Noches blancas
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Noches blancas - Fiódor Dostoyevski
Noches blancas
Fiódor Dostoyevski
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Noches blancas
Noche primera
Noche segunda
Noche tercera
Noche cuarta
La mañana
Noche primera
Era una noche maravillosa, una de esas no- ches, amable lector, que quizá sólo existen en nuestros años mozos. El cielo estaba tan estre- llado, tan luminoso, que mirándolo no podía uno menos de preguntarse: ¿pero es posible que bajo un cielo como éste pueda vivir tanta gente atrabiliaria y caprichosa? Ésta, amable lector, es también una pregunta de los años mozos, muy de los años mozos, pero Dios quie- ra que te la hagas a menudo. Hablando de gen- te atrabiliaria y por varios motivos caprichosa, debo recordar mi buena conducta durante todo
ese día. Ya desde la mañana me atormentaba una extraña melancolía. Me pareció de pronto que a mí, hombre solitario, me abandonaba todo el mundo que todos me rehuían. Claro que tienes derecho a preguntar: ¿y quiénes son esos «todos»? Porque hace ya ocho años que vivo en Petersburgo y no he podido trabar co- nocimiento con nadie. ¿Pero qué falta me hace conocer a gente alguna? Porque aun sin ella, a mí todo Petersburgo me es conocido. He aquí por qué me pareció que todos me abandonaban cuando Petersburgo entero se levantó y salió acto seguido para el campo. Fue horrible que- darme solo. Durante tres días enteros recorrí la ciudad dominado por una profunda angustia, sin darme clara cuenta de lo que me pasaba. Fui a la perspectiva Nevski, fui a los jardines, me paseé por los muelles; pues bien, no vi ni una sola de las personas que solía encontrar durante el año en tal o cual lugar, a esta o aque- lla hora. Esas personas, por supuesto, no me conocen a mí, pero yo sí las conozco a ellas. Las
conozco a fondo, casi me he aprendido de me- moria sus fisonomías, me alegro cuando las veo alegres y me entristezco cuando las veo tristes. Estuve a punto de trabar amistad con un ancia- no a quien encontraba todos los días a la misma hora en la Fontanka. ¡Qué rostro tan impresio- nante, tan pensativo, el suyo! Caminaba mur- murando continuamente y accionando con la mano izquierda, mientras que en la derecha blandía un bastón nudoso con puño de oro. Él también se percató de mí y me miraba con vivo interés. Estoy seguro de que se ponía triste si por ventura yo no pasaba a esa hora precisa por ese lugar de la Fontanka. He ahí por qué algu- nas veces estuvimos a punto de saludarnos, sobre todo cuando estábamos de buen humor. No hace mucho, cuando nos encontramos al cabo de tres días de no vernos, casi nos lleva- mos la mano al sombrero, pero afortunadamen- te nos dimos cuenta a tiempo, bajamos el brazo y pasamos uno junto a otro con un gesto de simpatía. También las casas me son conocidas.
Cuando voy por la calle parece que cada una de ellas me sale al encuentro, me mira con.todas sus ventanas y casi me dice: «¡Hola! ¿Qué tal? Yo, gracias a Dios, voy bien, y en mayo me añaden un piso. » O bien: «¿ Cómo va esa sa- lud? A mí mañana me ponen en reparaciones.» O bien: «Estuve a punto de arder y me llevé un buen susto.» Y así por el estilo. Entre ellas ten- go mis preferidas, mis amigas íntimas. Una de ellas tiene la intención de ponerse en tratamien- to este verano con un arquitecto. Iré de propósi- to a verla todos los días para que no la curen al buen tuntún. ¡Dios la proteja! Nunca olvidaré lo que me pasó con una casita preciosa pintada de rosa claro. Era una casita adorable, de piedra, y me miraba de un modo tan afable y observaba con tanto orgullo a sus desgarbadas vecinas que mi corazón se henchía de gozo cuando pa- saba ante ella. Pero de repente, la semana pasa- da, cuando bajaba por la calle y eché una mira- da a mi amiga, oí un grito de dolor: «¡Me van a pintar de amarillo!» ¡Malvados, bárbaros! No
han perdonado nada, ni siquiera las columnas o las cornisas; y mi amiga se ha puesto amarilla como un canario. A mí casi me dio un ataque de ictericia con ese motivo. Y ésta es la hora en que no he tenido fuerzas para ir a ver a mi po- bre amiga desecrada, teñida del color nacional del Imperio Celeste.
Así, pues, lector, ya ves de qué manera co- nozco todo Petersburgo.
Ya he dicho que durante tres días enteros me tuvo atormentado la inquietud hasta que por fin averigüé su causa. En la calle no me sentía bien -éste ya no está aquí, ni este otro; y ¿adón- de habrá ido aquel otro?-, ni tampoco en casa. Durante dos noches seguidas hice un esfuerzo: ¿qué echo de menos en mi rincón? ¿por qué me es tan molesto permanecer en él? Miraba per- plejo las paredes verdes y mugrientas, el techo cubierto de telarañas que con gran éxito culti- vaba Matryona; volvía a examinar todo mi mo- biliario, a inspeccionar cada silla, pensando si no estaría ahí la clave de mi malestar (porque
basta que una sola de mis sillas no esté en el mismo sitio que ayer para que ya no me sienta bien), miré por la ventana, y todo en vano..., no hallé alivio. Decidí incluso llamar a Matryona y reprenderla paternalmente por lo de las telara- ñas y, en general, por la falta de limpieza, pero ella se limitó a mirarme con asombro y me vol- vió la espalda sin decir palabra; así, pues, las telarañas siguen todavía felizmente en su sitio. Por fin esta mañana logre averiguar de qué se trataba. Pues nada, que todo el mundo estaba saliendo de estampía para el campo. Pido per- dón por la frase