No querrán volver
Por Carlos Carbonell
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Sentados a la mesa de una pulpería, dos amigos beben vino y conversan. Uno es Nacho, el dueño del boliche, el otro es Nicolás Apoc, prestigioso médico quien ha tenido que pagar un alto precio por sus investigaciones, teniendo que confinarse en el pueblo donde eligió vivir.
Se conocen desde su niñez, y de esto recién se están enterando. La vida los ha llevado por diferentes trayectos hasta encontrarlos en aquel tiempo, en aquel boliche, en aquella mesa donde, por aburrimiento y curiosidad, toman una decisión fundamental: ir en busca de una bola de fuego que años atrás cayó detrás de los cerros tal como Nacho le contara.
Los caminos de las personas tienen extrañas maneras de entrelazarse y están hechos de pisadas sobre pisadas: dicen que estamos destinados a repetirnos.
Nacho y Apoc lo han vivido, quizá por eso beben, recuerdan y deciden que no querrán volver.
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No querrán volver - Carlos Carbonell
Como para situarnos, simplemente, veamos un poco, aunque sea al pasar, el lugar, que influyó, casi en forma determinante, para que la historia del personaje que narraremos quedase trazada en los términos en que se desarrolló.
En medio de un paisaje montañoso espléndido, ondulaba, a veces suave, otras no tanto, un valle casi salvaje, verde en todos sus tonos y arbolado con las más variadas especies gracias al clima verdaderamente excepcional; los cardos de aquí y allá no dejaban dudas de la fertilidad de esa tierra, a pesar de lo cual casi todos en la zona se dedicaban a la cría de animales.
En ese lugar, en un tiempo lejano y en circunstancias desconocidas por mí, se conformó un pueblo de algo más de cincuenta casas.
Casi todas las construcciones eran (y quizá hoy seguirán siéndolo) muy similares en su aspecto. En el tiempo en que lo conoció nuestro personaje, las había de adobe y paja, y las menos, de materiales más modernos, como ladrillos con techos de chapa ondulada, ninguna de diseño definido, simplemente como la hiciera su propio morador, en general, restándole algún tiempo a sus labores, sin preocuparse de la estética, sino de la necesidad elemental.
En el pueblo se destacaba una gran casa construida con ladrillos a la vista muy bien colocados, que mostraba las juntas prolijamente simétricas. Los techos a dos aguas de tejas rojas españolas se destacaban en el paisaje infinito, el cual podía observarse desde cualquiera de sus ventanales, enormes, instalados en todos los frentes del edificio. Solo desde el ala norte se dificultaba ver a lo lejos, porque comenzaba a elevarse cerca el terreno hasta formar un cerro con vegetación agreste.
La ubicación de la casa distaba unas diez cuadras del pueblo y era la anteúltima construcción; la última estaba a seis cuadras más hacia el norte. Cruzando la calle, la gran casa tenía un vecino: un hermoso rancho de adobe pintado con cal; blanco níveo; rodeado de árboles (algunos frutales), flores y hortalizas; humilde; prolijo, y bien cuidado.
La mansión había sido utilizada como hostería, regenteada algún tiempo por los padres de nuestro personaje cuando niño; por lo tanto, desde ahora nos referiremos a ella como «la hostería». Constaba de diez habitaciones y de un gran salón comedor con dos grandes ventanales, desde donde se observaba el inicio de un camino que conducía hacia las montañas próximas. Era, en fin, un lugar para recordar.
Hacía algún tiempo, el señor Apoc se había instalado en la antigua hostería, cuando se encontraba abandonada a la acción del tiempo, que no perdona los descuidos. En ese entonces, la edificación se encontraba rodeada por pastos y plantas salvajes, tan altas como su naturaleza lo permitía, y sus maderámenes estaban resquebrajados. Los caballos pastaban libremente alrededor, lo que le daba un aspecto desolador, pues era la única construcción en medio de esa porción de agreste y bello paisaje.
Nadie en el boliche hubiera supuesto que el nuevo visitante, aparecido sorpresivamente y que conocieron esa noche, cuando visitó el lugar, en adelante sería uno más entre sus habitantes, lo cual, por sí solo, constituía un acontecimiento, aun sin modificar en nada la monótona y apacible vida del lugar.
Todo esto que cuento, aunque pueda aburrir por lo descriptivo, resulta de interés para cuando la historia avance.
Se comenzó a notar la presencia del señor Apoc cuando empezó a cortar el pastizal que rodeaba la casa con una guadaña antigua, ayudado por los dos viejos que ocupaban desde siempre la gran casa abandonada. Todo lo hizo sin intentar alejar los caballos que allí pastaban, suponiendo que estos lo harían voluntariamente cuando el alimento lo hallaran un poco más alejado de la propiedad; por supuesto, así ocurrió, y la construcción recuperó su antigua fisonomía. El nuevo habitante se hacía cargo de realizar algunos trabajos en la casa y, al parecer, convivía con los dos hombres de avanzada edad, de cabellos blancos y rostros alegres, bondadosos y desafectados, que lo habían recibido como si lo hubieran estado esperando.
(Tenga paciencia lector, deje que le cuente sobre estos acontecimientos y datos geográficos, ya iré al punto que quizá lo entretenga).
Apoc no se acercaba al pueblo más que para adquirir lo esencial para sostenerse él y sus nuevos amigos, quienes lo cuidaban como a un hijo; nadie en el pueblo sabía de este hombre nada que diera a la gente del lugar motivos de conversación, y se ganó así, sin proponérselo, una consideración especial.
Los tiempos en estos lugares tienen dimensiones desconocidas, tanto los trabajos como el ocio duran lo que cada uno desee. Las medidas del tiempo se acomodan a las circunstancias individuales o colectivas de la comunidad, casi se podría decir que este está regido por leyes naturales, como el amanecer, el crepúsculo, la lluvia.
Un día la lluvia, que caía abundante, presagiada con un oscurecimiento casi repentino, lo sorprendió a Apoc rumbo al pueblo. La pulpería donde llegó empapado lo cobijó pronto después de caminar bajo la lluvia. La tormenta ofrecía su concierto con máxima fuerza. Dentro del almacén, todo pasaba inadvertido para el pulpero, ocupado en sus quehaceres, y para los dos parroquianos, sumidos en vaya uno a saber qué meditaciones, que bebían sendos vasos de vino a sorbos lentos y espaciados.
El pulpero, tipo tranquilo, ocupado en