Las ocho cruzadas realizadas por los cristianos de Occidente para recuperar los lugares de Palestina bajo control del islam dominaron la primera mitad de la Baja Edad Media. Se prolongaron desde 1095, cuando el papa Urbano II convocó la primera, hasta 1291, momento en que Acre, la última plaza en manos de los cruzados, cayó en poder de los musulmanes y con ella el sueño de extender la cristiandad más allá del Mediterráneo. Esta forma de guerra santa surgió como reacción a la expansión de los turcos y al acoso al que sometieron al Imperio bizantino, pero también fue resultado de la ambición de unos papas por ampliar su poder político y de unos nobles y caballeros feudales ávidos de tierras, riquezas y honores. Durante un tiempo, el culto al guerrero —tan brutal y codicioso como honorable y piadoso—se impuso en todos los rincones de Europa, y personajes como Godofredo de Bouillon o Ricardo Corazón de León se convirtieron en modelos a imitar. Igualmente, en los reinos cristianos de España, que apenas participaron en la aventura de Tierra Santa por estar ocupados en la Reconquista peninsular, proliferaron durante el siglo xii las órdenes militares (Santiago, Calatrava, Alcántara, Montesa…), cuyos miembros mitad guerreros mitad monjes asumieron la misión de luchar contra el islam y de repoblar los espacios ganados en la batalla a cambio de posesiones y privilegios otorgados por los reyes.
Militarmente, las cruzadas pueden considerarse un fracaso para Occidente, pues aunque en los dos siglos que abarcaron se alternaron éxitos como las conquistas de Antioquía, Jerusalén (1099) o Acre (1191)