Cuando a mediados del siglo xiii los hermanos Niccolò y Mafeo, padre y tío de Marco Polo, comienzan el viaje que desde Italia los llevará a recorrer medio mundo, el espíritu de la cruzada no pasaba por sus mejores momentos. Hacía años que la ciudad de Jerusalén había sido recuperada por los musulmanes y nada en el horizonte presagiaba un cambio de manos. Los colonos latinos en Tierra Santa se concentraban en unas pocas ciudades, la principal Acre, donde los conflictos entre ellos, por muy vergonzosos que fueran a los ojos de la cristiandad entera, no hacían sino enconarse. Los mismos señores de los pequeños reinos latinos creados tras siglo y medio de cruzadas en Palestina, a las alturas de 1261 se habían distanciado del ideal de cruzada hasta el punto de establecer alianzas con el mismísimo sultán de El Cairo.
El motivo de tan insólito pacto era contener el avance de los mongoles. El imperio de pastores nómadas que desde las lejanas estepas del noreste habían conquistado ya Corea, Tíbet, el