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Ecos de los mares infinitos
Ecos de los mares infinitos
Ecos de los mares infinitos
Libro electrónico564 páginas7 horas

Ecos de los mares infinitos

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Información de este libro electrónico

Sumérgete en la inmensidad del océano para disfrutar de dieciséis emocionantes aventuras y descubre mundos llenos de magia, encanto y misterio. Sé un capitán intrépido, surca mares poblados por piratas, enfréntate a las criaturas más temibles de las profundidades abisales o lánzate sin miedo al saqueo y pillaje. Busca tesoros ocultos en tierras nunca conquistadas. Hechízate con el canto de las sirenas y déjate guiar por la brújula de los mares infinitos. Bucea a través de las palabras y que el olor a salitre lo impregne todo.

Prepara tu espada, carga tu arcabuz, ajusta tu pata de palo y ¡al abordaje!
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 dic 2018
ISBN9788412516777
Ecos de los mares infinitos

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    Ecos de los mares infinitos - Fantasy club

    Amanecer González Cantero

    UNA DECISIÓN INQUEBRANTABLE Y UN VIAJE SIN RETORNO

    Nayla se asomó a la ventana de su habitación cuando advirtió el sonido de la carreta que se aproximaba a la casa. Corrió hasta la cama para cerrar el libro y, tras esconderlo debajo del colchón, bajó las escaleras tan deprisa que estuvo a punto de caer rodando. Cuando su padre y su hermano entraron en el salón, ella fingía que limpiaba una de las alacenas de la cocina.

    Asomó la cabeza por la puerta con una sonrisa nerviosa y aparentó sorpresa:

    —¡Qué pronto habéis vuelto!

    —Se aproxima una tormenta, así que hemos dejado lo que queda para mañana. —Su hermano se dejó caer en el sofá.

    —¡¿Qué haces?! —le gritó Nayla, y se acercó a él con el dedo en alto y el ceño fruncido.

    El chico respondió con un gesto de hastío mientras se levantaba.

    —Hermin, tu hermana trabaja muy duro en casa para que todo esté limpio y ordenado. Cámbiate esa ropa sucia antes de sentarte en el sofá —le recriminó su padre con voz cansada.

    Subió las escaleras después de dedicarle una mirada furiosa a su hermana pequeña. Ella hizo caso omiso y se acercó a su progenitor para coger su capa y su sombrero. Salió al porche a sacudirlos antes de colgarlos en el perchero de la entrada.

    La luna asomaba entre los girones de nubes que se estaban formando en el pico de la montaña, frontera natural de la comarca. A sus faldas, el pueblo donde vivía la familia de Nayla desde hacía varias generaciones se extendía a lo largo del valle. La niña aspiró el aire cargado de humedad antes de volver al interior de la casa. Su padre se entretenía en la cocina, husmeando entre los platos que había preparado para la cena.

    —Parece que va a ser una buena tormenta —dijo Nayla mientras golpeaba la mano de su padre. Estuvo a punto de meter un dedo en la salsa de la carne.

    —Ha empezado a dolerme la pierna y ya sabes lo que eso significa…

    Nayla le dio la espalda para evitar que notara la angustia reflejada en su rostro. Sabía muy bien qué había causado la herida de su pierna y recordarlo le producía una desazón que le oprimía el pecho. Así que fingió que no había hecho referencia a aquel suceso para evitar que su padre rememorara otra vez el fatídico día en que se quedó huérfana de madre.

    —¿Podemos cenar ya? —preguntó Hermin al entrar en la cocina—. Hoy me he ganado mi ración.

    Nayla rio y les sirvió la cena.

    Después de comer, cada uno se retiró a su habitación antes de que la tormenta comenzara a descargar con furia. La niña esperó paciente hasta que escuchó los ronquidos rítmicos de su padre al otro lado del pasillo. Luego se asomó a la puerta para comprobar que la vela de su hermano estaba apagada, se deslizó hasta su cama y buscó a tientas bajo el colchón. Tiró del libro, que siempre tenía allí escondido, y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas. Su cara se veía iluminada por ese brillo que aporta la ilusión.

    Acarició con suavidad la tapa de un volumen cuidadosamente encuadernado. Era de piel marrón, adornada con símbolos dorados que rememoraban una lengua ya olvidada.

    Nayla sonrió antes de abrir el tomo por la primera página. Ojeó las letras azuladas que se atesoraban en el interior y pasó el dedo por encima. A continuación, buscó una parte concreta del libro y lo dejó abierto sobre el parqué. Se levantó, echó un último vistazo a las palabras dibujadas en aquella hoja y, haciendo gestos con las manos y los dedos, pronunció el conjuro que llevaba practicando toda la semana.

    No ocurrió nada.

    Abrió los ojos poco a poco y emitió un suspiro de frustración. Se agachó delante del volumen con la intención de volver a memorizar los símbolos arcanos. Al cabo de un rato, se incorporó, pero esa vez alzó la cabeza decidida, sin cerrar los ojos. Pronunció el conjuro de manera que aportó seguridad a las runas que trazaba en el aire con los dedos.

    De pronto, una llama intensa prendió entre sus manos e iluminó su habitación. Nayla ahogó un grito triunfal. Entusiasmada, comenzó a moverla de un lado a otro; la transportaba con su mente al punto que deseaba. Por último, la moldeó hasta convertirla en una bola incandescente que flotaba a pocos centímetros sobre sus palmas. Había adquirido una pericia inusitada durante el tiempo que llevaba practicando, algo impropio en alguien de su edad; más aún cuando no contaba con la ayuda de una instructora.

    Estaba muy satisfecha. Por fin había conseguido dominar el conjuro de fuego, uno de los más difíciles que contenía el libro de hechizos de su madre. Sonrió eufórica mientras la luz que emitía la esfera se reflejaba en sus pupilas. Si Gerandi la viera…, seguro que estaría muy orgullosa de ella, de lo mucho que había conseguido por sí misma. Por desgracia los dejó muchos años atrás, cuando Nayla apenas empezaba a caminar. Sin embargo, la niña recordaba cada detalle de su rostro, el olor de su pelo e incluso la voz melodiosa con la que le leía cuentos por las noches. Había sido la hechicera más importante de la comarca, la señora de las Hechiceras de la Luz, pero todo cambió cuando llegó al poder el rey Tremas, servidor de los Magos Oscuros. El monarca prohibió el uso de la magia a todo aquel que no perteneciera a dicha orden, por lo que las hechiceras fueron perseguidas hasta su extinción.

    Un día, los brujos llegaron a su casa para llevarse a Gerandi, pero Ferdin, el padre de Nayla, intentó impedirlo. Tras ser golpeado con brutalidad —tanto que le dieron por muerto— se llevaron a su esposa y nunca más volvieron a saber de ella. Desde aquel día Ferdin arrastraba una cojera terrible y un sufrimiento infinito por la pérdida de su amada.

    Fue una suerte que Nayla encontrara el libro de hechizos escondido bajo un tablón suelto del cobertizo. Junto a él descansaba una extraña brújula, tallada con runas y símbolos que aún no había sabido descifrar. Pero lo más raro era que no tenía aguja, así que no le encontró utilidad. Por eso no había vuelto a prestarle atención desde que la guardó en el fondo de uno de sus cajones.

    Hacía un año que practicaba a escondidas porque sabía que su padre se lo prohibiría si la descubría. Además, quemaría el libro. La magia estaba vetada, excepto para unos pocos privilegiados; no obstante, ella se sentía atraída por el poder que manaba de aquel grimorio. Poco a poco se adiestró hasta lograr dominar la mayoría de los conjuros que atesoraba el volumen. No sabía por qué, pero la magia se le daba bien. Había conseguido descifrar el lenguaje arcano con el que estaban escritos los encantamientos y ponerlos en práctica. Parecía que la hechicería era algo inherente a su personalidad, como si formara parte de su esencia.

    De los hechizos más difíciles que había conseguido dominar con mucho esfuerzo, la invocación del fuego pertenecía a los que tenían un mayor nivel. Todavía le faltaba aprender muchas cosas y, sobre todo, seguir practicando para alcanzar un dominio absoluto, pero aquella noche se sentía pletórica.

    Un trueno estalló con furia muy cerca e hizo que los cristales de su ventana vibraran peligrosamente. Aquello la sobresaltó y perdió la concentración. La bola de fuego se esfumó justo cuando escuchó abrirse la puerta del dormitorio de su padre. Escondió el libro bajo las sábanas y fingió que estaba dormida.

    —¿Estás bien? —preguntó preocupado cuando irrumpió en la habitación. Su expresión de pánico la alarmó.

    —Sí. Solo ha sido un rayo, padre; no hay nada que temer. Ya hemos sufrido fuertes tormentas otras veces.

    Ferdin se acercó a la ventana y miró las nubes negras que cubrían el valle. Su mente voló muy lejos en el tiempo, hasta un recuerdo remoto que creía enterrado, pero que había despertado con aquel estallido. La niña lo observaba extrañada. Se levantó de la cama, asegurándose de que el grimorio quedara bien oculto, y se acercó a él.

    —Esa carga eléctrica tan extraña… ¡Esta no es una tormenta cualquiera! Es igual a la que se desató el día que se llevaron a tu madre —dijo de pronto, lo que inquietó a su hija.

    —Aquella tormenta estuvo a punto de hacer desaparecer el pueblo. Destruyó la mayoría de las casas y se llevó la vida de muchos de nuestros vecinos —recordó Nayla asustada.

    Contempló las nubes negras que se congregaban en torno al valle y los amenazaba con sus destellos plateados. Los rayos iluminaban la noche unos segundos antes de que la voz atronadora de la tormenta sacudiera los cimientos de la casa. El aire llegaba cargado de malos presagios, podía sentirlo. Entonces acertó a distinguir las luces de las antorchas de varios vecinos, que salían de sus casas para asegurar puertas y ventanas o para poner a salvo a sus animales.

    La lluvia arreció, lo que le impedía a Nayla ver más allá del cristal de la ventana, provocando una distorsión borrosa de la realidad. Nunca había visto caer tanta agua, ni que el viento huracanado fuese capaz de colarse por los gruesos muros de su hogar.

    Se frotó las manos; sentía cómo se le helaba el cuerpo. Notó el cálido abrazo de su padre.

    —¿Corremos peligro? —le preguntó asustada.

    —Espero que no, pero quiero que te quedes en casa. Cierra bien todas las ventanas y asegúrate de que la puerta de la cocina está atrancada.

    —¿Qué vas hacer tú?

    —Voy a ver en qué puedo ayudar.

    Ferdin salió de la casa acompañado de su hijo. Nayla se sintió más sola que nunca. Después de hacer lo que le había dicho, subió corriendo a su habitación para mirar lo que estaba ocurriendo fuera; sin embargo, la cortina de lluvia era tan espesa que no podía distinguir nada.

    Un relámpago iluminó por un instante el valle y, a duras penas, pudo ver a su padre tirado en el suelo. Su hermano trataba de ayudarlo a levantarse, pero el charco de barro que le llegaba a las rodillas se lo impedía. El siguiente resplandor le mostró la dificultad que tenía Hermin para salir de la trampa lodosa en la que también había caído, mas no pudo ver la silueta de Ferdin por ningún lado.

    La niña se movió histérica por la habitación, sin saber qué hacer, hasta que advirtió el bulto que se escondía bajo las sábanas y se lanzó a por el grimorio. Lo abrió nerviosa, buscó entre sus páginas uno de los hechizos que había aprendido a dominar unos meses atrás. Cuando lo encontró, resopló varias veces para calmarse.

    Memorizó bien los símbolos y se acercó a la ventana. Comenzó a mover las manos mientras los pronunciaba en lengua arcana. Los repitió una y otra vez, alzando un poco más la voz cada vez que empezaba de nuevo a invocar a las fuerzas de la naturaleza. El viento se arremolinó furioso al otro lado de la ventana e hizo que se abriera de par en par. La lluvia la empapó enseguida, pero siguió recitando el hechizo sin pestañear, concentrada en las palabras que debía pronunciar y en los movimientos de sus manos y dedos.

    Un trueno estalló en el porche de la casa y el aguacero arremetía con furia contra ella, pero no desistió. Poco a poco, las nubes se disiparon. El temporal se calmó y la luna asomó en un cielo estrellado.

    Nayla dejó de recitar y cayó agotada sobre el alfeizar de la ventana. Buscó a su padre y a su hermano con desesperación. Los encontró a unos pasos de la casa, mirándola con estupor.

    El semblante de Ferdin se convirtió en una mueca de sufrimiento que desgarró el corazón de la niña. Entró como una exhalación en la casa e irrumpió en la habitación de su hija con cólera desmedida. Ella, agotada por el esfuerzo, no reaccionó cuando su padre se abalanzó sobre el libro de hechizos.

    —¡¿De dónde lo has sacado?!

    Nayla notó un nudo en el estómago. Se dejó caer en el suelo y empezó a llorar.

    —¡Nunca cojas este libro! ¡Jamás volverás a utilizar la magia! ¿Me has entendido?

    Ferdin dio un portazo al salir del cuarto, con el grimorio bajo el brazo. Ella siguió en el suelo; regaba con sus lágrimas el parqué. De repente, advirtió un destello dorado que intentaba abrirse paso a través de la puerta de su armario. Intrigada, se secó las lágrimas y se acercó para abrirla. El centelleo salía de uno de los cajones. Tiró de él y la brújula de su madre iluminó la habitación con una luz potente.

    Nayla cogió el artilugio para mirarlo mejor. Abrió la tapa y comprobó que seguía sin tener aguja. No entendía lo que pasaba.

    Poco a poco, el fulgor se concentró en un punto determinado del dormitorio. De pronto, apareció un portal interdimensional. Al otro lado de la imagen borrosa y oscilante, se distinguía una playa de arenas doradas, donde las olas rompían con suavidad.

    La brújula emitió un sonido sutil, semejante a la brisa marina, y el destello se apagó. La estancia quedó bañada por la luz que se colaba a través del portal. En el paisaje que se advertía en su interior, el sol relucía sobre un cielo despejado.

    La niña se acercó despacio, adelantó la mano derecha y un cosquilleo recorrió su brazo. Sin pensarlo dos veces, se inclinó para dar el primer paso. Notó el mismo hormigueo por todo el cuerpo y, de repente, se encontró ante un mar en calma, en una playa que cubría muchas millas de distancia.

    Volvió la vista atrás para comprobar que el portal seguía abierto y su dormitorio al otro lado. Más tranquila, se fijó en cada detalle de aquel paisaje: en las palmeras que crecían cerca de la orilla, en la zona rocosa de su derecha, en las diferentes tonalidades de azul que teñía el mar… Por último, reparó en una pequeña isla situada a cierta distancia de la costa, en cuya cúspide se distinguía una construcción. Parecía el único signo de civilización en aquel paraje.

    La brújula, que todavía aferraba con fuerza, volvió a emitir destellos. Enfocaban hacia el islote, así que buscó con la mirada el modo de llegar hasta allí, pero no halló nada que pudiera servirle. Dispuesta a nadar, adelantó un pie para zambullirse en el mar, cuando una pasarela de madera apareció y se extendió sobre el agua, de tal forma que parecía un puente muy largo que llevaba hasta la isla.

    Antes de partir se aseguró una vez más que el portal seguía abierto.

    A medida que se acercaba, pudo comprobar que la edificación que había distinguido a lo lejos era un templo gigantesco, construido en mármol blanco. Unas enormes columnas con capiteles sostenían el porche adintelado que custodiaba una puerta de madera, tallada con los mismos símbolos de la brújula.

    Después de llamar varias veces sin obtener respuesta, Nayla empujó el portón. La luz se filtraba por las numerosas ventanas que adornaban un pasillo tan largo que parecía no tener fin. Conducía hasta una puerta dorada de altura imposible. Al alcanzarla, se detuvo un momento, temerosa de lo que podría encontrar al otro lado. Expulsó el aire que había estado conteniendo e hizo sonar la aldaba, con forma de cabeza de caballo. El sonido se propagó por la silenciosa galería.

    El portón se entreabrió y le franqueó el paso. La recibió una sala circular bien iluminada, rodeada de columnas. Por las ventanas se colaba un delicioso aroma salino, que inundó los pulmones de la pequeña. Frente a la entrada, sobre un estrado al que se accedía por varios escalones, descansaba un asiento de mármol. Sentada en él, una mujer hermosa mujer le devolvió la mirada. Nayla observó sus facciones un instante y, con una mueca de asombro, corrió a su encuentro muy emocionada.

    —¡Madre, ¿eres tú?!

    —Sí, pequeña. He estado esperándote mucho tiempo.

    —Te creía muerta… Todos te creíamos muerta.

    Las lágrimas de Nayla mojaban la túnica de Gerandi, que la abrazaba sin perder la sonrisa.

    —No estoy muerta, Nayla, pero tampoco estoy viva. Esta es nuestra dimensión; la dimensión de las Hechiceras de la Luz. Cuando nuestra magia se agota, nuestra alma viene aquí a descansar.

    La niña la miró confusa.

    —Entonces, yo también…

    Gerandi acarició el rostro de su hija con dulzura.

    —No, cariño. Tú no perteneces a este lugar todavía. Aún tienes algo que hacer, pero para eso debes regresar a casa.

    —No te entiendo.

    —La oscuridad se cierne sobre la humanidad y solo una hechicera de la luz es capaz de desterrar las tinieblas. Eres la última hechicera, Nayla, y debes terminar la misión que yo no pude acabar. Debes hacerlo por mí.

    —Pero, no tengo el libro. Padre me lo ha quitado; seguro que ya lo habrá destruido —contestó llorando.

    —No culpes a tu padre por lo que ha hecho, porque el dolor por perderme casi le cuesta la vida. Sabe que no soportaría perderte a ti también, por eso trata de apartarte de la magia, a la que culpa de su desgracia. Aunque, lo que no llega a comprender es que solo la magia puede salvarnos a todos. —La hechicera sonrió—. Pero no necesitas el libro, Nayla. La magia está en ti; solo tienes que buscarla y hacerla florecer.

    La niña miró a su madre a los ojos y descubrió sinceridad en ellos. Pudo ver el universo infinito reflejado en su iris, así como el peso de la culpa por no haber podido cumplir con su deber.

    Asintió despacio mientras le devolvía la sonrisa.

    —No te preocupes, madre, acabaré lo que empezaste. Lo haré por ti y por todas las hechiceras que fueron aniquiladas sin piedad.

    Tras decir aquellas palabras, las figuras borrosas de numerosas mujeres aparecieron desde detrás de las columnas y observaron a Nayla con orgullo.

    —Ahora debes irte, hija. Pero conserva esa brújula. Podrás volver siempre que lo necesites y, cuando tu final llegue, aquí te acogeremos con los brazos abiertos. Así que esto no es una despedida.

    La pequeña lloró amargamente durante el regreso a la playa. Había tomado una decisión que la apartaría de todos aquellos que le importaban, pero no tenía otra opción. Si llegaba al final del camino, se aseguraba de salvar la vida de muchos; incluidas las de sus seres queridos.

    Echó un último vistazo a la isla antes de cruzar el portal hacia su mundo. De vuelta en su habitación, la distorsión en el espacio-tiempo desapareció y la dejó sola en la penumbra.

    Se vistió deprisa, guardó la brújula en el bolsillo de su capa, preparó una mochila con algo de ropa y toda la comida que pudo reunir, y salió de la casa antes de que su padre y su hermano regresaran. Aún estaban en los campos anejos a la vivienda, tratando de recuperar los animales que se habían escapado al derrumbarse la cerca a causa de la tormenta.

    Al amanecer, cuando Ferdin entró en el salón, notó el enorme vacío que había dejado la ausencia de su hija. Derrotado, se sentó en un sillón para leer la carta que le esperaba sobre la mesa: las últimas palabras que Nayla le dedicaría.

    Amanecer González Cantero nació en Sevilla, en 1977, pero reside en Granada desde la infancia. Aunque es abogada de profesión, su verdadera pasión es la escritura, que descubrió a los doce años.

    Amante de la fantasía épica, es autora de seis novelas del género, entre ellas la trilogía «Historias y Leyendas de los Cuatro Reinos», la novela juvenil Paseando Entre los Sueños: El Reino de Lonen (Ediciones Hades, junio de 2017) y el cuento infantil La Rosa de Cristal (Ediciones Unamuno, mayo de 2017). Su último libro publicado ha sido Historias y Leyendas de los Cuatro reinos: El Báculo Sagrado (Ediciones Arcanas, febrero de 2018). También ha participado en la II Antología de Relatos del Círculo de Fantasía con Hija del Fuego.

    Aparte de escribir, participa activamente en multitud de iniciativas relacionadas con la cultura y la lectura, en tertulias, coloquios, concursos y festivales de Literatura Fantástica. Ha impartido charlas en colegios, institutos y bibliotecas de numerosas provincias, dando a conocer el proceso creativo, el género de la literatura fantástica en la actualidad y la importancia de la lectura.

    Recientemente, uno de sus relatos ha sido seleccionado para formar parte del proyecto literario que va a ser editado por la plataforma cultural Loovus.

    Redes Sociales:

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    Instagram: @amanecergonzalezcantero

    Twitter: @amanecergra

    Chechu Cilleros

    EL CEMENTERIO DE LAS SIRENAS

    Lo primero que pensó el capitán James H. Roger cuando su barco fue atacado por Escila en mitad de una tempestad, fue que no habría elegido mejor tripulación para navegar los dieciséis mares de Magisterra que la que hacía frente a la monstruosa mujer y sus doce perros.

    La criatura marina había ascendido desde las profundidades al sentir el choque de las olas contra el casco de El Garfio, dispuesta a añadir el galeón pirata a su colección de navíos hundidos. Movía la cabeza de forma nerviosa, como si buscara algo importante. Las deformes cabezas cánidas que asomaban de su vientre lanzaban dentelladas a diestro y siniestro; arrasaban con todo cuanto encontraban a su paso: barriles, cañones y alguna que otra pierna.

    Los tripulantes recorrían la cubierta y rechazaban con sus sables los ataques del monstruo; sorteaban como podían los miembros desparramados de sus compañeros caídos entre charcos de sangre y agua, que hacía la madera más resbaladiza.

    —¡¿Dónde está?! —gritó con desesperación la criatura—. Sé que la estáis ocultando. ¡Entregádmela! Si su corazón no late por mí, entonces dejará de latir.

    La tormenta se negaba a amainar. El oleaje era tan violento que los piratas se habían visto obligados a atarse los cabos del mástil mayor a la cintura, para no perderse en el mar infinito si caían por la borda. James oteaba incansable desde el puesto de vigía la forma de acabar con aquel engendro, que parecía cada vez más furioso mientras sus canes seguían con la masacre. Si no actuaba pronto, poco le quedaría de la tripulación que había reunido con tanto esfuerzo y oro.

    El capitán vio en los cañones un último y desesperado intento de ganarle la batalla a Escila.

    —¡Girad los cañones y cargadlos! —rugió por encima de los truenos.

    Varios de sus hombres obedecieron sin demora. James utilizó su cuerda como una liana, amarrada a la cofa del mástil mayor, y se lanzó en picado directo hacia las piezas de artillería. En su recorrido, alcanzó la pistola de su espalda y disparó varias veces acertando a las mechas, que se prendieron con un chisporroteo fugaz.

    —¡Retiraos! —bramó.

    Los piratas entendieron sus intenciones y se prestaron, raudos, a desalojar la cubierta.

    Los cañones tronaron por encima del temporal al disparar bolas de hierro hacia Escila. La ninfa maldita se cubrió con los brazos, confiada en detener el impacto, pero la potencia del choque fue devastadora y acabó expulsada por estribor, fuera de combate.

    El capitán Roger descendió de un salto hacia la cubierta y, mirando por encima de la borda junto a los supervivientes, se deleitó orgulloso del rápido hundimiento del cadáver.

    —¡Buen trabajo, muchachos! —felicitó a sus hombres tras girarse—. Arrojad por la borda los cuerpos de nuestros compañeros caídos, para que sus almas se fundan con el mar que les hizo vivir, y baldead la cubierta. La quiero limpia como hebillas nuevas —ordenó con frialdad y un potente chorro de voz.

    —Mi capitán —intervino uno de los marineros, colocándose muy recto frente a él, pero sin mirarle directo a los ojos—. Hemos perdido tres cañones. —El hombrecillo, delgado y lleno de mugre y sangre, miró con temor hacia estribor, a la baranda destrozada.

    —Pocos cañones son en comparación con las vidas de nuestros camaradas que nos han sido arrebatadas hoy. ¿No te parece, Lombriz?

    El pirata asintió avergonzado por su desconsideración.

    —Reúne algunos hombres y arreglad ese desastre. —James le dio la espalda—. Lo quiero en perfecto estado antes de llegar a Port Long Silver.

    No esperó a ver cómo inclinaba la cabeza y acataba la orden, pues había cruzado la puerta del castillo de popa, que conducía a las cubiertas inferiores.

    Entró en su camarote. Era amplio y contaba con una gran cama adornada con dosel y columnas de roble tallado. Una cómoda con encimera de mármol y un espejo de cuerpo entero completaban el mobiliario. Se acercó para contemplar su reflejo con detenimiento. Inspeccionó su rostro en busca de alguna herida que pudiera quedar marcada. Debía admitir que, a pesar de lo mucho que maltrataba su cuerpo y lo poco que se cuidaba, mantenía su atractivo. Su pelo negro tizón, largo hasta los hombros, estaba algo revuelto. Sus ojos turquesa pudieron contemplar que su torso, curtido en cientos de luchas y ligeramente visible por la abertura de la casaca y la camisa, también estaba intacto.

    Alguien llamó a la puerta de manera insistente, aunque no lo bastante para que pareciese una emergencia.

    —Adelante. —Comenzó a desnudarse.

    Una joven hermosa entró en la estancia. Era alta, demasiado para una chica corriente, con unas piernas largas enfundadas en pantalones de cuero y un pecho generoso escondido tras un corsé ajustado que se mecía al compás de sus andares elegantes. En su piel azulada parecían moverse ondas líquidas. Su pelo, de un verde esmeralda, flotaba con suavidad ignorando la gravedad.

    —¿Qué ocurre, Nerea? —James le dio la espalda mientras se quitaba los calzones llenos de sangre y mugre.

    Desde su posición, la náyade pudo contemplar unas preciosas alas tatuadas en gran parte de sus omóplatos. James no recordaba desde cuándo las tenía, por lo que suponía que debía estar muy borracho aquel día. Bajo ellas mostraba sin pudor su culo, redondo y duro, aunque ella ni se inmutó. Como contramaestre de El Garfio, estaba más que acostumbrada a ver a su capitán en cueros. Se diría que por la cantidad de veces que, al sufrir heridas en combate, ayudó en su sanación, pero la verdad era que James, por alguna razón, no tenía ningún tipo de pudor. No era extraño verle pasear sin ropa en cubierta cuando el mar estaba tranquilo y el día era cálido y soleado. Era tal la pasión que sentía por el mar que era capaz de percibir todo su poder correr por cada una de sus venas y solo desnudo asimilaba la naturaleza salvaje del agua. También amaba su galeón. El Garfio era más que un simple navío con el que navegar o atacar a sus enemigos. Era una prolongación de sí mismo y solo cuando se sentía libre de ataduras materiales podía hallarse en sintonía con la madera y el metal del que estaba hecho. Solo así se forjaba un buen capitán, capaz de dominar los mares.

    La náyade titubeó.

    —Quería agradecerle, capitán, que haya sacrificado tantos hombres para protegerme de la Escila. Al rechazar el amor de Salma, jamás imaginé que se sentiría tan resentida como para convertirse en un monstruo y decidiera vengarse de mí.

    —Nunca olvides esto, Nerea. —Se volvió hacia ella con el ceño fruncido. Estaba tan serio que ni se molestó en terminar de vestirse—. Siempre protegemos a los nuestros.

    —Sí, capitán —asintió, intentando que sus mejillas no se ruborizaran. Por la gratitud, no por contemplar su torso velludo, musculoso y brillante de sudor.

    —¿Alguna cosa más? —intentó cortar la conversación.

    Nerea se recompuso y carraspeó.

    —Hemos avistado tierra, capitán. Llegaremos a Port Long Silver en pocos minutos.

    —Estupendo. Que todo el mundo se prepare. Hace meses que no salimos de este barco y mis hombres necesitan desfogarse. Una comida suculenta, mucho vino y una buena mama…

    El sonido estridente de una campanilla le cortó de repente. Frente a su mirada, un diminuto ser brillante revoloteaba furioso y hacía aspavientos con los brazos. Tenía la nariz enrojecida y los ojos adormilados; su aliento despedía un potente olor a alcohol.

    —Tienes razón, Tintinella. Mis disculpas… —Hizo una reverencia exagerada—. También las mujeres de este barco se merecen un descanso. —Se detuvo a examinar cómo al hada le costada mantenerse quieta en el aire y añadió con tono burlón—: Aunque creo que tú ya has empezado la fiesta.

    El hada rio y se le escapó de la boca un eructo sonoro. Lejos de avergonzarse, sonrió con picardía y se acomodó en el hombro de James como lo haría un loro.

    ***

    Port Long Silver era un nido de ladrones, asesinos, borrachos y pervertidos. La única ciudad sin ley en toda Magisterra donde no existían los prejuicios. Cualquiera de sus visitantes podía ser quien era en realidad en aquel lugar sin pasado, sin presente y sin futuro; un lugar libre.

    La única posada que había resistido al paso del tiempo y a los continuos saqueos fue reformada y convertida en un burdel. Un local sagrado para aquellos que llegaban de tan lejos. El Beso Perdido, cuyo letrero de madera con un dedal dibujado estaba mohoso y casi ilegible, mantenía las habitaciones de la planta de arriba funcionales. En la de abajo se había cambiado la colocación del mobiliario para despejar el salón y llenarlo de mesas y sillas donde poder degustar un delicioso trozo de carne asada acompañado de una cerveza refrescante.

    James ocupó una mesa vacía junto a Nerea, Tintinella —que nunca se separaba de él más de dos minutos— y Kalio, su navegante, encargado de buscar las rutas marítimas más favorables. Su don como astromante para el uso de la magia astrológica, le era muy útil en su cometido, ya que tenía la facultad de leer las estrellas, en cuyas constelaciones se mostraban todas las vías posibles de navegación. El hechicero, expulsado de la Cúpula de Magia por herejía y por adorar a los doce dioses zodiacales, fue admitido en la tripulación gracias a su talento, el cual, a pesar de su corta edad, no pasó desapercibido para el capitán Roger.

    Al instante de sentarse, dos camareros se acercaron; un chico y una chica. Ambos iban ligeros de ropa y mostraban sus cuerpos casi perfectos tras pequeños delantales que ocultaban con sutileza sus partes nobles. En El Beso Perdido no había lugar para los juicios de valor. La libertad era la única verdad. Y así, James, con una sonrisa lujuriosa, le guiñó un ojo al chico. Su compañera se giró sin dar muestra alguna de disgusto y atendió otra mesa mientras sonreía a sus nuevos comensales y los deleitaba con el vaivén de sus voluptuosos pechos.

    —Tráenos tres cuencos de asado de cerdo, algo de queso y varias pintas de cerveza —pidió James sin dejar de mirar al mozo de arriba a abajo.

    —Enseguida, señor.

    Al girar en dirección a la cocina, James aprovechó para darle una palmada en el trasero. El joven volteó la cabeza, sonrió y emitió una risita picarona.

    Esperaban que la comida no tardara, ya que se morían de hambre, pero antes de poder satisfacer los rugidos de sus tripas, escucharon un fuerte barullo repentino procedente desde el otro lado del salón. James se levantó para curiosear. Si por algún casual se estaba preparando alguna pelea, quería participar.

    Tras esquivar a varios borrachos, llegó hasta la barra, en el extremo más alejado de la entrada. Un par de ogros de más de dos metros de alto y gran envergadura se divertían molestando a un viejo y maloliente vagabundo.

    —¿Qué pasa, abuelo? ¿Estás sordo o qué? —le increpó uno de ellos—. Mi hermano te ha preguntado por esa historia que llevas contando toda la noche y que ahora dices que no es más que un cuento de hadas. ¿Dónde está ese tesoro?

    —No sé de qué estáis hablando —mintió el anciano, arrepentido de haber hablado más de la cuenta. Por enésima vez, se juró a sí mismo que dejaría de emborracharse.

    —No te lo repetiremos, viejo. O nos dices lo que sabes sobre ese tesoro o esparciremos tus entrañas por todo el puerto y le daremos de comer tu cadáver a los peces.

    James había escuchado todo lo que quería escuchar y se interpuso entre los ogros y el anciano. Su mirada era fría y peligrosa; por un momento incluso creyó intimidar a esos malhechores. Pero, tras mirarse confundidos por aquella interrupción, se encararon contra él.

    —Lárgate, mequetrefe. Nadie te ha dado parte en este botín —le amenazó uno de ellos al tiempo que sujetaba con sus manos descomunales las solapas de su casaca y lo alzaba un palmo.

    James sonrió con suficiencia. Sin perder la calma, alzó el puño izquierdo a la altura de la cabeza del ogro, que lo miró extrañado. No era una mano enguantada; parecía estar hecha de plata, aunque se movía con total naturalidad. Aun así, no consiguió intimidarle lo más mínimo.

    —Te sugiero que me dejes en el suelo y os olvidéis de este hombre si no queréis saber de lo que soy capaz —dijo James mientras echaba una fugaz mirada de advertencia hacia su puño.

    Los ogros se carcajearon sin hacerle el menor caso. James frunció el ceño y su mano de plata sufrió una sacudida. En un segundo, se había transformado en una hoja larga y afilada que rozó la mejilla prominente del ogro y le hizo un corte profundo. Al ver su rostro reflejado en ella, y una larga hilera de sangre, el ogro soltó al capitán y retrocedió asustado. Su hermano, asombrado, se retiró dando unos

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