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Raíces Oscuras: No Se Puede Enterrar La Verdad Para Siempre
Raíces Oscuras: No Se Puede Enterrar La Verdad Para Siempre
Raíces Oscuras: No Se Puede Enterrar La Verdad Para Siempre
Libro electrónico751 páginas11 horas

Raíces Oscuras: No Se Puede Enterrar La Verdad Para Siempre

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Información de este libro electrónico

Titicaca, 1901. Los ojos que durante siglos han
sabido ver más allá de un mundo dominado por el engaño
se cruzan con una mirada incrédula, consternada.
El impresionante parecido con la mujer retratada en
un viejo cuadro hace resurgir de manera casual un asunto
sepultado desde hace siglos bajo el polvo de los archivos vaticanos.
Cuando una historia olvidada en el tiempo reaparece,
alejando a los protagonistas, inexorablemente,
de toda certeza, un hombre devorado
por la ambición vislumbra el camino hacia
un poder sin límites. Es el principio
de un largo y vertiginoso trayecto que avanza
sobre una trama entretejida de sospechas y presagios
tendida sobre el abismo oscuro de un pasado en el que
vagan recuerdos confusos, dolorosos vínculos
perdidos y pesadillas inconfesables.

«¿Qué es la historia, sino una fábula sobre la que nos hemos puesto de acuerdo?»
Napoleón Bonaparte


Titicaca, 1901. De la bruma plomiza del pasado, precedida por acontecimientos insólitos y oscuros, emerge la enigmática figura de una mujer que parece haber violado las leyes del tiempo.
Fatalidad o destino, un encuentro inesperado inicia un proceso que levantará el velo sobre una historia antigua, enterrada durante siglos en los inmensos y polvorientos archivos del Vaticano. Las increíbles similitudes y unos descubrimientos lúgubres derribarán las barreras del tiempo, haciendo que vacile un mundo dominado por el engaño.
La historia inquietante que empieza a tomar forma desencadena una búsqueda en los límites de lo imposible. El maquiavélico protagonista descubrirá a una mujer enigmática y hermosa que parece provenir de otra época: es un encuentro que marcará el destino de ambos.
Cuando el pasado resurge, abriendo grietas pavorosas en la historia del mundo tal y como se la conoce, un hombre devorado por la ambición vislumbra un poder sin límites.
Es el comienzo de un paseo vertiginoso sobre una trama entretejida de sospechas y presagios tendida sobre el abismo negro de un pasado donde vagan recuerdos confusos, dolorosos vínculos perdidos y pesadillas inconfesables.
Los ecos de un pasado remoto, demasiado lejano para ser alcanzado y comprendido, comenzarán a vibrar silenciosos y ocultos como trasfondo de los sucesos e, inexorablemente, alejarán a los protagonistas de toda certeza.
IdiomaEspañol
EditorialTektime
Fecha de lanzamiento12 dic 2018
ISBN9788893981149
Raíces Oscuras: No Se Puede Enterrar La Verdad Para Siempre

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    Vista previa del libro

    Raíces Oscuras - Dario Gaz Schreiber

    Dario Gaz Schreiber

    Trilogía - Praeter imperfectus

    Volumen 1

    Raíces Oscuras

    Traducción de

    Delia Nieto Sanz

    Este libro es una obra de ficción. Los personajes y los lugares son invenciones del autor y su objetivo es conferir veracidad a la narración. Cualquier analogía con hechos, lugares y personas, vivas o desaparecidas, es absolutamente casual.

    www.dgschreiber.com

    Copyright©2016 Dario Gaz-Schreiber

    Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida por ningún medio, ni en su totalidad ni parcialmente, sin previo acuerdo por escrito del propietario del copyright.

    «¿Qué es la historia, sino una fábula sobre la que nos hemos puesto de acuerdo?»

    Napoleón Bonaparte

    «Si escrutas un abismo, también el abismo escrutará dentro de ti».

    Friedrich Wilhelm Nietzsche

    El cuadro

    Enero de 1901, Misión Valverde, Titicaca - Perú

    Cuando las tablas del suelo dejaron de crujir, el padre Luis Oliveira levantó la vista del libro y se encontró con la mirada del padre Florencio. El religioso estaba en la puerta, sosteniendo sobre su abdomen prominente el cuadro del que le había hablado. El padre Oliveira le invitó a entrar y, con un gesto de la cabeza, señaló la parte libre del escritorio.

    No le había pasado desapercibida la tensión que imprimía unos rasgos sombríos en ese semblante, normalmente de expresión agradable. Notó que mantenía la parte pintada hacia abajo, como si quisiera marcar una distancia con la obra. El padre Florencio no se esforzaba en disimular el nerviosismo que lo había vuelto intratable desde por la tarde. El cuadro, abandonado torpemente sobre el escritorio, liberó una nube de polvo de serrín, revelando la carcoma que afectaba al marco. El anciano religioso, tras haber realizado su tarea, ostentó la expresión segura de quien ya ha hecho su deber y, balbuceando excusas por la suciedad dispersada sobre la mesa, se dio la vuelta para marcharse. El prior se lo agradeció, y él, visiblemente aliviado, se eclipsó rápidamente, dejándolo solo con las reflexiones que el viejo lienzo había vuelto a suscitar en él.

    Durante los dos días siguientes, el padre Oliveira no supo sustraerse a la sensación irracional de que ese cuadro guardaba una relación, en un modo que se le escapaba, con el estado de ánimo que permeaba sus jornadas desde que había llegado a la misión. Había conseguido identificar ese pensamiento absurdo y su razón le había impuesto desecharlo. No había ninguna relación entre las dos cosas; como mucho, ese episodio, germinado en un lugar con demasiados factores que estaban fuera de su control, representaba la gota que amenazaba con desbordar el vaso proverbial en el que se agitaban sus pensamientos más sombríos.

    No olvidaría fácilmente el día en que llegó a la misión. Ya desde lejos le había impresionado el blanco del edificio, en neto contraste con la vegetación árida e incolora de la altiplanicie. El dominicano Vicente de Valverde, artífice junto a Francisco Pizarro y Diego Almagro de la conquista española del imperio inca, se había empeñado en edificar esa misión, que entró en función en el lejano 1538. Tras la bendición de esta, oficiada por el mismo Valverde, nombrado poco antes obispo de Cuzco y de todo Perú, había comenzado la obra de conversión y evangelización de los habitantes de la región.

    Construida sobre la cresta de un pequeño promontorio dividido en dos por la frontera que hoy separa Perú de Bolivia, como era la intención del fundador, aseguraba una vista envidiable del cruce de los caminos que desde allí partían en todas direcciones. Las vías principales, provenientes de Cuzco y de La Paz, confluían en la carretera del lago, un camino de tierra que atravesaba los pequeños poblados a lo largo de la rivera. Con el tiempo se había erigido una iglesia o una capilla en cada uno de ellos, haciendo generalizada la presencia de los dominicanos. Los raros forasteros que se aventuraban hasta esas altitudes atravesaban difícilmente la región sin ser notados. Se trataba sobre todo de estudiantes, atraídos por la sugestiva desolación de aquella frontera arqueológica, o de aventureros en busca de quién sabe qué. Estos últimos, si conseguían adaptarse a las condiciones extremas que el altiplano imponía a sus habitantes, eran los únicos que se quedaban.

    El padre Luis Oliveira había llegado hacía seis meses proveniente de Lima, recién nombrado. Ya durante el viaje tuvo que afrontar todos los inconvenientes causados por el pasaje rápido a una altitud próxima a los cuatro mil metros. A causa de su constitución frágil, se había resentido más que los demás. Después de dos semanas, durante las cuales pasó en su mayor parte acostado en su habitación, el dolor de cabeza desapareció y empezó a respirar casi con normalidad. Su organismo se había adaptado, y los síntomas del mal de altura habían desaparecido. Sin embargo, ni siquiera con el paso del tiempo, que a menudo acaba dando cabida a todas las cuestiones pendientes, era capaz de superar la indefinible sensación de pérdida que le asaltaba cada vez que se alejaba de la cáscara protectora de la misión.

    La primera vez que había salido, había reaccionado bien a los síntomas de adaptación parcial a la altitud, obligándose a respirar el aire rarificado a pleno pulmón. Pero cuando llegó a la cima del promontorio, la enorme silueta del lago se impuso ante sus ojos, haciéndole parar de manera instintiva. Una enorme mancha de color índigo a cuyo final no alcanzaba la vista se alargaba más allá del horizonte, vasta como Córcega y profunda varias centenas de metros. Torturando una condición física ya debilitada, un vacío angustioso comenzó a retorcerse en su interior, fundiéndose con una turbación profunda y primitiva, y penetrando, sin encontrar resistencia, en el fino tejido de sus defensas. Era un estado de ánimo que ya conocía, pero que no había experimentado nunca de una manera tan paralizante.

    Allí en Titicaca, donde quiera que fuera, se sentía perseguido por la sensación inminente de no tener escapatoria frente a una naturaleza silenciosa y alienante que parecía haber puesto cerco a la misión, y que se extendía hasta la línea de horizonte sin fin por la que sus ojos vagaban inquietos. En el silencio turbado por el silbido del viento, una sensación penosa prevalecía sobre todas las demás, enraizando en él y fundiéndose indisolublemente en la atmósfera de aquel lugar hasta poblarlo de sombras impalpables que parecían flotar sobre ese escenario sombrío y grandioso. Había intentado sofocar ese malestar, pero no había conseguido engañar durante mucho tiempo a su sensibilidad, un rasgo dominante de su carácter, ese lastre engorroso que lo seguía a todas partes.

    ¿Debía renunciar y volver, derrotado, a Lima?

    Había tomado en consideración todas las posibilidades, pero había enterrado en lo más profundo la hipótesis de declinar el encargo; ese nombramiento era el primer reconocimiento auténtico a sus esfuerzos durante veinte años de enseñanza. Oficialmente, la designación a prior de la provincia se la había conferido Frühwirth, el maestro general de la orden, pero él sabía que había sido promovida por el arzobispo de Lima. Si hubiese renunciado, no se habrían presentado más oportunidades para él. Sentía que tenía el deber de asumir la guía de la pequeña comunidad y de las realidades menores que giraban alrededor de la misión Valverde. No podía permitirse mostrarse débil, o no estar a la altura de la tarea que se le había asignado. Un marcado sentido del deber y un temor latente al fracaso lo habrían ayudado en los momentos difíciles, se dijo, intentando convencerse a sí mismo. Estaba en las manos del Señor, otra frase que repetía a menudo durante las largas meditaciones vespertinas en la pequeña capilla de la misión.

    Los otros hermanos, netamente más ancianos que él, se habían integrado perfectamente en ese ámbito rural, sencillo y trabajador, en el que vivían desde hacía más de veinte años. Parecía casi que hubiesen asimilado, con el tiempo, la misma resignación serena y el fatalismo de los quechuas, descendientes de los antiguos incas y aimaras, los dos grupos étnicos indígenas más numerosos de Perú.

    En Lima, la educación universitaria y la indudable cultura lo habían introducido en una pequeña élite, un grupo que lo había arropado como un manto protector. Ahora que no había nada entre su piel, demasiado fina, y el hielo que venía del mundo que lo rodeaba, había tomado una conciencia trágica del poder que tenía su debilidad de carácter. En aquel entorno simple y ausente de estructuras, la verdadera naturaleza de los hombres quedaba al desnudo, quien era firme dentro de sí, lo era a pesar de los títulos y del saber acumulado. No había manera de eludir la debilidad que siempre había intentado ignorar. Otros habrían intentado establecer contactos, crearse amigos o, al menos, una red de conocidos de los que extraer consuelo, pero él no. Parecía incapaz de dar un primer paso para compartir todo lo que no fuera un conocimiento aséptico, fruto de años de lecturas eruditas. Tampoco más tarde, en la relación con los hermanos, sería capaz de sobrepasar una línea de comunicación formal. La inercia que manifestaba en las relaciones interpersonales se podía estirar hasta convertirse en pereza.

    El hombre era el que era, pero el docente se mostró excepcional, haciendo resaltar la que era su mejor faceta. Pasaba de las materias científicas a las humanísticas sin vacilar, y pronto se confrontó con el honor de dirigir todas las actividades escolásticas. Un empeño en el que se volcaba sin reservas, sustrayéndose así de las sombras que su ánimo inquieto gustaba alimentar. En el día a día tuvo la oportunidad de apreciar la verdadera obra de la misión de los otros cinco dominicanos, reservados y de pocas palabras, pero activos y apreciados por los habitantes. A pesar de que eran sus subalternos jerárquicamente, casi dependía de ellos; veía en ellos un pragmatismo y una fuerza cotidiana que reconocía que no poseía.

    Unas pocas horas antes había reconocido con estupor en la emoción del padre Florencio la necesidad del religioso de fiarse y de ser creído. Por un lado, apreciaba ser considerado una referencia, a pesar de que la tarea anormal de la que se había hecho cargo no presagiaba nada bueno. Por otro lado, era consciente de la necesidad que tenía de mantener un consenso estabilizador alrededor de sí. La vida de la misión era todo lo que le quedaba. El padre Florencio y los otros hermanos eran personas que no preguntaban nada, no ambicionaban nombramientos ni privilegios de ningún tipo, ni intentaban, nunca, sustraerse a la fatigosa rutina de la misión. Absurdo o no, sentía que se lo debía, incluso si el tedio por las implicaciones que aquel cuadro comportaba había hecho que todos sus buenos propósitos se atascaran en las arenas de la indeterminación. Un estado de ánimo que lo acercaba dolorosamente a sí mismo y por el que se dejaba atraer, quedándose enredado en él, cada vez que se le presentaba una tarea tormentosa de la que sabía que no podía escapar. La secuencia de soluciones alternativas que a menudo se compensaba en los pros y en los contras tenía el poder de inhibir completamente su capacidad de toma de decisiones. Cuanto más languidecía en la pasividad, mayor era el esfuerzo que tenía que hacer para arrancarse de ella.

    El viejo lienzo debía haber permanecido durante decenios entre el contenido variado y polvoriento del desván de la misión. El padre Florencio, presente en la misión desde hacía cuarenta años, parecía ser el único que conocía la historia y la ubicación actual del cuadro. Aquel día, los dos religiosos, poco después de volver del mercado con la compra semanal, dejaron el carro en el patio y el padre Florencio se precipitó hacia el pequeño desván abandonado, llevando consigo al padre Simón. Allí, entre sillas apiladas, cubos vacíos, sacos de yute colgando de las vigas, había también dos viejos cofres de madera, sujetos al trabajo incesante de la carcoma.

    El padre Florencio abrió, sin titubear, el más grande, y colocó el cuadro delante de los ojos del padre Simón. El religioso, bajo la mirada severa del hermano, lo observó con atención y, vacilando, afirmó:

    —Realmente parece ella, es muy similar.

    —¡Pero es ella! ¿No ves que es idéntica? —exclamó el viejo fraile, abriendo mucho los ojos y acercando el lienzo todavía más a los ojos de su asustado hermano.

    —Debe tomar este asunto en consideración —insistió el padre Florencio, molesto por la expresión perpleja del prior—. Llegué a la misión en 1861. Entonces el prior era el padre Gonzalo. Ya tenía ochenta y cinco años, pero se acordaba muy bien del periodo en que habían pintado el cuadro. —Con un gesto amplio, señaló la decoración artística de la misión—. Fue un hermano dotado de un gran talento quien pintó los frescos en el interior de la misión. Después de haber visto a esa mujer en los alrededores del lago, la pintó nada más volver. Cuando uno de los hermanos vio el cuadro se acordó de que él también la había visto unos años antes.

    El prior abrió los ojos de par en par en una de sus poco frecuentes expresiones de estupor y admiración. La decoración refinada de la misión le había llamado la atención desde el momento de su llegada, pero nunca habría imaginado que esas paredes hubieran sido pintadas por uno de los religiosos de allí.

    —El padre Gonzalo me contó que el prior de aquel entonces había hablado de esa mujer a sus superiores, pero cuando vino una persona desde Lima ella ya se había ido, hacia el este, hacia los Andes. Después, que yo sepa, no la vio nadie más, pero le puedo asegurar que la mujer de hoy y la del cuadro son idénticas como dos gotas de agua.

    La expresión condescendiente del padre Oliveira pareció disgustar al religioso.

    —Si entonces habían considerado informar a sus superiores, habrá que hacerlo también ahora.

    El tono de voz del subalterno se volvió áspero. Hizo una pausa y aclaró su garganta, como si se arrepintiera de haberse dejado llevar por la ira. Siguió con una cadencia más fría:

    —El padre Gonzalo hablaba de una manera muy oscura —dijo Florencio, imitando una voz de barítono—: «Esta es una región fronteriza, estamos obligados a vigilar lo que sucede e informar de ello», decía—. El religioso levantó el dedo índice hacia arriba, como si quisiese hacer una admonición—. Y también se refirió a la carta que había dejado el fundador de la misión, una orden escrita, destinada a los priores sucesivos. Nunca me la dejó leer, pero sé que se transmitía de un prior al otro.

    Después, como si hubiese reflexionado de golpe sobre sus palabras, se encerró en sí mismo y negó con la cabeza, incapaz de darse una explicación.

    —Desde luego es una historia extraña... ¿cómo es posible, después de tantos años?

    El prior recordó en ese momento que había visto un sobre viejo en uno de los cajones; lo había leído distraídamente a su llegada, sin dar importancia a lo que estaba escrito. A fin de cuentas, se trataba de algo que se remontaba a siglos atrás, ¿qué importancia podría tener ahora?

    Pero se guardó esas consideraciones para sí y, sentado en su escritorio, con las manos cruzadas a la altura del pecho, escuchó, absorto. Con aire resignado tranquilizó al padre Florencio: informaría de todo esto en Lima. La presencia de una mujer blanca, probablemente europea, que merodeaba sola en los alrededores del lago, era ya de por sí insólita, pero dudaba del juicio del padre Florencio, aunque no ponía en duda su buena fe. Después de tantos años, el recuerdo de la mujer del retrato, contaminado por las sugestiones de la época, podría haber cobrado más peso que el retrato mismo: las dos imágenes podrían haberse sobrepuesto, confundiéndose en la mente del religioso. A pesar de todo, también estaba el padre Simón: por cuanto pudiese estar condicionado por la personalidad impetuosa de su compañero, fue convincente frente al prior en su confirmación del enorme parecido entre la mujer que habían visto en el lago y aquella retratada hacía más de un siglo. Ese asunto escapaba a su comprensión, pero estaba seguro de que tenía que haber una explicación racional. Frente a sus dos subordinados había reiterado que no podía ver más que una curiosa coincidencia.

    —De acuerdo, padre Florencio, comunicaré estos hechos a Su Eminencia el arzobispo, pero no veo cómo la aparición de esa mujer, a pesar de todas las cuestiones que pueda suscitar, pueda entrar en los intereses de la Iglesia.

    El padre Florencio no discutió, y, dando las gracias, se retiró, mostrándose satisfecho con lo que había conseguido. El padre Oliveira, sin embargo, había sacado a relucir al arzobispo, esperando con ello una retracción o una reducción de las expectativas de su subalterno. No tenía ninguna intención de darle importancia a la historia, se limitaría a comunicarlo, haciendo hincapié en el carácter puramente informativo de su iniciativa, de manera que resaltase la presión que el ambiente había ejercido sobre él. No quería que ese asunto lo indispusiera a los ojos de sus superiores, dando importancia a noticias y hechos de interés dudoso solo para no faltarle al respeto al viejo religioso. Quería marcharse, acabaría presentándose una ocasión que no desperdiciaría, y no haría peligrar la credibilidad que había logrado durante tantos años de trabajo.

    Miró el cuadro otra vez. Parecía un retrato, por la manera en que atraía la atención, instintivamente, hacia el rostro de la mujer. Tenía que admitir que se trataba de un cuadro particularmente bello y espontáneo, no había pose ni estatismo en la escena, tomada en el acontecer de un fragmento de la vida cotidiana. La joven estaba representada en el acto de girarse hacia el artista, como si se hubiera dado cuenta de su presencia en el último instante. Quien había pintado ese cuadro había sabido capturar y fijar en el lienzo la mirada penetrante de la mujer, un azul intenso que fluía de la amplia capucha que cubría su cabeza, junto con unos mechones de suave pelo rubio. No le sorprendía la atención que había suscitado una visión tan inesperada y al mismo tiempo tan luminosa. Era una mujer de una belleza extraña, que no se veía a menudo. Se preguntaba si, al momento de pintarla, no habría sido idealizada.

    La mirada de la joven, carente de malicia y seducción, procuraba un efecto particular cuando se observaba el cuadro largamente. Después de unos instantes, todo lo que estaba alrededor se reducía a un decorado borroso, y se tenía la sensación de haber llegado hasta los pensamientos más recónditos que se agitaban en el alma de quien lo miraba. Una obra poco común, sobre todo en un contexto religioso, pero desprovista de elementos que pudieran hacerla inconveniente. Quizá ese era el motivo, a parte del elevado nivel artístico del cuadro, por el que se había permitido su permanencia en la misión.

    Febrero de 1901, Lima, Perú; despacho del arzobispo

    Mientras trataba, como todos los días, la correspondencia, se encontró un sobre anónimo. La nota escrita con lápiz por el secretario informaba de que había sido entregada directamente por un hermano del convento de Recoleta de Arequipa y de que el remitente era el prior de la misión de Titicaca.

    «¡Padre Oliveira!», identificó el arzobispo, atónito. Lo conocía por haber evaluado sus referencias y haberlo sugerido para que se le nombrara prior, no hacía mucho tiempo. La autonomía y la disposición al trabajo de los dominicanos eran proverbiales: junto a los franciscanos, agustinos y jesuitas habían evangelizado el territorio inmenso y salvaje que era la América meridional. La orden había nacido por iniciativa del español Domingo de Guzmán con la intención de combatir la expansión de los cátaros, la herejía más importante en el medievo. Los instrumentos utilizados por Domingo de Guzmán fueron la predicación y el ejemplo de una severa ascesis personal, unidos a una vida de pobreza y mendicidad. Era una orden religiosa muy activa en el territorio, pero que se hacía oír raramente en las altas jerarquías de la Iglesia.

    Intrigado, abrió el sobre y, después de leer la última letra en su interior, se dio cuenta de que el día no iba a estar exento de preocupaciones. Permaneció durante mucho tiempo con la hoja sobre las rodillas, pensativo. Estaba plenamente de acuerdo con las consideraciones prudentes del padre Oliveira, a pesar del tono imparcial que destilaba su pulcra escritura. Una complicación inesperada, y, al igual que el padre Oliveira, no lograba captar la relevancia del asunto, pero ese mensaje había iniciado un proceso que ya parecía estar avanzando por su cuenta. Ahora tenía el la patata caliente, y tenía que decidir si quería asumir la responsabilidad de llevar un hecho de dudosa importancia como aquel a la atención de los líderes de la Iglesia.

    Su nombramiento como cardenal era reciente, pero había saciado su ambición solo a medias. Desde hacía tiempo sus miras estaban en las metrópolis más modernas de América del Norte, o quizá de Europa. Ya se estaba imaginando las reacciones de fastidio que la pertinencia discutible de esa información iba a suscitar en Roma. Temía las críticas; no iban a jugar en su favor y serían tenidas en cuenta en el futuro. Debía prestar atención, y no dar pasos en falso. Un pensamiento que lo acompañó durante todo el día, hasta que su mirada cayó sobre el libro que estaba debajo de todos los demás en su escritorio. Se trataba de un texto de arte inspirado en los monumentos de la antigua ciudad imperial italiana, un regalo de Paulo Ceriz, un primo suyo que se ocupaba de las traducciones de los archivos de la Iglesia, en Roma, desde hacía dos años. En ese instante se dio cuenta de que había encontrado la solución que lo pondría al abrigo de toda complicación.

    Abril de 1901, Roma, Archivos vaticanos

    Al otro lado de la puerta enorme se había levantado un zumbido denso, al que pronto se unió el ruido de sillas que eran desplazadas. El padre Ceriz se escondió aún más en el rincón, aferrando con nerviosismo el sobre que durante diez minutos se pasaba de una mano a la otra. Mientras tanto, los primeros prelados dejaban la sala de reuniones de los Archivos. Cuando se apagaron las voces, junto a los últimos secretarios con faldones salió también él, el cardenal Savini. Miró a su alrededor y, justo entonces, vio al sacerdote con el sobre en las manos, con quien cruzaba la mirada.

    Se dirigió hacia él, y fue recibido por una referencia deferente.

    —Padre Ceriz, ¿verdad? —Savini sonrió—. Venga conmigo —dijo, haciendo un gesto para que le siguiera a su despacho, sin darle tiempo a que le besara el anillo.

    El alto prelado, un toscano de físico menudo y maneras amables, no hacía alarde de la autoridad que podía esperarse de un hombre en su posición. Sin embargo, quien lo había visto trabajando no habría podido imaginar nadie más apropiado para ese cargo. Por lo que se decía, el Pontífice lo había invitado insistentemente, antes incluso de que él entrara a formar parte de la Iglesia. Parece que Savini, alentado por la perspectiva de dirigir los archivos más ricos del mundo, una fuente de valor inestimable para cualquier investigador, había sucumbido a la tentación.

    En aquella época, después de haber obtenido dos licenciaturas, letras clásicas y filosofía en Pisa, y literatura francesa en la Sorbona, había comenzado una rápida y prestigiosa carrera universitaria. Las diversas publicaciones, traducidas a varios idiomas, le habían valido la docencia en las universidades europeas más prestigiosas. La suya había sido una carrera eclesiástica tardía, pero caracterizada por una progresión rapidísima. Cuando las condiciones de salud de su predecesor devinieron críticas, fue nombrado cardenal, y tras su defunción pasó a hacerse cargo de los archivos vaticanos sin más. No era un católico devoto; su espiritualidad silenciosa se concretizaba como mucho en sus esfuerzos intelectuales, pero se había habituado sin problemas a las exigencias de la vida clerical. Tampoco era una persona sencilla, pero era inmune a la ostentación, y, ciertamente, no se le podía acusar de falta de sinceridad.

    Hizo que su visitante se sintiera cómodo, preguntándole por el trabajo que estaba realizando. Parecía que no se le escapaba nada de lo que ocurría en el laberinto de estantes de los archivos vaticanos. Una sensación que todos los que se relacionaban con él acababan compartiendo.

    Dejó que le entregara el sobre y se dejó absorber por su lectura. Finalmente levantó la mirada, perplejo.

    —No sabría qué decir. Se trata de un asunto vago y antiguo del que no consigo comprender el sentido. A primera vista son las mismas conclusiones a las que parece que ha llegado el prior de la misión.

    El padre Ceriz asintió, pero notó una vacilación en la mirada de Savini que, mientras tanto, estaba releyendo las líneas más llamativas de la carta. La atención del prelado se había concentrado en las particularidades de la visión, pero todavía no podía ver nada más.

    Solo un finísimo hilo de telaraña impedía que el tema se deslizara en el olvido, pero el cardenal reconocía el malestar sutil que estaba creciendo en los recovecos de su mente. La semilla de la duda estaba germinando lentamente; le habría impedido arrugar esos folios y olvidar inmediatamente ese extraño asunto. Por fuerza debía haber un motivo por el que tantos años atrás el viejo prior de la misión consideró que ese tema era digno de atención, se dijo a sí mismo.

    —Necesito saber más —dijo finalmente el sacerdote—. Haré algunas indagaciones antes de decidir el peso que debemos atribuir a esta comunicación. —Sonrió cordialmente, despidiéndose del padre Ceriz—.

    Comunicaré mi decisión al arzobispo de Lima.

    Los días siguientes, Savini estuvo más ocupado de lo normal. Las lluvias recientes habían puesto de manifiesto los problemas que sufrían desde siempre los pisos más bajos de algunos edificios viejos donde se custodiaban los documentos provenientes de todas las partes del mundo en espera de ser catalogados y añadidos a los archivos. Las infiltraciones de agua y la humedad agrietaban el estuco y pudrían la madera, dejando aparecer extensas manchas de moho por todas partes. Los huecos que se abrían permitían que los ratones entraran y se reprodujeran. Los roedores y la humedad eran los peores enemigos del papel, los papiros y los pergaminos.

    Los archivos habían sido fundados por Paolo V en 1612, y contenían una cantidad inimaginable de documentos producidos a lo largo de los siglos. Habían estado divididos en varias secciones. Cuanto más alta era la confidencialidad de los contenidos, más reducido era el grupo de los que podían acceder a ellos, hasta llegar a los documentos más reservados, accesibles únicamente al Pontífice. Desde 1881, los fondos presentes en el viejo archivo de Paolo V, una cantidad limitada de documentos considerados no reservados, habían sido puestos a disposición de los estudiosos acreditados por instituciones universitarias.

    No era una sorpresa encontrarse a Savini por las oficinas a las primeras luces del alba. A la espera de la llegada de los responsables, medía con pequeños pasos los locales desiertos. Habría podido delegar ese tipo de tareas, pero sabía que acabaría retorciéndose en el temor de que no hubieran sido realizadas según sus directivas. A pesar de los acuerdos pactados con las empresas, estas aparecían a menudo con horas de retraso, con el trabajo ya comenzado. Los obreros y los artesanos ya habían organizado las obras basándose sobre todo en su interpretación, en contraste con los acuerdos alcanzados en la fase de adjudicación de la obra.

    Al final era Savini quien supervisaba las intervenciones. Su mirada atenta durante sus inspecciones breves, pero frecuentes, permitía redirigir la actividad en la dirección correcta. Era la misma presión, amable y diligente al mismo tiempo, que todos los que trabajaban en los archivos sentían sobre sí mismos. Hizo falta un cierto periodo de tiempo desde su asunción del cargo para que la situación alcanzara un equilibrio y se estabilizara, porque no había sido así a su llegada.

    Entonces ya quedó claro a todos que Savini no iba a seguir ni los pasos, ni las costumbres de su predecesor. Cuando el cardenal había expresado lo que esperaba de cada uno, algunas posiciones privilegiadas habían entrado en conflicto con su autoridad. Inesperadamente, con mucha discreción, la jerarquía que discrepaba de él fue destituida en su totalidad, y algunos de los trabajadores fueron transferidos a nuevas destinaciones lejos de Roma. Comenzó un nuevo curso, y a partir de entonces fueron disminuyendo las dudas residuales sobre la autoridad del cardenal Savini. Mostró ser una persona perfeccionista y exigente, pero capaz de aceptar peticiones, reconocer los méritos de los demás y obtener los medios necesarios para que sus subordinados trabajaran en las mejores condiciones posibles.

    Ese día se había ocupado de poner orden en los locales, retirando las pesadas cajas de madera llenas de libros, para lo que había pedido urgentemente dos carros tirados por caballos.

    La reunión en la que tenía que participar iba a comenzar en pocos minutos, pero, mientras tanto, prefería ayudar en las operaciones de carga. Distraídamente acarició la tapa de un volumen que sobresalía de la caja que estaba junto a él; lo abrió por una página al azar. Una cara entera estaba ocupada por un mapa viejo: la cadena montañosa acompañaba a la derecha la silueta de lo que parecía ser un lago, mientras que, a su izquierda, se alargaba la extensión azul del océano Pacífico. La sospecha que atravesó su mente encontró confirmación en el pie de la imagen: Titicaca, el lago más grande de América del Sur.

    «¡Justo ahora!». Una reacción instintiva resonó en su mente, imponiéndose sobre el zumbido constante de sus pensamientos diarios. Su atención volvió bruscamente a pocos días antes, a la extraña carta llegada del otro lado del mundo. Cerró, pensativo, el libro, y volvió con paso rápido a su ocupación, perseguido por la promesa hecha al padre Ceriz hacía unos días; se impuso no retrasarlo más.

    El secreto de Morales

    Con casi ochenta años, el padre Guarino era el religioso más anciano que seguía en activo en los archivos, con una larga carrera en la que había visto la sucesión de cuatro responsables. Había participado en todas las reorganizaciones realizadas en los últimos cincuenta años y presumía de acordarse de la disposición de todos y cada uno de los grupos de documentos catalogados en los archivos. Savini solo había tenido contactos ocasionales con el anciano, pero habían sido suficientes para ver en él los estigmas de la adicción a su trabajo. Había permanecido demasiado tiempo como para marcharse, así se había justificado años atrás cuando se le había sugerido la posibilidad de dejar su puesto. No tenía encargos oficiales, pero desde hacía unos años había decidido, de manera autónoma, ocuparse de todo el material que todavía no aparecía en las listas oficiales de los archivos. Una empresa que formaba parte del personaje, un romano colosal de pura cepa, probablemente descendiente de algún centurión de imperial memoria. Nadie le dijo nada y él, día tras día, continuó con un trabajo iniciado más de medio siglo antes.

    «El limbo», como había denominado esa parte de los archivos, estaba dividido en varios edificios. Una enorme cantidad de carpetas repletas de documentos, libros y pergaminos esperando a ser asignados a grupos de examinadores que evaluarían su importancia. En función de su clasificación se pasaría a su eventual restauración, traducción e introducción en el sistema de catalogación de la biblioteca final.

    Guiado por su voz potente y por el acento inconfundible, localizó sin vacilar el local que le hacía las funciones de cuartel general. Savini se paró delante de la puerta e identificó la enorme figura del padre Guarino, en el medio de una especie de almacén diseminado de documentos y libros apilados de cualquier manera. El anciano sacerdote agitaba unas cartulinas para instruir a su asustado ayudante sobre el correcto procedimiento que tenía que seguir para la compilación de las tarjetas. Cuando pensó que le había comprendido, despidió al joven y advirtió la presencia de Savini, que había permanecido en una espera silenciosa.

    —Eminencia, ¡qué placer verle aquí, en mis catacumbas! Póngase cómodo.

    Sus maneras eran deferentes, pero el tono de voz era directo y autoritario, en consonancia con su físico imponente.

    Era difícil establecer la altura de ese hombre en ese local; a su paso hacía parecer pequeños hasta a los miembros de la Guardia Suiza. Más de un metro noventa, estimó Savini desde su triste metro sesenta y siete. Seguro que no pesaba menos de un quintal y medio.

    —Buenos días, padre Guarino, le agradezco que me haya recibido sin ningún preaviso.

    Se instaló sobre una silla de paja, imitado por su corpulento interlocutor.

    —Bien, ¿qué puedo hacer por usted? No puedo imaginármelo —preguntó el religioso rudamente, haciendo crujir el banco sobre el que se había sentado.

    —Necesito encontrar material sobre la región de Titicaca. El lago Titicaca...

    —Entre Perú y Bolivia. Sé dónde está —lo interrumpió el padre Guarino, apoyándose en el respaldo. El banco gimió siniestramente, pero toda su atención se concentraba ahora en un punto indefinido sobre la pared detrás de Savini. Se alisó la barba larga y suave, como si estuviese intentando concentrarse en algo de su memoria—. Mmm... tengo que comprobar lo que hay. Pero si hay algo, será muy viejo—. Miró interrogativamente al cardenal—. Necesitaré algo de tiempo.

    Savini se levantó, satisfecho.

    —Todo el que necesite. Se lo agradezco, padre Guarino. Adiós.

    El religioso, absorto, empezó a hojear un libro de registros enorme, dando la idea de que ya se había puesto manos a la obra.

    —Adiós —respondió, sin levantar los ojos del tomo—. Lo tendré informado, Eminencia.

    Savini ya estaba lejos en el pasillo cuando le llegó la voz atronadora. Sonrió y continuó.

    Dos días después, cuando entraba en su despacho, vio la nota que su secretario había dejado sobre su escritorio. Le informaba de que el padre Guarino lo buscaba. El reloj marcaba las siete y media. Era tarde, pero, de todas formas, decidió intentarlo.

    El edificio donde trabajaba Guarino ya estaba desierto; se habían ido todos. Solo un haz de luz salía de una habitación, iluminando una parte del pasillo. Solo se había quedado él. Savini se asomó por la puerta del local iluminado.

    —Venga Eminencia, venga, lo estaba esperando... —lo invitó el sacerdote—. Siempre trabajo hasta tarde por la noche. A mi edad no se duerme mucho.

    Sobre la mesa había dos viejas carpetas agrietadas y con bordes roídos, hinchadas de papeles amarillentos y polvorientos. Al menos con un par de siglos de antigüedad, estimó Savini.

    El padre Guarino desplazó los documentos hacia Savini.

    —Eminencia, cuando me hizo esta petición, ¿estaba seguro de que habría algo?

    —No, en absoluto. —La cara de Savini expresaba candor—.

    Solo quería hacerme una idea sobre cierta cuestión. El cardenal acercó su mano hacia la primera carpeta—. ¿Qué tenemos aquí? —La abrió y cogió algunos folios, sujetos por un cordel. Exceptuando los bordes, más expuestos al deterioro, estaban en buen estado.

    —Solo he encontrado esto, pero es suficiente para comprender que se trata de un asunto de perfil alto, o, al menos, lo fue en su época. Ya había visto estas carpetas, años atrás, pero todavía no había analizado su contenido. —El viejo sacerdote abrió los brazos, maravillado—.

    ¡Se remontan a hace más de trescientos años!

    »Un asunto viejo y enterrado del que no había oído hablar nunca. Para mí, si está cerrado, es que quedó sin resolver. Nada hace suponer que haya habido una investigación. —Apoyó su dedo índice sobre una de las carpetas—. Estos son documentos confidenciales, cartas que forman parte de una serie de correspondencia entre el padre Morales y el Papa de entonces. Tratan cuestiones que debieron ser de alto secreto en su tiempo. —Abrió los brazos como para contener los papeles que se estaban esparciendo sobre su escritorio—. Cuando pienso que todo esto ha sido trajinado de aquí para allá por decenas de edificios dispersos por toda Roma. —Con un gesto más amplio incluyó los libros y las carpetas apiladas contra las paredes. Luego, vaciló un instante.

    —¿El nombre de Morales le dice algo? —preguntó Savini.

    —¿Quiere decir Urbano Morales? No sé mucho de él, pero creo que he leído todos sus libros. Realizó amplios estudios sobre la orden de los Templarios.

    Savini dejó los documentos sobre la mesa, mostrándose más interesado en escuchar al padre Guarino, que dejaba entrever que sabía mucho del asunto.

    Guarino inspiró profundamente.

    —Un gran conocedor de las escrituras, y no solo las sagradas. Estaba en la cumbre de su carrera cuando desapareció sin dejar rastro. Nadie pudo saber qué sucedió. Decían que estaba destinado a suceder al papa Paolo III; por lo que parece, el pontífice de entonces lo tenía en la más alta consideración.

    Savini pareció desconcertado.

    —Creo que no sé nada de su muerte.

    —No me sorprende, Eminencia, yo tampoco había oído hablar de él antes de haber leído estos papeles todavía sin catalogar.

    Guarino levantó la mirada hasta encontrar los ojos de Savini. La intensidad de su expresión dilató, en la mente de Savini, la sensación de estar a un paso de escuchar unas revelaciones que iban a acaparar su atención durante mucho tiempo. Se inclinó todavía más hacia Guarino, una vez asumido su rol de Cicerón¹ experimentado y poderoso.

    —Bueno, no quisiera aburrirle. El contenido de estos documentos parece referirse a un encargo que Morales estaba realizando para el Papa de entonces. Un asunto que lo había conducido hasta la región del lago Titicaca, donde después desapareció. En aquella época, Pizarro acababa de anexionar el imperio Inca a las conquistas españolas del nuevo mundo.

    »Lo ve... —dijo Guarino, cogiendo algunas cartas—, hay informes escritos por Morales destinados al pontífice. Todo comenzó en 1536, cuando Morales recibió el encargo de ir a la corte de España para investigar unos sucesos inquietantes. Parece que el médico de la corte se había declarado responsable de unas abominaciones realizadas en los sótanos, una imputación por la cual había sido procesado por el tribunal de la Santa Inquisición.

    Maliciosamente, el anciano deslizó una hoja sacada de la carpeta y la empujó hacia Savini.

    —Está firmada por el pontífice, ¿lo ve? Parece que todo comenzó con algunos objetos que Francisco Pizarro desenterró en el nuevo reino. —Mientras hablaba, Guarino iba ordenando de nuevo los documentos—. En Perú, los españoles habían encontrado el oro del que tanto hablaban, pero parece ser que les parecía una nimiedad comparado con las cantidades que se fantaseaba que hubiera en el tesoro de El Dorado. En poco tiempo, una simple leyenda se convertió en lo que la avidez humana quería que fuese, y, en la cabeza de los conquistadores europeos, un simple rumor se acrecentó hasta convertirse en una obsesión. Nunca sabremos cuántos hombres desaparecieron persiguiendo esa quimera. Solo mucho después volvió el sentido común, que sugería hasta a los más desconsiderados que solo se trataba de un mito; pero en esa época los españoles creían en ello, ¡y vaya que si creían! Cuando Pizarro se encontró ante las ruinas monumentales de Tiahuanaco debía estar convencido de haber llegado al corazón del más grande imperio del pasado; no debía estar ya muy lejos del oro de El Dorado. Las indicaciones de los incas eran vagas y pintorescas, pero coincidían decididamente en un detalle que había imprimido una dirección a la búsqueda .—Guarino giró la página moviendo la cabeza, para nada convencido—. Tras las altas montañas que dominaban el lago por el este, las leyendas situaban la demora de los dioses. Un lugar del que parecía que provenían seres gigantescos nombrados Kari por los nativos, y desde donde, no mucho tiempo atrás, había bajado hasta la altiplanicie una diosa guerrera de largos cabellos del mismo color que el oro. Después se había marchado, volviendo sobre sus pasos.

    El sacerdote murmuró una reprimenda cargada de desaprobación contra esos hombres tan astutos y sagaces como para engañar y derrotar a ejércitos que los superaban numéricamente, y que luego se volvían incautos y crédulos, y seguían fomentando ilusiones vanas.

    —La búsqueda de Pizarro no tuvo el resultado esperado, y no se encontró ni una traza del templo legendario. Entre las piedras de una antigua avalancha encontraron algunos restos de apariencia humana, pero de dimensiones ciclópeas. Después de recuperar los huesos todavía intactos, encontraron también un contenedor sellado en cuyo interior había unas extrañas esferas oscuras del tamaño de una nuez. Pizarro envió los huesos, las esferas y algunos objetos de la artesanía local, entre los que había decoraciones extrañas que recordaban vagamente la cruz patada, la cruz de los templarios, a la corte de España. El forense de la corte no pudo excluir que los huesos fueran humanos, a pesar de que su tamaño era casi el doble respecto a la norma. En cuanto a los extraños óvulos, resultaron ser semillas. De hecho, después de germinar, por lo que parece, fueron la causa de la caída en desgracia del médico.

    Guarino ofreció un folio a un Savini atónito.

    —Estos informes reportan la sentencia del proceso. El médico admitió su culpabilidad y fue reconocido como único culpable de las aberraciones cometidas en los sótanos de la corte. En el mismo lugar en el que había sido arrestado creció una planta siniestra que, según su confesión, había germinado de las semillas enviadas por Pizarro. Cerca de esta, había una mujer o, mejor dicho, lo que quedaba de ella. Solo pudo identificarla su hijo, un servidor de la corte, por quien se supo que estaba gravemente enferma. El médico la estaba tratando en su ambulatorio, donde, según dijo, le estaba suministrando una preparación creada por él para mitigar su sufrimiento, pero lo que las estupefactas guardias reales encontraron en el subterráneo tenía todo el aspecto de ser un cuerpo que parecía haber pasado por un perturbador proceso de petrificación.

    Guarino empujó otras cartas antiguas hacia Savini y esperó en silencio, dejándole tiempo para leerlas. La mente de Savini se estaba cubriendo de una niebla de perplejidad. En los tiempos de la Inquisición bastaba una simple sospecha, o el que los inquisidores previeran algún beneficio, para procesar a alguien. Si no existían pruebas, con la tortura siempre conseguían arrancar una declaración de culpabilidad y la partida estaba ganada. Su uso indiscriminado había hecho que todas esas confesiones resultaran poco fiables; de hecho, la víctima, ya fuese culpable o inocente, sabía que no tenía ninguna oportunidad, así que terminaba confesando lo que fuera solo para asegurarse una muerte rápida. Pero con el doctor Pérez parece que las cosas sucedieron de otra manera; de hecho, el médico había confesado rápidamente, sin necesidad de que se recurriera a la coerción. Además, el rey en persona había intercedido a su favor. ¿Reconocimiento? Quizá. Quizá Pérez había sido un médico estimado. O quizá, desde un punto de vista pragmático, el soberano creyó que una ejecución habría podido crear un escándalo en su corte. Con gran discreción, el médico fue exiliado a un monasterio situado en los Pirineos, donde quedó privado de todo contacto con el exterior.

    Morales constató las buenas condiciones físicas del médico y confirmó que no había sufrido malos tratos. Sin embargo, no tuvo la misma opinión respecto a su estado mental. Le había parecido perturbado: alternaba momentos de lucidez con intervalos en los que divagaba sobre las peculiaridades inquietantes del siniestro organismo. El horror suscitado por aquella planta extraña y la horrible momia en que se había transformado la pobre mujer desencadenó una oleada de terror y superstición hasta tal punto que se decidió levantar una pared y cerrar esa parte del sótano, a la que nadie quiso acceder nunca más.

    Savini levantó la cabeza y se encontró con la mirada del anciano. El rápido gesto que hizo Guarino expresaba su comprensión por la perplejidad que leía en su rostro. Inmediatamente, Guarino le pasó la siguiente carta.

    —He intentado ordenarlas en sentido cronológico en la medida de lo posible. —Savini cogió el folio dándole las gracias con una sonrisa—. Son los dibujos de las vasijas que envió Pizarro, que representan lo que parece una cruz patada, la cruz de los templarios —precisó Guarino.

    Savini recorrió rápidamente las dos primeras caras, castigando con pequeños mordiscos su labio inferior; la aparente falta de nexo lógico entre los varios elementos le producía una sensación de desasosiego.

    —No consigo combinar estos elementos y obtener algo que tenga algún sentido —admitió.

    —A lo mejor es demasiado poco, pero yo podría lanzar una hipótesis, aunque pueda parecer osada, Eminencia —respondió Guarino inclinándose hacia delante y esbozando una sonrisa maliciosa, doblando con los codos los ejes del pobre escritorio.

    Savini aprobó esa iniciativa, parecía casi aliviado por la motivación del religioso.

    —Se lo ruego, padre, continúe.

    —He intentado imaginar el escenario de la época: quizá Paolo III confió a Morales ese encargo porque el estudioso era un gran conocedor del mundo templario. Y seguro que estaba informado de las circunstancias en las que fue disuelta la orden.

    Savini asintió: el final de la orden de los caballeros del Temple era una mancha en la historia de la Iglesia, a pesar de que era conocido que el rol principal de ese epílogo dramático lo jugó Felipe el Bello, el soberano francés en aquellos tiempos. Este, endeudado con los templarios con sumas ingentes, para no tener que reembolsarlas y, al mismo tiempo, poder tomar posesión de sus riquezas, decidió suprimir la orden. Los pocos que consiguieron escapar de los procesos sumarios y de las masacres se refugiaron en Portugal. El papado, dirigido por un débil papa Clemente V, se plegó a la voluntad del soberano francés. Esa era la versión con más crédito, porque la herejía, la motivación oficial que pudo empujar al papa a disolver la orden, no había sido en absoluto convincente, tan poco, que suscitó más de una sospecha de que se trataba de un pretexto.

    Pero no eran las únicas hipótesis. Quien estaba bien integrado en los círculos de influencia de la política de la Iglesia y conocía sus más recónditas astucias retenía que el soberano francés, que era quien, en apariencia, se llevaba el mayor beneficio de la situación, se había prestado justo por este motivo a ser el instrumento en las manos de las fracciones extremas de la Iglesia. El rey francés se habría endosado históricamente el honor de hacer el trabajo sucio de acabar con los templarios. No eran pocos los que pensaban que la orden había evolucionado de una manera demasiado autónoma, recorriendo caminos que divergían de los de la Iglesia, donde se había originado. Una orden cerrada, cargada de simbolismo y de conocimientos codificados accesibles solo a los iniciados, no podía sino levantar sospechas y llamar la atención. Prestamistas inteligentes, los templarios se habían enriquecido prestando dinero a los soberanos de media Europa y, según algunos rumores, habían realizado enormes progresos en la investigación científica y las exploraciones. Como sucedió con los cátaros, también ellos empezaron a ser vistos como un peligro para la sección que desconfiaba de quien se alejaba de los dogmas de la Iglesia sobre los que esta había consolidado su poder, y que perseguía todo tipo de debate, ocultando e impidiendo la difusión del conocimiento.

    «Nada nuevo», pensó Savini, negando con la cabeza. Conocía la lucha ciega de la Iglesia contra la herejía, llevada al punto de quemar las biblias en lengua vernácula, o de crear el Index Paulino, una lista en la que figuraban solo los libros aprobados por la Iglesia. Textos de valor incalculable se redujeron a cenizas. Un desperdicio absurdo.

    Mientras tanto, Guarino continuaba.

    —¿Sabéis también que hay quien piensa que Colón no siguió su intuición al dirigirse hacia el oeste, en dirección a las Indias? Morales había estudiado largamente los templarios, y, seguramente, sabía que Bertrand de Blanquefort, devenido el Gran Maestre del Temple en 1156, era descendiente de uno de los vikingos que, guiados por Enrique el Rojo, se dice que alcanzaron las costas de América septentrional algunos siglos antes que Colón. Y, entre las cartas de navegación que poseía la orden de Calatrava, en Portugal, y que el mismo Colón había consultado, parece que figuraban las rutas tomadas por los barcos templarios que habían cruzado el Atlántico. ¿Quizá Portugal no fue la única nación que dio asilo a los templarios huidos de las persecuciones?

    Savini escuchaba absorto; se sentía insignificante delate de la figura imponente del anciano, iluminada por la débil luz de la habitación. En ese archivo, impregnado de cultura escolar, la voz potente y profunda del padre Guarino evocaba con un realismo impresionante las sugestiones de ese pasado lejano. Ronca por el largo monólogo, hacía vibrar los cristales de las ventanas en el silencio de la noche, y llegaba hasta los rincones más alejados de los largos pasillos desiertos. Mientras tanto, la rendija abierta en el tejido del tiempo por el anciano sacerdote se iba dilatando desmesuradamente, dejando emerger escenarios todavía coherentes, pero cada vez más audaces. A medida que pasaban los minutos, el movimiento de las sombras proyectadas en la pared por el gesticular del padre Guarino le hizo revivir aquellos antiguos sucesos.

    El padre Guarino leyó en los ojos del cardenal las turbaciones entre las que se estaba debatiendo.

    —Eran los años de los cismas anglicano y luterano que, entre otras cosas, habían interrumpido importantes aportaciones económicas. Las financias de la Iglesia no eran boyantes. Casi como ahora. —Guarino sonrió—. La sospecha de que los templarios habían recorrido la ruta de Colón mucho antes que él permitía formular hipótesis nuevas sobre las posibilidades de encontrar gran parte de los tesoros del orden religioso. Sabían con certeza que se tramaba la desaparición de la flota templaria del puerto de la Rochelle, en el Atlántico. ¿No podría estar ligada esta desaparición a la del tesoro?

    »Colón mismo admitió que los indígenas de las islas americanas en las que atracaron primero se mostraron demasiado amistosos y parecían haber visto ya antes el símbolo de la cruz escarlata, el emblema templario presente en las velas de las carabelas.

    Savini se removía en su silla desde hacía unos minutos, incapaz de encontrar una posición cómoda. Interrumpió su silencio, mostrándose claramente escéptico.

    —¿Y encargaron a Morales que comprobara si los templarios se habían aventurado hasta las Indias? ¿Habiendo otros sitios, mucho más cercanos y más seguros de alcanzar antes de aventurarse en una travesía tan larga, si de verdad intuían lo que iba a pasar? Sin olvidar que la posesión de oro confería riqueza en Europa, pero los incas y los aztecas lo usaban para los objetos más comunes. No tenía el significado que tiene para nosotros. ¿Qué sentido tenía llevarlo allí?

    La lógica de Savini hizo perder parte de su impulso a Guarino, que levantó las manos en expresión de rendición.

    —Entiendo; son conjeturas muy débiles. Sin embargo, los documentos ofrecen demasiado poco para comprender el objetivo de la misión de Morales.

    Savini asintió; el padre Guarino había llegado a la misma conclusión que él. Todos esos documentos parecían estar hechos a posta para azuzar increíblemente la curiosidad, pero sin ofrecer ninguna respuesta. No había elementos que permitieran comprender qué había empujado al pontífice a enviar a un personaje del calibre de Morales al fin del mundo. ¿Quizá para confirmar los descubrimientos de Pizarro? Parecía completamente fuera de lugar enviar a un estudioso como él en busca de muestras botánicas y antropológicas, intereses ajenos a la Iglesia.

    Guarino volvió a la carga.

    —Si el oro no era el motivo, quizá todo el asunto giraba alrededor de lo que los templarios hubieran podido descubrir en las galerías subterráneas del templo del Rey Salomón, donde habían estado excavando durante años con la excusa de proteger a los peregrinos y a la Tierra Santa.

    La sonrisa forzada de Savini reflejaba su débil convicción, aunque coincidía en que había que excluir una motivación científica. Los orígenes de la misteriosa planta no formaban parte de los intereses de la Iglesia, igual que los huesos de algún primate de gran tamaño. Ni siquiera suponían una novedad importante. De hecho, incluso Cortés, años antes, había enviado a la corte de España huesos similares, pero también en aquella ocasión se trataba de descubrimientos parciales, no de esqueletos completos En todo caso, las hipótesis plausibles eran varias; podía tratarse de una anomalía de crecimiento o quizá era lo que quedaba de un primate de conformación similar a la del hombre, o quizá algo distinto. Cuanto más analizaba ese aspecto más desconcertante le parecía.

    El padre Guarino parecía leer sus pensamientos y tomó las últimas cartas.

    —Aquí acaba la pista del padre Morales, o, al menos, el último rastro que dejó. Él y el padre Santel, el seminarista que lo acompañaba, estaban en algún punto de la cordillera al noreste del lago Titicaca. Dio la carta a Santel personalmente, y este fue al encuentro de sus compañeros; les encargó que consiguieran todo lo que había pedido Morales. Pero no los esperó; sintiendo una gran aprehensión por la suerte del estudioso, partió enseguida tras sus huellas. Estaba obedeciendo a sus órdenes, pero se arrepentía de haberlo dejado solo. En su opinión, esos días Morales no se había mostrado prudente. Cuando, algunos días después, los cuatro religiosos llegaron a la zona en la que esperaban encontrar a Morales y a Santel, no estaba ninguno de los dos esperándolos. Solo después de algunos días de búsqueda encontraron a un Santel delirante y malherido. Antes que ellos, había encontrado el campamento de Morales desierto, y, temiendo lo peor, había iniciado una búsqueda extenuante e infructuosa. La exploración de la zona continuó los días sucesivos hasta el agotamiento de los víveres, pero no condujo a ningún resultado. En el camino de vuelta encontraron una bolsa que contenía parte de los efectos de Morales, todavía colgada del asno con el que viajaba. El animal, empujado por el hambre, debió haber dado la vuelta en el laberinto de valles, hasta regresar a la altiplanicie, donde se detuvo a pastar en las primeras manchas de hierba que encontró. Sin embargo, ni siquiera ese hallazgo proporcionó elementos para comprender qué había podido suceder.

    »Todo está descrito aquí, en la carta que Valverde escribió al pontífice, a la que adjuntó la nota de Morales.

    Ofreció los folios amarillentos, casi ilegibles, a Savini.

    Este puso la última carta de Morales bajo el haz de luz, pero movió la cabeza negativamente.

    —Está muy deteriorada, ni siquiera parece su caligrafía; se diría que fue escrita por una mano temblorosa. Lo intentaré mañana, a la luz del sol.

    Guarino aprobó la idea, al tiempo que se inclinaba hacia delante con todo su peso, desplazando la mesa dos centímetros hacia Savini.

    —Cierto, Eminencia, mañana tendrá toda la documentación en su estudio.

    —Después, ¿hubo más búsquedas?

    —Más de una, pero sin éxito. Por las letras de Valverde se intuye que el padre Santel, después de haber servido a Morales durante semanas, de alguna manera se sintió responsable y continuó la búsqueda por iniciativa propia. Volvió a Europa solo, unos meses más tarde que sus compañeros, pero esa experiencia terrible casi le había hecho perder la razón. No consiguió superarla y poco después de su regreso abandonó la Iglesia. No tomó siquiera los votos de sacerdote; por lo que parece se retiró a la Francia meridional, donde residía su familia. —Guarino señaló la carpeta—. La región en la que desapareció el rastro de Morales está indicada en un mapa que Santel dibujó bajo petición expresa de Valverde, que tenía la intención de organizar otras búsquedas posteriormente. Pero, comparada con los mapas actuales, resulta totalmente incomprensible, a mi parecer —dijo, aclarando su garganta—. Incluye una región sin fronteras.

    —Hizo un movimiento de negación con la cabeza, expresando la inutilidad del mapa—. Y, por si fuera poco, se trata de un territorio situado, en el mejor de los casos, a más de cinco mil metros de altitud, donde las condiciones ambientales son prohibitivas.

    Desde detrás de su espesa barba blanca y las gruesas gafas redondas, el padre Guarino observaba con atención la expresión de Savini, que iba a inspeccionar la hoja amarillenta.

    —Es una historia muy vieja —dijo Guarino con voz vacilante—. ¿Tiene la intención de reabrirla? —preguntó el anciano religioso. No se le había escapado el interés que movía a Savini.

    —Solo quiero examinar con calma todos estos documentos, aunque no puedo negar que despierta mi curiosidad —admitió Savini.

    —Si le parece de utilidad.

    El padre Guarino utilizó un tono de voz que no escondía sus reservas sobre la pertinencia de proceder en esa dirección. Savini no se lo hizo ver, pero notó la tensión que, de repente, se había creado. Guarino asumió una expresión terriblemente seria.

    —Pues lleve cuidado. A pesar de que ha pasado mucho tiempo, esta historia todavía da escalofríos desde dondequiera que se la mire.

    Su tono grave vibró como una admonición.

    A su pesar, Savini percibió una sensación de malestar, como si, de golpe, todos los fragmentos discordantes de ese asunto terrible se hubieran combinado en algo orgánico y vagamente amenazador.

    Bajo la luz crepuscular de la lámpara, la figura de Guarino se había alejado y lo observaba, seria y remota. En las palabras del viejo sacerdote, Savini entrevió una advertencia contra la que no tenía nada que objetar. Además de Morales, cuyo final solo se podía adivinar, todos los que de manera muy distinta habían estado implicados en aquella historia habían visto cómo la suerte que los había llevado a la cumbre de un imperio había cambiado rápidamente de dirección.

    Tras años de intentos fallidos, Francisco Pizarro, Diego de Almagro y el padre dominicano Vicente de Valverde, a la cabeza de un grupo de aventureros, debilitados por las privaciones de un viaje épico, habían llegado al corazón del imperio inca, entonces bajo el mando de Atahualpa. Usando la misma estratagema de Cortés para la conquista de México, capturaron al emperador. Este estaba literalmente obsesionado con la predicción según la cual los hombres blancos eran descendientes del dios Viracocha y habían llegado para castigarlo por haber usurpado el reino al soberano designado, su hermano Huáscar, que él había encarcelado. Temiendo que Pizarro pudiera poner a Huáscar a la cabeza del imperio inca, ordenó que asesinaran a su hermano.

    Para recuperar su libertad, Atahualpa se comprometió con Pizarro a llenar de oro la celda de setenta metros cúbicos en la que estaba encerrado. Durante semanas los emisarios del emperador, llevando el quipu, un sistema de cordeles de colores que distinguía a quienes actuaban en su nombre, habían viajado hasta los rincones más remotos del imperio para conseguir el rescate.

    Finalmente, Atahualpa pudo cumplir su promesa, pero Pizarro, Valverde y Almagro, con malvada determinación, levantaron un proceso falso en el que el soberano inca fue sentenciado con la condena de los herejes: ser quemado en la hoguera. Un final que fue conmutado en el último momento a una ejecución por garrote vil, después de una ridícula conversión al catolicismo. Valverde fue decisivo en la condena a muerte del soberano inca, ignorando que esas acciones podrían estar imprimiendo una dirección a su propio destino.

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