Ecos de los 12 mundos
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Ecos de los 12 mundos - Fantasy club
Pacto de Fuego
C. J. Cilleros
El Pantano de los Susurros estaba en silencio; algo sorprendente, por no decir inquietante, ya que el nombre se lo había ganado a pulso a causa de los siniestros sonidos que surgían de sus profundidades.
La niebla que cubría la marisma brillaba como un fantasma, reflejada por la luna llena que se asomaba entre las nubes grises, envolviendo todo en un halo tétrico y solitario. Aquel lugar no había vuelto a presenciar vida humana desde hacía años, cuando las leyendas de los malvados espíritus de fuego comenzaron a divulgarse por las poblaciones cercanas, cantadas por los trovadores en las tabernas, extendiendo así el sentimiento de miedo hasta los rincones más recónditos de la zona. Antes de los cuentos populares, muchos aldeanos se habían internado en los cenagales con la esperanza de conseguir tesoros perdidos o contar historias que les hiciera merecedores de su momento de gloria en las posadas; y por qué no, también de algunas monedas de oro y los favores de las jóvenes doncellas. Sin embargo, la mayoría de ellos jamás contaría su propio relato. Solo unos pocos afortunados consiguieron regresar a sus hogares, con secuelas mentales y alucinaciones tan intensas que ni siquiera sus relatos detallados convencían a la gente de las visiones que atestiguaban y que los había enajenado. Aunque, en realidad, el temor a que pudieran ser ciertos caló tan profundo en las mentes campesinas que nadie se arriesgaba a perder su cabeza —física y mentalmente— adentrándose en la espesura.
Por ese motivo, muchos fuegos fatuos abandonaron el pantano. La escasez de viajeros extraviados casi había provocado la extinción de los espíritus de fuego en aquel paraje. Solo uno resistía, reacio a abandonar su hogar, aguardando el momento de alimentarse de nuevo con la energía que desprendían los humanos al temer a la muerte. Un miedo que, tras muchas décadas, resurgiría bajo la luna roja.
«Ha sido una larga espera, pero por fin recuperaré todo mi poder», dijo para sí una pequeña bola de fuego.
Solo de pensar en la energía que obtendría aquella noche se estremeció, haciendo fluctuar sus llamas azules.
«Pronto aparecerá algún viajero incauto y será mi oportunidad», se animó.
El pequeño espíritu esperaba pacientemente la aparición de algún curioso botánico que se internara en la espesura con la intención de encontrar la flor de la Aurora; una planta de sorprendentes propiedades mágicas para los alquimistas, pues su savia otorgaba una fuerza sobrehumana a quien la ingería y la infusión de sus raíces sanaba cualquier malformación física. También era muy codiciada por los fanáticos religiosos de la Orden de Ote, quienes adoraban a esa planta como símbolo de la creación universal: el árbol de la vida. Decían que el Todopoderoso había sembrado su semilla en la nada y, con la primera luz de sus ojos, que representaban el sol y la luna, había florecido, expandiendo sus pétalos hacia el infinito hasta formar el universo.
Para conseguirla, no dudarían en aprovechar el florecimiento, que solo ocurría una vez cada doscientos años, coincidiendo con la conjunción de los planetas. Y aquella noche era su oportunidad; la de todos.
El sonido de succión que sus botas hacían al salir del barro resonaba en el silencio como el corcho de una botella. La capucha de su capa de viaje apenas permitía distinguir a quien se había internado en la ciénaga, preocupado por no caerse mientras buscaba a tientas cualquier rama o tronco en el que apoyarse. De repente se detuvo. Giró la cabeza en varias direcciones y, tras darse cuenta de que no tenía la menor idea de dónde se encontraba, retiró la capucha con ambas manos y respiró el aire viciado. A pesar de la oscuridad, la luna llena alumbraba lo suficiente el terreno, y al alzar la cabeza su rostro quedó iluminado de un tono naranja mortecino. Era un joven de al menos veinte años. Su pelo negro revuelto acentuaba su mandíbula cuadrada y caía sobre sus redondos ojos verdes. A pesar de su juventud tenía el rostro curtido y varias cicatrices profundas surcaban sus mejillas y su frente. Hubiera parecido un campesino o un esclavo, si no fuera porque sus manos no tenían callos y era de suponer que no habían empuñado un arma ni trabajado en el campo en su vida; aunque sí había rastros de quemaduras. ¿Sería un forjador, tal vez?
—¡Maldita sea! —bufó, recorriendo de nuevo el terreno con la mirada—. Juraría que esta era la zona correcta. Debo darme prisa y encontrarlo si quiero terminar de fabricar ese medallón a tiempo.
El joven retiró un poco su capa para sacar, del zurrón de cuero que colgaba de su cuerpo, un trozo de tela sucia y deshilachada por los bordes. Lo observó con detenimiento. Parecía que llevaba algo dibujado, pero la tinta estaba tan gastada que apenas se podía identificar nada. Sin embargo, el chico entendía perfectamente los garabatos.
«Debo ir más al norte», pensó. Enrollando de nuevo el mapa lo introdujo en su bolsa mientras emprendía el camino en línea recta.
Habían pasado varias horas, aunque el paisaje seguía igual. Por mucho que caminaba no conseguía salir de la siniestra marisma y los cenagales se extendían hasta donde alcanzaba la vista. De repente lo vio. Una figura brillante y espectral que titilaba y desprendía un reluciente halo azul. Lejos de asustarse, el joven, sin perderlo de vista, se acercó con lentitud a la bola de fuego que flotaba de un lado al otro desprendiendo una estela etérea.
El espíritu, que parecía ser consciente de que le habían descubierto, tentó al viajero con sus movimientos entrecortados y en vaivén, y al comprender que le seguía con la mirada intentó alejarse lentamente. Tal y como supuso, el joven siguió la luz azul como hipnotizado por un encanto sobrenatural.
«Ven, polilla. Sigue mi luz», dijo con malicia.
El joven daba pasos cortos, intentando no asustar a la criatura, sin hacer movimientos bruscos ni ruidos que lo ahuyentara. Aunque, cuanto más se acercaba, más se alejaba la llama azul.
«Un poco más —se dijo el espectro cada vez más ansioso— Casi estás.»
Lo único que se escuchaba en el pantano eran los pasos del muchacho y su respiración agitada. El espíritu de fuego aminoró el vuelo y permitió que el joven se acercara un poco; solo unos pasos para que se confiara y poder así conseguir su objetivo.
«Un par de pasos más y el humano estará perdido.»
La llama se alejó. El joven se acercó. Estaba convencido de que, si alzaba el brazo podría tocarla con la punta de los dedos y sentir su irradiante calor. Sus ojos seguían puestos en la tenue luz azul que fluctuaba a la altura de su cabeza. En su lugar, echó la mano a un costado y la metió debajo de su túnica. Sus pies comenzaron a hundirse poco a poco en el barrizal.
«¡Ya eres mío!»
—¡Ya eres mío! —gritó el muchacho.
Con un rápido movimiento, sacó un farolillo del bolsillo interior de su capa de viaje y abrió la portezuela de golpe. Como si de una aspiradora se tratara, la llama fue absorbida y quedó atrapada en su interior mientras el chico lo sellaba para que no escapara.
Se lo acercó a la cara para ver más detenidamente a la criatura con forma casi humana, aunque cubierto por llamas rojas y brillantes, que golpeaba los cristales de las paredes con rabia intentando salir de su prisión; sin éxito. El brillo era casi cegador, aunque el joven se esforzó y entrecerró los ojos para poder observar bien a su presa.
—Bien, mi escurridizo amiguito. Pensabas atraerme a unas arenas movedizas, ¿verdad? —preguntó el joven con ironía—. Ha sido un viaje largo y pensé que sería más difícil atraparte, pero por fin podré utilizar tu poder para despertar la magia de este medallón —explicó a la vez que lo mostraba, circular y con un cristal hueco engarzado en el centro.
El espíritu se retorcía en el interior del farolillo desesperado por salir, mientras el joven invocaba con la mano libre una rama de un árbol cercano, que creció hasta él. Sujetándola y tirando con fuerza, consiguió salir de las arenas movedizas. La criatura parecía sorprendida, pues se había quedado inmóvil durante el hechizo. El joven se dio cuenta.
—Si te lo estás preguntando, soy un aprendiz de hechicero —se dirigió al farol, como si estuviera seguro de que su prisionero entendía el lenguaje humano—. Pero gracias a ti, conseguiré crear un amuleto con el que canalizar mi magia y convertirme en maestro.
El joven sonrió triunfante. La llama azul volvió a retorcerse. No parecía dispuesta a darse por vencida, cuando su luz se apagó y el farolillo se quedó a oscuras. El aprendiz no dio crédito y buscó a la llama desde todos los lados posibles, pero dentro no había nada. Desesperado, abrió la portezuela. Iba a meter la mano y asegurarse de que realmente estaba vacío, pero antes de poder hacerlo, la llama se encendió en el interior del farolillo y salió como un rayo de su confinamiento. Lejos de huir, se dio media vuelta y le plantó cara al chico. Con un chisporroteo violeta que salió de su cuerpo, lanzó una descarga eléctrica contra su mano. El joven se agitó, dejando caer el farol contra el suelo, que se hizo pedazos.
—¡Serás maldito! —exclamó mientras se apretaba la mano para mitigar el dolor—. No creas que te escaparás de mí tan fácilmente.
El espectro comenzó a bailotear en el aire como signo de burla, vibrando tan rápidamente que emitió un siniestro sonido fantasmal.
—¿Qué significa que «mi miedo es tu alimento»? —preguntó el joven sorprendido.
La llama se quedó inmóvil.
«¿Me has entendido?», inquirió asombrada con la misma vibración, aunque más apagada.
—Pues claro —confirmó el chico—. Lenguas espectrales es una asignatura obligatoria en la academia de hechicería.
La sorpresa se apoderó del fuego fatuo.
El muchacho se quedó pensativo. Sabía que no sería fácil convencerlo de que se introdujera voluntariamente en el cristal del amuleto y la idea de obligarlo la había desechado al perder el farolillo mágico que podía retenerlo en su interior. Su única alternativa era intentar colaborar juntos. Y parecía que la criatura estaba pensando lo mismo, ya que, con fogonazos intermitentes de luz y un susurro fantasmal, sugirió:
«Está claro que nuestras habilidades e inteligencia están igualadas y sería absurdo seguir luchando. —La luz que emitía, más intensa de lo normal, delataba la excitación que sentía—. Te propongo un pacto…»
El muchacho prestaba atención a cada latido luminoso, que entendía perfectamente.
«Te ayudaré a despertar tu medallón mágico, pero antes tienes que conseguir energía del miedo para mí. Sin ella mi poder es tan débil que de nada te servirá ahora.»
El aprendiz frunció el ceño estudiando la propuesta. Ya conocía las historias de los espíritus de fuego y su reputación traicionera y malévola. Sin embargo, no tenía más opción que aceptar el trato. Tal vez, con suerte y algo de astucia, conseguiría dar la vuelta a la situación y engañar antes al espíritu.
—De acuerdo —asintió—. Tenemos un trato.
El espectro comenzó a bailar y a emitir destellos y chispas de fuego como muestra de alegría.
—No te emociones —le cortó con brusquedad, haciendo que se detuviera y apagara ligeramente su brillo—. No será fácil atraer a alguien al pantano. Vuestra leyenda aún está presente en la memoria de los campesinos. Pero iremos a una aldea cercana por la que he pasado al venir. No era muy grande, pero está tan oculta en el valle que es posible que los comerciantes no hayan pasado por allí a contar vuestra historia.
El muchacho, seguido por el espíritu, se alejó del pantano en dirección a la aldea. Estaba a varias leguas de distancia y, tras varias horas de viaje, empezaba a sentir el cansancio en las piernas. Sus pasos eran cortos y pesados y envidió por un instante la comodidad que parecía sentir su compañero al flotar en el aire.
«Cuando sea hechicero yo también podré volar», se animó mientras daba un paso más. Su mayor deseo era poder sentir el vacío bajo sus pies y la libertad de moverse a cualquier parte sin impedimentos. La magia era una fuente inagotable de habilidades que ansiaba con todas sus fuerzas, y pagaría cualquier sacrificio con gusto.
El humo de las chimeneas de la aldea surgió de repente tras una colina cubierta de pinos. Su corazón se aceleró de emoción.
«Por fin hemos llegado», tintineó la criatura con excitación.
El sol comenzó a emerger del horizonte, como dándoles la bienvenida, justo cuando el chico entró en la posada. La llama se apagó, haciéndose invisible. No quería llamar la atención y que les expulsaran a patadas.
El aprendiz pidió una habitación al posadero y pagó con dos monedas de cobre. El lugar parecía un estercolero. Al subir al piso superior y entrar en su alcoba, descubrió que estaba llena de mugre. Seguro que no tenían muchos visitantes, pero no había necesidad de ser tan sucios. Tuvo que abrir rápidamente la puerta del balcón para ventilar el olor a moho y, ya de paso, sacudió el colchón, llenando el ambiente de partículas de polvo que flotaron hacia el exterior.
Nada más tumbarse en la paja se quedó dormido, víctima del agotamiento.
La noche surgió como un velo sobre una lámpara, dejando todo a oscuras, y el espíritu de fuego, harto de esperar, lanzó una pequeña descarga eléctrica a los pies desnudos del muchacho, que brincó en la cama sorprendido.
«¡Vamos, dormilón! Nunca entenderé esa manía de los humanos de perder el tiempo haciéndose el muerto tantas horas.»
El joven se estiró para desentumecer todos los músculos que tenía agarrotados, aunque descansados y llenos de vitalidad. Se levantó y se acercó a la palangana que había sobre una cómoda de madera de pino y echó agua de la jarra para asearse un poco.
—Estoy listo. Vamos a la taberna a comer algo. Me muero de hambre.
La llama cambió el color de su cuerpo a un naranja chillón. Estaba molesta porque su compañero seguía perdiendo el tiempo en actividades que no servían para su causa. Pero no pudo hacer más que seguirle y ser paciente.
«En cuanto haya saciado mi hambre, desapareceré y no obtendrás nada de mí», se dijo con malicia.
La taberna estaba a rebosar. Era pequeña y no tenía más de una docena de mesas redondas con sillas de madera a su alrededor. Aunque el bullicio de los hombres —seguramente todos los de la aldea— hacía que pareciera más grande. El aprendiz entró tímidamente y, por suerte, consiguió una mesa libre, la más alejada de la barra. Al sentarse entendió por qué nadie la había ocupado. Tenía una pata coja. Tras echar un vistazo rápido a su alrededor y comprobar que nadie había reparado en su presencia, sujetó la pata más corta con una mano y susurró un conjuro. Al instante, la madera se alargó hasta que la mesa quedó perfectamente nivelada, y se acomodó en su asiento a la espera de ser atendido. No tardó mucho en llegar una mujer rechoncha y con cara de pocos amigos. Parecía molesta por tener que atenderle en lugar de escuchar el monólogo de un apuesto caballero con armadura de plata, cuya cabellera dorada y sonrisa blanca atraía todas las miradas. Su voz resaltaba por encima del bullicio:
—… Fue entonces cuando desenvainé mi espada con el brazo que el dragón no había sujetado con sus zarpas y, justo en el momento en el que sentí su apestoso aliento y el nauseabundo sabor de su saliva en mi rostro, se la clavé en el ojo de lagarto que me miraba con apetito. —Simuló una estocada que emocionó a muchos de los allí presentes, pendientes de cada una de sus palabras, y empezaron a dar golpes en las mesas y puñetazos en los hombros de quienes tuvieran al lado. Las pocas mujeres que había, todas con ropajes ceñidos y escotados, le miraban embelesadas. Algunas incluso, preocupadas por su integridad física, ahogaban con sus manos gritos de espanto. Hubiera sido horrible que un rostro tan perfecto y un cuerpo tan trabajado quedara hecho trizas en las fauces de aquella bestia.
—¿Quién es? —preguntó el aprendiz a la tabernera, que aprovechaba cualquier descuido para lanzar miradas furtivas al caballero.
La mujer carraspeó, un vano intento para disimular, pues el rubor de sus mejillas llenas de pecas delataba sus más bajas «fantasías