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El Alma del Viento: La Sombra y el Guerrero
El Alma del Viento: La Sombra y el Guerrero
El Alma del Viento: La Sombra y el Guerrero
Libro electrónico405 páginas6 horas

El Alma del Viento: La Sombra y el Guerrero

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Información de este libro electrónico

En una derruida casona al sur de la Ciudad de Buenos Aires, entre fantasmas y reminiscencias de tiempos pasados, muere Adela Furlong, la última protagonista de esta trágica historia oculta en lo profundo de la pampa durante casi un siglo. Todo comienza en la Patagonia, cuando Eniakuin, un asilado en tierras tehuelches, se embarca en un imprevisto viaje iniciático colmado de peligros y obstáculos, los cuales deberá sortear para rescatar tanto su honor, como el de la tribu que lo amparó. En medio de su odisea personal por tierras esquivas, se enfrentará con el espectro de un guerrero salido desde lo profundo de la pampa, que sacudirá los cimientos de su pasado para intentar apoderarse de su alma. El Alma del Viento es la segunda novela del escritor, periodista e historiador Lefvarch Christensen que nos presenta una sociedad de frontera al borde de desaparecer ante la embestida de un mundo sumergido en un irrevocable proceso de cambio

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 ene 2022
ISBN9781005952440
El Alma del Viento: La Sombra y el Guerrero

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    El Alma del Viento - Lefvarch Christensen

    LEFVARCH CHRISTENSEN

    EL ALMA DEL VIENTO

    PRIMERA PARTE

    LA SOMBRA Y EL GUERRERO

    Lefvarch Christensen

    El Alma del Viento. Primera parte: La Sombra y el Guerrero - 1a ed - Buenos Aires CABA Argentina: Digital Alexandria, 2020

    392p.; 21x15 cm.

    ISBN 9798686031210

    1. Narrativa Argentina. 2. Novela

    CDD A863 928/

    © 2020 – Lefvarch Christensen

    Diseño de portada impresa:

    Arte de la tapa: Contraste de Sombras por Demether Blume

    Corrección: Patricia De Simone

    Los lectores que deseen intercambiar sus opiniones y vivencias o aportar datos de relevancia, podrán enviar sus mensajes a la dirección de correo electrónico del autor: lefvarch.christensen@gmail.com

    © Digital Alexandria 2020

    Director: J.C. Falstaff

    juan.falstaff@gmail.com

    Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723

    ISBN 9798686031210

    Primera edición. Impreso en Argentina

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o por fotocopia, sin previa autorización del autor.

    A Anna y Pura Christensen † (In Memoriam)

    Ἄνδρα μοι ἔννεπε, Μοῦσαπολύτροπον, ὅς μάλα πολλὰ πλάγχθη¹

    Homero

    The past is a foreign country; they do things differently there².

    L. P. Hartley

    Durante la conformación del Estado Nacional, sucedieron infinidad de hechos protagonizados por gente que, por distintos motivos, quedó al margen de la Historia. Esta novela es un homenaje a todos ellos.

    Los personajes de esta obra hablan principalmente en el castellano de Argentina de los siglos XIX y principios del XX, pero también lo hacen en ajen, guaraní, inglés y mapudungun. Es por ese motivo que, cuando utilizan estas lenguas, además de indicar que así lo están haciendo, se ha empleado al español neutro como recurso de distinción.

    Esta es una obra de ficción, cualquier semejanza con la realidad es mera coincidencia.

    Advertencia:

    La historia relatada a continuación es un drama histórico inspirado en sucesos reales, al igual que sus protagonistas. En su mayoría, el lenguaje utilizado, las referencias a los pueblos, razas y género de los protagonistas y las valoraciones sobre éstos pertenecen al contexto propio de la época que se describe y se encuadran en referencia estricta al marco histórico de los hechos relatados, los cuales no reflejan de ninguna manera las opiniones del autor.

    Los nombres de algunos protagonistas fueron cambiados para un mejor desarrollo de la trama. En algunos casos puntuales, el autor se ha tomado algunas libertades y vuelos creativos. Tenga a bien el ávido lector disculpar esas divergencias en la continuidad histórica temporal.

    Prólogo

    Una inesperada sensación se apoderó del cuerpo de Adela y la despertó de aquel interminable letargo en el que se encontraba sumida hacía años. Su mirada se fue aclarando gradualmente; de pronto pudo percibir con nitidez cosas que poco antes no, aunque se notaba aún confusa. Esa sensación no era nueva para ella, sólo algo que hacía demasiados años no experimentaba, algo que no corría por su sangre desde que todos aquellos terribles sucesos hubieron terminado en aquel paraje tan lejano… Y que ahora la sorprendían nuevamente. Imágenes mustias y del todo borrosas que se trastocaban con su realidad eran otra vez vívidas y cristalinas, y le daban a ella un último hálito de vida.

    –¿Qué es esto? –se preguntó al disfrutar del hormigueo que se apoderaba de sus sentidos–. ¿Por qué ahora? ¿Cuántos años han pasado? ¿Sesenta? ¿Setenta?

    Qué importaba ya… Esa sensación plena y reconfortante que la hacía sentir viva otra vez, quitaba esa terrible opresión que encarceló su pecho durante todos esos años; tantos, que no recordaba bien cuándo había empezado a cargar con ella.

    No era la escarcha, –hurgó en sus recuerdos– pues sobre mi carne sentí reptar — a los Sirocos —

    –¿Fue en aquel lugar...? Sí, en aquel lugar aún remoto, cuando trepada sobre la cornisa lo vi partir por última vez... Mis ojos buscaron sus ojos… –rememoró, y se cruzaron sólo un instante, el que permaneció eterno en sus retinas por más que cada matiz parecía distinto toda vez que lo recordaba. En aquel olvidado crepúsculo podía ver todavía con claridad su figura perdiéndose dentro de una misteriosa niebla apenas tenue que, como hilachas en el viento, se entrelazaba gradualmente hasta cubrirlo todo con un espeso y hermético manto blanco.

    –Qué extraño… –se preguntó esta vez en voz alta: podía verlas ahora mismo, incluso extendió sus manos para tantear aquellas suaves tiras como de telarañas que se deshilvanaban en un desorden tan perfecto que no podía distinguirlas de las de sus recuerdos.

    Adela había visto morir a su siglo y, como si se tratara de una letanía incesante de años, pudo observar cómo éstos se fueron haciendo décadas del siguiente. Jamás, en todo ese tiempo, se le ocurrió pensar que terminaría por entender algo que le habían profetizado setenta años antes.

    Su mundo había muerto también, o se ocultaba pudriéndose tras mohosas paredes que custodiaban perpetuas terrenalidades, o en eternas tumbas que clamaban con desesperación por un piadoso olvido.

    Desde la ventana de su pequeño balcón había visto a la ciudad venírsele encima y rodear su casa, a la vez que los raquíticos cedros de su jardín se hacían añosos árboles para ocultarla tras un piadoso sigilo. En todo ese tiempo, el más viejo y robusto de ellos no había logrado asirse lo suficientemente al suelo; por lo que la tierra fangosa dejada por la semana de lluvias continuas que dio paso a la última y feroz tormenta de aquel tórrido verano, lo terminó por derribar sobre la acera.

    Al contrario de entristecerse, Adela se alegró: no por la pérdida de su viejo amigo, sino por la brecha que éste había dejado en la arboleda, la cual le concedía ahora ver un paisaje no olvidado; se lamentó por no poder divisar el río en su plenitud, ya que una línea de edificaciones a la distancia ahora se lo impedía. Por esa misma brecha comenzó a entrar el sol en el otoño y permitió a la mujer arrastrar sus pobres huesos durante el invierno y esperar quizás, el esplendor de la primavera.

    Últimamente se encontraba un poco perdida entre tanta modernidad, pero aquel día no. Se sentía inquieta, ansiosa y confortablemente lúcida.

    –¿Qué extraño designio me condenó a esta vida? –se preguntó, mientras la luz mortecina del sol en aquel atardecer iluminaba sus manos. Al mismo tiempo, extraía de entre sus ropas un deslucido relicario y de aquél, una raída foto.

    –Viví mi juventud a pleno. Desencadené pasiones, elogios, alabanzas y miradas pletóricas de deseo. Fui colmada con los mayores placeres de la vida, la lealtad de mis pares y la clemencia de mis enemigos; pero también sufrí conjuros y traiciones indecibles, las que creí olvidadas en el tiempo y que, sin embargo, aún parecen perseguirme después de tantos años. Soñé un mundo maravilloso e irreverente, uno que atravesaba la pampa interminable hasta aquel horizonte codicioso, el mismo que le pone fin a los sueños más atrevidos. Pero todo eso quedó en el pasado, un pasado ahora tan presente, y tan esquivo, que pareciera el de otra persona. ¿Por qué viví esta vida a tope y no morí joven, como Aquiles o Héctor? ¿Por qué, como Andrómeda, me encadené a esta tristeza que me mantuvo prisionera tanto tiempo, sin darme más motivos para vivir que días calmos entre serenos atardeceres...? Ahora, después de todos estos años de esperarte, Muerte, cuando estoy preparada para enfrentarme a ti… No puedo dejar de temerte.

    Contempló por última vez la foto entre sus manos arrugadas antes de decir en voz alta:

    –¿Cómo pudo haber pasado tanto tiempo…? Si siempre estuviste a mi lado…

    Mientras terminaba de caer el sol en su último atardecer, se consoló con una sonrisa apenas perceptible, mientras presionaba fuerte contra su pecho lo único que le recordaba un tiempo tan efímero y que a la vez develaba lo eterna que había sido su vida desde aquella tarde.

    –Tanto tiempo, amor mío… –pronunció dulcemente su boca entre los quejidos de su hamaca, antes de mecerla por última vez, hasta que ésta, pausada y con sigilo, se detuvo.

    La casona entonces, resistiéndose, penetró aquella noche en las penumbras del tiempo que por fin la alcanzaban y que arrastraban con ella el fin de una era. La niebla la había abrazado con tanta fuerza, que se colaba por cada recodo que encontraba y la sumergía en los estertores de una prístina solemnidad.

    Lucila ingresó a la habitación sin golpear. Era la única persona a la que se le tenía permitido hacerlo, ya que, sin dejar de ser la mucama principal, había ido recogiendo bajo su tutela todas las tareas que fueron quedando vacantes en la casona, incluso de facto, la de asistente personal de Adela. Le preguntó si necesitaba algo antes de que se retirara, pero no recibió respuesta. Entonces fue que reiteró la pregunta con un tono más firme y aclarando su garganta, pero igual continuó sin recibir contestación alguna. Se acercó con cautela, intentando hacer el menor ruido; supuso que sólo dormía, pero cuando la tomó de la mano, recién en ese momento se sobresaltó. La notó tan fría e inanimada que primero se apartó asustada y perpleja, luego a los gritos comenzó a llamar a los otros. Anselmo subió por las escaleras todo lo rápido que pudo con sus setenta y un años a cuestas; y cuando encontró a Lucila, ésta no podía esconder su tristeza, quizás sus rasgos indianos la resaltaban más aún. Ya no había tantas personas trabajando en la casa como antaño, pero sólo unos minutos más tarde, estaban todos reunidos en la habitación, mientras que, en los aledaños, la noticia se esparcía junto con la noche: doña Adela había muerto y con ella se perdía el último testigo de una gesta que, a partir de ese momento, empezaba a convertirse en leyenda.

    Ya en penumbras, la vieja casona parecía abandonada. El viejo Anselmo, quien era el encargado de mantener las malezas a raya, últimamente ya no lo conseguía. La añosa enredadera que cubría su frente le había ganado la batalla hacía ya cuarenta años, su tronco parecía el de un árbol leñoso que intentaba abrazar la casa un poco más cada verano. Desde niño, el viejo jardinero escuchaba historias casi legendarias que rondaban por los pasillos, entre fantasmas olvidados de otras épocas y sucesos acaecidos hacía mucho y en lugares distantes; pero de todas las figuras del pasado, una regía por sobre todas las otras. Extrañamente se dirigían a él por su rango sin mencionar su nombre: el Coronel. Una y mil veces a escondidas entre los pasillos, entre murmullos y cotilleos, la historia resurgía negándose al olvido, como si algún día él estuviese por regresar. Para esa ocasión había pulido incontables veces el metal de su sable de caballería con el que combatió en la Guerra del Paraguay. Anselmo sólo notaba lo real de esas historias cuando ponía al sol su uniforme de campaña para evitar que lo terminaran de roer la humedad y las polillas; las manchas de mugre, sangre, sudor y tierra aún estaban impregnadas en él. Su padre, un indio yunokenk, había traído algunas de esas cosas desde la Patagonia para su patrona hacía muchos años, antes de que él naciera.

    Adela era todo lo que quedaba de su familia: la última de su estirpe. Con el avance del nuevo siglo, también su entorno cercano se fue reduciendo hasta finalmente desaparecer; sólo una pequeña tropa de sirvientes permanecía con ella, la que, en los últimos tiempos, también había ido mermando. Además de ellos se encontraban Alicia Echagüe y Enrique de Monteverde, las únicas personas jóvenes que eventualmente la frecuentaban; y aunque existía un parentesco que los relacionaba, éste era exiguo, pues ambos pertenecían a la descendencia de su último marido. Enrique fungía como su médico personal y Alicia, como albacea de su fortuna, relaciones complejas si las hubo alguna vez. En un principio habían realizado dichos menesteres por cuestiones meramente profesionales, y aunque Adela era una mujer de carácter fuerte, algunas veces difícil de tratar, el paso de los años hizo que se estableciera entre ellos una relación sentada sobre un sincero afecto.

    Los lazos de parentesco de Alicia eran casi tan lejanos de los de Enrique, como lo eran ambos de los de Adela; ella había conocido bíblicamente a sus padres, a los padres de sus padres e incluso se podía remontar aún más atrás en el tiempo. Enrique escogió la medicina por sobre la tradición naval de la familia, lo que le acarrearía más de un dolor de cabeza y algún que otro quebranto económico. Alicia, como abogada, ejercía con relativo éxito su profesión, algo impensado para una mujer en los años de juventud de Adela y difícil en esos tiempos, inclusive.

    Ella fue la primera en llegar; fue bastante complaciente con los dos ancianos, ambos parecían ser los más dolidos y en ningún momento intentó hacerse cargo de la situación. De esa manera los tres permanecieron en silencio en aquella recámara, la cual se mantenía tan solemne que apenas alcanzaba a abarcar la totalidad del contexto.

    Enrique arribó no mucho después para dar los últimos pasos legales antes de proseguir con las exequias. No era una grata ocasión, pero no dejó de agradarle el hecho de encontrarse con Alicia, ya que rara vez coincidían en aquel lugar y por más que el tiempo pasaba, nunca dejó de impactarle su presencia. Ella luchaba por mostrar una imagen adusta, sin exponer sus sentimientos, pero los signos de la congoja se exteriorizaban a través de su piel y cambiaban la fisonomía de su rostro. Enrique se disculpó por su demora mientras besaba a Alicia en la mejilla y tomaba fuerte sus manos. Luego de una charla formal sobre lo sucedido, ella le indicó con los ojos que viera por Lucila y Anselmo, quienes visiblemente serían los más afectados por la ausencia de su patrona.

    Aunque había estado en muchas ocasiones en la casona, Enrique sintió una sensación extraña. Jamás había entrado en esa recámara; es más, no recordaba haber subido alguna vez a la planta superior. Era todo tan antiguo... Las lámparas funcionaron sucesivamente con velas, aceite o gas, lo mismo que la araña que pendía del cielorraso; y no sólo eso: las modificaciones para la luz eléctrica eran tan antiguas que merecían un espacio en un museo.

    Nunca pensó que le fuera a impactar algo tan natural como la muerte, ya que la había visto muchas veces. Por más que la mujer siempre le pareció imponente, poseía un atributo especial que le daba esa jerarquía que, aún muerta en su hamaca, se atrevía a cargar sobre sí. La presencia de Anselmo y Lucila le confería un dramatismo especial a la situación: los humildes siempre sufren más la muerte. Para descomprimir la tensión que se vivía allí, Enrique decidió que era tiempo de trasladar los restos de Adela hasta la cama y dejar todo listo para que la casa funeraria se hiciera cargo.

    La situación lo agobiaba, por lo que luego de trasladar el cuerpo sin vida, salió al hall respetuosamente para fumar.

    –La casa debió haber sido fastuosa en sus tiempos –meditó, mientras encendía un cigarrillo con un viejo encendedor Zippo a bencina, el que llevaba el escudo de la Armada grabado en uno de sus costados. La casa estaba un poco descuidada y el barrio que la rodeaba no era el mejor, pero tampoco el peor; se podría sacar una pequeña fortuna por ella.

    –Qué porquería de persona que soy –se dijo, en medio de una sonrisa socarrona, mientras miraba la distribución de la planta alta. Luego continuó con sus pensamientos: –. Acaba de morir la pobre mujer y ya estoy haciendo cuentas.

    En ese momento notó que la habitación de la que acababa de salir no era la principal, ni mucho menos. Era bastante secundaria, quizás debió ser de servicio en algún tiempo. Obviamente la habitación principal era la que estaba al frente de la escalera y hacia allí se dirigió, en medio de la penumbra que envolvía todo. Sus pasos retumbaban en el pasillo, lo que daba una sensación más que lúgubre a aquel contexto, y cuando intentó abrir la puerta, una mano fantasmal salió de lo profundo de la oscuridad y lo tomó con fuerza por la muñeca.

    –Usted no puede entrar allí –le recriminó, cortés pero firmemente, Lucila.

    Enrique trató de ser comprensivo: quedaba claro que la situación iba a cambiar en unas horas; no era el momento más oportuno para relaciones tensas en una instancia tan enfática como lo es la de la muerte.

    –No se preocupe, Lucila, sólo estaba conociendo un poco la casa… ¿Sabe? Nunca había pasado más allá del estudio y no conozco en absoluto el resto de ella.

    –No creo que tenga sentido ya, Lucila –se dejó oír la cavernosa voz de Anselmo desde el otro extremo del corredor–, mañana alguien entrará y se llevará todo, se lo tirará o se lo quemará, y nosotros ya no estaremos aquí para poder custodiar algo.

    Cada palabra de Anselmo parecía golpear una tras otra en el dolido corazón de Lucila, con la contundencia que sólo tiene la verdad. En ese momento su mirada pareció quebrantarse ante lo inevitable; entonces, la mujer bajó la vista e introdujo su mano en el enorme bolsillo del delantal. De allí extrajo, como si fuera una joya exquisita, una llave tan vieja, tan corroída por la herrumbre, que Enrique pensó que se rompería al ponerla en la vieja cerradura.

    –De todos modos, no iba a poder entrar –le comentó, aflojando la tensión mientras abría la puerta. Lucila se escabulló en la oscuridad y con un fósforo comenzó a encender una a una las lámparas de la habitación, que era de por sí enorme. Sin embargo, a medida que se iluminaba el lugar que parecía quejumbroso y lúgubre, fue dejando al descubierto un espacio alegre y ameno. Aunque el mobiliario era antiguo, estaba en óptimas condiciones y no había una pizca de polvo. Contra la pared se hallaba una cama matrimonial no muy modesta y que parecía estar lista para que alguien se recostara en ella; enfrentándola, se encontraba un exquisito escritorio Tudor con algunos libros sobre él. También había un paragüero al lado de la puerta y búcaros con flores, lo que le daba una fragancia especial a la habitación.

    –Este es el cuarto de la señora Adela, aunque hacía años que no lo usaba –explicó muy solemne Lucila–, sólo ella entraba aquí y nunca se cambiaba nada de lugar. En los últimos tiempos yo entraba con ella para ayudarle a limpiar, ya que casi no se podía mover con su artritis.

    Alicia abrió uno de los viejos roperos ante la terrible mirada de Lucila, que parecía estar presenciando una profanación. Intentó hacer algo, pero Anselmo con un gesto adusto la detuvo, impotente.

    Dentro de él se hallaba una gran cantidad de vestidos que no habían perdido del todo su color, además de todo tipo de prendas infaltables en un guardarropa de la década del ochenta del siglo XIX.

    Alicia tomó uno de los vestidos y lo desplegó casi religiosamente entres sus manos; la gasa y la seda natural aún se dejaban sentir entre sus dedos.

    –No haga eso, señora Alicia –suplicó Lucila.

    –Perdón, no me había dado cuenta, es que es tan precioso… Debió de haber sido una mujer muy bonita y elegante de joven.

    –En aquel armario están los uniformes del señor y alguna otra ropa– interrumpió esta vez Anselmo, ante la mirada recriminatoria de Lucila.

    –Bueno, creo que es suficiente, otro día podemos hacer esto cuando las cosas estén más calmadas –se excusó Enrique, mientras se dirigía hacia la puerta de la habitación. Fue entonces cuando se encontró de frente con el cuadro que estaba detrás de la puerta, el cual lo tomó por sorpresa.

    –Es el Coronel, señor Enrique –le informó Anselmo, al notar su sorpresa.

    –Pensé que no había nada de él, pero parece que hay más de lo que me imagino.

    Buscó los rasgos indianos que alguna vez avergonzaran a la familia, pero no los halló. Quizás el artista los había obviado. En la época en que se pintó el retrato, un indio americano era el ejemplo de la barbarie, el salvajismo y de lo que no se debía ser, situación que permanecía sin muchos cambios en los tiempos que corrían. En vez de eso, en el cuadro se podía ver a un hombre europeo con un gesto solemne pero gentil. Increíblemente, el pintor había logrado darle una impresión de confianza, o Enrique la veía al encontrarse con un rostro, aunque distante, familiar. Su pose era gallarda, pero no omnipotente, podía entreverse lo humano en su mirada. Sin cometer una indiscreción, se acercó al lienzo para corroborar la firma, donde se podía leer con claridad C. López³.

    Enrique entonces volteó hacia donde se encontraba Alicia, quien se mantenía expectante, haciendo una seña con sus manos que confirmaban las sospechas sobre la autoría de la pintura. Lucila, mientras tanto, había ido apagando una por una las luces de la habitación, preparándola para que quedara nuevamente en el estado prístino en que ella, casi enfermizamente, cuidaba todo lo de su patrona desde hacía ya muchos años. Sólo quedaba una luz encendida: la que estaba sobre el escritorio Tudor.

    –Deje, ya la apago yo –se adelantó Enrique, dirigiéndose allí para hacerlo, pero algo lo detuvo.

    Sobre el escritorio yacía una vieja carpeta: el cuero que la recubría estaba ajado, aunque era lo más moderno que había dentro de aquella habitación. No resistió la tentación de abrirla, era como un llamado, y al levantar la tapa sintió como una bocanada de tiempo se hacía presente ante él. Dentro, había todo tipo de escritos, documentos e inclusive fotografías que debían tener más de ochenta años, al igual que un cuaderno, el que debía ser muy antiguo por lo artesano de su confección. Enrique tomó la carpeta con cuidado, temiendo que las hojas se deshicieran entre sus dedos, y comenzó a leer su contenido con suma curiosidad. Lo primero que le llamó la atención fue la tinta oxidada, que cuando envejece en el papel, se asemeja a la sangre seca. Pero terminaron siendo las fechas las que le provocaron mayor sorpresa: eran tan antiguas como 1857 o 1878, y aunque el documento no era muy extenso, todo terminaba de pronto en 1885.

    Enrique abrió el cuaderno para ver su contenido en una página al azar: era un diario, relataba algo que había sucedido en algún lugar remoto, dentro de los territorios nacionales que para ese entonces aún pertenecían a la provincia de Buenos Aires. Sacado de su contexto original era difícil de interpretar, pero por lo poco que pudo leer hablaba de alguien aterrado, corriendo entre pajonales que rasgaban su ropa, laceraban la piel de sus manos y también la de su rostro. Esta persona, una mujer joven, repetía una y otra vez que no dejaba de mirar hacia atrás para ver dónde se hallaba su implacable perseguidor, el que galopaba acompasada y resueltamente tras ella. Se sintió de alguna manera incómodo leyendo esa vivencia tan ajena y personal en aquella situación, por lo que, como si un espectro se estuviera asomando sobre su hombro para recriminarle su actitud, en un movimiento espasmódico cerró de repente el cuaderno, haciendo un ruido que pareció volver a hacer correr el tiempo que se había detenido.

    –¿Pasa algo, Enrique? –se dirigió Alicia a él con preocupación; pero él, con una seña de sus manos, le indicó que no.

    –¿Hay más de éstos? –preguntó enseñando el cuaderno.

    Anselmo y Lucila se miraron el uno al otro, pero fue Lucila la que caminó hasta el escritorio Tudor y abrió una gaveta donde se podían ver alineados el resto de los diarios en un orden no muy preciso.

    –¿Me puedo llevar algunos? –se dirigió a Anselmo, sabiendo que estaba más dispuesto a desprenderse de aquellas cosas que Lucila.

    –Llévelos todos, doctor Enrique, prefiero que los tenga usted a que queden en una caja pudriéndose hasta que alguien se haga cargo vaya uno a saber cuándo. Lo único que le pido es que los cuide… ¿Sabe? La señora Adela los atesoraba como si fuera su propia vida.

    Ambos hombres pusieron los papeles en una canasta de esterilla que de inmediato quedó rebosante, y con mucho cuidado la trasladaron al escritorio que se encontraba en la planta baja.

    –¿Estás pensando lo mismo que yo? –sugirió Alicia al encender un cigarrillo, para luego emitir la primera bocanada de la manera sensual que ella siempre acostumbraba.

    –Sí, pero ¿te parece que hoy…? Todavía no se enfrió la vieja.

    –Sólo para sacarme la duda.

    –¿Cuál?

    –La misma que tenés vos: decían que la vieja de joven era más puta que las arañas.

    –También dicen que le disparó a un hombre con una pistola.

    –¿Cómo Lara Antipova…? ¿Delante de todo el mundo…

    –Las malas lenguas afirman que sí, pero con más suerte, porque creo que lo mató.

    –Quizás haya dejado algún indicio. ¿Qué leíste que te espantó tanto? Parecía que se te hubiera cruzado una parca –le preguntó ahora Alicia, al tomar uno de los cuadernos abriéndolo al azar, para leer el contenido detenidamente.

    –¿Hay algo?

    –No, boludeces que podría haber escrito yo en mi adolescencia.

    Muchos de los volúmenes se encontraban en buen estado, como si nadie los hubiera leído desde que se los escribió, según Alicia, una purista de la lengua, escritos a primera mano, sin errores de gramática y sin corrección alguna y por las referencias, redactados por una persona de gran cultura, sobre todo para los estándares de la época que se le atribuían a la mujer: un rincón en la sociedad más que desdeñable. Tres de los volúmenes se encontraban ajados y maltratados, como leídos cien veces; uno de ellos era el que Enrique había tomado en la habitación de Adela.

    El sonido del antiquísimo llamador interrumpió el escrutinio.

    –Deben ser los de la casa fúnebre –dijo Enrique–, siempre son rápidos.

    –Olieron plata –comentó ácidamente Alicia.

    Era extraño, pero el rigor mortis no había hecho efecto en la expresión que tenía en el rostro, se podía sospechar incluso que estuviera por ahí en alguna parte. Adela Furlong, desde hacía ya muchos años, parecía que iba a llevarse a la tumba tantos secretos como años había vivido, aunque quizás no iba a ser así. En un par de días su cortejo estaría listo y pasaría inadvertido por la ciudad donde vivió por tanto tiempo y que le fuera tan ajena. La capilla donde se pediría por su alma sería un lugar hermoso a unos pocos kilómetros de la casona, el párroco daría una sencilla homilía y eso sería todo. El lugar destinado para su último descanso no sería una humilde tumba en un cementerio cercano, sino un enorme panteón en La Recoleta, donde la aguardaba su familia desde hacía casi cien años.

    La estirpe de Adela no se extendería en el tiempo, siempre se habló de un hijo que había muerto en Europa durante la Gran Guerra, pero eso no era cierto; aunque a partir de ese momento se enclaustró definitivamente en su vieja casona de la cual salió en contadas ocasiones durante las siguientes cuatro décadas.

    Poseía una fortuna personal envidiable: quitando todo lo mal vendido y donado en vida, junto a lo que el fisco y los pésimos gobiernos de este país habían tomado, se podía decir que apenas le habían hecho mella, ya que mantuvo el privilegio de permanecer indivisa por cerca de cien años.

    Sólo en la casona había obras de arte, pinturas y orfebrería lo suficientemente valiosas para ser un buen legado. En los planos originales de la propiedad se podía ver que el terreno de la casa había sido inmenso, y que se había cedido o vendido por muy poco dinero a una enorme cantidad de familias, que, en las últimas décadas, habían ido conformando el humilde barrio que la rodeaba. De todos modos, hacia los linderos traseros existía una lonja de terreno bastante grande, como para albergar otro barrio más.

    Había campos en Buenos Aires, Santa Fe y en Córdoba, pero también en los territorios nacionales, además de casas por todo el país en los lugares más exclusivos de cada una de las ciudades en que se encontraban.

    Luego de firmar el certificado de defunción y dejar en manos de Alicia los últimos asuntos pendientes de Adela en este mundo, Enrique regresó al estudio, pues no dejaba de estar intrigado por el diario y la carpeta. Pero al llegar la buscó por todas partes sin encontrarla; sólo faltaba un lugar y era de donde la había tomado. Llamó a Lucila para que le abriera la puerta de la habitación principal, ésta accedió a regañadientes, pero ya no lo hacía con tanto énfasis como al principio. Lo acompañó hasta la puerta y una vez que hubo prendido la luz, se retiró. Sin embargo, Enrique no permaneció allí, regresó al escritorio donde había luz eléctrica. Tomó la carpeta y uno de los diarios y se sentó sobre un sillón que de por sí era bastante cómodo, el que se encontraba al lado de una ampulosa lámpara de pie. En la carpeta había documentos de todo tipo: papeles oficiales, fotografías, relatos, una carta manuscrita que parecía desgastada por la mano que la portaba, la etiqueta de una caja de balas Remington, pero nada, absolutamente nada que pudiera llevar un hilo conductor que uniera todo aquello.

    Lo primero que había era una descripción hecha por un abogado y un baqueano en mayo de 1898, de un lugar lejos, adentro en la pampa, tan hacia el Oeste que se podían ver las estribaciones de los Andes al fondo.

    Hay como un rancho de paja, versaba el escrito, y los restos de una empalizada. Todo está derruido desde hace mucho tiempo. La gente del lugar dice que está abandonado hace unos veinte años y que llegó a haber apostados unos ciento cincuenta hombres cuando todo aquello dependía del Estado de Buenos Aires.

    Otro escrito muy solemne confirmaba que el capitán Álvaro Cruz de León había sido designado a cargo del Cantón de Runcho Tajo con la firma de Juan Manuel de Rosas, en su cargo de Comandante Militar de la Confederación Argentina. En otro documento más escueto, y con la misma firma de Rosas, se indica que se le dé muerte al infame traidor Álvaro Cruz donde se le hallare.

    –¿Una monada este Álvaro Cruz de León? –se dijo Enrique. Había oído hablar poco de él en su familia, aunque conocía de sus andanzas porque era un apellido muy relacionado con Adela.

    Separó ambos documentos porque llevaban la firma de Rosas, que se veía tan imponente y terrible aún después de tantos años; también era posible que llegaran a tener algún valor económico.

    A continuación, con la firma de un ignoto burócrata de Paraná, la Confederación Argentina le enviaba nuevamente a poner orden en la región y evitar así que cayera en manos de los porteños, al ahora sargento mayor Álvaro Cruz de León.

    Por último, una carta firmada por Bartolomé Mitre tratándolo de amigo lo felicitaba por haber puesto orden en el interior.

    –Un personaje muy particular este ancestro – pensó–: pasó de bando en bando durante cuarenta años.

    Como amante de la historia, todos estos datos encendieron su curiosidad, por lo que comenzó a devorar los documentos buscando un esquivo hilo conductor sobre estos ancestros familiares de los cuales había escuchado muy poco a lo largo de su vida, ya que fueron culposamente excluidos de la prosapia familiar.

    El diario de Adela le llamó la atención en un principio, lo que leyó a prima facie lo había perturbado sobremanera, pero ¿qué podía sacar de ellos que le sirviera para develar la trama?

    Cuando comenzó a ojearlo, las primeras páginas sólo hablaban de ella, de lo hueca, insensible y tonta que había sido en su juventud, aunque de a poco una historia comenzó a tomar forma, una historia trágica que le obligó a buscar entre las fotos, y allí, una en especial.

    –Será una noche muy larga –se dijo, mientras la tomaba. Era tan antigua que estaba perdiendo los detalles. Mostraba las imágenes que relataba el documento con esa solemnidad que tienen las fotos en blanco y negro de larga exposición: un rancho de paja, detrás los restos de una empalizada y más atrás, casi contra el horizonte, las cumbres nevadas de los Andes, que se dejaban apenas asomar.

    Capítulo 1

    Algo horrendo había sucedido, algo que hendía el aire al resquebrajarse desde el horizonte, en medio del temor de la gente y su desesperanza. Develaba un secreto sin misterios, mal guardado en lo profundo de aquella tierra desnuda, torturada y triste, que anunciaba algo más terrible aún por suceder en el transcurso de aquel mismo día. Un pavoroso silencio confundía todo aquello que se suponía y todo lo que alguna vez se sospechara, en un intervalo de incertidumbre a punto de consumarse.

    Conocer el secreto se volvía una maldición que carcomía el espíritu de quienes lo sabían para vaciarlos de vida hasta desfallecer, al extremo de ya no poder siquiera cargar con

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