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Inframundo
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Libro electrónico197 páginas3 horas

Inframundo

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Casasola, luego de enfrentar asesinos de extraña naturaleza y otros peligros fuera de este mundo, se dedica a editar el mensuario del Museo Nacional de Arte, mientras sostiene una relación con Dafne, una exteibolera metida a escort, a punto de retirarse. Al mismo tiempo, un libro legendario, creado por Blas Botello, astrólogo de Cortés, pugna por aparecer en el presente. Se trata de un tomo que posee a sus dueños, y que les habla con la voz de los muertos, a la vez que los incita a cometer toda clase de crímenes. La Ciudad de México es el escenario de un enfrentamiento: los vivos y los muertos deberán librar una batalla en la que se decidirá la permanencia del equilibrio y la humanidad, o el reinado del caos. El Consejo de Periodistas de Nota Roja Muertos, encabezado por Eugenio, el abuelo de Casasola, se unirá al protagonista para frenar la amenaza que se cierne sobre el mundo.
"[Una imaginación] mucho más ardiente que la de J.G. Ballard". Rodrigo Fresán
"Un interesante esfuerzo por reunir y contar de nuevo algunos de los temores del hombre contemporáneo". Revista La Tempestad
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 may 2018
ISBN9786078486588
Inframundo
Autor

Bernardo Esquinca

Nació en Guadalajara, Jalisco, en 1972. Es narrador y periodista, y estudió Ciencias de la Comunicación en el ITESO. Fue productor y locutor de radio en la Universidad de Guadalajara. Ha publicado en Crónica, Día Siete, El Financiero, La Jornada Semanal, Letras Libres, Milenio, Nexos, Reforma y Tierra Adentro. Es miembro del SNCA y recibió el Premio Nacional de Periodismo Cultural Fernando Benítez 1994. Participó en la antología Grandes hits volumen 1. Nueva generación de narradores mexicanos, editada por Almadía. Belleza roja fue reconocida por el diario Reforma como la Mejor Primera Novela de 2005.

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    Excelente libro, gracias y muy buen app para leer libros

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Inframundo - Bernardo Esquinca

demonios.

PRIMERA PARTE

EL SANTO GRIAL

1

Ciudad de México, capital de la Nueva España, 3 agosto de 1566

Las cabezas rodaron en el fango de la Plaza Mayor. Giraron hasta detenerse, una junto a la otra, bocarriba. Antes de que sus ojos se apagaran para siempre, los hermanos Ávila tuvieron una última visión: el cementerio de Catedral, donde sus cuerpos serían enterrados. Las cabezas dilatarían en llegar: serían exhibidas en la plaza, hasta que las aves las dejaran descarnadas, para que el castigo ejecutado sobre los conspiradores sirviera de escarmiento al resto de la población.

Todo inició meses atrás, en un juego que se fue tornando serio. Gil y Alonso de Ávila, junto con Martín Cortés, descendientes de conquistadores, planeaban instaurar un nuevo gobierno en la Nueva España. Comenzaron a codiciar el poder durante las mascaradas y saraos a los que atendían con mayor frecuencia de la recomendada. Azuzados por el vino y agrandados por su linaje decidieron dar los primeros pasos: robar objetos valiosos a sus familiares; venderlos y juntar el oro necesario para llevar a cabo su rebelión. Martín se hizo con un penacho que su padre dejó en un baúl, junto con otras pertenencias. Los hermanos Ávila debían responder con algo de semejante valor. Sabían que en su familia había un libro al que se le tenía una mezcla de reverencia y temor. Había sido propiedad de su tío Alonso. Un volumen proveniente de los días de la Conquista. Desde pequeños oyeron las historias. Su tío lo guardaba bajo la almohada para que le susurrara cosas mientras dormía. Algunas mañanas despertaba oyendo voces, y entonces podía hacer augurios. A nadie en la familia le gustaba, porque sólo vaticinaba desgracias. Las tías y las abuelas explicaban la razón: lo que escuchaba el conquistador Alonso de Ávila eran las voces de los muertos.

La leyenda familiar decía también que, luego de un sueño afiebrado, Alonso se levantó con una profecía en los labios:

–De esta familia, de estas casas, no quedará rastro, ni piedra sobre piedra.

El libro valía una fortuna y debía estar en alguna alacena u arcón olvidado. Era necesario buscar, remover, desempolvar.

Martín Cortés presionó: quería ser la cabeza del nuevo gobierno. Había que apurarse. Los planes continuaron, las fiestas también. La conspiración era un secreto a voces. Lo sabían los compañeros de juerga, los vecinos, los esclavos. Tanto amigos como enemigos estaban al corriente. El murmullo llegó hasta los oídos de la Real Audiencia. Poco antes de que el Aguacil Mayor derribara la puerta de los hermanos Ávila y entrara custodiado por un puñado de guardias, Gil y Alonso encontraron el libro; lo escondieron en el sótano, en una trampilla oculta bajo la alfombra. Cuando fueron aprehendidos y sus pertenencias confiscadas, el preciado objeto pasó desapercibido.

Los Oidores sólo tuvieron piedad con Martín Cortés. Los hermanos Ávila fueron sentenciados a morir. Mientras sus cabezas se pudrían a la vista de los paseantes en la Plaza Mayor, sus casas caían bajo el peso de los martillos, demolidas hasta sus cimientos. Una vez que se retiró la última piedra, el terreno fue regado con sal, para que nada volviera a crecer allí. El último acto del castigo a los conspiradores fue colocar un padrón infamatorio que recordara, por el resto de los siglos, su traición.

Durante largo tiempo, la esquina donde antes se encontraban las casas de los hermanos Ávila fue un muladar. La gente evitaba caminar por ahí, y si tenía que hacerlo apresuraba el paso, santiguándose. El lodo, los escombros y los desperdicios prosperaban. Los excrementos de los perros callejeros se acumulaban, produciendo un olor nauseabundo, atrayendo enjambres de moscas.

Bajo esa inmundicia un viejo libro aguardaba, paciente, la llegada de su próximo dueño.

* * *

Ciudad de México, mayo de 2016

Aunque Leandro Ceballos creció rodeado de libros su afición principal era otra. Por supuesto que le gustaban: sabía apreciar el olor a humedad, la pátina acumulada, la textura rugosa de los volúmenes viejos. Sentía placer al sacudirles el polvo, al abrirlos para atestiguar las huellas que el paso del tiempo –e incontables manos– había dejado en ellos. Porque lo que su padre vendía, y anteriormente su abuelo Artemio, eran libros antiguos, raros, de colección. Leandro pasó su infancia en el mismo local del que ahora se hacía cargo: la librería Inframundo en Donceles, esa calle que era el paraíso de los bibliófilos, de los cazadores de hallazgos.

A pesar de ser un buen librero, de poseer los conocimientos suficientes para continuar con dignidad la tradición y el negocio familiar, su pasión era otra.

Leandro tuvo las condiciones idóneas para enamorarse de los libros. Jugaba entre volúmenes que pronto empezó a hojear. Escuchaba todo tipo de historias y leyendas que el abuelo le contaba a su padre. Nunca las olvidó, porque eran fascinantes: las librerías de viejo de la calle de Donceles eran insondables, ya que, por más libros que se metieran en sus bodegas, estas nunca se llenaban. Algunas contenían volúmenes mágicos o malditos que los libreros no se atrevían a vender. En ellas, el tiempo corría de manera distinta: un cliente podía pasar tres horas dentro, y al salir, descubría que en su reloj tan sólo habían transcurrido cinco minutos… Y lo más alucinante: entre sus laberínticos pasillos atestados de libros existían pasajes que comunicaban a otros sitios de la ciudad.

Años más tarde, cuando Artemio agonizaba en una cama de hospital, le hizo una confesión a su nieto: en la librería de la familia había un portal que transportaba al pasado, a otra época de la Ciudad de México. Él lo había utilizado para conseguir libros perdidos. Leandro apretó la mano del abuelo y sonrió, condescendiente. La cercanía con la muerte lo hacía delirar.

Artemio le advirtió:

–Jamás lo uses. Puede ser tu ruina.

Estas cuestiones sentimentales que lo ligaban a los libros no impidieron que Leandro prefiriera una cosa por encima de las otras.

Su obsesión era acosar mujeres.

Desde niño fue una persona sin gracia. Era torpe, tartamudeaba, olía mal. Las niñas lo evitaban. Ahora, a sus cuarenta años, poco había mejorado. Salvo la tartamudez, que superó leyendo en voz alta numerosos libros con un lápiz en la boca, seguía siendo un hombre desagradable: cabellos tiesos e ingobernables como los de un estropajo –ese era su apodo: Estropajo–; hombros caídos y barriga salida; dedos rollizos y uñas crecidas, con mugre debajo. Y había algo más, el toque final de aquella imagen repulsiva: hiciera el clima que hiciera, Leandro siempre estaba sudando; su frente coronada por gotas brillantes, temblorosas, resbaladizas.

Estropajo.

Un día decidió que nada le impediría estar con una mujer. Lo haría por las buenas o por las malas. Llevaba años observando, rondando, planificando. El momento se acercaba. Había encontrado a la candidata ideal. Las rosas, los regalos, las palabras galantes ya no estaban en su mente. No era el camino, lo sabía.

Sería a la fuerza. Su urgencia gritaba por carne, y estaba harto de aullar en soledad.

Salió a la plaza Tolsá y se quedó contemplando las mamparas que rodeaban al Caballito. Desde que unos idiotas habían intentado limpiarla utilizando sustancias inadecuadas y corrosivas, la estatua ecuestre de Carlos IV permanecía oculta a la vista del público. Llevaba mucho tiempo así. Al parecer, nadie tenía la menor idea de cómo arreglarla. No le extrañaría que un día las autoridades decidieran reubicarla en alguna plazuela sórdida, disimulada por un eje vial, como ocurrió con la fuente más antigua de la urbe, perdida en las cercanías del metro Chapultepec. Así era la Ciudad de México, con su vocación de palimpsesto. Con más capas que una cebolla, pero con igual capacidad de hacer llorar a quien expusiera sus ojos ante ella. Lo invadió una creciente molestia hacia las autoridades, políticos y ciudadanos cómplices del holocausto cotidiano. Pensó en escribir algo al respecto en el siguiente número del Periódico Munal. Sin embargo, el sentimiento pasó rápido y se percató de su ridícula postura. La indignación era un tema para los desocupados, para los ociosos, para aquellos que no tenían mayor urgencia que mostrar su repudio hacia cualquier tema en las redes sociales u otros medios. Ahora que había dejado de trabajar para el Semanario Sensacional, y en su lugar editaba el mensuario del Museo Nacional de Arte, tenía tiempo libre. Demasiado. La ociosidad era la madre de todos los vicios; también la de los pendejos. Como aquellos que le habían arrancado el rostro al Caballito, su pátina centenaria que no podría ser sustituida con nada…

Caminó por Filomeno Mata; en la esquina con Cinco de Mayo se topó con un grupo de mirones. Al principio pensó que era una filmación, cosa frecuente en aquella zona; después se dio cuenta de que se trataba de un atropellado. Quiso seguir de largo –desde que abandonó su anterior profesión de reportero de nota roja intentaba alejarse de todo lo relacionado con ella– pero algo en la multitud llamó su atención. Fue sólo una instantánea, una imagen que se coló por el rabillo del ojo, muy nítida. Tan nítida como imposible. Retrocedió y se abrió paso a codazos –técnica perfeccionada en sus tiempos de reportero– hasta el centro de la multitud. Miró a todos lados y ya no lo vio. ¿Cómo lo iba a ver, cómo iba a ser posible, si Verduzco llevaba años muerto? Lo había matado la Asesina de los Moteles, tras una última y letal cogida. Al menos Verduzco tuvo esa despedida, pensó, en brazos de una mujer hermosa; en cambio, el atropellado comenzaba a convulsionarse en una danza final con el asfalto hirviente y los incontables chicles que se derretían en su superficie… La sirena de una ambulancia cercana lo sacó de sus pensamientos. Caminó, nervioso, hacia Madero. Él veía a los muertos en sueños, nunca a plena luz del día. Antes podría haber culpado al estrés por aquella visión, ¿y ahora? Necesitaba una cerveza. Conocía el refugio perfecto. Tenía tiempo antes de su cita con Dafne.

La burbuja del Hotel Geneve lo absorbió, aislándolo del caos de la Zona Rosa. Atravesó el elegante vestíbulo de paredes recubiertas de madera, libros empastados y pinturas virreinales; pasó debajo de su enorme candelabro y se introdujo en la penumbra roja del Phone Bar. Tomó asiento en una de las pequeñas mesas. De inmediato atacó los cacahuates que ya lo esperaban dentro de un auricular antiguo convertido en recipiente para botana. Cuando el mesero se acercó le pidió una cerveza y un plato con aceitunas. Se relajó tras el primer trago. ¿De qué, si nada lo angustiaba? La ciudad estaba viva. Era una enemiga haciendo cosas para acabar con la gente. Eso lo leyó en algún lado. Se llevó la mano al costado izquierdo y palpó la cicatriz que le dejó su encuentro con el Asesino Ritual. Parecía algo lejano. Ya no estaba expuesto a esos peligros. Su mayor preocupación era que los curadores del museo le tuvieran a tiempo los artículos sobre las exposiciones. Y aun así, algo lo inquietaba.

Dio un trago más largo a su cerveza y se recargó en el asiento. La atmósfera del Phone Bar era un remanso. Con su cabina roja presidiendo al centro y sus paredes adornadas con teléfonos de colección. Uno podía sentir que en verdad se encontraba en otra época, en otra ciudad que aún era posible. Lo único que rompía el hechizo era un discreto televisor de pantalla plana en el que se transmitía un partido de basquetbol. Resultaba inverosímil que un lugar como aquel sobreviviera en una urbe con tendencia a arruinar su patrimonio, a convertir lo clásico en esperpento. En pleno corazón de la Zona Rosa, gobernada por oficinas, casas de cambio, boutiques de lencería y atuendos para travestis, estéticas, sex shops, bufetes de comida china y fritangas, un hotel del Porfiriato se alzaba con la dignidad de un dinosaurio en un zoológico.

La tradición de esperar a Dafne en el Phone Bar provenía de la época en que ella trabaja en el Solid Gold, un table dance que estaba a una cuadra del Hotel Geneve. Ahora dichos negocios habían dejado de existir –o al menos eso afirmaban las autoridades, tras una cruzada contra la trata–; el edificio que antes albergara al Solid Gold mostraba unos sellos de CLAUSURADO, como tantos otros establecimientos similares de la Zona Rosa y la ciudad. Dafne ya no bailaba. Ahora formaba

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