Para no morir tan despacio
Por Armando Roa Vial
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Armando Roa se arriesga en una dirección contraria: con una prosa reflexiva y trabajada a la manera de un poeta, construye personajes enfrentados con lo más desesperado de sus propias existencias y los pone al límite de la ideología, los sentimientos y las posibilidades humanas. El resultado es, por supuesto, estético, y confirma al autor como uno de los escritores chilenos más destacados
de los últimos años.
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Para no morir tan despacio - Armando Roa Vial
Colección 80 mundos
dirigida por Alfonso Mallo
1. Antonio Rojas Gómez / Cuentos perfectos
2. Poli Délano / Piano-bar de solitarios
3. Guido Eytel / Puestos varios
4. Adolfo Pardo / La silla de ruedas
5. Ricardo Cuadros / El fotógrafo belga
6. Alejandro Sieveking / Bella cosa mortal
7. Alejandro Varderi / Amantes y reverentes
8. Eliah Germani / Volver a Berlín
9. Miro Gavran / El hijo olvidado
10. Octavio Crespo / Padre nuestro
11. Armando Roa Via / Para no morir tan despacio
12. Carlos Ríos / Obstinada pasión
13. Mauricio Hasbún / Indulgencia
Armando Roa Vial
Para no morir tan despacio
•
Edición corregida y definitiva
Ril%20-%202006%20-%20Logo%20general.tifPara no morir tan despacio
Primera edición: noviembre de 2014
© Armando Roa Vial, 2014
Registro de Propiedad Intelectual
Nº 109.910
© RIL® editores, 2014
Los Leones 2258
cp 7511055 Providencia
Santiago de Chile
Tel. (56-2) 22238100
ril@rileditores.com • www.rileditores.com
Composición, diseño de portada e impresión: RIL® editores
Epub hecho en Chile • Epub made in Chile
ISBN 978-956-01-0148-8
Derechos reservados.
…las aguas del abismo
donde me enamoraba de mí mismo.
Quevedo
Nadie nos amasa nuevamente de tierra y barro,
nadie bendice nuestro polvo.
Nadie.
Paul Celan
Tú, que de la nada sabes más que los muertos.
Mallarmé
El adiós inconcluso de Federico Borrel
I. Amanecer
Al irrumpir las primeras luces del amanecer en aquella pieza escasamente ventilada, Federico Borrell, sudando bajo el cobertor, no sabía a ciencia cierta si sobreviviría o no a las erosiones del pesar y el tedio.
Por su fantasía se apuntalaron entonces versos e imágenes del poema «El ocaso existencialista de Federico Borrell», inventario de soledades, amarguras y aflicciones, donde el porvenir se presentaba como un paisaje devaluado, escaso de colores, ante el que no correspondía apostar ninguna ilusión al no ser nada digno de deseo, y donde el destino mismo, envuelto por un vacío cada vez más asfixiante, se transformaba en una apuesta vana y fastidiosa. Había escrito el poema la tarde del miércoles, el día del entierro de Bautista, apremiado por una nostalgia brusca y urgente que parecía envolverlo todo a su alrededor: el velador, las estanterías apertrechadas con libros y partituras, o el sillón donde apoyaba su contrabajo Höfner, junto al tocadiscos: objetos que a la vez eran cercanos y ajenos, que dibujaban universos familiares y desconocidos, y que ahora, cuando ya se acercaba el amanecer, parecían desfondarse en un mutismo perturbador del que no podían escapar, sin nada entrañable que lo atara a ellos, quizá porque la historia que llevaban escrita empezaba a tornarse esquiva e insignificante, una historia no muy diferente de la suya, zarpando de orfandad en orfandad, testimoniada en el miedo y el fracaso, el flujo y reflujo tenaz que lo había acompañado durante estos años de enfermedad y adicción, malogrando sueños y aspiraciones, asfixiando lo que pudo ser y no fue.
Miró al soslayo el reloj. Imaginó que el olvido era un devorador inapelable que lo iba consumiendo a diario, hasta empozarlo en un presente ciego y exhausto, en el que todo perdía vigor al no ser capaz de abrigar el alivio de una salida a ese malestar que lo tenía acorralado. Eran las seis y cuarenta minutos de la madrugada: el resplandor auroral del sol, empecinándose por una franja de la ventana, se aglomeraba en un rincón. Borrell enderezó el cuerpo y emitió un hondo bostezo.
•
La luz del alba se hacía más intensa en el vano de la puerta, ahí donde las partículas de polvo, al contacto del sol, flotaban dispersas. A medida que amanecía, la sensación de angustia lo revolcaba con más fuerza. Estaba cansado y sudoroso. Se había preguntado muchas veces si aquella enfermedad era algo fabricado, un astuto mecanismo defensivo que le evitaba males mayores, obsesiones que iban y venían para blindarlo en una verdadera ciudadela y evadirlo de asumir la responsabilidad ante una vida que se le presentaba como un precipicio al hastío, a la falta de propósitos, al aburrimiento, a la ausencia perturbadora de vínculos afectivos respecto de sí mismo y de los demás.
«Si pudiera encontrar un atajo o al menos una prórroga», pensó.
La melancolía arrullaba su corazón con una quietud penetrante. Quiso encender la radio, escuchar música, pero luego desistió. Afuera la ciudad reanudaba su tráfago, la escuálida procesión de hombres y mujeres resguardándose de la orfandad en vidas domesticadas por hábitos y vínculos, ese mundo que alguna vez también lo arrastró, bajo el dudoso título de escritor en residencia, cuando dictaba un curso de Poesía Contemporánea en la universidad, la asepsia de una cátedra en la que nunca se sintió a gusto y a la que sólo había echado mano por razones económicas: apenas una hojarasca de teorías y discursos que buscaban encorsetar el misterio de la creación artística y donde lo menos importante era, desde luego, la literatura misma. Sólo su instinto de supervivencia lo había enrolado a ese mundo ritual y distante, donde le era más fácil anestesiar sus miedos y encubrir sus fracasos y debilidades: el lastre del escritor fracasado, la ruptura matrimonial, el alcoholismo, la adicción, los desórdenes psicosomáticos. Se trató de una escalada vertiginosa, sacudiéndolo sin asomo de piedad, y ante la cual los descargos resultaban torpes y antojadizos. Por eso, quizá, en retrospectiva, cuando Bautista lo inició en el