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Rasero: o El sueño de la razón
Rasero: o El sueño de la razón
Rasero: o El sueño de la razón
Libro electrónico810 páginas18 horas

Rasero: o El sueño de la razón

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El protagonista de esta novela es Fausto Rasero, un ilustrado español que tras codearse con personajes famosos del Siglo de las Luces, como Diderot, Voltaire o Robespierre, escribe un aplastante y contundente tratado moral al que titula Por qué os odio, donde critica con ferocidad los soberbios sueños de la razón
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones Era
Fecha de lanzamiento2 jun 2020
ISBN9786074452150
Rasero: o El sueño de la razón
Autor

Francisco Rebolledo

Francisco Rebolledo (México, 1950) estudió química en la Universidad Nacional Autónoma de México, donde también realizó estudios de posgrado en la División de Estudios Superiores de la Facultad de Filosofía y Letras. Catedrático, investigador y traductor, su vena literaria ha dado frutos en cuentos, ensayos y novelas; una de éstas, Rasero o El sueño de la razón, ha obtenido los premios Pegaso (1994) y Critic´s Choice Award (1995). Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte.

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    Rasero - Francisco Rebolledo

    LUCIENTES

    I

    Diderot

    París. Diciembre, 1749

    En la pequeña casa de la calle de Saint–Victor, Denis Diderot hacía acopio de fuerzas para olvidar las terribles noches que había vivido en el torreón de Vincennes. Le resultaba difícil. El olor y las ratas persistían en su memoria, sobre todo el primero. No había conseguido desprenderlo de sus sentidos, porque era un olor tal, picoso y desagradable, de orines y moñigos quemados, de ajos y aceite frito, de cal tostada y pescado rancio, que le había invadido no sólo el olfato, sino literalmente todos los sentidos. Lo tenía en el tacto: sus manos, lavadas mil veces tras abandonar la cárcel, seguían húmedas y pegajosas absorbiendo esa repugnante pócima que parecía entrar en su torrente sanguíneo y viajar por él hasta llegar a la pituitaria, que estaba saturada del olor de Vincennes. La vista también le jugaba malas pasadas, pues creía ver en cada objeto, fuera una mesa, un plato o un libro, una especie de transpiración gomosa: diminutas gotas como el rocío, amarillo–verdosas como la pus. Sabía que esa sustancia era el extracto del olor, que si tocaba cualquier objeto la esencia viscosa se pegaría en sus manos, viajaría por su sangre y llegaría a su olfato. A veces, veía transpirar su propio cuerpo y se sentía como una babosa arrastrándose con el asqueroso olor a cuestas. Llenaba entonces la tina con agua tibia y se sumergía en ella, dejando fuera apenas la cabeza. Sólo de esta forma se sentía bien, descansaba por un rato del olor que lo atormentaba. En el agua tibia, hundido hasta la barbilla, pensaba cómo Marat, muchos años después, acudiría a idéntico remedio y se preguntaba si acaso Marat –ese exaltado jacobino que nunca llegó a conocer– sentiría el mismo acoso del olor.

    Estaba en la alcoba, viendo cómo caía la tarde invernal en el cielo de París, cuando Lizette le vino a avisar que acababa de llegar su buen amigo, Jean d’Alembert. Lo hizo pasar, pues no tenía ánimos para salir del agua. Vio entrar al matemático, humilde, sombrío, sin peluca, con su espeso cabello castaño amarrado en una cola. Vestía de oscuro, como un maestro de pueblo. No había nada en él que ocultara su orfandad; el hospicio traslucía en cada poro de su piel. Sus ojos grises y profundos avisaban una enorme inteligencia al tiempo que una permanente tristeza, como si estuviesen siempre a punto de estallar en llanto, en un llanto suave y delicado, que debería ser por eso mucho más triste, mucho más nostálgico.

    D’Alembert se quitó el tricornio y saludó. Mientras lo hacía, Diderot descubrió con disgusto que su amigo también estaba impregnado del olor: su ropa de paño negro dejaba entrever una fina capa amarillenta que semejaba al hálito de un iluminado. Un ángel caído, cubierto de polvo del cielo –pensó– o más bien del infierno, y recordó al divino Dante cuando narraba los tormentos del inframundo. Con un gesto le señaló una silla que había junto a la puerta, por fortuna bastante retirada de la bañera. No pudo reprimir el impulso que lo impelía a alejarse del hedor que emanaba de su amigo y sumergió la cabeza en el agua durante un buen rato, hasta que comprendió que era peor morir ahogado que soportar tan espantoso olor. D’Alembert no se sorprendió demasiado al ver sumergirse en el agua a Denis. Había aprendido a conocerlo y a comprenderlo. Profesaba por él una enorme simpatía y una no menor admiración. ¿Cómo era posible que detrás de ese rostro sanguíneo, de gruesas mejillas, con unos ojos tan apacibles y benignos, el rostro de un amable panadero de la Champaña, se ocultara una inteligencia tan portentosa, tan, por así decirlo, demoniaca? Su amigo se sumergía, pensaba D’Alembert, para refrescar un poco su cerebro, esa imponente máquina que no paraba las veinticuatro horas del día, siempre pensando, imaginando, diseñando sabe Dios qué ambiciosos proyectos. Esa frente amplia que Diderot lucía con cierta vanidad estaba siempre coronada de minúsculas gotas de sudor, resultado, sin duda, del hervor producido por la frenética actividad que ocurría dentro. Casi esperó que emergiera vapor de la tina cuando su amigo hundió la cabeza, como si fuese una plancha recién quitada de las brasas.

    –Perdona, querido Jean –los escasos cabellos empapados planchaban su cráneo, dándole un aire de casco bizantino–, he tenido una mala racha con mi cuerpo. Es la ciática, creo. ¡Ah, amigo!, pronto se deja de ser joven.

    –¡Qué va! Tú no me engañas, Denis. Estás hecho de una pieza. Lo que ocurre es que estás sentado demasiado tiempo. A mí me pasaba lo mismo hasta que el abate Bernis me enseñó a escribir de pie. ¡No puedes imaginarte el cambio! Desde entonces el cuerpo me fastidia tan poco, que a veces me olvido de que existe. Es una sensación maravillosa.

    –¿No te ha hablado el abate Bernis de las várices? Trabajando de pie alivias la espalda, pero atormentas las piernas. Y las mías son débiles. Quizás el remedio fuera trabajar acostado, como los moros. Cuentan que Avicena escribió toda su obra recargado en mullidos cojines.

    –Sí, mientras una hermosa odalisca lo masturbaba. Ya he oído hablar de ello. Pero no te hagas ilusiones, Antoinette nunca te dejaría trabajar así. Por cierto, ¿dónde está ella?

    –De seguro en alguna iglesia, rezando. Es increíble, Jean, la fuerza que puede alcanzar la fe en el desvalido. Hace mucho tiempo, cuando nos conocimos, Antoinette se había vuelto casi tan agnóstica como yo.

    –Bueno, no exageres.

    –Es verdad. Y ocurre que ahora, después de perder esos tres niños, el sentimiento religioso ha vuelto a brotar en ella, y con más bríos. No me lo dice, pero yo lo siento, se encuentra más a gusto dentro de una iglesia, hablando sabe Dios qué cosas con una imagen de madera, que conmigo. Probablemente y aun sin quererlo, me considera responsable de su desgracia. ¡Como si no fuera también la mía! Éste es un tema que me gustaría que discutiéramos con calma algún día, querido amigo: ¿Por qué aumenta la fe en Dios en proporción directa con las desgracias que le achacamos? Alguna vez hice esta misma pregunta a Voltaire y me respondió con una fina ironía: ¿Por qué no mejor se lo preguntas al perro de algún mendigo? Porque es bien sabido que cuanto peor trato les da su dueño a esos pobres animalitos, tanto más apego tienen por él.

    –Es una respuesta ingeniosa.

    –Sí, como todas las suyas. Pero en fin, vayamos a lo nuestro. El año próximo tiene que estar publicado el primer tomo de la Enciclopedia.

    ¿Cómo avanza esa introducción?

    –Despacio, muy despacio; como un molino con poco viento. He tratado de seguir el método que me propusiste: no escribir nada hasta sopesarlo por completo, hasta descubrir todas las posibles trampas donde pueda ocultarse la simpleza. Pero es difícil, créemelo, muy difícil. Por momentos, mi razón se empeña en jugarme malas pasadas. Me lleva a pensar que el mero hecho de escribir para explicar un tema o una idea, es una especie de conjuro que me obliga a incluir algo en la idea original; algo que la desfigura, que la hace aparecer distinta a como la concebí en la mente. Al llevar la idea al papel, parece que se manchara con la propia tinta con que la escribo y, queriéndola limpiar, la empiezo a cargar de analogías, de adjetivos, de verborrea, hasta que encuentro que la sintaxis, lejos de limpiarla, la oculta casi por completo. Y, peor aún, cuando esforzado por pulirla, la contamino sin darme cuenta con otra idea. Otra idea que suele ser, ¡créemelo!, diametralmente opuesta a la original. Entonces la pluma corre frenética tras ella, tratando de atraparla y eliminarla. Pero muchas veces lo que consigo, y de eso me doy cuenta cuando leo el párrafo recién escrito, es hacer una presentación rigurosa y hasta deslumbrante de la idea parásita, que logró, sin hacer el menor esfuerzo, desplazar a mi intuición original. Tal vez te suene confuso todo esto, pero no es fácil de explicar.

    –No, Jean, te comprendo muy bien. Por supuesto que eso a mí también me ocurre –Ahora el olor empezaba a ceder. Quizás aparte de la tina, el hablar, el sumergirse en un discurso donde cada neurona de su cerebro tenía que estar alerta para enviar la palabra precisa, que ajustara como anillo al dedo con la idea que estaba en su mente, fuera el único remedio para apartar de sus sentidos el olor y las ratas. Inmerso en la charla, no era que dejara de percibir el maldito olor, lo que ocurría es que no se daba tiempo para sentirlo, para degustarlo con toda intensidad. Era por ello que al salir de Vincennes se había vuelto, si es posible, más locuaz, más vehemente. Las ideas fluyendo frenéticas por cada nervio de su cuerpo inhibían los recuerdos, matizaban la potencia de ese aroma–. ¡No puedes imaginarte el enredo que fue traducir ese estúpido diccionario inglés! Los sajones, amigo, definitivamente no razonan igual que nosotros. No sé si esto se deba a su idioma. O al revés, que su idioma sea el resultado de su forma de razonar. El hecho es que aderezan sus planteamientos con una especie de, ¿cómo decirlo?, de espiritualidad; muy pagana, por cierto, pero nada, o aparentemente nada, racional. Pareciera que los antiguos brujos druidas hubiesen reencarnado en sus mentes. Todo lo que está escrito por un inglés carga algo inmanente, teleológico, al fin y al cabo religioso. Piensa en Newton, por ejemplo: después de hacer un impecable análisis del movimiento, donde su portentosa inteligencia logra poner en orden y presentar, como sólo Euclides pudo hacerlo, la naturaleza al desnudo, limpia, clara y en perfecto equilibrio. Después de esa titánica labor, te decía, surge de repente, o no tan de repente, porque si reflexionas un poco te das cuenta que siempre ha estado ahí, agazapado como un lince que acecha a su presa, un Dios, absoluto e imprescindible. Resulta que todo ese espléndido sistema que su razón había establecido está sustentado por un Dios omnipresente. Un Dios que, si sigues con cuidado a Newton, es después de todo la causa, la razón y el efecto del movimiento y es en sí mismo inaccesible e incognoscible. Puedes creerme que ese Dios es idéntico al motor inmóvil de Aristóteles.

    –Sí, lo he pensado alguna vez.

    –Pero eso es terrible. ¿Para qué entonces los Principia; para qué esos axiomas; para qué esas hermosas demostraciones del movimiento de los astros; para qué develar la gravitación, si todo a fin de cuentas está soportado por Dios? Y a Dios, mi amigo, ya lo descubrimos hace mucho. A veces siento que Newton era una especie de místico con habilidades equivocadas. Con la habilidad de un artesano que busca a Dios y no encuentra mejor camino para dar con él que armándolo con sus manos, como un pintor lo haría retratándolo. Todos los Principia, si descubres la intención original de su autor, resultan ser un retrato mecánico de Dios.

    –Creo que exageras de nuevo, Denis.

    –¡Qué va! Más bien me quedo corto. ¿Acaso no recurre Newton a Dios para postular un tiempo absoluto o un espacio infinito?

    –Pero prescindiendo de Dios el sistema funciona perfectamente, y eso es lo que cuenta.

    –¡Ahí está! Tú eres francés. Acabas de hablar como un auténtico latino. A fin de cuentas te importa lo real, lo que se puede comprender y transformar. Piensa en Descartes, por ejemplo. Hace exactamente lo contrario que Newton. Cuando empiezas a estudiar su obra puedes pensar que se trata de un fervoroso creyente, mucho más preocupado por Dios que el propio inglés. Pero si te adentras en sus ideas, descubrirás que a Descartes, Dios le interesa muy poco. Recuerda su sistema. ¿Qué es lo que hace? Antes que nada propone la existencia de Dios como un axioma inapelable. A partir de entonces penetra, por decirlo de algún modo, en lo real, en el pensamiento, en la materia, en lo que tú quieras. Así, desarrolla su discurso y llega a conclusiones que no dependen en lo más mínimo de aquel Dios tan engalanado y solemne que nos describió al principio. Al postular la existencia de Dios, Descartes hace una concesión a su época (y tal vez a su conciencia, porque el hecho de que fuera o no creyente, no desvía un ápice lo que te estoy diciendo) para poder trabajar en paz con sus ideas, las cuales, puedes estar seguro, no tienen que ver nada con Dios. Para los latinos, Dios es un ente superior que nos hemos impuesto a punta de espada (o asados en leña verde), a quien tenemos que respetar y temer, porque de alguna manera es una especie de árbitro o supremo apelador en nuestras relaciones. Por eso lo tenemos a buen recaudo en nuestras iglesias. Pregúntale a cualquier francés, o italiano o español, en dónde está Dios. Todos, o la abrumadora mayoría, te contestarán que está en las iglesias. Porque, al fin y al cabo, allí es donde debe estar, debidamente incensado, adornado y adorado. Afuera de los templos no estamos más que nosotros, tristes mortales: y si acaso están los curas, que son algo así como repartidores a domicilio de Dios cuando la necesidad lo impone. Cuando alguien va a morir, por ejemplo, y no puede desplazarse a la iglesia más cercana, pues el cura le trae a Dios a su casa y lo absuelve, quitándole de encima el enorme peso de morir sin haber hecho un debido balance y ajuste de cuentas con el Creador (y quitando también de encima unos cuantos luises a los familiares del moribundo). Por el contrario, pregúntale a un inglés o a un alemán dónde está Dios. Sin duda te responderán: ‘Dios está en mí, Dios está en todas partes". Y se pasan toda su vida y toda su obra buscándolo. Nosotros, por fortuna, lo encontramos hace ya mucho tiempo.

    D’Alembert escuchaba arrobado la perorata de su amigo. De todas sus cualidades, la que más admiraba y, por qué no decirlo, envidiaba, era esa deliciosa capacidad para dispersar su mente, para saltar de un cúmulo de ideas a otro, como lo haría una abeja entre las flores. Diderot se interesaba por todo; nada estaba a salvo de ser destazado por su implacable inteligencia. Como si hubiese atesorado cada uno de los finos cuchillos que había hecho su padre, su mente siempre estaba armada para cortar, separar, desmenuzar cualquier idea, partiéndola en diminutos fragmentos, del tamaño acaso de los átomos de Leucipo, para volver a armarlos luego, siguiendo unos planos diferentes, reintegrándolos a otro cuerpo que en apariencia nada tenía que ver con el original. Él no era así, no tenía ese instinto por la totalidad de su amigo. Estaba lejos de ser un Pantófilo, como llamaba Voltaire a Diderot. Él era demasiado ordenado. No podía exigir a su mente que divagara. Necesitaba el método, la razón, la lógica. Quizá por eso era un matemático excelso. Desde muy pequeño, entre los cálidos brazos de madame Rousseau, más que su madre, su única referencia del mundo, el único cobijo que tuvo a mano para resguardarse de la fría soledad que caló en su cuerpo desde el mismísimo día en que una camarera de madame Tencin –su frívola, verdadera y ausente madre– lo abandonara recién nacido en las escaleras de Saint Jean–le–Ronde; desde muy pequeño –decía– se aficionó por el orden, amó el equilibrio; instaló su mente en el mundo de la lógica, donde todo silogismo debe encuadrar perfectamente; donde nada queda al azar, todo es inferido e inferente; donde no hay más hueco que la ignorancia; donde se puede diseccionar algo hasta lo infinitamente pequeño para encontrarle su razón, su fluxión diría Newton, y entonces, liberado ya de sus misterios, desnudo, con su enorme sencillez a cuestas, puede repetirse, puede sumarse hasta el infinito sin perder su cualidad, sin ser apenas más que una curva trazada en el papel. ¿Qué más, si no, son las matemáticas?

    –Así pues, Jean, como a Dios lo tenemos localizado y a buen resguardo, podemos enfocar nuestra atención a las cosas de este mundo. Pese a lo que me has hablado de tu guerra particular con la pluma, la sintaxis y las ideas, tú debes escribir la introducción de la Enciclopedia. Sencillamente nadie podrá hacerlo mejor.

    –¿Y por qué no tú, Denis? Sería más justo. Has trabajado en esto mucho más que yo. Tú has hablado con...

    –Por favor. Perdona que te interrumpa, Jean. Pero este punto ya lo hemos discutido suficientes veces. ¿Por qué yo no? Mira, muchacho, porque yo soy Denis Diderot, hijo de un cuchillero de Langres. Un perfecto desconocido, o casi perfecto, porque ya hay quien empieza a conocerme. ¿Y sabes cómo me conocen? Como el rufián que purgó en Vincennes –nada más decir ese maldito nombre y el olor reaparecía– un justo castigo por escribir obscenidades, así las han llamado, e insultos contra Dios y su Santísima Madre Iglesia Católica y Apostólica y Romana –lanzó un profundo suspiro. El olor, más fuerte que nunca, empezó a provocarle náuseas. El agua se había enfriado y lo resintió su cuerpo, atormentado por el reumatismo–. ¿Escribirla Voltaire? Ese hombre, amigo mío, es demasiado conocido. Además, pese a toda la admiración que podamos profesarle, debes reconocer que es pérfido y vanidoso como un pavo de Indonesia. Si él escribiera la introducción, ten por seguro que se las ingeniaría de tal forma que, pese a decir literalmente que se trata de una obra de conjunto donde participan muchos hombres, el lector avispado comprendería enseguida que el único autor es en realidad el propio Voltaire. Admítelo, Jean, ese hombre es incapaz de compartir nada con nadie... como no sean las ganancias por la especulación con los ahorros de los parisinos y, eso sí, llevándose siempre la parte del león. ¿Montesquieu? Llevo seis meses enviándole las cartas más melosas y zalameras que he sido capaz de escribir en toda mi vida. Y, ¿sabes cuál ha sido su respuesta? Pues el barón de Montesquieu, el autor de las Cartas persas, el inquisidor del Imperio Romano, el hombre que trabajó durante quince años para poner en francés las ideas de Locke con su Espíritu de las Leyes, el gran Montesquieu, pese a que casi le besé el culo en mis cartas, me ha prometido todo lo más ¡un artículo! Y, ¿sabes sobre qué?, sobre estética y buen gusto. Eso nos ofrece Montesquieu, ¡y tú quieres que escriba el prólogo! Nada más te falta mencionar a Buffon. Estoy seguro que haría una presentación al gusto de la condesa de Egmont y del zoológico de afectados que asiste a sus tertulias. Un día, cuando esté realmente enfadado contigo, te voy a pasar alguno de sus escritos para que lo corrijas. Vas a saber lo que es un tormento. Y eso si logras trabajar; si la miel que destilan sus textos te deja despegar la mano del papel o si el olor a extracto de rosas que expelen sus palabras no termina por hacerte vomitar.

    –Eres cruel, Denis.

    –No, amigo, el cruel es Buffon. Creo que le hace un flaco favor a la ciencia divulgándola con ese estilo de petimetre. Aunque, hay que reconocerlo, sabe de lo que habla. Pero de eso a hacer el prólogo, jamás. Por favor, dile a la moza que me traiga un cubo con agua caliente; se me empieza a entumir el cuerpo.

    Mientras su amigo iba a la cocina, se sumergió de nuevo. Realmente se sentía muy mal. Este condenado proyecto empezaba a apestar tanto como la cárcel de Vincennes. Intuía, y sabía que su intuición jamás fallaba, que iba a terminar cargándolo él solo. D’Alembert, pese al gran entusiasmo que demuestra, va a acabar por fastidiarse –pensaba–. O peor aún, se va a asustar. Porque no va a ser capaz de soportar el suplicio de Vincennes o la Bastilla. Jamás arriesgará su preciada libertad de huérfano, no se apartará una pulgada siquiera de la dulce protección de su encantadora Julie–Jeanne...

    –Así pues, querido Jean, no existe persona más adecuada que tú para escribir ese prólogo. Veamos: primero, pese a todo lo que me has dicho, escribes muy bien; segundo, eres el sabio más respetado del país, académico a los veinticinco años, famoso desde los veinte, y tercero, tu reputación de matemático te protege de los inquisidores y otros padres de la Iglesia. No pueden ver en ti, como lo hacen tan fácilmente conmigo, a un enemigo de Dios y de su culto, y esto por una sencillísima razón: no tienen la menor idea de lo que son las matemáticas y su fe no es tan grande como para imponerles la penitencia de estudiarlas. Actúan contigo como lo hacían los vasallos del rey Midas ante sus ropas de idiotez. Esto es un asunto concluido. Sigue peleándote con tus ideas y puliendo tu sintaxis, pero no dejes de hacer ese prólogo. Y apúrate; los libreros me están presionando mucho. Me han dicho que piensan contratar a más de dos mil suscriptores, y cobrándoles diez pistolas por la obra los muy canallas.

    Las campanas de Notre–Dame llamaban a misa de cinco. La habitación se oscurecía de prisa, sin que eso pareciera molestarles.

    –Ya no debe tardar Rasero. Lo cité a las cinco –dijo D’Alembert.

    –¿Rasero?

    –Sí. El muchacho español del que te había hablado.

    –¿El andaluz?

    –El mismo. Me permití invitarlo a tu casa esta tarde. Quiero que lo conozcas. Es una persona muy extraña.

    –Voltaire es más aficionado que yo a la gente extraña.

    –No quiero decir eso. Es muy inteligente. Al menos eso creo. No hay conversación que haya sostenido con él, y tú sabes que siempre hablo de matemáticas o cosas por el estilo, que no me haya seguido al dedillo. Es más, tengo que admitir que me ha puesto en apuros varias veces. Es muy despabilado, pese a lo abúlico de su aspecto.

    –¿Cómo es?

    En ese instante, escucharon un golpeteo en la puerta.

    –Mejor conócelo tú mismo.

    Iluminado apenas por la última luz de la tarde, Diderot vio a un hombre de mediana estatura vestido impecable con un traje azul oscuro, sin peluca ni cabello, que saludaba con finos modales a su amigo D’Alembert.

    –Denis, quiero presentarte al señor Fausto Rasero.

    –Mucho gusto, señor mío. Usted sabrá dispensar que lo reciba en este lugar y en este estado, pero tengo el cuerpo molido.

    –No se preocupe, monsieur Diderot –dijo Rasero con su peculiar acento–. No sabe las ganas que tenía de conocerlo. ¡Denis Diderot, el héroe del torreón de Vincennes!

    Al oír esas palabras, Diderot sintió que el olor volvía a cubrir el mundo. Estaba en todas partes y le golpeaba el olfato sin piedad. Hasta el agua de la tina había adquirido ese olor amarillento. La habitación, como una pintura hecha con un solo color, se había entintado del aroma. Iba a sumergirse de nuevo, pero al bajar la cabeza, notó algo extraño y la levantó enseguida. Aparentemente todo seguía igual, purulento y apestoso. La tina, las sábanas, las paredes, la puerta, Jean... ¡mas no Rasero! Su traje azul, su pálida piel, su cabeza calva y reluciente no mostraban una minúscula motita del repugnante aroma. Rasero era el único objeto en la alcoba que conservaba su color: él no olía, o para ser más preciso, sí olía, aunque emanaba un olor agradable, increíblemente agradable al olfato de Diderot. Despedía una fragancia fresca, boscosa. Olía como huele una floresta al amanecer; olía a todo aquello que no puede oler el maldito castillo de Vincennes... olía a libertad.

    Diderot estaba extasiado. Retuvo largo rato su mirada en el rostro del andaluz. Un rostro peculiar, por cierto: las cejas, muy finas, coronaban unos ojos de regular tamaño, aunque muy separados y casi sin blanco visible, los enormes iris negros los consumían. El resto de las facciones era armónico sin ser hermoso: la nariz pequeña y afilada; la boca con labios finos y dientes fuertes y alineados; su quijada terminaba en punta, quitándole fuerza al rostro, pero dándole en cambio cierta gracia; por lo demás, ni una sola arruga lo surcaba, era perfectamente terso, como para matar de envidia a cualquier dama de la nobleza. Un lunar pintado en la mejilla izquierda era la única concesión a la moda de su tiempo. No usaba polvos, afeites ni pinturas.

    Abandonado por el olor, Diderot súbitamente se sintió muy bien, como hacía mucho que no se sentía; como cuando paseaba al caer la tarde por los jardines del Palais Royal con Antoinette, mucho, muchísimo antes del infierno de Vincennes, cuando su matrimonio aún era un sueño y él se sabía joven y fresco, capaz de enfrentarse al mundo y conquistarlo; como cuando empezó a incubar en su mente aquel proyecto que ya no abandonaría el resto de su vida, ni siquiera en sus peores crisis de olor y de hastío... Quería aprovechar esa nueva situación, atesorar cada instante que estaba viviendo sin el fardo del olor; quería beber vino, hablar de mil cosas. Quería, en fin, abrir su olfato y todos sus sentidos al dulce aroma que penetró en su cuerpo.

    –Señores –dijo–, ¿por qué no pasamos al comedor? Ya ha tenido suficiente agua mi cuerpo. Si continúo aquí, voy a terminar como una pasa, que por cierto, monsieur Rasero, en su tierra se dan deliciosas. ¿Cómo es que se llaman?

    –Moscatel.

    –Sí, moscatel. Pasen al comedor, por favor –sus manos, arrugadas por el agua, alisaron sus cabellos–. Jean, pídele a Lizette que abra una botella de vino y empiecen a servirse. Enseguida estoy con ustedes.

    El departamento era humilde. Los muebles, de segunda mano, se antojaban demasiado grandes para la pequeña estancia. Unos cuantos grabados de escasa calidad decoraban las paredes. No obstante, el recinto tenía su encanto y éste se debía, sin duda, a los libros, de los que estaba literalmente invadido. Los había por todas partes: en dos viejos libreros sobre la pared, amontonados en doble y hasta triple fila; sobre la mesa, apilados en columnas de tres pies de altura; los había incluso en el suelo, donde las pilas formaban un laberinto en miniatura por el cual no era fácil moverse. Rasero observó que, pese al aparente caos, estaban acomodados metódicamente. Descubrió que cada hilera correspondía a un tema, sin haber en ella un solo libro que se apartara de él. Frente a sí, sobre la mesa, se encontraba una columna de viejos libros de química. En sus lomos podía leer los nombres de los autores. Nombres que llevaron a su mente diez años atrás, cuando escuchaba atento las disertaciones del doctor Antonio Ulloa, su maestro y amigo, descubridor del platino, el químico más grande de España. Le hablaba Ulloa –y frente a él tenía esos nombres mágicos– de Calínico, el alquimista sirio, inventor del fuego griego, que contiene una fracción de petróleo como inflamable, salitre como dador de la lumbre y cal viva que aporta el calor al reaccionar con el agua... De Livadius, el autor del primer libro de texto de química moderna, que ahora estaba a su vista: un libro pequeño y muy viejo, por el cual su querido maestro hubiese dado su exigua fortuna... De Mayow, el químico inglés que estudió como nunca se había hecho el fenómeno de la respiración y demostró que sólo una parte del aire se emplea tanto para respirar como para lograr la combustión; experimento que más tarde haría famoso a Lavoisier, quien ahora apenas –esto no lo sabía Rasero– contaba con siete años de nacido... Del gran sabio moro Rhazes, que hizo la escayola de París, capaz de curar los huesos rotos manteniéndolos unidos, descubridor, además, del antimonio, pese a los embustes y fantasías –así los llamaba Ulloa– de los occidentales, que atribuyen ese descubrimiento a un monje irlandés... De Becher, el alemán aventurero, inspirador del doctor Stahl y su flogisto... De Maimónides, el gran médico español, enemigo, desde tiempos tan remotos como el siglo XIII, de fanatismos y supercherías, crítico implacable de la astrología, defensor entusiasta, en cambio, de la astronomía... De Kunckel, el alemán que logró aislar el fósforo, descubrimiento que –decía Ulloa– es justo atribuir también a Brand, otro alemán contemporáneo de Kunckel, y de quien, por cierto, también había un libro en la mesa de Diderot... De Aubert, un químico francés capaz de darle semejante título –es lo único que Ulloa sabía de él– a un libro: De metallorum ortu et causis contra Chemistas brevis et dilucida et Progymnasmata injoannis Fernelli librum de abditis rerum naturallum causis, obra que ahora tenía frente a sus ojos, en casa del pantófilo Diderot. Estaban también Van Helmont, Beguin, Aldrovandi, Avicena, Paracelso, Boyie, Boerhaave, Toscanelli, Lefevre, Pott y Cristóbal Acosta, el autor africano del Tratado de las drogas y medicinas de las Indias Orientales, añejísima obra de la que Ulloa se ufanaba de ser poseedor del único ejemplar que existía. Ver este otro no le hubiese agradado mucho a mi querido maestro, pensó Rasero.

    –¿Le interesa a usted la química, monsieur Rasero? –preguntó Jean d’Alembert.

    –Creo que sí. A decir verdad, conozco poco de esta ciencia: lo que logró introducir en mi dura cabeza el doctor Antonio Ulloa, mi antiguo maestro. Una persona formidable, por cierto. Fue él quien me convenció de las posibilidades de esta ciencia, siempre y cuando, insistía mucho en ello, se le desligara de la alquimia, más que madre, madrastra de la química, que ha dilapidado muchos siglos y muchas mentes lúcidas en la búsqueda de algo tan inútil como el oro. Porque, imagínese usted, si por puro azar los alquimistas hubiesen tenido razón, si hubieran encontrado ese mágico procedimiento capaz de transformar en oro los metales vulgares, ¿qué se habría ganado? Muy poco, creo yo; pronto el mundo estaría saturado de ese metal y su precio, en consecuencia, se iría para abajo. En la fiebre por convertir el plomo en oro, al cabo de unos años lo valioso sería el plomo, pues comenzaría a ser escaso y, hemos de admitirlo, es mucho más útil que el metal amarillo. Así pues, según Ulloa, los alquimistas estaban equivocados de principio a fin. No obstante, y quizá sin proponérselo, hicieron descubrimientos notables que vinieron a ser el origen y el soporte de la química, verdadera ciencia moderna. Ulloa me habló de más de doscientas sustancias, entre metales, minerales, espíritus alcohólicos y ácidos, sales y gases, descubiertas o preparadas por los alquimistas. Sustancias mucho más útiles que el oro, con un sinfín de aplicaciones en nuestra vida cotidiana. Ése es el camino que debe seguirse, y creo que se está siguiendo: cada vez son menos los que buscan la vía áurea. Tal vez Newton fue el último grande que creyó en la alquimia. Y, ya ve usted, no logró en ese campo una sola aportación, por minúscula que fuera. No hay punto de comparación con lo que hizo en la física, y eso que, según cuentan sus biógrafos, por cada hora de su vida que dedicó a la física, ocupó cinco en la alquimia.

    –Sí, algo he oído de eso.

    –Para Ulloa, que es un fanático de la química, en la composición de las sustancias está la clave para transformarlas, ya sea degradándolas o uniéndolas para formar nuevos compuestos. En ellas están contenidos los principios de la vida, de los alimentos, de la salud. Cuando logremos un conocimiento profundo de sus propiedades y la destreza para transformarlas a nuestro antojo, las posibilidades que se abrirán serán casi infinitas. Nuestra vida, nuestro mundo, cambiarán radicalmente.

    –¿Para bien o para mal? –preguntó Diderot que acababa de sentarse a la mesa y servirse un vaso de vino.

    –Buena pregunta, monsieur Diderot. Yo mismo me la he hecho a menudo y siempre encuentro en un extremo tan buenos argumentos como en el otro...

    ***

    ¿Cómo hablarles de lo que has visto tantas veces en ese mundo que visitas cada vez que alcanzas el orgasmo? Allí, y eso lo sabes muy bien, la química y muchas otras ciencias han impuesto sus reales. Has podido ver infinidad de objetos que no existen en tu época. Como esas pequeñas burbujas de vidrio, que emiten una luz amarilla mucho más potente que cualquier vela, o esos toscos carruajes de metal que se desplazan veloces sobre ruedas de caucho inflado sin el auxilio de una bestia de tiro, o esos extraños líquidos de mil colores que la gente ingiere todo el tiempo, burbujeantes como la champaña, pero de un sabor que adivinas ácido y dulzón. Y digo adivinas porque de hecho no has tenido con ese mundo el mínimo contacto que no sea visual: cada vez que intentas tocar un objeto, tu mano lo atraviesa como si fueras un fantasma. Tampoco puedes olerlo ni degustarlo. Ves ese extraño mundo durante el fugaz instante del orgasmo, de la misma forma que un espectador observa una comedia en el teatro.

    ***

    –... Aunque creo que, para bien o para mal, hacia allá vamos. No es dado en el hombre no emplear lo que descubre. Basta con echar un vistazo a la historia: todo invento, por terrible que parezca, lo hemos incorporado de buena gana a nuestro acervo, o arsenal, según el caso. Tal vez no estaban tan errados Pitágoras y sus discípulos cuando juraron no compartir con el mundo lo que descubrieran sus inteligencias.

    –Quizá fuera mejor así. Pero el hecho es que no lo ha sido. Nuestro futuro está condenado a atiborrarse de cuanta idiotez inventemos –dijo, sonriente, Diderot.

    –Así parece, en efecto. Y ustedes, por lo que sé, son cómplices en ese proceso, pues ¿qué otra cosa, si no, es hacer una enciclopedia como la que tienen en mente? Porque, según he podido comprender a Jean, su proyecto es mucho más ambicioso que el que tenía Gua de Malves.

    –¡Ese cobarde! Quería hacer una traducción francesa de un diccionario para médicos inglés. No da para más su triste mollera.

    –Pero así estaba a buen resguardo del torreón de Vincennes –replicó D’Alembert.

    Diderot descubrió satisfecho que el oír ese odioso nombre no le afectaba el olfato.

    –Sí, amigo. Divulgar el conocimiento sin prejuicios, libre de mentiras y supersticiones; suministrar, por decirlo de algún modo, herramientas para hacer menos penosa nuestra ignorancia y tal vez nuestra existencia, parece ser un delito. Pero no hay que detenerse por eso. La historia, como decía monsieur Rasero, también nos brinda magníficos ejemplos en este aspecto. ¿Acaso no murió Bruno en la hoguera por sostener una verdad que ahora, dos siglos después, nos parece tan evidente que se la enseñamos como cualquier cosa a los párvulos en la escuela? ¿No hicieron abjurar y encerrarse en una torre al gran Galileo por atreverse a ver lo que hace millones de años está en el cielo, esperando un ojo avispado que lo revele? Los hombres somos muy necios, qué duda cabe. Castigamos con saña no a la ignorancia, sino a lo que la afrenta. El saber que acumulamos, por el que dieron la libertad, la honra y hasta la vida tantos hombres, es el mayor obstáculo para alcanzar nuevos saberes, porque éstos pueden contradecirlo y hasta negarlo; porque pueden demostrar que nuestro saber no es tan sabio. Y un saber rebasado, amigos, no es otra cosa más que ignorancia, y a nadie le gusta ser ignorante. Por eso afilamos las garras contra quien osa poner en duda nuestro conocimiento. Es un proceso cruel, pero insalvable. Me imagino los problemas que habrá tenido el primitivo que descubrió que era más práctica una piedra que los puños para luchar contra una bestia. De seguro lo mataron con su propio invento... En fin, hablando de primitivos, dime Jean, ¿en quién has pensado para los temas religiosos?

    –Cuando lo hicieron responsable del proyecto, los malditos libreros le impusieron la condición de incluir en la Enciclopedia el tema de la religión, con todo y teología, historia de la Iglesia y demás bazofia. Diderot comprendía que era un requisito insoslayable. No tenía la mínima posibilidad de ver publicada la obra si prescindía de esos temas. El punto era cómo incluirlos sin darles peso. O mejor aún: que lo tuvieran, pero no soportado por una apología, sino por una crítica cruel y corrosiva, que a la vez estuviese libre de inquisidores y censuras. Iba a resultar muy difícil conseguirlo.

    –Creo que el abate Mallet es ideal. Es muy creyente, es cierto, pero no tiene un pelo de fanático. Además, está bastante alejado de los corrillos de la Sorbona y no muestra ningún interés por acercarse a ellos. Para ese montón de cretinos, Mallet no es más que un cura de pueblo. He leído algunos de sus escritos y me parece que reflejan un catolicismo arcaico, mucho más próximo a las parábolas del Evangelio que a las disertaciones de los escolásticos. Eso me parece ideal. Hasta a los condenados jesuitas les resultará difícil refutar las palabras de Cristo. No tendrán a mano argumentos sólidos para atacarnos.

    –Poco los conoces, Jean. Si cuadra con sus intereses, esos infelices pueden demostrarte que San Pablo era jansenista o luterano el mismísimo Salvador. Y cuadra con sus intereses destruirnos, puedes estar seguro; lo de Vincennes sólo fue un aviso. De cualquier forma, creo que tienes razón; a mí también me agrada el abate Mallet. Por lo menos es un creyente convencido, una especie que está en vías de extinción, sobre todo entre los curas. ¿Sabes lo que me dijo el otro día?, que me respeta porque soy un agnóstico convencido; que puede dialogar gratamente con un librepensador como yo porque, aunque no tenga fe, no me burlo de ella. La burla es lo que no tolera. ¿Acaso no le molestaría a usted que yo me burlase de su ateísmo?, me preguntó muy serio. ¡Por supuesto!, le respondí. Les juro que no sé cómo pude contener la risa. En verdad que es un buen hombre, estoy seguro que hará un magnífico trabajo. Aunque debemos estar prevenidos: nuestro querido Mallet no luce muy sano que digamos y en un chico rato se nos puede ir a los brazos de su amado Padre. Duclos ha pensado que Yvon nos puede ser útil y estoy de acuerdo. Aunque es un poco cínico, conoce como nadie la historia de la Iglesia. ¿A ti qué te parece?

    –Me parece bien. Pero recuerda que el abate Preste está muy entusiasmado con el proyecto. Creo que debemos incluirlo.

    –Si tú tratas con él, pase. No soporto a ese hombre. ¿Y usted qué opina, monsieur Rasero?

    Sancho, con la iglesia hemos dado, dijo alguna vez nuestro Quijote. Es un asunto harto difícil. Confieso que conozco a los tres abates que han mencionado...

    ***

    Cómo no recordar a Yvon y aquellas larguísimas discusiones sobre la existencia o no del tal Dios, mientras observabas consumido por el deseo el cuello de Inés, su maravillosa sobrina, con quien por fin te fuiste a la cama y muchísimo más lejos, a una enorme ciudad cuajada de gente en medio del océano. Había edificios altísimos, muchos de ellos de veinte pisos o más. Las calles no estaban empedradas; eran lisas como el suelo de una casa. Circulaban por ellas gran cantidad de vehículos sin tiro. La gente caminaba presurosa a sus costados, en uno y otro sentido. Llevaban ropas muy extrañas; los hombres no usaban peluca y las mujeres lucían las piernas descubiertas hasta la rodilla. Te llamó la atención ver que muchos eran negros. Contemplabas absorto ese singular paisaje, cuando viste frente a ti un enorme vehículo con una gran caja de metal en la parte posterior. Venía muy rápido. Comprendiste que no tendrías tiempo para esquivarlo. El miedo te paralizó y, peor aún, te hizo olvidar que estabas en medio de un sueño. Resignado, pensabas en lo fugaz que es la vida y lo absoluta que es la muerte, cuando la máquina te atravesó limpiamente. Sólo entonces te diste cuenta de dónde estabas y recordaste aliviado que ningún objeto de ese mundo podía tocarte y mucho menos hacerte daño.

    ***

    –... Y los tres me parecen idóneos para el proyecto. No son jansenistas ni jesuitas ni pertenecen, que yo sepa, a ninguna de las sectas que están de moda. Mientras más neutra sea la Enciclopedia en ese aspecto, más posibilidades tendrá de verse publicada. Aunque no deja de ser como caminar por el filo de una navaja. Por otro lado, me permitiría sugerir al abate Prades. Es una persona muy aguda y está bien relacionada en la corte. Estoy seguro que podría serles muy útil.

    –Prades, ¡claro! ¿Cómo no se me ocurrió antes? –dijo Diderot–. Voy a escribirle a Voltaire para que me ayude a convencerlo; a él no le negaría ningún favor.

    Cuanto más conocía a su joven visitante, más sorprendido estaba. ¿Quién es este muchacho calvo que ha sido capaz de ahuyentar el olor de Vincennes y que habla con tal sapiencia y precisión de cualquier cosa? ¿Por qué dejó su tierra? ¿Qué tiene su persona que irradia algo entre irónico y obsceno? ¿Por qué se adivina una perpetua búsqueda en su mirada...? ¿Por qué me percato de todo esto, si es más inexpresivo que un camello...? Apuró un gran trago de su bebida. Era un vino áspero, seco, que dejaba huella a su paso por la garganta; acaloraba el cuerpo, lubricaba la mente y afilaba el deseo. Un vino rojo añejado tres años, que hacía especialmente para él un campesino de Melun.

    –Espléndido vino –dijo Rasero, como si le hubiese leído el pensamiento–. Es bronco, me recuerda a los que hacen en Navarra. No son exquisitos, pero son nobles y no saben traicionar. Jamás me han producido resaca.

    –Ése es el don que más aprecio de mi vino. Además es bastante barato. Si usted quiere, puedo hacer que se lo envíen.

    –Se lo voy a agradecer. Estoy un poco aburrido del vino de Borgoña que tan amablemente me regaló tu querida Julie–Jeanne. Espero que no se lo digas, Jean.

    –Guardaré tu secreto, Fausto. A decir verdad, a mí también me agrada más este vino basto que el delicado borgoña de mi amiga –contestó, sonriente, D’Alembert.

    En ese momento llegaba Antoinette. Era una mujer pequeña, de figura frágil, con facciones finas y armoniosas. Los grandes ojos, enmarcados en unas cejas gruesas y bien delineadas, eran el centro de atracción de su rostro, cuya palidez los hacía verse aún más oscuros y profundos; revelaban tristeza y resignación. Vestía ropas muy sencillas y cubría su cabeza con un pañuelo. Saludó amable a D’Alembert y recibió cohibida un sonoro beso de su marido.

    –Antoinette, quiero que conozcas al señor Fausto Rasero –Galantemente, Rasero rozó apenas con sus labios el dorso de la mano de la mujer al tiempo que se ponía a sus órdenes. Antoinette sintió ese peculiar cosquilleo que comienza en la espalda y culmina entre las ingles que ella conocía muy bien, aunque hacía mucho que no lo sintiera. Miró extrañada y sonriente a aquel muchacho, capaz de despertarle el deseo de esa forma. Rasero lo percibió y se preguntó entonces a qué lugar lo llevaría el amor con esta hermosa y triste mujer. Borró enseguida ese pensamiento de su cabeza, pues estaba seguro que Diderot jamás se lo perdonaría y nada le interesaba más que conservar esa amistad que apenas comenzaba.

    –Antoinette, ¿por qué no nos preparas unos huevos con tocino? Perdonen, amigos, que les ofrezca tan poca cosa, pero desde que salí de ese maldito castillo –ahora, pensó satisfecho, aquel horror se había vuelto un recuerdo muy lejano– mis finanzas no marchan todo lo bien que quisiera.

    –Por favor, monsieur Diderot, ¿acaso tenemos aspecto de cortesanos? Yo, por fortuna, todavía sé disfrutar el tocino.

    Comieron rápido y en un silencio que rompían apenas para pedirse la sal o el pan. Tenían prisa por terminar. Los hombres para continuar con su charla, y la mujer para poder retirarse a su habitación y alejarse del deseo que aquel hombre le provocaba. En cuanto acabaron, Antoinette se disculpó, se despidió de los amigos de su esposo y corrió a su alcoba. A oscuras se echó en la cama, sin conseguir apartar de su mente la cabeza redonda y el rostro inexpresivo del andaluz. Sin poder contenerse, hizo lo que no hacía desde su adolescencia cuando, aprovechando una distracción de su madre, Denis la besaba y le acariciaba el cuerpo; quedaba entonces atontada, con los ojos vidriosos y temblando de deseo. En la noche, cuando todos estaban dormidos, en silencio, pendiente de la respiración de su hermana que dormía al lado suyo, manipulaba su sexo con suavidad y destreza mientras pensaba en Denis y en sus besos, hasta que por fin, sin apenas moverse, un cálido espasmo sacudía su cuerpo. Sólo entonces, deliciosamente relajada, podía dormir como una bendita. Así estaba ahora, rígida y en silencio, como si estuviese su hermana junto a ella, manipulándose con idéntica destreza en lo más íntimo de su cuerpo, al tiempo que su mente trataba de imaginar un beso del muchacho calvo.

    Diderot abrió otra botella. Estaba un poco ebrio y de muy buen humor. Sabía que ese mágico descanso de su olfato, de todo su cuerpo, se debía a la presencia de Rasero. Por eso les ofrecía más vino. No quería que partieran; temía que al quedarse solo lo invadiera de nuevo esa odiosa sensación amarillenta.

    Diderot hasta cierto punto estaba de acuerdo con él: habló en buenos términos de Quesnay, a quien consideraba un hombre preparado y honesto; incluso lo había contemplado como un posible colaborador de la Enciclopedia. No obstante, acalorado por el vino, inició un cáustico discurso del que no salían bien librados ni los fisiócratas, ni los mercantilistas, ni los absolutistas, ni ninguno de esos cretinos que piensan que el ser humano es una mercancía que se puede usar y desechar como una botella de vino. En lo que jamás piensan esos sabios ignorantes –decía– es en educar a la gente, cuando la educación, mi amigo, es el único remedio contra este monstruoso mundo que tan laboriosamente estamos construyendo...

    D’Alembert también se sentía a gusto. Le agradaba la charla de Fausto y Denis. Permanecía callado y escuchaba con atención lo que decían. Entretanto, su cerebro retenía cada término, cada frase; archivaba lo importante y dejaba pendiente para una futura reflexión aquellos puntos que consideraba de particular interés. Por otra parte, estaba contento con la decisión de Diderot de que fuera él el autor del discurso preliminar (así pensaba llamarlo) de la Enciclopedia. De hecho, lo tenía ya muy avanzado y, pese a lo que le había dicho a su amigo, estaba satisfecho con su trabajo. Había descubierto que esa vocación temprana que había tenido por la filosofía no estaba del todo atrofiada. Es más, en el texto que estaba trabajando podían encontrarse frases que rebasaban con mucho su campo natural de las matemáticas. Hasta pensaba, animado por el vino, escribir un artículo francamente filosófico. Descartes... ¿por qué no?, al fin y al cabo también él fue matemático y filósofo... y francés.

    Al terminarse la botella, los tres quedaron callados. Sentían que había llegado el momento de despedirse. Eso aterrorizó a Diderot, quien no estaba dispuesto a dejar ir tan fácilmente su recién adquirido bienestar.

    –Monsieur Rasero –dijo, mientras abría una nueva botella–, no quiero que usted piense que soy un entrometido, pero me gustaría mucho saber qué vientos lo trajeron a París.

    –Los vientos del futuro, creo... Dejé la corte de Madrid en 1740, cuando tenía dieciséis años. Debo confesar que allá sembré muy buenas amistades; sobre todo el doctor Antonio Ulloa, a quien ya les mencioné, y el ilustre don Julián de Hermosillo, fundador de la Real Academia de la Historia, que me tomó mucho cariño, debido quizás al afán por la lectura que me asedia desde muy pequeño. Gracias a él pude conocer la gran Biblioteca Real de Madrid, que por aquel entonces dirigía don Agustín Montano y Luyando, hombre de agrio carácter, mas de innegable sabiduría. Viví deliciosas tardes en esa biblioteca, devorando cuanto libro caía en mis manos. Y creo que fue allí, motivado por todo tipo de lecturas, donde comencé a enamorarme de Francia o, para ser justos, de su capital. Comprendí entonces que París estaba llamado a ser el eje del mundo en este siglo loco y me entusiasmé con la idea de venir a vivir aquí. Aproveché las relaciones de mi padre, que era íntimo de don José Campillo, el primer ministro de España, y conseguí que me nombraran secretario del embajador de Madrid en la corte de Versalles...

    ***

    No quiso contarles la alegría que le causó a su padre poder deshacerse de él. A los ojos de ese hombre, Fausto era un inútil holgazán, incapaz de galopar con gracia en un buen caballo o soltarle los plomos a un halcón. Niño calvo, pálido y taciturno, que pasaba horas enteras encerrado en las bibliotecas leyendo sabe Dios cuántas estupideces, hasta dejar colorados sus horribles ojos de insecto. Niño de la más pura estirpe Oquendo, que de Rasero no tenía más que el apellido. Igual de callado y de follón que su jodida madre; que, como ella, se regodeaba echándole en cara a él, don Enrique de Rasero, sus juergas y bacanales y lo miraba con desprecio, como si su condenada alcurnia le diera derecho de tratar a su padre como un rufián. Cuando él, carajo, era más noble que cualquier Oquendo; cuando por sus venas corría la sangre de don Ignacio el Cojo, vencedor de los moros en Toledo, ennoblecido por el mismísimo rey Alfonso VI en persona; de don Iñigo López de Mendoza, que reconquistó Andalucía como lo hizo el Cid con Valencia, y de tantos otros hombres ilustres –se decía, al no recordar ninguno. En fin, el odioso crío se irá a París con los bujarrones franceses que no saben hacer otra cosa que empolvarse la cara y palparse el culo. Allá, entre libertinos de verdad, ateos y señoritos de mierda, allá estará contento el jodido niño.

    ***

    –... Llegué a Versalles cuando se incubaba una nueva guerra, la de Sucesión, pues acababa de morir Carlos VI de Austria. Fueron tiempos horrendos. En lugar de estar en París, recorriendo sus calles, conociendo a gente ilustrada, me vi encerrado en Versalles, rodeado de una pléyade de cínicos y rufianes dedicados en cuerpo y alma a lamerle el trasero al soberano y a la favorita en turno. Chismes, intrigas y calumnias dignos del burdel más miserable eran la comidilla diaria. Y eso cuando tenía tiempo de enterarme de algo, pues pasaba horas enteras, día tras día, escribiendo hasta acalambrarme la mano cartas y más cartas que enviaba el embajador a los cuatro puntos cardinales...

    ***

    –Joven Rasero, escriba por favor... –El embajador, hombre viejo de toscas maneras, vestía a la última moda: encajes y bordados asomaban por todas partes de su traje rosa coral. La peluca, encopetada como la usaban los jóvenes, nunca ajustaba bien en su cabeza y dejaba ver por detrás un pedazo de la espesa mata de pelo negro que era su vergüenza. Tenía el hábito de cambiar su indumentaria todos los días, aunque no visitaba la tina más de cuatro veces al año. El almizcle con esencia de naranja que usaba hasta empaparse, se revolvía con el olor a callos rancios que transpiraba su piel, con lo que emanaba un hedor que recordaba mucho a aquel que tenía al nuevo amigo de Rasero sumergido en el agua o atormentado cuando estaba fuera de ella–. Al Excmo. Señor don José Campillo, Conde de Valparaíso, Marqués de etcétera, etcétera. Muy ilustre y distinguido señor primer ministro: En atribución al mío cargo y persiguiendo sus atinadas instrucciones, suplico, con vuestra venia, de su atención para el presente informe sobre los sucesos acontecidos desde el mes de octubre pasado hasta esta fecha en relación al asunto que tanto nos incumbe y que, bien lo sé, ha causado los desvelos de nuestros altísimos soberanos, nuestro señor don Felipe y su bienamada, que el Señor nos la conserve mucho tiempo plena de salud y dicha, doña Isabel de Farnesio, y que no es otro que el del malhadado asunto de la sucesión austríaca, donde, como bien sabemos, doña María Teresa, apelando a una interpretación bien personal y harto amañada de la Pragmática Sanción, signada por nuestro altísimo soberano don...

    ***

    –... Así el tormento. Páginas enteras cuyo contenido podría resumirse en un párrafo. El embajador trocaba su pereza para actuar por una abrumadora diligencia para escribir informes.

    –Es una pésima costumbre de los leguleyos –dijo D’Alembert.

    –Recuerda que antes les pagaban por destajo, según los folios que escribieran.

    –Pues, por desgracia, en España todavía es así. Pasé cinco años metido en ese infierno –continuó Rasero–. De vez en cuando podía escaparme y venía a París. Eso era, créanmelo, como una bocanada de aire fresco...

    –Pero yo he oído –interrumpió Diderot– que las fiestas de Versalles son algo digno de verse.

    –¡Qué va! No puedo imaginarme algo más patético que las tertulias que se organizaban cuando la menor de las Nesle era la favorita. Mujer muy fea y más puritana que una monja, ejercía su papel de amante oficial con tan poca gracia que más bien parecía la sepulturera real. El ambiente de la corte era más triste que un cementerio de pueblo, pueden creerme. Nuestro querido rey nunca ha sabido ser feliz; como si le pesara demasiado la corona. Lo observé muchas veces, cuando presidía alguna ceremonia protocolaria o cuando llegaba al salón de las Nesle, y siempre actuaba igual: tímido, retraído, como si lo abrumara su cargo. Y no es que sea corto de inteligencia, ni mucho menos; lo que ocurre es que lo consume su melancolía, su indecisión. Lo hubiesen visto cuando murió el cardenal Fleury. Era la imagen misma de la desolación. En una carta que envió a su tío, el rey de España, le confesaba que el viejo cardenal había sido como un padre para él y que al perderlo se quedaba no sólo huérfano por segunda vez, sino sin luz ni guía. Y yo iría más lejos: perdió a la única persona en quien realmente confiaba, quien le aliviaba de la enorme carga de decidir, quien pronunciaba siempre la última palabra. Algo, señores, de lo que es incapaz nuestro soberano. La melancolía del rey impregnaba el palacio. Muy pocas veces pude asistir a una fiesta agradable...

    ***

    Cómo no recordar aquella famosa noche en que el rey organizó un baile de máscaras para festejar el enlace del delfín con la infanta de España.

    Fue una fiesta espléndida. Profusamente iluminado, el palacio brillaba como un diamante; a saber cuántas velas y bujías ardieron esa noche. Los caballeros, enfundados en graciosos disfraces, formaban alegres corrillos donde se destazaba al personaje de moda y, deslizada entre los chismes, se transferían información financiera de primera mano. Las damas lucían finísimos vestidos de los que desbordaban desafiantes senos de mil formas y tamaños; unos erectos, en virtud de sus jóvenes tejidos, mientras otros permanecían altivos, obligados por las crueles fajas y corpiños que literalmente entubaban los talles para enviar a lo alto las sonrosadas carnes. Tú no ibas disfrazado; simplemente vestías un dominó y ocultabas tu rostro con un antifaz. Mientras bebías champaña, observabas a las danzantes y escogías, como lo haría un leopardo entre una manada de gacelas, a la que compartiría tu lecho esa noche. Te preguntabas a dónde te llevarían los juegos amorosos con aquella mujer trigueña de pechos pequeños, pero amplias caderas, por la que te habías decidido, cuando viste entrar en el salón a una mujer que te impresionó profundamente. Era hermosa sin ser extremadamente bella; no obstante, irradiaba un donaire y una soltura deliciosos. Podían verse tras el antifaz los grandes iris de color azul viejo que anunciaban unos ojos muy bellos. Su sonrisa iluminaba a quien la mirara; con unos dientes en perfecta hilera, blancos como el marfil, que brillaban suculentos bajo unos labios muy rojos que prometían agradables palabras y dulces besos. Su piel, palidísima, te hizo pensar que esa mujer iba a morir joven; un mal mórbido la envolvía. La acompañaba una mujer madura, que supusiste era su madre. Se veían desconcertadas al percatarse de las miradas hostiles de las mujeres y lujuriosas de los hombres. Adivinaste por su actitud que no era noble, que se trataba de una de esas jóvenes plebeyas por las que el rey mostraba cada vez más interés, para horror y disgusto de las damas de la corte. Ambas estaban petrificadas en el umbral de la puerta sin decidirse a entrar.

    Aprovechaste para acercarte a ellas.

    Madame, mademoiselle, permítanme presentarme. Soy don Fausto de Rasero y Oquendo, agregado del embajador de Madrid en Versalles. La señora te sonrió amable, aunque no ocultó el desprecio en su mirada. Buscaba algo más importante para su hija. Ella, en cambio, te respondió muy contenta: Señor, no es apropiado que descubra su identidad. Estamos en una mascarada. Perdone usted que no nos presentemos, pero no lo haremos hasta que llegue la hora de quitarse el antifaz. Lamento mi error, mademoiselle. A decir verdad, su presencia me ha turbado. ¿Turbarse un diplomático? ¡Por favor, monsieur Rasero! Volvió a sonreír. De hecho, no se le ocurría otra cosa que hacer. Ella, que entre sus amigas tenía fama por su control, por su innata cualidad para manejar con gracia y encanto cualquier situación, especialmente con audiencia masculina; que era capaz de poner nerviosos y anhelantes a tres hombres a la vez, mientras sonreía tranquila al tiempo que sopesaba a cada uno y escogía el mejor. Aunque pronto se decepcionaba: no era el que su instinto y aquella vieja adivina le habían prometido. Entonces se deshacía de él y empezaba a buscar otro. Ahora, en cambio, la presencia de este hombre del que no podía siquiera ver el rostro la había puesto muy nerviosa. El deseo que tan fácilmente provocaba, pero que en ella nunca se encendía, inflamó su cuerpo con una violencia tal, que apenas podía tenerse en pie. Se vio de pronto acicateada por un ansia incontrolable de amar a ese español encapuchado. Para su fortuna, su mirada se encontró con la de una vieja amiga y se acercó a ella como lo haría un náufrago con un trozo de madera. Tú no te apartabas de tu presa. Saludaste a su amiga y descubriste satisfecho que tu misteriosa dama había acudido a ella para deshacerse de su madre.

    Sola por fin, regresó contigo. Señor, ¿está lejos su despacho?, siempre he tenido curiosidad por conocer la oficina de un diplomático. Ya está, pensaste. Entonces, con una botella de champaña en la mano, la llevaste a tus aposentos. Casi no hablaron. Fue cosa de llegar a tu alcoba y desnudarse. Cuando se quitaba el antifaz, te dijo su nombre: Jeanne–Antoinette Poisson, madame d’Étoile. Algo que te importó bien poco, porque estabas consumido por el deseo de abrazarla. Hicieron el amor frenéticos. Se besaron, mordieron y chuparon como si en ello les fuera la vida. Cuando por fin la penetraste, cuando desde tus riñones sentiste vecina la descarga, fuiste a un sitio horrendo. Un sitio como nunca antes habías visto.

    Era un campo circundado por una reja de hierro. Entraban en él unos individuos vestidos de verde con fusiles en la espalda que viajaban trepados en esos vehículos sin tiro que habías visto muchas veces, aunque éstos eran más toscos y más pesados; no tenían ventanas y, en lugar de ruedas, una especie de cadena ancha a la que movían unos engranes circulares los hacía desplazarse por el suelo. Los hombres, con la cabeza enfundada en cascos de hierro color verde, sonreían sosteniendo entre sus labios cigarrillos blancos, a la usanza de los americanos. No obstante, el horror estaba abajo: había una gran cantidad de hombres que parecían vitorear a los de verde. Si se les puede llamar hombres. Casi todos estaban desnudos. Algunos vestían unos pantalones holgados, muy viejos y raídos, con gruesas rayas negras y blancas. Estaban increíblemente pálidos. Rapados, con el cabello naciente en el cráneo, y flacos, con una delgadez infrahumana. Podían verse uno a uno sus huesos; no lucían una minúscula porción de carne, eran sólo osamenta y pellejos. Algunos estaban tan débiles que ni siquiera

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