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Escribir una novela es culminar una obsesión», afirmaba Luis Mateo Díez (Villablino, León, 1942) en un ensayo integrado en el Estudio de la creatividad literaria que preparó Anthony Percival para la editorial Lumen. Entonces, si un solo texto narrativo es susceptible de desencadenar un instinto obsesivo de escritura, qué no hará una serie de relatos que vayan configurando un mundo aislado, una geografía imaginada al detalle y construida con palabras y memoria. Mateo Díez sintió la llamada de un lugar real lleno de muertos, y entendió que debía llamarlo Celama y presentarlo en la novela corta El espíritu del Páramo (1996), la semilla para que creciera La ruina del cielo (1999), el centro de un reino que concluiría con El oscurecer (2002).
Que una obsesión artística no se contente con una sola historia, sino que requiera más argumentos complementarios, no es algo ajeno al escritor, el cual, bajo el título El pasado legendario (Alfaguara, 2000), ya había reunido «una zona de mi obra, jalonada por una serie de títulos que, a estas alturas, ya conforman un universo cerrado sobre el que difícilmente volveré», como decía el autor a modo de justificación. En dicho volumen aparecían Apócrifo del clavel y la espina (1977), Relato de Babia (1981), Brasas de agosto (1989), Los males menores (1993) y Días del desván (1997), es decir, novelas y cuentos que recorrían las diferentes etapas de su trayectoria literaria y que, una vez analizados con la distancia que dan los años, transparentaban un lema común: la leyenda.
Resulta obligatorio detenerse en esta palabra en el caso de un escritor que maneja el vocabulario castellano con una conciencia ejemplar y una responsabilidad lingüística, por desgracia, poco frecuente en nuestras letras. Mateo habla de lo «legendario» en el sentido que remite al pasado y a su prolongación fantástica, un camino paralelo con un tiempo, un terreno y un destino propios; en definitiva: «El pasado revierte en lo legendario con la materia modificada del recuerdo, sin que el recuerdo sea ya el aval de lo que pasó, sino la metáfora de lo sucedido y, como tal, una imagen literaria, una fabulación.» A partir de ese momento, narrar significará descubrir, y esa estela cervantina marcará cada página de Mateo Díez, tan interesado en la literatura