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El gran viaje de Fraghor
El gran viaje de Fraghor
El gran viaje de Fraghor
Libro electrónico244 páginas3 horas

El gran viaje de Fraghor

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Información de este libro electrónico

Fraghor es un joven de veintiséis años que vive en un pueblo perdido del Himalaya. Huérfano desde los quince años y con una hermana menor a su cargo, su día a día consiste únicamente en sobrevivir.
Pero su vida cambiará por completo cuando, movido por la desesperación, decida emprender un largo viaje guiado por un mapa que encuentra en un libro de leyendas.
Un libro. Dos hermanos. Una aventura.

¿Existe la magia más allá de nuestra imaginación? ¿O no es más que mera ficción a la que nos aferramos en los momentos de debilidad para ser capaces de seguir luchando?
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 abr 2021
ISBN9788412364118
El gran viaje de Fraghor
Autor

Laura Riera Ferrón

Laura Riera Ferrón nació en Moià (Barcelona) el día de Navidad del año 1995. Su primer contacto con el mundo de la escritura fue a través de la plataforma Wattpad, superando algunas de sus historias las 300.000 lecturas. Al comenzar el año 2021 oficializó su carrera como escritora con la publicación de su primera novela Un romance entre rejas. Ahora, alejándose del romance y adentrándose en mundos fantásticos, nos trae El gran viaje de Fraghor, una adaptación de un borrador que escribió con tan solo once años.

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    El gran viaje de Fraghor - Laura Riera Ferrón

    Prefacio

    El inicio de esta historia se remonta a la época dorada de la brujería, cuando los corazones humanos todavía creían en la magia y ambos mundos convivían en paz y harmonía. En aquellos años vivía, en la ciudad de Xaradeth, la bruja más poderosa que se había visto y se vería. Encerrada siempre en su alta torre de granito, Luzilda estudiaba el poder oculto de la magia, descubriendo así fórmulas que daban lugar a nuevos y más poderosos hechizos. Sin embargo, su egoísmo era tal que no compartía sus conocimientos con nadie. Su mente era la única sabedora de todos los secretos de su poder.

    Por otro lado, estaba Sebasthiel, un aprendiz de herrero humilde que había acudido a la gran ciudad en busca de nuevas experiencias antes de regresar a su aldea para abrir su propio negocio y casarse con la mujer que sus padres habían elegido para él.

    Si bien es cierto que, en aquella época, humanos y criaturas mágicas se toleraban, vivían separados. Los primeros, cuyas mentes no acababan de concebir todo aquello que la magia podía lograr, preferían vivir en poblados construidos con sus propias manos a base de esfuerzo y sudor. Los segundos, en cambio, escogieron vivir de manera acomodada, haciendo que fuera su mente la que trabajara para ellos. Y así, debido a estas diferencias, el vínculo que los unía se debilitaba poco a poco. Sin embargo, quizás a causa de la cálida y embriagadora brisa de la primavera, o simplemente por puro destino, ambos mundos se encontraron.

    Luzilda paseaba por las concurridas calles de la ciudad. Allí, entre el bullicio, buscaba la inspiración que necesitaba para poder leer aquello que la magia intentaba contarle. Así fue como vio, entre los despampanantes ropajes de aquellas gentes, a un muchachuelo de aspecto desaliñado. Su pelo negro y enmarañado enmarcaba un rostro aguileño y sus ropas deshilachadas no favorecían su escuálido cuerpo.

    Aunque se dispuso a olvidar aquella imagen para seguir con su camino, fue incapaz. Acostumbrada a que todos los habitantes del lugar buscaran cualquier pretexto para alejarse asustados cuando ella se acercaba, se sintió desarmada ante la curiosidad que se reflejaba en la mirada del muchacho al contemplarla. No había miedo en sus ojos, sino un profundo respeto que rozaba la admiración.

    Habituada a tener siempre el control de la situación, quedó a merced del chico cuando se acercó dispuesto a entablar conversación.

    —Disculpe —saludó él cuando los separaban apenas unos pocos pasos. Su voz trémula reflejaba su emoción.

    Mala fue la suerte de Sebasthiel cuando, ya frente a la poderosa bruja, tropezó y todos sus bártulos quedaron desparramados por el suelo. Enrojeció, preso de la vergüenza.

    —Parece que andas un poco perdido, joven —se limitó a responder Luzilda mientras dibujaba una sonrisa. A pesar de que aquel muchacho era poco agraciado, más allá de la belleza que otorga la juventud, logró despertar en ella una gran ternura. Al fin y al cabo, era el primer humano, en eones, que se atrevía a acercársele sin temor a las represalias—. ¿Necesitas a alguien que te guíe y que te enseñe los más bellos rincones? Muchos se conforman con ver el palacio y los grandes jardines, pero puedo asegurarte que Xaradeth oculta joyas mucho más hermosas.

    Una breve pausa le sobrevino a la propuesta, pues Sebasthiel, incrédulo, no hallaba las palabras necesarias para responder.

    —Será un verdadero placer contar con el favor de su compañía —habló al fin, haciendo gala de los pocos modales que sus padres le habían enseñado.

    Ella contuvo la risa. Aquella situación se le antojaba de lo más divertida: el desconocido, de apenas metro sesenta, asomaba su cabeza entre el montón de paquetes que cargaba con dificultad mientras, con torpeza, intentaba realizar una reverencia.

    La hechicera se apiadó y, con un chasquido de sus dedos, hizo que aparecieran unas mariposas de colores que cargaron con los paquetes. Sebasthiel suspiró aliviado al sentir cómo su carga se aligeraba.

    —Venga, vamos. Te llevaré al que, para mí, es el rincón más mágico de esta ciudad.

    Sebasthiel, todavía anonadado por lo que acababa de ver, siguió a la hechicera, quien andaba decidida por aquellas calles repletas de personas. El joven no podía evitar mirar sobre su hombro para comprobar si las curiosas mariposas los seguían con todos sus bártulos; pero, tras tropezar, de nuevo con un adoquín mal colocado, decidió mantener la mirada al frente.

    —Sería incapaz de describir este lugar con meras palabras —comentó al reparar en el paisaje que se extendía ante él. Su voz reflejaba el asombro que sentía.

    Las poderosas olas del mar rompían en el acantilado. El aroma a sal inundó sus fosas nasales y los cánticos del viento salvaje lo hechizaron por completo. Sin embargo, lo que consiguió dejarle completamente impresionado fueron los colores del cielo estrellado que se extendía más allá de cuanto su vista alcanzaba.

    —Y esto no es lo mejor —susurró Luzilda.

    Sonrió al ver que no la había oído y, sin ningún pudor, empezó a silbar, acompañando al viento en su dulce melodía.

    La cálida brisa empezó a acariciar la piel de Sebasthiel, quien permanecía al borde del precipicio y sentía el salpicar de las gotas en su rostro. De golpe, mientras la sonata de Luzilda seguía tiñendo el ambiente, el joven notó cómo su cuerpo se aligeraba. Y voló. Quedó suspendido, surcó el aire a nado por encima del mar, hasta que sus pies volvieron a tocar tierra. Solo entonces, la hechicera dejó de silbar.

    Las piernas del chico empezaron a temblar y, asustando a una sonriente Luzilda, se desplomó contra la arena y se echó a llorar.

    —¿Qué sucede? —preguntó ella tras llegar a su lado y estrecharlo entre sus brazos con intención de reconfortarle.

    —Quiero quedarme aquí, no quiero volver a mi hogar. Allí no soy más que un herrero obligado a desposarse con una mujer a la que no ama, sin posibilidad de tener un futuro más allá de trabajar cada día por un pedazo de pan y atrapado en una vida que no deseo y que no he escogido.

    Luzilda siempre había sido una mujer muy reservada. Se mantenía alejada de los demás por miedo a que se convirtiesen en una distracción que le impidiera alcanzar su objetivo. Sin embargo, tras muchos años encerrada en su coraza, se había sentido feliz al ver cómo disfrutaba el muchacho al estar suspendido en el aire. Pero toda dicha se desvaneció al ser consciente de las lágrimas que recorrían las mejillas de aquel joven cautivo por sus obligaciones. La hechicera notó su frío corazón oprimirse en su pecho a causa del dolor.

    —Quédate. —La palabra salió de su boca sin que le diera tiempo a pensar en su repercusión—. Puedes vivir conmigo. Yo cuidaré de ti y te enseñaré los secretos de la magia. Serás mi aprendiz.

    ***

    Los años fueron pasando y Sebasthiel creció en aquella torre a la que aprendió a llamar hogar. Entre Luzilda y él se fue forjando una estrecha relación que iba mucho más allá de una mera amistad; o del vínculo que une a un maestro y su aprendiz. Para la hechicera, Sebasthiel era como un hijo.

    —¡Lo he conseguido! —exclamó con voz ronca un Sebasthiel de sesenta años. A pesar de que, por su condición de humano, no había sido capaz de dominar por completo la magia, había conseguido grandes proezas gracias a su perseverancia. Y aquella tarde de invierno, tras duros años de trabajo, había logrado superar un nuevo nivel.

    —¡Enhorabuena, mi niño! —habló una orgullosa y hermosa Luzilda. Para ella, el tiempo apenas había transcurrido.

    La magia era un ente egoísta y, con su gran poder, obligaba a sus discípulos a permanecer a su lado. Para ello les otorgaba, contra su voluntad, el don de la inmortalidad. Y Sebasthiel —quien por mucho que se esforzara en convertirse en hechicero, no era más que un simple humano— no contaba con dicho favor. Por más que la mujer y él hubieran intentado ignorarlo.

    Así, una tarde cualquiera de un otoño como cualquier otro, la vida de Sebasthiel expiró. Su débil corazón de setenta y tres años dejó de latir, dejando tras de sí a una desolada Luzilda. Lloró durante setenta y tres días, con sus correspondientes noches, y el septuagésimo cuarto amanecer sus lacrimales se secaron. La madre, atrapada en una vida vacía sin la sonrisa de su hijo, se encerró en su desván y empezó a buscar la manera de liberarse de aquella prisión en la que se había convertido su cuerpo.

    Tras meses de estudio, halló la manera de liberarse de la carga que se le había impuesto. Encargó esculpir una hermosa estatua en forma de medusa y se dispuso a encerrar en ella todo su poder. Sintió cómo su vida se escurría por cada poro mientras el hechizo iba tomando forma al son de sus palabras, pero no le importó. Y cuando al fin pronunció el último vocablo de aquella melodía de sílabas encadenadas, tomó su última bocanada de aire para así pronunciar:

    —Ya voy, hijo. Al fin volveremos a estar juntos.

    Poco a poco, el cuerpo de Luzilda empezó a desvanecerse y con él la torre, el símbolo de su poder. Tras de sí, únicamente quedó la estatua rodeada de las lágrimas saladas que los ojos de la madre desdichada habían liberado durante los setenta y tres días de dolor. La fluorescencia que de la figura emanaba denotaba el gran poder que ahora albergaba en su interior. Y a pesar de que no queda con vida nadie que haya visto aquella hermosa escultura, se sigue hablando de que aquel que la encuentre y consiga acariciar su superficie rugosa podrá adquirir la magia que en ella encerró la más poderosa de las hechiceras habidas y por haber. O bien, preso también el dolor de una madre desolada, la persona que por fortuna logre tocarla podrá renunciar a la poderosa magia y salvar con ello la vida de la persona que más le importe.

    1

    Cerró el libro de páginas amarillentas y, tras suspirar con melancolía, se tomó un tiempo para observarlo. Acarició la cubierta de cuero desgastado y respiró el característico aroma que desprendía. Entonces, reprimiendo las lágrimas que amenazaban con derramarse de entre sus párpados —ahora cerrados—, guardó el tomo en su zurrón. Aquel era el último recuerdo que le quedaba de su difunta madre y no quería que se estropeara.

    Fraghor se acarició el pelo. Sus manos callosas hicieron que algunos mechones blanquecinos se soltaran del recogido que se había hecho esa mañana. Se había despertado cuando el sol empezaba a salir en el horizonte. Los escasos rayos que se filtraban por las ventanas de su choza lo habían desvelado y, viendo en ello una gran oportunidad para aprovechar la mañana, decidió salir de la cama.

    Se encontraba en el campo de cultivo que los habitantes de Tseruá se vieron obligados a construir bajo tierra. Debido al frío perpetuo y a las nevadas constantes, eran escasas las plantas que lograban arraigar y pocos los animales que sobrevivían en el exterior. Pero en ese hueco del subsuelo los tserueños habían hallado su salvación. La calidez que desprendía la tierra, aunque poca, bastaba para que crecieran algunos vegetales; y las infiltraciones subterráneas de agua aportaban la humedad necesaria para su correcto desarrollo. A pesar de ello, muchos habitantes enfermaban debido a su dieta escasa. Sus cuerpos desnutridos y expuestos a condiciones duras no encontraban las fuerzas para resistir únicamente con unas pocas y mal cuidadas hortalizas.

    Un mugido sacó a Fraghor de sus pensamientos. Frente a él, un brughur de tupido pelaje rojizo lo contemplaba con mirada juguetona. Aquellos animales, resistentes a las temperaturas más gélidas, llegaron a su pueblo hacía poco más de tres años y representaban la solución a gran parte de sus problemas. Con su piel fabricaban ropajes y su leche les servía como alimento. Además, precisaban pocos cuidados, de modo que los tserueños no tardaron en forjar una fuerte relación con los brughur, que habían encontrado allí el refugio perfecto.

    Fraghor se desperezó y, tras sacudir la tierra húmeda de sus pantalones, recogió el zurrón que descansaba a su lado. Acarició a los animales que reclamaban su atención, se cubrió con su pesada capa y se dirigió al exterior, donde encontró un viento implacable que desgarraba la poca piel expuesta de su rostro.

    Con gran esfuerzo, logró llegar a la pequeña choza a la que llamaba hogar. Aquellas cuatro paredes de madera oscurecida por el paso de los años y cubiertas con una lona desgastada que las protegía de la humedad eran todo cuanto había sido capaz de construir diez años atrás, cuando un fuerte huracán destruyó la casa que levantaron sus ya difuntos padres. Apenas tenía dieciséis años entonces. Esa construcción destartalada, hecha con los escombros de la vieja, parecería poco a ojos de cualquiera, pero para él y su hermana bastaba para refugiarse durante las tormentas que tenían lugar día sí y día también.

    —Ya estoy aquí —saludó mientras se frotaba desesperadamente con las manos para entrar en calor.

    Añadió más leña al fuego, que crepitaba en el centro de la estancia, y contempló las llamas danzarinas mientras esperaba a que sus labios amoratados recuperasen el color rojizo. Cuando se hubo recompuesto, se deshizo de la ahora húmeda capa y entró en la única habitación. Zýndra dormía en la cama que compartían, cubierta por completo con las tres mantas gruesas que Fraghor había logrado tejer a lo largo de los años. Una sonrisa cariñosa se dibujó en su rostro cansado.

    Muchas veces se preguntaba qué sentido tenía su vida, cuál era su objetivo. A sus veintiséis años ya debería haber encontrado una mujer y formado una familia, pero, cinco años atrás, una enfermedad se llevó a gran parte de la población de Tseruá, dejando el pueblo sin mujeres de su edad con las que desposarse. Sin embargo, sus cuestiones existenciales desaparecían cuando contemplaba el débil y febril rostro de su hermana menor. Con la muerte de su padre, su destino había quedado sellado: debía cuidar de Zýndra.

    Era consciente de que los demás habitantes lo miraban con lástima y compasión. Siempre había sido apuesto, con su largo pelo blanquecino y su mirada azulada, pero, al vivir preso de sus obligaciones, las arrugas empezaban a surcar su rostro y hacía tiempo que lucía unas ojeras profundas bajo sus ojos. Pero, contrario a lo que todos pensaban, a él no le importaba cuidar de su hermana. Ella le daba sentido a su vida y sabía que cuando la luz de Zýndra se apagara, la suya iría detrás.

    Ignoró el cálido tacto de una lágrima que resbalaba por su gélida mejilla y le dio un beso en la frente a su hermana. El ardiente contacto que sus labios agrietados percibieron no era una novedad. Desde que Zýndra enfermara, tenía fiebre perpetua y poco podía hacer él con sus escasos recursos. Humedecía el paño deshilachado que cubría su frente cada vez que se secaba, le preparaba guisos ricos y se aseguraba de que no pasara frío. Aparte de eso, nada más podía hacer. Se frustraba cada vez que pensaba en ello, pues era su deber cuidarla. Pero solo era un joven atrapado en aquel pueblo perdido en mitad del Himalaya. Un miembro más de aquella tribu cuya población iba disminuyendo con el paso de los años. Sin recursos, sin medicinas y sin medios para subsistir, aquella aldea desconocida estaba destinada a desaparecer.

    ¿Cuánto más lograría mantener con vida a Zýndra? ¿Hasta cuándo iban a tener que soportar tal sufrimiento?

    Fraghor salió corriendo de su hogar sin su capa, que seguía tendida frente al fuego, luchando por secarse a pesar de la humedad. Se sentía atrapado por la oscuridad de sus pensamientos. Necesitaba ver que había algo más allá de los límites de su propia mente. Dejó que sus pies le guiaran allí donde quisieran y, cuando se entumecieron por el gélido contacto de la nieve, se desplomó. Sus ropajes se humedecieron, el frío traspasó incluso sus calzones. Pero no le importó. Las lágrimas cálidas que resbalaban por su rostro y el doloroso latido de su corazón le recordaban que seguía vivo.

    —¿Por qué? —susurró con la voz grave y quebrada por el frío y el llanto—. ¿Por qué no puedo salvarla?

    Fraghor levantó la mirada hacia el cielo. Las tímidas estrellas empezaban a iluminar el firmamento a medida que el astro rey se ocultaba tras las montañas. Al volver a bajar la vista reparó en el zurrón que todavía pendía de su hombro. Con manos temblorosas y sin importarle que la nieve, que seguía cayendo, mojara el papel, sacó el libro de leyendas que heredó de su madre; el único que logró salvar cuando su antiguo hogar se vino

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