Cabareteras. Registros de Santiago Solís
Por Luis Longhi
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El Tigre arranca con un acorde espeso, grave, aletargado, que resume oscuridad. Su zurda da miedo. Avanza con rigor de condenado hacia cuevas sin salida. Dice con su bandoneón lo que antes no se podía o era desconocido o intraducible. Sigue avanzando con la promesa, certificada en su ímpetu, de atorar y confundir núcleos que modifiquen pensamientos. Algún adolescente que juega a ser hombre, disfrazado con un traje inmenso, se atranca en una nube de tabaco. El pobre muchacho quisiera morir en ese instante y es un balazo en su pecho cada moco que se le escapa. El Tigre cierra sus ojos y detiene la música. ¡Dios, detuvo la música!
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Cabareteras. Registros de Santiago Solís - Luis Longhi
CABARETERAS
Registros de Santiago Solís
LUIS LONGHI
ABRAZOS
1a Ed. ABRAZOS Registros books, de 2008
Santiago Solís
Diseño de portada: Javier De Ponti Foto de portada:
Olivier Elissalt (Con autorización del autor)
© Luis Longhi © ABRAZOS books, 2008
En colaboración con ABRAZOS books
www.art-dealing.com Daniel Canuti
Arte Contemporáneo Postfach 150113
Argentino 70075 Stuttgart Germany www.abrazosbooks.com info@abrazosbooks.com
Edición digital Enrico Massetti tango-dancers.com
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, como así también la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.
A mi viejo, que me hizo pincha y tanguero
A mi mamá, porque la extraño
A Marisol, por la sonrisa que me
dedicó aquella noche en el teatro
A Emma, por ser Emma
Prólogo
Era un Cristo embanderado con genuinos pergaminos de furia, nacidos en desnaturalizadas madrugadas alcohólicas y turbulentas. Clavado en su silla, abrió los brazos con la esperanza de recibir esos indignos martillazos que lo terminaran de fijar para siempre en su mundo cabaretero. Una santa bataclana de forma y fondo multicolor se acercó devotamente con el instrumento y se lo acomodó en las rodillas. Él enredó sus manos en las correas con un rencor que se hacía evidente en su gesto de piedra. Su espíritu rebelde y sombrío comenzó a exprimirse desde ese gusano de cotillón que le temblaba entre las piernas, inundando la oscuridad con la luz de una música diabólica que lastimaba los corazones.
Fue un Big Bang. Mi universo se había creado.
Las Rayas del Tigre
Resulta notorio que aquel hombre de traje a rayas, al que todos llaman Tigre, tenga en su cara un rictus tan delicadamente siniestro. Dan ganas de abrazarlo y de golpearlo con la misma intensidad. Las mujeres le rinden una llamativa pleitesía. Los hombres se dividen entre aquellos que lo saludan con respeto y admiración, y aquellos otros que lo saludan con respeto y un odio indisimulable. A nadie es indiferente y de ahí provenga tal vez su discutible popularidad.
Apoyado en el vetusto mostrador acaricia, midiendo su fragor, a una muchacha vestida de hombre a la que todos llaman Pepita. Ésta le pasa una mano por detrás de la oreja, lo besa en el cuello y, ante la risa parca del Tigre, salta rauda al escenario donde arranca con una copla que dice:
A mi me llaman Pepita, jai jai Mi corazón es de piedra, jai jai Mas si aparece un buen hombre, jai jai Mi corazón es de arena, jai jai
Sepan los santos del cielo, jai jai Que el tango me hace cosquillas, jai jai Justo en el punto ande todos, jai jai Quieren guardar su rosquilla, jai jai
Todos aplauden, alardean, gritan bravos; todos, excepto el Tigre, que gira dando la espalda a la felicidad ajena. No hay alegría en su corazón. Un whisky lo atilda, un cigarro ayuda a envolverlo en ese aura de humo y misterio que tan bien le sienta. Permanecerá así, sumido en inacabados pensamientos hasta que alguien lo palmee respetuosamente anunciándole su turno. En el alcohol disuelve las brasas a posteriori de su última pitada. Previo al último escalón, escupe restos de tabaco. Su concentración está atorada en la punta de sus zapatos. Recién al sentarse en su silla inclina hacia arriba la cabeza para echarle un vistazo general al salón. Sus ojos negros como el charol iluminan el escenario. Sus cejas tupidas y su sonrisa de comisuras caídas, que más bien parece a punto de lanzar una imprecación, anuncian el comienzo. Lo siguen un tal Roberto en el piano y un tal Tito en el violín. Fija su espalda contra el respaldo, abre los brazos cual Cristo en anhelada crucifixión mientras una copera le coloca el bandoneón en sus rodillas. Hay una respiración profunda que sugiere introducción. Las conversas y los murmullos van desapareciendo paulatinamente. Se percibe que mide uno a uno a todos los presentes al cerrar los ojos y sentir el silencio, el anhelado silencio que precede a la inauguración de la poesía hecha tiempo en continua vibración de metales surcados por vientos de insatisfacción, antes de acuchillar la primera nota de su instrumento. Su ceño se frunce como una cariátide. Cae una botella pero el vino que se derrama no es interrumpido. Es increíble la pausa que instala este hombre. Por fin, desde su más íntima lucidez, concibe un gesto ordenador: con una mano acaricia una medallita que cuelga de la otra y embiste al nácar que adorna la jaula que vibra al compás de su corazón.
Es casi imposible describir la música pero sepan que el Tigre es el mejor. Arranca con un acorde espeso, grave, aletargado, que resume oscuridad. Su zurda da miedo. Avanza con rigor de condenado hacia cuevas sin salida. Sus compañeros lo siguen en lenta procesión hasta que una luminosa melodía comienza a filtrarse desde alguna secreta claridad que su mano derecha había ocultado desde que el dueño del tiempo desembarcara entre nosotros, insospechada si uno sólo se atuviera a lo que expresan sus ojos. Este hombre tiene ángel y demonio. Dice con su bandoneón lo que antes no se podía o era desconocido o intraducible. Sigue avanzando con la promesa, certificada en su ímpetu, de atorar y confundir núcleos que modifiquen pensamientos.
Algun adolescente que juega a ser hombre, distrazado con un traje inmenso, se atranca en una nube de tabaco. Hombres y mujeres tensan pulso, mirada, respiración. El pobre muchacho quisiera morir en ese instante; sólo Pepita se pierde en una leve sonrisa. El Tigre cierra sus ojos y detiene la música. ¡Dios, detuvo la música! Temo por la salud del irreverente. La tos invade el antro, el muchacho ni siquiera se atreve a huir y es un balazo en su pecho cada moco que se le escapa. El Tigre apoya el fueye sobre un costado. Se desprende el saco. En su cintura hay un arma. De un bolsillo extrae un pañuelo, se seca la frente. Todavía sentado, levanta la cabeza y mira en dirección al muchacho sin decir palabra alguna, apretando los labios, sofrenando su instinto. El desdichado joven se desploma en su silla. Pepita chasquea dos veces con sus dedos. Entre dos lo alzan y se lo llevan. El Tigre se reconcentra en sus zapatos, escupe de bronca, se toca la medallita y vuelve a arrancar, pero esta vez no hay acordes oscuros, melodías lánguidas ni fraseos aletargados.