez más al famoso título. El embajador de Francia escribía a Enrique III: Sire, he sabido por estos señores que el cardenal De Granvelle viene a Roma, en este mes de septiembre, a conseguir el título de emperador para su rey.⁷⁸

¿Chismes de Venecia? De cualquier modo, la información no deja de ser curiosa. También Felipe III será candidato al imperio, ya que las mismas causas producen los mismos efectos. Y no creamos que se trataba simplemente de una cuestión de vanidad. En un siglo como éste, que vive del prestigio y lo sacrifica todo a las apariencias, una guerra sin cuartel por las precedencias enfrenta a los embajadores del Rey Cristianísimo y a los del Rey Católico. En 1560, para cortar por lo sano de una vez una lucha que se encamina a un callejón sin salida, Felipe II llega a proponer al emperador el nombramiento del mismo embajador que él para el Concilio de Trento. No cabe duda de que, por no poseer el título de emperador, Felipe II no llega a ocupar, en el mundo honorífico de las apariencias, el primer rango que sin disputa le pertenecía dentro de la cristiandad, y que nadie había podido disputar, mientras vivió, a Carlos V. Tal vez habrá quien piense que esto no pasaba de ser una insignificancia. Y, sin embargo, el prestigio es, no pocas veces, en el siglo XVI, una lucrativa e importante realidad.

El carácter esencial del imperio de Felipe II es, sin duda alguna, su hispanidad —aunque más exacto sería decir su castellanidad—. Esta verdad no escapó a la atención de las personas de su tiempo, amigos o adversarios del Rey Prudente, que lo veían, impertérrito, como una araña en el centro de su tela. Pero, si Felipe II, a partir de septiembre de 1559, después de regresar de Flandes, no abandona ya la Península, ¿es solamente porque le lleva a ello su pasión, su preferencia por España?, ¿no será también, y en larga medida, por necesidad? Hemos visto cómo los Estados del imperio de Carlos V se negaban, uno tras otro, sin decir palabra, a subvenir a los gastos de su política. El déficit de los presupuestos hace de Sicilia, de Nápoles, de Milán y de los Países Bajos países a remolque y residencias imposibles para el soberano. Felipe II pasó por esta amarga experiencia personal en los Países Bajos, de 1555 a 1559, en que sólo pudo vivir gracias a los socorros en dinero enviados desde España o a la esperanza de recibirlos. Ahora bien, al soberano se le hace cada vez más difícil obtener ayudas sin sentar sus reales en el sitio mismo llamado a suministrarlas. El repliegue de Felipe II hacia España, ¿no sería un repliegue impuesto por la plata y el oro de América? El error —si es que lo hubo— fue no haberse adelantado lo más posible para salir al encuentro de este dinero hasta el mismo Atlántico, hasta Sevilla o, más tarde, hasta Lisboa.⁷⁹ ¿O sería la atracción de Europa, la necesidad de saber lo mejor y lo antes posible lo que sucedía en la gran colmena rumorosa, lo que retenía al rey clavado en el centro geométrico de la Península, inmovilizado en aquella Tebaida de Castilla, donde, además, le placía instintivamente vivir?

El hecho de que el centro de la gran tela de araña se fijara en España tuvo de por sí importantes consecuencias. La primera de todas, la creciente y ciega devoción de los españoles hacia el rey, que había fijado su residencia entre ellos. Los castellanos amaban a Felipe II como las buenas personas de los Países Bajos habían amado al padre de éste, Carlos de Gante. Otra de las consecuencias de ello fue el predominio, bastante lógico, de los hombres, los intereses y las pasiones peninsulares. De aquellos hombres duros, altivos, grandes señores intransigentes que Castilla fabricaba y que Felipe II utilizaba en el extranjero, pues dentro del país, para el despacho de los asuntos y de las tareas burocráticas, sentía una marcada predilección por las personas modestas… En un imperio dislocado en diversas patrias, Carlos V había tenido por fuerza que moverse constantemente de un sitio a otro: tenía que dar una serie de rodeos y eludir a la Francia hostil, para poder llevar a sus reinos, uno tras otro, el calor de su presencia. La inmovilidad de Felipe II favorece la pesadez de una administración sedentaria, cuyos bagajes ya no aligera la necesidad de viajar. El río de papeles fluye más copioso que nunca. Los diferentes países del imperio van cayendo imperceptiblemente en la situación de zonas secundarias y Castilla va elevándose al rango de metrópoli. Esta evolución es clara y nítida en las provincias italianas. El odio contra el español va ganando terreno en todas partes. Es un signo de los tiempos y anuncia tormentas.

Es cierto que Felipe II no se daba cuenta de estos cambios, y creía proseguir celosamente la política de Carlos V, como fiel discípulo suyo, y no cabe duda de que, en su celo de discípulo, se aprendió demasiado bien las lecciones recibidas, torturándose en exceso con los precedentes de los asuntos que tenía que resolver. Le ayudaban en ello, además, sus consejeros, personas como el duque de Alba y el cardenal De Granvella, que eran como un legajo viviente, como sombras redivivas de la difunta política imperial. Es evidente que Felipe II se encontró a menudo en condiciones análogas, o que parecían análogas, a las que había tenido que afrontar el emperador. ¿Por qué, entonces, siendo dueño, como Carlos V, de los Países Bajos, no trató con mayor cuidado a Inglaterra, como país indispensable para la seguridad de aquella encrucijada del norte?, ¿y por qué, cargado de dominios como lo estuviera su padre, no fue, a su imagen y semejanza, prudente y contemporizador; por qué no se preocupó de armonizar todas aquellas historias lejanas y dispares, nunca bien acordadas?

Sin embargo, las circunstancias eran otras e imponían cambios radicales. Del pasado sólo subsiste la decoración. La grande, la desmesuradamente grande política de Carlos V, ¿no está ya desde el comienzo mismo del reinado de Felipe II, ya desde antes de la paz de 1559, condenada a desaparecer, brutalmente liquidada por el desastre financiero de 1557? En estas condiciones, había que reparar, que reconstruir, que volver a ponerlo todo lentamente en marcha. En su desbocada carrera, Carlos V jamás conoció tales frenazos; el potente retorno a la paz de los primeros años del reinado de Felipe II es, en cierto modo, el signo de una debilidad nueva. La gran política no se despertará hasta mucho más tarde y no tanto a causa de las pasiones del soberano como bajo la presión de las circunstancias. Poco a poco va entronizándose y ganando continuamente terreno ese poderoso movimiento de la Reforma católica, al que, abusivamente, damos el nombre de Contrarreforma. Este movimiento, nacido de una serie de esfuerzos y lentos preparativos, que ya en 1560 revela su fuerza, capaz de torcer la política del Rey Prudente, explota brutalmente frente al norte protestante, en la década

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