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Ecos del Inframundo
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Libro electrónico402 páginas5 horas

Ecos del Inframundo

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Mucho se habla de los valientes héroes con espada, de los poderosos magos y sus hechizos y de las bellas y legendarias elfas de los bosques, pero ¿qué pasaría si las historias que nos cuentan fuesen mentira y los auténticos vencedores estuvieran en las tinieblas? ¿Y si el miedo, lo desconocido y lo tenebroso fueran los verdaderos protagonistas?

Adéntrate en los confines de la tierra, en el reino donde descansan las almas de los condenados, y descubre trece nuevos relatos llenos de misterios y aventuras que te harán perder la cordura.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 dic 2019
ISBN9788412516784
Ecos del Inframundo

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    Ecos del Inframundo - Fantasy club

    ÚLTIMA FUNCIÓN

    Mikael Cantalapiedra

    Se maquilla los ojos. Con un lápiz negro repasa su contorno para que, a primera vista, parezcan más grandes. Son negros, profundos. Se observan a sí mismos en el espejo, cada parte de su rostro, para no dejar nada al azar. El pelo rizado, desquiciado, corona su cabeza, mientras la barba ensortijada da forma puntiaguda al mentón. Un rictus serio recrudece la imagen a causa de lo concentrado que está. El cuello de la camisa es alto, abultado y blanco, contradiciendo su oscuro cabello. Recoloca las cuerdecillas que unen un lado de la camisa con el otro mientras el vello de su pecho lucha por salir. Se mira de reojo un momento más. Los focos alrededor del espejo lo iluminan, creando luces y sombras sobre él. Las pupilas bailan con la luz y la energía que proyectan es de seguridad, magnetismo.

    El resto de la habitación permanece en penumbra. Tarros, lápices y polvos mezclados ocultan la superficie de la mesa, pero casi en el borde, a punto de caerse y bajo un abrecartas plateado, un periódico llama su atención un instante. Desde que ha llegado hace dos horas no ha dejado de pensar en él. Lo ha absorbido, aunque no lo esté leyendo. Ejerce una influencia mística sobre él, tiene un efecto delirante en su mente.

    «Una actuación apática», había escrito el crítico, «sin capacidad para atrapar al público. Un tiempo perdido e irrecuperable». Lo había llamado «un Hamlet insustancial». Las palabras se repiten en su cabeza una y otra vez, como el texto del libreto que va a interpretar. La palabra «perdido» se mezcla con su alma, la del propio Hamlet, cuando descubre la muerte de su amigo Yorick. «Insustancial» baila con el fantasma de su difunto padre al son de una música ilusoria. Son solo letras unidas por un orden concreto que atraviesan su ser en todas las direcciones.

    Pero no hay problema. Se siente seguro de su interpretación y de su capacidad. No le han dado otra opción, solo le queda una última actuación antes de suspender la obra. Pero él lo va a lograr, dejará a todos boquiabiertos. Durante años recordarán lo bien que hizo de príncipe de Dinamarca. Le pedirán que lo repita, que salga al escenario y les recite al menos unos versos, que les transmita esa mágica energía que fluía desde él hacia el público. Le rogarán encarecidamente que interprete el papel una última vez a cambio de montones de dinero.

    Pero no. Ellos lo han ofendido de todas las maneras posibles y se va a vengar.

    Vuelve a concentrarse en el espejo. Sus ojos palpitan con la luz y sus sentimientos. Se levanta y toma el periódico. El abrecartas cae sin poder evitarlo en el pozo oscuro que es el resto de la habitación. Su rostro se muestra altivo y arroja las hojas al suelo, en la sombra.

    ***

    Un cartel engalana la entrada del teatro Hécate. Sobre el fondo azul añil aparece el nombre de Hamlet en letras blancas y sin florituras; han pegado dos anotaciones más. En la parte superior puede verse un «Bienvenidos al teatro Hécate» y en la inferior «a su última función». El edificio intenta rememorar los antiguos templos griegos, pero son dos las únicas columnas que permanecen todavía erguidas. La construcción de los edificios colindantes ha deteriorado el resto de la arquitectura original y el humo de los coches ha ennegrecido el antiguo mármol blanco. La escalinata fue un empedrado nevado donde grandes actores caminaron y se presentaron a su público. Ahora, el desgaste y el hollín deslucen cada frío peldaño.

    El sol cae y la efigie de la diosa cincelada sobre la entrada se oculta del mundo con un velo de luto. Los espectadores van llegando y en unos momentos se hace cola en la taquilla. Una anciana pide limosna en un lateral de la escalinata. Es una mancha oscura en el frío pavimento blanquecino. Bajo la mirada de desaprobación del tumulto se aparta un poco más, casi pegada a la pared.

    —Una viejecita, ¡Dios le dé salud! —indica ella, juntando las manos.

    Bajo la mantilla oscura su pelo cano sobresale. Tiene los ojos cansados y unas arrugas muy pronunciadas. Se mece para mantenerse templada. El suelo de mármol no produce ningún calor.

    Tanto clientes como curiosos se agolpan junto al cartel, murmuran y ríen. Toda la ciudad sabe lo escrito en el periódico. La sorna se ha hecho vírica y sus últimas palabras han convencido hasta a los más dudosos: «No se pierdan la última función. Deberían ver una vez esta nefasta adaptación, así aprenderán al menos cómo no se tienen que hacer las cosas».

    El público comienza a entrar por el portón. La anciana permanece en su rincón con las manos unidas en una eterna petición de ayuda. Desde lo alto de la escalinata, un niño la observa. El bulto oscuro que se agita rítmicamente lo embelesa. La mujer, apartada de la muchedumbre, pide a la eternidad o al cosmos un favor invisible que nunca llega. Como una cariátide ateniense hiciera, sujeta con sus brazos el techo del templo sobre sus cabezas. Su madre lo llama para que entre, pero no parece oírla. Una fuerza tira de él y lo saca de su ensoñación. Lo arrastra hacia el interior de la puerta y por la moqueta roja que decora toda la entrada.

    —¡No la mires!

    La voz es acallada por el gentío que parlotea a su alrededor. Finalmente, los cuerpos de los espectadores impiden que el niño consiga atisbar a la mendiga.

    ***

    Un hombre rechoncho busca entre bambalinas. Tiene prisa, mucha prisa. Nervioso, levanta cajas, sacude telas y mira por todas partes. El sudor de la frente gotea por su cara. El telón esconde una enorme zona llena de bártulos. En un cofre raído encuentra unos vestidos coloridos. Saca uno, el siguiente y acaba sacando todos amontonados a la vez. Vuelve a revisar el fondo, pero solo queda una babucha dorada de algún traje árabe.

    Continúa por el pasillo. Coge una roca falsa y observa detrás; nada. Levanta un pequeño telón de seguridad raído que decora el fondo, donde encuentra más cajas. «Bombillas», asegura un garabato escrito en un lateral. No le importa, la abre para cerciorarse de que no hay nada más. Mete la mano para rebuscar, pero nota algún cristal roto y se rasga la piel. El resultado es inmediato, la sangre brota y, sin pensárselo dos veces, lame la herida.

    El público ocupa sus asientos de manera jocosa. Al contrario que en otras actuaciones, el murmullo es ensordecedor. Entre bastidores, Hamlet oye todo ese ruido, pero parece no inmutarse. Aunque otros actores dialogan entre ellos, nadie se atreve a dirigirse a él. El director lo estudia desde la lejanía. Con la chaqueta negra y los pantalones oscuros es otro hombre, sacado de otra época. Mira a la inmensidad como si nadie más ocupara su mismo espacio. Si su actitud bastara para ser buen actor, lo tendría todo. Su arrogancia lo rodea, casi palpable, pero no lo ayuda lo más mínimo para persuadir al público.

    En un momento Hamlet recupera la cordura, busca algo con la mirada y va hacia los camerinos. Nadie lo detiene, todos conocen su mal genio. Surca los pasillos, sube las escaleras y sale a la entrada del teatro. Sobre el tapizado siempre rojo, busca algo que no logra ver. Toma una de las escaleras laterales hacia los palcos. No se detiene hasta llegar a lo más alto. En el palco central, el más caro de todos, no hay nadie sentado. Aprovecha y entra con cuidado, nadie lo puede descubrir antes de la actuación. Agachado, se acerca al balcón, alza la cabeza e investiga.

    Los espectadores van sentándose poco a poco. Las voces se han acallado un poco, pero las risas y cuchicheos no han cesado. A pesar de la mala publicidad, el teatro está a reventar. Nadie ha querido perderse la última oportunidad de ver el «fiasco».

    Hamlet escanea cuidadosamente al público, busca a alguien. Sabe dónde debería estar, porque siempre se sienta en el mismo lugar. Junto a varios amigos y compañeros de profesión encuentra al crítico. En primera fila, casi en el centro del patio de butacas, ríe con pedantería para hacerse el culto. Hamlet se apoya en los asientos aterciopelados del palco. Su corazón, antes inmutable, vuelve a sentir el ardor de la ira. En su interior, soñaba con que volviese. Pero en esta ocasión eso juega a su favor. Podrá vengarse de él de una vez por todas.

    Lentamente, sale del palco y baja las escaleras para cruzar la moqueta roja del hall. El espacio aparece desnudo, brillando bajo la lámpara de araña en múltiples colores. Hamlet observa cómo los cristales descomponen los haces de luz en matices iridiscentes que dan un aire fantástico a la estancia. Se detiene por un momento y sonríe. Sus ojos brillan también y vuelven a palpitar como en el camerino. Fuera, la noche parece sólida a causa de algo de bruma que se ha levantado.

    Repentinamente algo se enciende en su mente y acelera el paso en dirección a los camerinos. Al llegar al suyo, entra decidido.

    ***

    La niebla se genera poco a poco al principio. Como agua que se desborda, llena la calle y alcanza las escaleras del teatro. La anciana siente un escalofrío y recoge sus piernas bajo la mantita.

    «Todavía no ha acabado —piensa—, debo quedarme un poco más».

    La bruma se extiende rápido, pero no logra atrapar a la mujer, que se columpia en busca de algo más de calor. Se abriga todo lo que puede y se apoya en el muro para subir a lo alto de la escalinata. Entre la pared y la gran cristalera de la entrada, se acurruca como puede y extiende las manos otra vez, unidas para pedir limosna. Sus dedos no tienen apenas movilidad, rígidos por alguna enfermedad ósea. En bajo repite las mismas palabras, grabadas a fuego:

    —¡Dios le dé salud!

    ***

    Tras el telón, el hombre sigue buscando. Oye el murmullo de las voces de los espectadores, que lo inquietan más aún. Al fondo, el teatro se hace más angosto y el techo baja hasta no poder caminar erguido. Se interna todo lo que puede, apartando trastos. La luz es cada vez más tenue a causa de todas las cajas. Retira un biombo de inspiración japonesa, tan lleno de polvo que le hace estornudar. La tos es violenta y se apoya para no caer hacia delante. No le dura mucho, pero se detiene para sonarse la nariz con un pañuelo de tela.

    Una vez recuperado, continúa apartando trastos. Más allá de un jarrón falso, observa algo que brilla, pero está atorado. Estira el brazo por una rendija e intenta agarrarlo. Tira de él hasta que de manera repentina se desengancha. A causa de la fuerza ejercida, cae hacia atrás. En su mano sostiene un brazo de madera de algún muñeco artesanal. Se estremece al verlo agitarse por su propio nervio y no puede más que arrojarlo.

    A distancia, todavía lo mira, brillante a pesar de la falta de luz. Debe de haber sido barnizado para obtener un efecto mayor en escena. No lo pierde de vista por si se mueve por su propia voluntad. El brazo no da signos de vida propia, pero al fijarse en él ve que ha entrado en un hueco estrecho bajo el techo.

    No puede entrar de pie y avanza a cuatro patas. El suelo no ha sido limpiado en años y recoge el polvo con su ropa y con su piel. Junto al trozo de madera arrojado, un cofre desgastado llama su atención. Se estira para alcanzarlo; a pesar de su mal estado, pesa bastante. Coloca la mano sobre el baúl para tirar de él y nota que algo lo toca. Un pequeño cosquilleo le sube por los dedos hasta el brazo. Fuerza la vista en la penumbra todo lo que puede. Una cucaracha con antenas alargadas le devuelve la mirada. El hombre se desquicia e intenta quitársela de encima, agitando sin control la mano. El insecto reacciona, abre las alas y escapa, pero el recorrido es corto y termina en la cara del hombre regordete. La situación lo saca de sus casillas y a tientas se revuelve sobre sí mismo para zafarse del bicho. Las cajas de alrededor se tambalean y caen sobre ellos, oscureciendo totalmente la imagen.

    ***

    El primer acto comienza. Los efectos especiales y los focos del escenario dan un aspecto gélido y nocturno al decorado. Es Dinamarca en la Edad Media y los guardias discuten sobre la muerte del rey, padre de Hamlet. Han visto el fantasma del difunto gobernante y el príncipe es convencido para acudir esa misma noche al lugar de las apariciones. Efectivamente, entre sonidos de cadenas y humo, el espíritu aparece ante Hamlet. El actor que lo interpreta tiene la mirada perdida. Se dirige al fantasma, pero en lugar de hablar con él, parece delirar como un enfermo que yace en su lecho de muerte. Al ver a su padre, cree estar soñando, pero escucha su diálogo de forma automática. Con la luz blanquecina de la luna, los ojos de Hamlet brillan desquiciados.

    —Venga mi muerte, venga mi asesinato brutal y cruel —indica el espíritu del rey.

    El público sigue la obra con un silencio sepulcral y mira a los dos confundidos actores. El fantasma, con sus vestimentas blancas y el rostro maquillado, debería dar miedo, pero su hijo con el corazón latente transmite mejor ese sentimiento. Hamlet se dirige al patio de butacas con los ojos encendidos por un momento, provocando la sorpresa en los espectadores.

    —¿Asesinato? —Su voz suena compungida y enfadada.

    Clava la mirada en la primera fila, pero no consigue ver a quien busca porque las luces acaban en el foso, como si este realmente engullera los sentimientos proyectados en la tarima. Eleva el brazo un instante en la misma dirección y acusa a su tío de homicida, lanzando la voz al final de la sala. El público emite una sonora confusión, acallada por las palabras del propio actor. El fantasma calla, pues el propio Hamlet narra sus partes del diálogo, contestándose a sí mismo.

    —Sí, asesinato inhumano, aunque así son todos; pero este es el más desalmado, el más injusto y el más traidor de los obrados por el hombre.

    Hamlet continúa con su frase, alzando el brazo derecho al cielo:

    —Dímelo rápido, para que, con alas veloces como la fantasía o con la rapidez en que una persona se puede enamorar, me lance a la venganza. —Pero no se detiene y asiente efusivamente, anticipando el texto que sigue—: Aquí me hallo. Estoy preparado para todo y, aunque fuera insensible como las piedras arrastradas por el agua del río, me perturbaría lo que me vas a decir. Me han dicho que, estando en el jardín dormido, te mordió una serpiente venenosa y así falleciste. Todos en Dinamarca han sido toscamente engañados con esta mentira; pero yo debo saber, príncipe Hamlet, que la víbora que envenenó a mi padre hoy viste la corona y se sienta en el trono de mi país.

    Vuelve otra vez a su texto y apunta hacia el asiento del crítico teatral de forma amenazante. Como si desenvainara una espada, saca de su bolsillo el abrecartas plateado que ha caído en el olvido de su camerino. Lo dirige a su hipotética posición y lo agita como si cortase el aire de forma metódica. La luz fantasmal golpea el puñal y acentúa la mirada enloquecida de Hamlet, que grita casi ido para soltar el aire de su furia y deshinchar el globo de ira de su interior.

    —¡Oooooh! —alarga su protesta todo lo que puede hasta quedarse sin fuerza—. Me lo decía el corazón, ¿cómo pudo ser mi tío?

    El fantasma, atónito ante el desbarajuste creado por el actor, retoma finalmente la palabra y el final de la escena. El actor que interpreta a Hamlet se apoya mientras habla en una banqueta y se deja caer al suelo como un niño que solloza, agotado por las nuevas noticias. Los espectadores lo siguen con la vista, ignorando al hombre que habla. Sus ojos muestran su alma torturada y su cuerpo se hace un ovillo y se balancea de forma rítmica. Parece tener frío, el ambiente es gélido y nocturno. Se agita para entrar en calor, ajeno al público y a los focos.

    ***

    Bajo las cajas, el hombre rechoncho tose. No tiene mucho espacio para moverse y retira el peso sin cuidado. Varias pelotas ruedan por el suelo para perderse en la oscuridad. La cucaracha ha podido huir sin problema, pero él se sacude para garantizar que ya se ha ido. Convencido, se pone a cuatro patas otra vez y busca el cofre.

    Continúa en el mismo sitio. Alarga los brazos y arrastra el peso para atraerlo mejor. El baúl cede y tras él un eco agudo comienza. El sonido irrita al hombre, que tira con todas sus fuerzas. Consigue cogerlo y descubre qué es lo que ocurre. Una rata de ojos color rubí chilla hosca al fondo del hueco. Sus ojos enfermizos lo asustan e intenta alejarse. La rata eterniza la huida con su grito estremecedor. Camina lenta hacia él sin quitarle la vista de encima. Son dos diminutos faros rojos dentro de la penumbra que se acercan. No calla y sigue impacientando al hombre, que trata de ir hacia atrás lo más rápido que puede. Unas cajas caídas le impiden el paso y el roedor acorta la distancia. Con las fuerzas que le quedan, patea los bártulos y se levanta con el baúl entre sus manos para salir corriendo, dando tumbos contra las paredes. La rata sigue con su melodía de terror, que se acalla con los aplausos del público al bajar el telón. En su mente, el roedor chilla y lo mira con sus ojos enrojecidos.

    Entre bastidores, el hombre se detiene, deja el cofre en el suelo y se seca el sudor. Observa a su alrededor en busca de algún fisgón. Nadie parece reparar en él después de la original actuación de Hamlet. El director habla con él tan sorprendido como entusiasmado. Observa al protagonista de la obra de teatro. Está en su mundo, como siempre, ajeno a lo que el director dice.

    El cofre recupera toda su atención. La madera está cuarteada y dibujos desgastados cubren su superficie. El cerrojo metálico está totalmente oxidado. Lo intenta abrir con las manos, pero, aunque está en mal estado, no lo consigue.

    «No puedo quedarme sin el premio después de todo lo que he pasado», piensa. Se acerca a la caja de herramientas mientras los actores se preparan para la siguiente escena. El revuelo es palpable. Toma un martillo y un cincel y se agacha sobre el baúl desvencijado.

    —¿Has encontrado algo parecido? —Hamlet lo interroga desde su espalda. Es el único que se ha percatado de él.

    —¡Creo que sí! —indica sin darse la vuelta.

    Coloca el cincel en posición y golpea el cerrojo. Al tercer golpe el cierre se ha roto. La tapa permanece cerrada hasta que sus gruesos dedos la abren. En el interior, una tela negra cubre todo. Es seda en perfecto estado, suave y brillante. Hamlet asoma la cabeza sobre el hombre rechoncho. Quita el paño para ver qué hay dentro. Ambos observan su contenido y sonríen ensimismados.

    —¡Perfecto! —asegura el actor—. Es justo lo que necesitaba.

    —Entonces, ¿lo he conseguido?

    —Claro, no te preocupes por nada. Esta obra será recordada para siempre.

    Hamlet toma el paño oscuro y mantiene algo envuelto en su interior. Se aleja con una sonrisa nerviosa. El hombre regordete se la devuelve y se sienta en el suelo, apoyado en la pared. Se seca el sudor otra vez con el pañuelo y cierra los ojos agotado. La mirada carmesí de la rata lo despierta de golpe, acelerando su corazón. Aunque es imposible, todavía cree oír el chillido enfermizo en la lejanía, como un eco eterno.

    Los actos de la obra de teatro se suceden. El tiempo se ralentiza cada vez que Hamlet sale a escena. Trastoca textos, interrumpe diálogos y reacciona exhalado a cualquier acontecimiento, dando un ritmo diferente a cada escena. Lo que se suponía que iba a ser una noche terrible se convierte en una increíble actuación. Los vítores y los aplausos culminan cada aparición del protagonista. Sus ojos reflejan lo febril que está, pero no por enfermedad, sino de embriagamiento y distorsión de la realidad. Se cree en otro mundo y en otra realidad interpretada en su mente de otro modo. Basado en Shakespeare, recompone la obra tal y como se le antoja.

    En las últimas filas, unos jóvenes olvidan los tomates podridos que han llevado para mofarse de los actores; un par de ancianas viven cada palabra como si fuera la última que van a oír; el crítico, a pie de escenario, lo examina totalmente concentrado y disfruta de cada gesto espontáneo del actor.

    En la cuarta parte del tercer acto, su monólogo más conocido los atrapa por completo. Hamlet aparece en escena con Ofelia, una actriz blanquecina y juvenil sin más talento que el telón de fondo. Hamlet comienza, pero conocedor de esa verdad, ni siquiera la mira a la cara. Calla y la rodea como a un elemento de escenografía inmóvil. El maniquí no reacciona, temeroso de que el protagonista lo interrumpa y no sepa continuar. Se sostiene ante los focos, que la pintan más pálida aún, mientras Hamlet la ignora, lanzando su mirada perturbada al público.

    —Ser o no ser, esa es la cuestión —comienza—. ¿Qué debería el hombre hacer? ¿Dejarse llevar por el destino tal vez, injusto a su manera? ¿O luchar contra lo que viene con capa y espada? Morir es dormir. Roncar sin dolor ni pena. Entonces todos deberíamos querer hacerlo, ¡¿no, mi amada?!

    El hombre se gira hacia Ofelia, mirándola en esta ocasión directo a los ojos. Pero su mirada la traspasa como una ráfaga de viento que ha dejado de soplar.

    Sigue su paseo por el escenario.

    —Con tanto dolor, violencia y desprecio, ¿quién no querría descansar en paz? —asegura. En su bolsillo nota el abrecartas plateado. Sobre la piel del pantalón su tacto es cálido y agradable. Lo roza por un momento con las yemas de los dedos y calla unos segundos—. Yo mismo podría con este puñal acabar con tu angustia —dice mientras lo saca. Lo explora, jugando con la luz reflejada en él, y apunta en dirección a la muchacha erguida y callada—. ¡Qué tonto soy! ¡Claro que sí! —indica, riendo frenéticamente. La chica tiembla ante sus palabras y el abrecartas que empuña—. Si supieras qué hay al otro lado, no te importaría tanto, ¿verdad? La ignorancia de que lo que sucede en ese letargo es lo que tememos, no el sueño eterno en sí. Por eso tiemblas, mi querida Ofelia. Por eso temblamos todos. Pero si te dijera que nada malo te espera allí, que no hay nada, ¿no lo desearías con fervor? Acabar tu sufrimiento, las dudas que determinan tu vida y dormir con placidez. ¡Oh, señor, qué bien suena eso!

    Alza el abrecartas, invadiendo las butacas con el reflejo de los focos en él. El tiempo pasa y nadie reacciona, embelesados por la luz. El silencio es sepulcral; el calor, agotador; afectada por el estrés de la situación, Ofelia se desmaya. Sus gráciles brazos detienen la caída, que suena sobre el escenario. El público la mira y Hamlet también. Guardando el abrecartas en el bolsillo, se aproxima a su cuerpo inerte, roza su mejilla con el reverso de la mano y finaliza de manera prematura la escena mientras el telón se cierra:

    —¡Pobre pajarillo! —grita al cielo—. ¡Nunca te casarás!

    El estruendo llena la sala cuando los espectadores se levantan de sus butacas a aplaudir. El propio director se acerca a la chica para sujetarla y la felicita cuando abre poco a poco los ojos. Hamlet la deja en sus manos y los abandona entre bastidores. Los aplausos resuenan en el auditorio. No se detiene y llega hasta el camerino. Sobre la mesa, frente al espejo, el pañuelo negro de seda cubre un objeto mediano. Con ansia lo envuelve. Lo levanta impaciente y mira el reflejo. Sus ojos pintados se dilatan y se observan

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