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Una semana de lluvia: Inspector Farfán, #1
Una semana de lluvia: Inspector Farfán, #1
Una semana de lluvia: Inspector Farfán, #1
Libro electrónico534 páginas7 horas

Una semana de lluvia: Inspector Farfán, #1

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Thriller ambientado en París

La historia de un asesino en serie que ataca en un París lúgubre y sombrío, hábilmente reproducida en papel. La lluvia y los homicidios son la constante en una novela rica de subtramas y referencias socioculturales ligadas a la capital francesa. Nos encontramos con un torpe inspector, inadecuado para el caso, que por primera vez se enfrenta a un historial de asesinatos y una compleja investigación. El caso se complica por la presencia de una banda de narcotraficantes y de algunas historias paralelas que se entrelazan hasta el final.

IdiomaEspañol
EditorialM&P
Fecha de lanzamiento9 sept 2020
ISBN9781071565322
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    Una semana de lluvia - Renato Dattola

    A Paolo e Amélie, siempre

    Prólogo

    Gilbert Bourgeois lo hacía todas las mañanas.

    A las 6:45 abría la puerta del pilón norte de la Torre.

    Era un hombre robusto, con enormes manos y cabello grueso y plateado recogido en una cola que sobresalía de su sombrero acariciando su cuello. Tenía sesenta y cuatro años y estaba a punto de vivir su último día de trabajo. Al día siguiente se retiraría. La Sociedad para la que prestaba sus servicios insistió en organizar una fiesta y recompensar su devoción, pero él se negó. Tenía la intención de llevar a cabo su tarea hasta el último segundo de su implacable vida laboral.

    Gilbert encarnaba el modelo de empleado ideal que cualquier empleador quisiera en su propia compañía. Nunca había perdido un día por enfermedad y adoraba excéntricamente el papel de guardián, como si fuera el dueño de la Torre Eiffel. Esa torre era su fuente de vida, su mayor motivo de orgullo.

    Durante la noche había llovido. Una violenta tormenta había golpeado a París, inundando cada rincón de las calles. Miles de charcos grandes y pequeños brillaban como tantos cristales tirados en el asfalto. La arrogancia del cielo había disminuido solo a la primera luz del alba, cuando una sutil condensación se había levantado del suelo, ocultando las formas del suelo entre sus vapores.

    El aire era frígido, pero el cielo despejado presagiaba el comienzo de otro caluroso día de verano.

    Abrió el grande candado, quitó la pesada cadena y la colocó en el caseto detrás del chalet de la taquilla. Todos los días las mismas acciones, sin cambiar nunca una coma. Podía hacer ese trabajo incluso con los ojos cerrados. No se cansaba, no se aburría de una costumbre que podría haber destruido la vitalidad de cualquier ser humano.

    Antes de abrir la puerta, una sensación de desconcierto llevó sus pensamientos hacia una orilla de melancolía. Era la primera vez que sucedía. Estaba aconteciendo algo inusual. Tal vez estaba empezando a asimilar la realidad, entendió que cada acción futura de ese día nunca volvería. Una punzada aguda golpeó su pecho y se derrumbó sobre sus piernas.

    A su alrededor, a lo largo del muelle Branly, los camiones recolectores de la basura urbana y aquellos que se encargaban de limpiar la calle estaban completando su trabajo nocturno, acompañados por la señal acústica de los sensores de marcha atrás, mientras una gran bandada de palomas se alzaba ruidosamente desde los Campos de Mars, oscureciendo el cielo por unos segundos.

    Gilbert estaba inmóvil, miraba al frente y sin enfocar alguna imagen. Era como si ya no supiera quién era y dónde estaba, entonces la sirena de un barco que pasaba por el Sena lo sacó del inconsciente y devolviéndolo abruptamente a la realidad.

    Se sintió solo. En realidad, siempre lo había sido, pero si hasta ese día había fingido no darse cuenta, ahora el alma había identificado la oportunidad adecuada para mostrarle la verdad.

    Durante sus sesenta y cuatro años de vida, ni siquiera había vislumbrado lejanamente las sinuosas formas del amor. Solo una vez había respirado el olor de la piel de una mujer. Había sucedido hacia fines del verano de 1975, tan lejano en el tiempo que a estas alturas cada efímero recuerdo se había ahogado en las turbias aguas del Sena.

    Fue en la última semana de agosto. Aquel año, el verano había economizado con el calor y tuvo que recurrir a usar con frecuencia el suéter azul del uniforme, que sacaba solo a fines del otoño.

    Ella se llamaba Adeline, era una joven estudiante de Metz en su tercer año de medicina y estaba en París por unas cortas vacaciones.

    El destino los había reunido en la calle Vaugirard 120, donde se encontraba la casa de huéspedes donde él vivía y donde ella había alojado en una pequeña habitación en el cuarto piso. Durante tres días se habían encontrado en el tramo de escaleras. Había sido fulminado por esa agraciada chica que parecía una campesina y, una mañana, cuando la había visto en la sala donde se servía el desayuno, se escondió detrás del marco de la puerta, mirando sus suaves labios, ligeramente agrietados, mientras leía sobre la taza de café. Adeline tenía el pelo rojo claro, casi anaranjado que brillaba como cáscaras de naranja al sol. La mirada de la chica estaba iluminada por el suave color de su piel que le recordaba al blanco marfil de la arena en las cálidas playas del Caribe y adornada con finas cejas cobrizas que coronaban dos ojos color turquesa como el cielo en la primavera.

    Una tarde, mientras estaba en el trabajo, la había visto buscar refugio del viento frío en un rincón de metal en el segundo piso de la torre. Se había acercado a ella, rechazando la timidez indomable que lo distinguía, y le ofreció su suéter.

    —Puedes devolvérmelo esta noche —dijo, en medio de una emoción muy fuerte.

    Adeline se lo puso mientras sonreía y, antes de irse, le había guiñado un ojo. En esos breves instantes no parecía una campesina y una malicia apareció en su mirada que la convirtió en una mujer desinhibida. Durante el resto de la tarde no había hecho nada más que pensar en ella. Había jugado con su ferviente imaginación para crear la mejor fotografía del momento en que se encontrarían de nuevo.

    Cuando llegó a casa sin aliento por la noche, entró corriendo al comedor, pero Adeline no estaba allí. Había esperado por treinta minutos su llegada, preguntando insistentemente a las camareras si habían visto a la joven pelirroja que se quedaba en el cuarto piso, pero no había señales de ella. Parecía existir solo en su imaginación. Amargado y agotado por la tensión acumulada durante el día, se metió a la ducha, y se dejó masajear durante mucho tiempo por las cálidas gotas de agua que caían de arriba. Mientras se secaba, llamaron a la puerta y entró en pánico, arrancó la sábana del colchón para cubrirse.

    —¿Quién es? —preguntó.

    —Soy la chica del suéter. Vine para devolvérselo —respondió una vocecita que la gruesa pared de madera hacía aún más débil, pero que para él era la voz más alta y potente que había escuchado.

    La vida había vuelto a sonreír y el destino parecía empujarlo hacia uno de sus lados favorables. Olvidando que estaba casi desnudo, había abierto la puerta, descubriendo el rostro sorprendido de Adeline, de pie en la puerta con el suéter apretado entre los dedos. A pesar de la poca luz que iluminaba el pasillo, había captado la mirada complaciente que estaba dedicando a sus pectorales y su escultural físico.

    La dejó entrar y se amaron intensamente durante toda la noche, después, por la mañana, se fue a la Torre sin despertarla.

    A su regreso, Adeline se había ido. La señora Guillome, la viuda propietaria de la pensión, le había dicho que se había ido poco antes del almuerzo junto a un hombre que la esperaba en el automóvil.

    Los días siguientes fueron terribles. No era capaz encontrar la paz. Le parecía imposible que, después de ser tan benévola con él por una noche, la vida ahora lo miraba de manera cruel. Le había llevado varios meses recuperar la serenidad, pero la noche con Adeline no la olvidaría y se prometió a sí mismo que nunca se dejaría envolver por otra mujer.

    Con el paso del tiempo, se había acostumbrado a la soledad, sin desagrado alguno, admitiendo con orgullo que él era su mejor compañía.

    Precisamente por esa convicción, esa mañana observó el mundo a su alrededor con cautela, como si fuera la primera vez que lo notara.

    Gilbert, en la vida no solo existe el trabajo.

    Sus colegas más jóvenes a menudo le repetían esto y, a veces, usaban un sombrío tono que luego explotaba en arrogancia. Era la verdad.

    Ahora que su tarea estaba llegando a su fin y que su presencia ya no representaría el mecanismo de iluminación de la torre, se dio cuenta de que su vida cambiaría para siempre.

    Pronto abriría los ojos a un mundo desconocido y la perspectiva lo intimidaba.

    Cruzando el espejo de las emociones, se habría convertido en parte de un sistema nunca vivido y que era demasiado tarde para comenzar a conocerlo. Cazado por un sentimiento de desesperación y asaltado por el miedo a enfrentar el futuro, se sintió como un niño que debe aprender la vida sin que sus padres le enseñen. Sin embargo, no tenía el tiempo y la inocencia de un niño, ni tenía predisposición para aprender.

    Fue sorprendente cómo durante cuarenta años se había olvidado de prestar atención a los muchos matices de la vida. Había considerado solo trabajo, nada más. Los gestos habituales, las acciones habituales, todo lo mismo durante cuarenta largos años, como trabajar en una línea de montaje, mientras el mundo a su alrededor vivía y cambiaba sin darse cuenta.

    La Torre Eiffel fue el único significado de su vida. La conocía a cada centímetro y, a veces, le gustaba reemplazar a los guías, en secreto, acercándose a los turistas para contarles algunas historias. Lo sabía todo, incluso que el ingeniero Gustave Eiffel lo había diseñado para construirlo en solo dos años, desde 1887 hasta 1889, con motivo de la Exposición Universal, la feria mundial organizada para celebrar el centenario de la Revolución Francesa. Fue inaugurado el 31 de marzo de ese mismo año, pero se abrió oficialmente al público tan solo el siguiente 6 de mayo. Para aquellos que mostraron más interés, explicó cómo, durante la Segunda Guerra Mundial, cuando Hitler visitó París, los ascensores fueron desactivados para que el Emperador de la Alemania nazi tuviera que subir 1.792 escalones para llegar a la cima. Los franceses se disculparon por las molestias, alegando que el colapso era irreparable debido a la guerra, pero después de que los nazis abandonaron la ciudad, los ascensores volvieron a funcionar como de costumbre, por lo que Hitler nunca subió a la Torre. Sin embargo, la historia que le llegaba al corazón, estaba vinculada al restaurante que estaba en el primer nivel y que en los años ochenta, después de ser desmantelado, había sido comprado y reconstruido en Nueva Orleans bajo el nombre de Tour Eiffel Restaurant, y luego cambió a Red Room. Orgullosamente se jactaba de haber almorzado en esos salones, sentado en las viejas mesas de hierro forjado. Lo consideraba un privilegio.

    Nunca volvería a contar esas historias.

    Llegó al segundo piso, siguiendo la larga escalera de hierro, acompañado por el ruido metálico de los escalones que vibraba con cada paso. Nunca tomó el ascensor para llegar a las dos primeras estaciones. Mirando hacia abajo, sintió una sensación de vacío en el estómago, bañado por un ligero mareo causado por la altura vertiginosa. Era la primera vez que miraba hacia abajo. Para él, la Torre siempre había representado una habitación sin ventanas o escaleras para subir y nunca bajar.

    Al llegar a la gran terraza, escuchó el viento suave soplar contra los marcos de las ventanas de madera de los quioscos aún cerrados. Era la forma en que la naturaleza solía saludarlo. Frente a él, la lámina de plástico de un fotomatón se agitaba, elevándose como una cometa en el aire.

    Entró en el ascensor y, cerrado entre las cuatro paredes de cristal inquietantes, llegó al tercer nivel.

    Arriba, el viento era muy fuerte y aullaba como una manada de lobos, destacando la diversidad de poder en el salto de 160 metros que separa el segundo del tercer nivel. Tan pronto como se abrieron las puertas correderas, un estallido levantó su sombrero, haciéndolo chocar contra la alta barandilla protectora que marca la terraza.

    En los días ventosos, la parte superior también se balanceaba un metro, haciendo que cualquiera que estuviera allí se sintiera mal, muy similar al mareo.

    Sintió algo extraño. Inmediatamente pensó que era una sensación pasajera, pero poco después comprendería que era algo extremadamente cierto, algo aterrador.

    La puerta de la construcción cuadrada en el centro de la terraza, sede de la posición desde la cual los turistas pueden ver París con una vista de 360°, estaba abierta de par en par y en todos los miles de días de trabajo nunca la había encontrado abierta.

    Pensó rápidamente en la noche anterior, cuando a las 00:45 había cerrado la puerta, tirándola un par de veces, como siempre hacía para asegurarse de que se hubiera cerrado. Estaba seguro de que lo había hecho, pero incluso si había sido obra de un ladrón, era una situación incomprensible ya que no había nada precioso que robar y porque solo era posible llegar hasta ahí arriba con el ascensor, el cual él mismo le cortó el suministro eléctrico. Había una pequeña escalera que, en los últimos dos niveles, subía por la parte interna de la estructura, pero solo un loco podría haberla usado en la oscuridad de la noche.

    Se acercó sumisamente al umbral y tres cuervos negros se abalanzaron fuera de la habitación, volando a pocos centímetros de su cara. Cayó hacia atrás aterrorizado y permaneció unos segundos tirado en el suelo, con la nariz hacia arriba.

    Podía sentir los latidos de su corazón palpitar en su garganta y podía sentir cada latido en su cuello. El sol brillaba sobre él como la puerta del cielo. Por un momento, temió que fuera un ataque al corazón, pero luego la violenta taquicardia se calmó.

    No imaginaba la escalofriante sorpresa que lo esperaba unos metros más adelante.

    Volvió a ponerse de pie, caminó lentamente en la habitación y recibió un segundo choque, esta vez mil veces más abrumador que el primero, lo derrumbó, como una gran roca que se separada de la cima de una montaña. Justo más allá del umbral, acostado en una espantosa imagen, yacía el cuerpo de una mujer acostada sobre su vientre, con su rostro y su largo cabello rojizo inmerso en un vasto charco de sangre. Ella había sido mutilada sin piedad debajo de su tobillo derecho.

    El primer pensamiento lo conduce hacia Adeline.

    1

    El Mini Cooper de color rojo avanzaba lentamente en el tráfico del Muelle de Tuileries. Conducía el inspector Tristan Farfán, uno que odiaba tomar un automóvil para ir a la oficina, pero esa mañana no había podido hacerlo de otra manera.

    Su teléfono celular sonó a las 7:05 am, treinta y cinco minutos antes de la alarma. La voz alarmada de Fabienne le había informado que el Comisionado Gilet, su superior, lo había convocado para una reunión de emergencia, dejándolo con media hora para catapultarse de la cama y llegar a la isla de la Cité.

    El comisionado era un hombre anticuado. Hijo de un general del ejército francés y nieto de un coronel del 3er Regimiento de Infantería Extranjera, la infame Legión Extranjera, pasó su adolescencia en la Guayana Francesa en medio de tropas perpetuamente en alerta. Creció con una rígida educación milita y, a su vez se había convertido en un amante maníaco de la puntualidad, construyendo alrededor de su figura la reputación de carácter austero y arrogante. Entre las numerosas oficinas de la Prefectura no había una sola persona que no le temiera y que no se hubiera encontrado, al menos una vez, en sus arrebatos.

    Apretado por el atasco de tráfico, Farfán pensó que con gusto cambiaría su vida por la de cualquiera de las personas que, desde la ventana a su izquierda veía trotar por el Jardín de las Tuileries. Ni siquiera tenía la luz intermitente de emergencia, lo que habría sido muy útil en esa circunstancia.

    Sonó el teléfono celular y el número de la oficina apareció en la pantalla.

    —Por Dios Farfán. Dónde estás? Quedan menos de diez minutos. Si no llegas allí de inmediato, esta vez el cavernícola no te dejará escapar. Hoy está más enojado que de costumbre —dijo la voz frenética, pero de igual manera la dulce voz de Fabienne. Cavernícola era el apodo que, de mutuo acuerdo, le habían dado a Gilet.

    —Estoy atrapado en el tráfico. Tiene que decirle al comisionado que llegaré unos minutos tarde. Estoy seguro de que lo entenderá, —respondió, consciente de apelar a una inesperada bendición divina.

    —Si yo fuera tú, no estaría tan tranquilo. Te aconsejo que encuentres la forma de llegar lo más rápido posible. Lo digo por tu propio bienestar —respondió ella sin concesiones.

    —Pero es la verdad, cómo pod.... —la voz se interrumpió en su garganta, Fabienne había cerrado la comunicación. La situación era desesperada.

    En ese momento, el sonido de una sirena retumbó detrás de él y en el espejo retrovisor se visualizó la forma de un coche de policía que llegaba al otro lado de la carretera. Salió corriendo del Mini y, poniéndose a un lado de la carretera, tomó la insignia para ordenarle a la patrulla que se detuviera.

    —Soy el inspector Farfán. Es una emergencia. Necesito su auto, de hecho, necesito que me lleven a la Prefectura, —gritó mientras subía al asiento trasero, sin esperar una respuesta. El creciente ruido de la bocina le recordó que había dejado su auto en medio de la carretera.

    —Tú —exclamó, tocando el hombro del agente sentado en el lugar del jefe de patrulla—. ¿Ves ese Mini rojo con la puerta abierta de par en par? Tómalo y llévalo a la Prefectura.

    —No puedo hacerlo, inspector. No se me permite conducir autos privados de guardia —respondió el hombre avergonzado.

    —Yo te lo autorizo. Después de estacionarlo, deje las llaves de la secretaría del segundo piso, y entrégueselas a Fabienne Moreau, ella es la empleada de la Policía Científica.

    El agente miró dudoso a su colega, así que levantó una ceja con un signo complaciente. Solo entonces salió del auto y de mala gana se dirigió al auto de Farfán.

    2

    La Prefectura se encuentra en un gran palacio de mediados del siglo XVII que se encuentra detrás de la Conciergerie, un lugar famoso por haber acogido a María Antonieta en sus cárceles durante la Revolución, unos días antes de ser ejecutada.

    El gran complejo se encuentra en el centro de la isla de la Cité, una isla del Sena en forma de ojo en la que la tribu celta de Parisii, alrededor del siglo III a. C., sentaron las bases de París, antes conocida como Lutèce. En aquellos tiempos y, antes de que los romanos produjeran la transformación y más tarde los francos y los capetos, la isla había sido el único paso a través del río que permitía conectar el norte con el sur de la Galia. Durante las invasiones vikingas se había convertido en una fortaleza ardua para conquistar, principalmente gracias a los muros erigidos alrededor de la orilla derecha por Felipe II Augusto en 1190 y, veinte años después, a la adición de un bastión que rodeaba la orilla izquierda.

    La zona, gracias a la presencia cercana de Notre Dame, la catedral gótica más bella y famosa del mundo, es quizás el destino más popular para los turistas. La espléndida representación arquitectónica había tardado más de doscientos años en construirse. Originalmente se había construido para proteger la sagrada corona de espinas y, en tiempos más recientes, se había convertido en una de las principales atracciones de la capital, tan visitada como para causar problemas de tráfico importantes a la cercana prefectura. Problemas que en ese momento comprometieron aún más la llegada a tiempo de Farfán a tiempo.

    Tan pronto como el coche de la Gendarmería entró en la plaza, Farfán vio por el rabillo del ojo la silueta de Fabienne, dibujada como en una pintura dentro de la ventana de su oficina en el segundo piso. Al verlo, la mujer se sobresaltó e inmediatamente se retiró, mientras él, corriendo por el patio, le hizo una señal con la mano.

    La oficina del Comisionado Gilet estaba al otro lado de la suya, al final de un pasillo largo y poco iluminado. Era una habitación aburrida, con paredes cubiertas de yeso amarillo y tapizada por docenas de fotos militares, entre las cuales, justo detrás del sillón, se destacaba encerrado en un marco plateado que retrataba al padre junto al ex presidente Mitterand, durante un viejo desfile militar El muro este, por otro lado, estaba completamente oculto por una gran biblioteca en cerezo descolorido, sobrecargado de libros y folletos a punto de explotar. Al oeste, un tablón de anuncios contenía diplomas y medallas de mérito y limitaba con una ventana alta que se abría a la Plaza del Atrio de Notre Dame, desde donde se podía ver una de las dos torres de la catedral con sus Gárgolas.

    Gilet era la reproducción viviente de su propia oficina. Con la cara estirada y cuadrada, una calvicie galopante y bigote al estilo de 1900 que ensombrecía ligeramente su labio superior. Tenía la mandíbula apretada permanentemente y dos profundas depresiones debajo de los pómulos. Llevaba una camisa blanca los siete días de la semana, oculta por una raya marrón oscuro que parecía ser el mismo traje que usó el día de su boda, que tuvo lugar en 1959. Era comparable a una fotografía amarillenta de mediados de siglo.

    Al llegar sin aliento a la puerta, Farfán se detuvo abruptamente, mostrando una mueca en su rostro que expresaba gran temor.

    Además del comisionado, sentado en su asiento con el ceño fruncido, al otro lado del escritorio reconoció al prefecto Faberger y a un tercer hombre que nunca había visto. La presencia del alto funcionario fue una sorpresa tan inesperada y daba una importancia e imagen diferentes a la reunión que esperaba.

    —Inspector Farfán, finalmente entre nosotros. Entre y cierre la puerta —dijo Gilet, colocando sus manos sobre el escritorio para inclinarse hacia adelante. La forma en que lo invitó dijo todo sobre el tipo de persona que era. Cuando se refería a él en privado, siempre lo tuteaba, a veces incluso usando apodos que diferían mucho de los tonos corteses, pero si había alguien más además de ellos, especialmente un personaje como en esa ocasión, intentaba expresar una amabilidad tan falsa como para causar asco.

    Entró tímidamente y se sentó en una tercera silla, sin que ninguno de los otros dos comensales le prestara la más mínima atención.

    El ambiente era tenso, una señal de que algo muy serio debió suceder.

    El prefecto garabateó nerviosamente signos incomprensibles en una hoja de papel, mientras que el otro individuo se sentó con las piernas estiradas y los brazos cruzados, manteniendo la mirada fija en sus pies. Su elegante vestimenta sugería que se trataba de alguien importante. Farfán no era capaz de ubicarlo en su mente, pero a cada segundo que pasaba cambiaba de opinión, es seguro que ya antes lo vio.

    —Te presento al Prefecto Faberger y al Sr. Du Bois, portavoz del Ministro de Justicia —dijo Gilet, rompiendo un silencio que se había vuelto inquietante—. Anoche se cometió un crimen atroz en la sala de observación de la Torre Eiffel —continuó.

    Farfán hizo una mueca de sorpresa. No tanto por las noticias, sino porque no encontró una conexión entre el asesinato y su presencia en esa oficina. Nunca antes había sucedido. Comenzó a sentirse pequeño como una hormiga y, tan pronto como la atención se centró en él, el párpado de su ojo izquierdo comenzó a latir, sacudiéndose por una reacción nerviosa.

    —En el caso ya están los hombres de la Policía Judicial que están haciendo las primeras interrogaciones. Creí escuchar al Superintendente, pero cuando llegué aquí, el doctor Faberger anticipó mis movimientos —exclamó Gilet, dejando ver sin temor, su ya conocida aversión al Prefecto.

    —Hay situaciones en las que es aconsejable dejar de lado ciertas cosas y seguir un camino directo y sobre todo corto. Todos sabemos lo crucial que es la investigación para las primeras horas después de un asesinato, y debemos actuar rápidamente —dijo Faberger, dirigiéndose a Farfán directamente, sin mirar a Gilet.

    Que entre los dos no existía simpatía alguna era evidente para todos, pero el motivo de ese antagonismo era desconocido. Si el prefecto hubiera podido reducir la figura del comisionado, lo hubiera hecho sin dudarlo, pero, desde que se encontraba en esos pasillos, Gilet disfrutaba de importantes simpatías dentro del Elíseo.

    —Un crimen en la Torre Eiffel es algo realmente serio, pero ¿qué tengo que ver con todo esto? —Farfán preguntó precipitadamente.

    —¿Qué tipo de pregunta es esa? ¿Quieres bromear? ¿Crees que te hemos llamado para que te sirvas café? —El prefecto lo fulminó con la mirada, golpeando su mano sobre el escritorio.

    Farfán quedó desconcertado. Captó un sutil guiño impreso en la línea oblicua de los labios de Gilet. Faberger no podía saber cuan sincera era la desorientación en su pregunta.

    El prefecto miró a Gilet con inapetencia, luego, con un gesto de su mano, lo invitó a hablar.

    —He confiado el caso a usted, Farfán, ¡esa es la razón de porque está aquí! —dijo el comisionado, expresando notoriamente su disgusto.

    Farfán no sabía que decir. No podía creer lo que había escuchado. Desde que era policía, nunca le habían asignado un caso de homicidio. En esos días estaba lidiando con la desaparición de un cadáver de la morgue de Thiais, que ya representaba la prueba más dura a la que había sido sometido desde el día que se convirtió en inspector en el 2003.

    Imaginando que no tenía una expresión facial capaz de transmitir seguridad, dio una tos seca y, empujando su torso hacia adelante, apretó las mandíbulas. Con ese truco pensó verse serio y profesional.

    —Espero un óptimo trabajo, inspector. Gilet dice que es uno de sus mejores hombres, por lo que todos esperan que pueda resolver el problema en corto plazo.

    Faberger se había vuelto hacia él otra vez, sin apartar la mirada de sus ojos. Tenía una forma de mirar a las personas que lo incomodaba. Farfán no lograba mantener la presión. Tenía las manos sudorosas y se las frotó en los pantalones. ¿Era realmente posible que Gilet lo hubiera elogiado? Si no hubiera sido el prefecto quien se lo dijo, no lo habría creído. Gilet nunca habló bien de nadie y, si algún decidiría hacerlo, él habría sido, sin duda, el último hombre del planeta en ser elogiado. Desde el principio le pareció claro que había algo anómalo por debajo, y su primer pensamiento fue que el comisionado anhelaba su fracaso para bloquear su carrera. Sabía que no tenía la experiencia para llevar a cabo una investigación de homicidio y tuvo la honestidad de admitirse a sí mismo que enfrentaría grandes dificultades. Una cosa era ser asistente, otra era tener que decidir en primera persona. Era como tratar de hablar inmediatamente un idioma desconocido, sin si quiera haber estudiado una palabra.

    —Me parece poco convencido, inspector.

    El colaborador del Ministro de Justicia, en silencio hasta entonces, hizo oír su voz, detrás de una perspicaz mirada.

    Farfán tuvo un estremecimiento que nadie logro percibir.

    —La noticia de un asesinato siempre es desestabilizadora —respondió, tratando de ocultar su inseguridad—. Será una investigación delicada, es natural dejarse llevar por la perplejidad. Es bueno nunca estar tan seguro de ganar —exclamó.

    El señor Du Bois no respondió y levantó la vista, poco convencido.

    Desde que Faberger había tomado la palabra, Gilet no había dicho nada más. Se mantuvo al margen, dando la impresión de que estaba feliz de no tener que asumir la responsabilidad en previsión de un futuro fracaso de la investigación. Sin embargo, se levantó de su silla y se acercó pensativo al dispensador de agua. Tomó un largo sorbo del vaso de plástico, que luego apretó entre sus dedos hasta aplastarlo.

    —Es inútil estar aquí para hablar sobre los estados de ánimo. En este momento no es productivo y hay una investigación esperándote en el último piso de la Torre Eiffel. Nos pondremos al día durante la mañana —dijo.

    Farfán lo miró fijamente. Quería patearlo hasta que sangrara.

    —A la orden, Comisionado —respondió provocativamente—, iré a la escena del crimen —agregó, después de respirar hondo.

    Cuando salió de la oficina, se volvió hacia la puerta que acababa de cerrar. No estaba seguro de cómo sopesar lo que le acababa de pasar. Si, por un lado, era consciente de que le esperaban días difíciles, por otro, sus pensamientos estaban destinados a aprovechar la oportunidad que acababa de sucederle. Tuvo que descartar la idea de que Gilet le había confiado la tarea solo para poner en evidencia sus límites reducidos y, en cambio, convencerse de que era la oportunidad de la vida, qué destino había decidido darle para mostrarle a todos que podía hacer su trabajo.

    Era consciente de que era inseguro, pero ahora que tenía una investigación que seguir, debía empeñarse en disipar una creencia que no había sido erradicada. Era su oportunidad.

    Llegó a su oficina y abrió la puerta del gran armario de aluminio verde, tomando un maletín en piel de cocodrilo negro con esquinas de acero. Fue el regalo que le dieron sus padres en noviembre de 1990, el día en que había aprobado brillantemente el examen de ingreso para el Cuerpo de Policía Científica de París. Había deseado tanto poder usarlo que, ahora que se presentaba la oportunidad, al colocarlo cuidadosamente sobre el escritorio, sintió gran temor frente a ese objeto.

    Fabienne se había acercado silenciosamente a la puerta y lo sorprendió mientras acariciaba los bordes del maletín. La luz que entraba por la ventana le daba directamente en la cara, iluminando su espléndido perfil griego. Era un hombre atractivo de cuarenta y dos años. Tenía el pelo muy corto y una nariz tan precisa que parecía esculpida entre dos pómulos bien definidos. Los ojos eran de color verde esmeralda y los labios carnosos, con un buen físico y hombros anchos. Mirándolo, uno no podía dejar de pensar en los guerreros de la antigua Grecia.

    —Y así, finalmente ha llegado el momento de sacarle el polvo —ella comenzó a sonreír.

    Farfán levantó la vista y, al verla apoyada contra el marco de la puerta, le dedicó una ligera sonrisa.

    —Nunca he dejado de limpiarla —respondió, volviendo la mirada al maletín.

    —Sabes muy bien a qué me refiero —respondió ella.

    Él se detuvo y fue a su encuentro, abrazándola.

    —Después de todo este tiempo, dejé de creerlo. Pensé que mi oportunidad ya no llegaría.

    En todos los años de servicio a la Prefectura como inspector, el Comisionado Gilet nunca le había confiado un caso de asesinato. Cuando trataba de darse respuestas, siempre terminaba creyendo que se debía a su carácter indisciplinado y rebelde, marcado por una sinceridad que le hacía expresar cada uno de sus pensamientos. Una desventaja para la carrera. Su manera de contradecir directamente a cualquiera, no coincidía con el estilo impuesto por Gilet, a quien le encantaba rodearse de personas dispuestas a aceptar sus disposiciones sin lugar a dudas, apoyando cada uno de sus puntos de vista. A Gilet no le gustaban aquellos que demostraban que tenían una iniciativa independiente de la suya.

    —No quiero apagar tu entusiasmo, pero debes saber que Gilet no tenía otra alternativa —exclamó.

    —¿Qué quieres decir? —preguntó, frunciendo el ceño.

    —Brigitte fue enviada en los suburbios de esta noche para seguir otro caso. Fuiste una elección forzada. —Fabienne era como él, directa e incapaz de ocultar la verdad, incluso la que podía lastimar.

    Brigitte Louison fue la inspectora a quien Gilet dirigió todos los casos de asesinatos más complicados. Ella le había caído en gracia por su habilidad para encajar perfectamente en el rol favorito de él, el de chupa medias. Pero era una excelente policía.

    —Podía intuir que había algo escondido. Ahora me explico por qué no parecía entusiasmado por confiarme la tarea. Qué gran hijo de puta. —Farfán empujó el maletín hasta la mitad del escritorio y golpeó contra la pared, con la palma de la mano.

    —Cálmate Tristán. Cualquiera sea la razón de su elección, este caso ahora es tuyo, y es lo que importa. Todo está en tus manos, ve allí y resuelve el asunto. Muéstrale a ese cretino de lo que eres capaz. Puedes hacerlo. —Fabienne se tomó unos segundos para asegurarse de que la escuchaba— ¿Lo harás, cierto?

    Él se quedó en silencio y tragó saliva. Al principio la miró a los ojos, luego miró el maletín.

    —Puedes estar segura de eso —respondió.

    Cuando se fue dejándolo solo, abrió el maletín y comprobó que el contenido estaba en orden. Verificó la presencia de las bolsas para la recolección de evidencia, el polvo y el cepillo para las huellas dactilares, todo lo que, a pesar de la inactividad, siempre se había encargado de reemplazar, luego verificó que la pequeña linterna funcionara y finalmente, antes de salir la Prefectura tomó la cámara y una batería cargada del cajón del escritorio.

    Unos minutos más tarde, su Mini Cooper zigzagueó a través de los autos que congestionan el tráfico en el Muelle de Orsay.

    3

    Junto la intersección entre el puente de Iéna y Muelle Branly, Farfán observó que el área debajo de la Torre Eiffel había sido delimitada por la cinta amarilla que formaba un cuadrado alrededor de los cuatro pilares. Tomando la avenida de Suffren, giró a la izquierda hacia la avenida G. Eiffel, la calle que divide el sitio de la Torre de los Campos de Mars, que estaban llenos de una considerable multitud de espectadores.

    Salió del auto temeroso y, bajo la presencia de todas esas personas, se sintió asaltado por un ataque de pánico. Una fuerte inquietud comenzó a abrumarlo y, durante infinitos segundos, temió no estar listo para manejar lo que le esperaba. Maldijo ese primer trabajo importante con todas sus fuerzas y se sintió víctima del hecho de elegir una plaza demasiado importante que se presentó en su vida. Hubiera dado su posesión más preciada a cambio de una llamada de un crimen pasional o entre pandilleros, uno de esos casos en los que el asesino confiesa antes de la llegada de la policía.

    Se detuvo vacilante en medio del césped que separaba la avenida de la Torre.

    Su mirada apuntaba hacia arriba, permaneciendo en obsequiosa contemplación en el último piso. Desde su posición no podía ver nada, pero bajando con los ojos hacia abajo, observó la soledad que se vertía sobre las escaleras y las dos terrazas que generalmente estaban llenas de turistas. Todavía le parecía absurdo pensar que a partir de ese momento sería la primera persona a cargo de la Torre Eiffel, uno de los monumentos más importantes del mundo. Se le había facultado para emitir órdenes a cualquiera de los alrededores. Este aspecto lo hizo sonreír.

    Comenzó a caminar hacia el pilar Norte y, unos momentos más tarde, se vio obligado a enfrentar la embestida de algunos equipos televisivos en busca de noticias. Su corazón comenzó a latir con mayor frecuencia, mientras que un temblor molesto le hizo recordar sus frágiles nervios.

    No podía permitirse distracciones. Ya era difícil comenzar la investigación, y terminarla en medio de un círculo de periodistas endurecidos, armados con micrófonos y cámaras, habría constituido un gran obstáculo para la concentración que necesitaba.

    El grupo de reporteros driblaba, incluida una simpática periodista que, con insistencia, continuaba siguiéndolo, apuntando el micrófono debajo de su barbilla.

    No estaba acostumbrado a ese tipo de atención, pero incluso si quería decir algo, no tenía ninguna información para dar. Llamó a un agente que, a pocos metros de él, observaba la escena y le ordenó sacar a todos los periodistas del área demarcada.

    Cuando finalmente llegó a la base del pilar Norte, una calma discreta había regresado para ordenar sus acciones. La agitación en la plaza era tal que nadie le prestó atención. Hubo un interminable ir y venir de personas y una multitud de diferentes uniformes que corrían por todas partes. Agentes de la gendarmería, bomberos, personal de rescate. Parecía estar bajo asedio. El inquietante chirrido de las sirenas provenía de cada esquina.

    Después de un intento fallido de hacerse notar, entendió que sería mejor actuar solo y, sin importarle un comino todo y todos, comenzó a caminar dentro de los pilares, comenzando el largo ascenso. Había subido unos cuantos escalones, ya tenía pocos metros de altura, cuando una voz desde abajo lo llamó, distinguiéndose con arrogancia del alboroto.

    —Inspector, baje. ¿No querrá subir a pie?

    Giró desconfiado y notó debajo de él a un hombre canoso, en un elegante traje a rayas color ciruela, que agitaba los brazos para llamar su atención. Lo estudió por unos segundos, luego le hizo un gesto con la cabeza señalando que no había entendido.

    —Soy Jean Pierre Brouillard, director de la Oficina de Turismo. Me avisaron de su llegada. Le pido que baje y tomemos el ascensor —El hombre, dibujaba una gran sonrisa que dividía su rostro en dos, señaló la jaula de metal empotrada dentro de un pilar.

    Inicialmente, quería rechazar la invitación, pero luego pensó que el hombre podía darle información útil y volvió sobre sus pasos, encontrándose con él.

    Después de un amistoso apretón de manos, entraron al elevador y comenzó la subida al primer nivel.

    —Mala historia —comenzó Jean Pierre Brouillard, superponiendo su voz al ruido de los cables.

    Farfán se limitó a un gesto de estar de acuerdo y una mirada cautelosa. Era consecuencia de la tensión que la investigación estaba desatando sus nervios.

    El hombre sacó un pañuelo perfumado del bolsillo y se limpió la frente sudorosa. En unos segundos, una intensa fragancia de lavanda saturó la pequeña habitación, haciendo que Farfán sintiera náuseas y una leve sensación de ardor en la nariz. El director de la oficina de turismo estaba inquieto. Era como si la cortesía mostrada hubiera sido un medio para lograr un propósito específico.

    —¿Cuánto tiempo cree que tomará para que la situación vuelva a la normalidad? —preguntó.

    —Todavía no puedo saberlo. Acabo de llegar y tengo que entender de qué se trata —respondió Farfán, usando un tono serio

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