Axis mundi
Por Ouka Leele
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Axis mundi - Ouka Leele
Axis mundi
Copyright © 2017, 2022 Ouka Leele and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728374870
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
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INTESTINO PIZARRA TORNADO NATIVOS SIESTA
Cinco palabras para un relato
A lo lejos, los nativos, que parecían dormir la siesta, miraban, sin embargo, cómo aquel astrofísico dibujaba, lentamente y tras sus gruesas lentes, en la pizarra, el intestino de un tornado que había arrasado su pequeño, su querido poblado, como si ese gesto pudiera dar una explicación lógica a la desaparición de sus casas, de su arte...
Mientras el científico se afanaba en brindarles un lógico consuelo, ellos ya habían trenzado nuevas hamacas, en las que dormir su habitual siesta, con el intestino macerando la rica comida preparada gracias a la caza que los había alejado del poblado cuando el tornado hacía de las suyas.
Los niños nativos dibujaban en el suelo, sin necesidad de pizarra, las mujeres cantaban levantando, de adobe, sus nuevas casas. Nada parecía poder alterar esas preciosas sonrisas, quizás en su lengua el único tiempo del verbo posible fuera el presente.
LA PUERTA DE LOS HELECHOS
—Sí, dijo ella, y le cogió de la mano.
Caminaron juntos esquivando las zarzas, entre los árboles, hasta llegar al claro del bosque, allí estaba de nuevo ese simpático y pequeño personaje con su amplia sonrisa. Con un gesto de su cuerpo les indicó que se agacharan y atravesando un pórtico de helechos de muy baja altura, entraron, sin poder evitar las ortigas y sus sanas picaduras...
JACK TENÍA NOMBRE DE ARCÁNGEL
I
Tengo la sensación de que una mujer, dejando caer la melena a un lado de su cara como una suave cortina rubia, me había dicho: por eso, esto, todavía no se puede contar.
Pero yo ahora, no sé ni quién era ella, ni qué no podía contar... No consigo recordarlo.
Algo terrible debió de relatarme para que mi memoria lo haya escondido así, en el más secreto de sus cajones.
II
Toda la tarde, mientras caía el sol recibiendo la noche, la calle se doraba, y el periódico dejado en el banco frente al portal se teñía también de amarillo suave, le habían perseguido incansables, pegadas a la pared, después al suelo y por último a los peldaños de la escalera, uno a uno, deslizándose, deformándose, partiéndose en las aristas, creciendo siniestras o achicándose, las sombras de su cuerpo, de su maletín, de su sombrero y de una bolsa fofa, bien sujeta a su mano izquierda.
Había llegado al rellano donde entre otras muchas puertas se hallaba la que iba a abrir, la que le acogía cada noche, después del ocaso.
Sudaba, una sensación de afilado hormigueo recorría la parte trasera de sus piernas. Su pelo era como un pétalo negro, húmedo y pegajoso. Sus ojos, redondos, hundidos entre las ojeras, desagradablemente marcadas, profundas y violáceas y unas pobladas cejas con alguna cana ejerciendo de antena trepando por la frente, parecían intentar escapar de sus cuencas.
Tembloroso, sin dejar la bolsa cuya asa rodeaba su muñeca, estrangulándola y clavándose en la ya amoratada piel de su mano, buscaba en el enorme bolsillo izquierdo de su ancho y deforme abrigo gris oscuro, corroído por los bordes de las mangas, una llave.
Una simple llave, extrañamente pequeña, perdida en la inmensidad del bolsillo. Un instante antes de que la llave que ya asomaba por el agujero descosido fuera a caer, la atrapó. Como un gato hambriento atrapa a un ratón con su zarpa.
Olía mal, era el olor del miedo mezclado con el del atrevimiento, pero no se daba cuenta, preocupado por el fétido olor que desprendía lo que amarraba, masoquista, su mano izquierda que ahora sujetaba la llave con la punta de los dedos de uñas largas y sucias, todo lo que el peso del objeto que había dentro de la bolsa le dejaba introducirlos en el bolsillo a punto de romperse.
Tampoco soltó el maletín. Eso sí que lo tenía claro, no lo soltaría hasta introducir esa minúscula llave en su cerradura y abrirlo.
Se sentía prisionero de sus propias decisiones y del terror que como tenaza incandescente hacía latir sus sienes y anquilosar su nuca. No podía soportar esa culpabilidad que le hacía débil, sumiso y despreciable ante sí mismo, pero se había acostumbrado a vivir así, como una rata sigilosa que sólo de noche se sabe segura.
¡Cómo demonios iba a abrir la puerta sin poder soltar lo que ocupaba su agarrotada mano?. Estaba a punto de derrumbarse; su respiración, tras subir las escaleras, era entrecortada, y le asfixiaba el abrigo cerrado por el último botón pegado a su fina y colgante papada que separada en dos arcos, parecía querer sujetar la barbilla desde la nuez adornada con