Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Intercambios de saliva y otros cuentos
Intercambios de saliva y otros cuentos
Intercambios de saliva y otros cuentos
Libro electrónico177 páginas2 horas

Intercambios de saliva y otros cuentos

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

En esta colección de relatos, Félix J. Palma vuelve a realizar un derroche de imaginación y sensibilidad narrativa que solo está disponible a los maestros: Una historia de amor bajo la sombra del cáncer de uno de sus protagonistas, la relación de un niño con una mujer en silla de ruedas a la que confunde con una sirena, asesinos remolones a los que se les va la vida en planes, la venganza amorosa de una niña en plena Guerra Civil Española... Todas ellas se unen para componer un mosaico de amor y muerte, una mirada distinta a la condición humana, dotada de una profundidad que solo está al alcance de unos pocos. -
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento20 nov 2021
ISBN9788728132050
Intercambios de saliva y otros cuentos

Lee más de Félix Palma Macías

Relacionado con Intercambios de saliva y otros cuentos

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Intercambios de saliva y otros cuentos

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Intercambios de saliva y otros cuentos - Félix Palma Macías

    Intercambios de saliva y otros cuentos

    Copyright © 0, 2021 Félix J. Palma and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788728132050

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    INTERCAMBIOS DE SALIVA

    Me enamoré de mi vecino cuando le diagnosticaron el cáncer. Hasta ese día, a pesar de su porte de arcángel mundano, yo ni siquiera lo había contemplado como alguien de quien pudiera enamorarme, y no porque estuviese casado, sino porque las cuatro o cinco frases que había intercambiado con él me habían llevado a catalogarlo de inmediato como un individuo ambicioso y calculador, esa clase de hombres que programan sus vidas lamentando tener que dejar un margen para la sorpresa. Y yo ya estaba harta de sujetos presuntuosos que creían que sus existencias sólo alcanzarían la plenitud si lograban un puesto con despacho propio, se casaban con alguna entusiasta de la silicona e invitaban cada sábado a sus amistades con el secreto propósito de exhibir su flamante estuche de vino, esa cajita absurda donde el abrebotellas, el termómetro y el aro antigoteo relucen sobre el forro negro como un siniestro instrumental de tortura. Dicha impresión se había ido gestando durante nuestros escasos encuentros en el portal de entrada, pero acabó de redondearse durante la barbacoa que algún vecino filántropo organizó junto a la piscina, en ese terreno acotado que es el patio interior, donde nuestros patéticos intentos de confraternización vecinal quedaban ocultos al mundo.

    Yo había adquirido un apartamento en aquel conjunto residencial para aprendices de ricacho gracias a la muerte de mi madre, que me había dejado cuatro candelabros de plata y la tercera parte de un piso enorme cuya venta mis hermanos no habían tenido inconveniente en gestionar durante el sepelio, mientras nuestra progenitora era alojada en el nicho donde llevaba cuatro años aguardándola paciente la osamenta monda de mi padre. Mi parte del botín y lo que llevaba ahorrado de mi trabajo en el archivo me convirtieron súbitamente en una criatura pudiente, o al menos capacitada para dejar mi madriguera de alquiler y mudarme a un pintoresco complejo con piscina. Allí llevaba ya tres meses, hilando una vida tranquila de funcionaria que me abocaba a entretener las tardes espiando el trajín de mis vecinos por la ventana que daba al patio, mientras veía en las casas de enfrente moverse también algunas cortinas, como un reflejo de la mía. Fue aquella vigilancia gremial y sostenida del movimiento ajeno a la que parecía condenarnos la disposición del edificio la que favoreció que se propagase la funesta noticia: el atractivo vecino del siete, aquel Alejandro Magno empresarial, era un ídolo con pies de barro, pues acababan de diagnosticarle un cáncer. Los rumores no aclaraban si era de pulmón, colon o garganta, pero no era necesario conocer el apellido de su mal para comprender que aquel hombre de aspecto sano y enérgico había sido trágicamente marcado por el destino, que despacha sus infortunios de manera insobornable, sin mirar los currículos de nadie. Lo mismo permite que el dictador de una república bananera rebase los noventa con ganas de guerra, que impide que un cardiólogo capaz de hacer progresar la ciencia médica sobrepase la cincuentena averiándole el órgano en el que se ha especializado. Por eso, cuando me enteré de que nuestro vecino tenía cáncer, lo único que sentí por él fue una pena pasajera, inmediatamente eclipsada por ese miedo atroz que suele provocarnos la arbitrariedad con que el destino administra su dote.

    Por aquel entonces yo acababa de romper con Juan, mi cuarto novio en lo que iba de año, y había decidido detener aquel carrusel de relaciones precipitadas e insatisfactorias para tratar de encontrarme a mí misma sin tener que recurrir a ningún manual de autoayuda. Lo principal era empeñar mis tardes en algo más saludable y productivo que el insomne estudio del patio, por mucho que quisiese disfrazarlo de ensoñación nostálgica con el atrezzo de un té bebido lento o una copa mecida larga. Para ello decidí volver a pintar, actividad en la que nunca me había molestado en ahondar desde las clases de pintura de mi infancia. Fue el recuerdo del roce crujiente del carboncillo sobre el papel y del pequeño milagro que sucedía en la paleta cuando fomentaba la promiscuidad de los colores lo que me animó a sustituir el olor del amor puramente acrobático que impregnaba mi apartamento por el aroma purificador del aguarrás, esa canela enferma. Compré un caballete, lo coloqué en una esquina del salón, como Bécquer su arpa, y me entregué a la pintura con avidez. Consumí varias tardes absorta en el embrujo cromático de los pinceles, copiando bodegones y marismas, hasta que la reproducción de aquellas mustias ilustraciones para aprendices acabó por deprimirme. Resultaba evidente que aquella tarea tan ingrata no iba a desencadenar ningún maremoto en mi interior. Necesitaba pintar algo que me trasmitiese alguna emoción, una imagen que me removiese por dentro, a cuya reproducción pudiese entregarme con la sensación de que era el cuadro el que me pintaba a mí. Pero el problema era que debía encontrar esa imagen catártica sin moverme del salón, pues cargar con el caballete hasta alguna cumbre nevada quedaba descartado. Fue entonces cuando, al asomarme por la ventana para observar el patio movida por mi vieja inercia de fisgona, descubrí una imagen bellísima: mi vecino canceroso estaba sentado en una butaca junto a la piscina, bebiendo una cerveza mientras miraba el cielo cuajado de estrellas como quien mira a Dios a los ojos. Atrévete a sostenerme la mirada, parecía decirle. Estaba raro sin el traje y la corbata; resultaba más humano, más creíble. El fulgor plata de la luna le iluminaba el perfil, y la brisa nocturna le apartaba delicadamente los cabellos de la frente, otorgándole el aire perplejo de esos dioses griegos sacudidos por las pasiones humanas que ilustran los libros de Arte. Era la imagen de alguien tratando de comprender lo incomprensible, de asimilar que, a pesar de que no estaba anotado en su agenda, iba a morir en unos días, quizás fulminantemente, quizás tras protagonizar una tortuosa agonía. Era la imagen de alguien intentando comprender por qué las trompetas del Apocalipsis habían sido sustituidas por un triste organillo que sonaba sólo para él. Era una imagen única, y probablemente perecedera, lo cual aquilataba su belleza. No dudé en acercarme el caballete a la ventana y comenzar a pintarla, pero apenas había esbozado el primer trazo a carboncillo, mi vecino se levantó, plegó la butaca y regresó a su casa.

    Al día siguiente aguardé la llegada de la noche preguntándome si volvería a aparecer, y cuando lo vi llegar de nuevo con la butaca y las cervezas comprendí que aquella imagen no dejaría de repetirse hasta que mi vecino lograse asumir su destino, lo que le resultaría una empresa ardua y dolorosa. Lo observé abrir la butaca y sentarse a escrutar el firmamento con expresión desafiante. Mi vecino buscaba en las estrellas la explicación que nadie se había molestado en darle. Lo observé con menos lástima que admiración. La enfermedad parecía conferirle cierto aire de cruzado, investirlo de una grandeza que lo redimía de su vulgaridad. Y mientras él inspeccionaba el cielo, buscando respuestas a la carcoma que lo devastaba por dentro, mi carboncillo registraba en el papel el lento y paciente vencimiento de su figura. Trazo a trazo, noche a noche, yo iba percibiendo los nuevos síntomas que conducirían a su rendición. El rictus de enojo de su boca fue ablandándose, dejando paso a un mohín de resignación de cuyas cenizas fue surgiendo luego, con la laboriosidad de un parto, una sonrisa aprobatoria que no tardó en convertirse en una mueca de complicidad, como si la explicación de su enfermedad fuese algo privado entre él y el creador, algo que al resto de nosotros, pobres y saludables mortales, no nos concernía.

    La noche en que dirigió al cielo una sonrisa sin rencor sentí que de alguna manera habíamos aceptado nuestro cáncer, y decidí yo también salir al patio para festejarlo. La primavera tocaba a su fin y el aire comenzaba a arrastrar el olor del verano, convirtiendo los dominios de mi vecino en un plácido oasis en el que apetecía sentarse a esperar la llegada del sueño. A él no pareció molestarle que invadiese su intimidad. Me recibió con una sonrisa amigable e incluso me alargó un botellín de cerveza. Me senté sobre el borde de la piscina, sumergiendo las piernas en el agua oscura, y dejé que la brisa nocturna me meciera los cabellos y el alma, sin tratar de romper aquel silencio de oración en el que él se hallaba sumido. Durante varios minutos me limité a beber, oyéndolo respirar a mi lado mientras dejaba vagar la mirada por el bordado de constelaciones que cubría el agua enlutada de la piscina, por el muro de piedra que nos aislaba de la ciudad, donde la hiedra progresaba con la misma discreción con que el cáncer medraba en el interior de mi vecino. Los sonidos del tráfico llegaban hasta nosotros amortiguados, como desfallecidos. Cuando mi vecino rompió el silencio fue para agradecerme algo que yo no había hecho: había sido la única que no había ido a su casa a ofrecerle mi piedad como quien le lleva un bizcocho asqueroso. Hablaba con la voz suave y pausada de quien ha hecho las paces con el mundo. Enseguida comprendí que aquel hombre nada tenía en común con el que yo había conocido antes. Según los médicos, el primer paso para aceptar la enfermedad es conseguir pronunciar la palabra cáncer, dijo entonces en tono divagatorio. Pero se equivocan: yo pude pronunciarla desde el primer momento. Tengo cáncer, decía incluso con un regocijo malsano, divertido por los distintos grados de conmoción que esas palabras causaban en mis amigos. Algunos quedaban repentinamente traspuestos, y no tardaban en hundirse en el silencio, más apesadumbrados por su nula capacidad de reacción que por mi trágica suerte; otros, sin embargo, se apresuraban a adoptar un ridículo tono cosmopolita, como si estuviesen acostumbrados a bregar con enfermedades mortales a diario, reduciendo mi mal a una contrariedad tan solucionable como una mancha en la corbata. Tengo cáncer, decía yo en cualquier reunión, aunque no viniese a cuento, con el único propósito de turbar a los presentes. Tengo cáncer, voy a morir en las próximas semanas, anunciaba sin empacho. Y todos me miraban espantados. Pero convertirme en un saboteador de eventos sociales no me ayudaba a rebajar el pánico que sentía ante mi mal, por mucho que los médicos insistiesen en que es una enfermedad que se está curando en un porcentaje creciente. Hizo una pausa para apurar su cerveza y tomar otra de la pequeña nevera que había a sus pies. Si quería superarlo, continuó, necesitaba encontrarle su lado positivo, su sentido práctico, por mucho que pareciera no tenerlo. Para mi sorpresa lo descubrí casi de casualidad, sin buscarlo. Al principio, como puedes suponer, me consideré traicionado, blanco de un castigo que no merecía. Hasta que comprendí que abandonarse a la rabia no conduciría a nada. Una tarde en la que había salido de casa más para huir de la expresión piadosa de mi mujer que porque me apeteciese realmente dar un paseo, me encontré ante la entrada del parque por el que siempre pasaba corriendo cuando me dirigía al trabajo, y comencé a recorrerlo con calma, deteniéndome a leer los cartelitos de los nombres de las plantas, a contar los patos del estanque. Acabé sentándome en un banco para ver jugar a los niños. Observando aquel cónclave de duendes lamenté que cada vez hubiese menos niños en los parques, debido a parejas como Pilar y yo, que acordaban sin el menor remordimiento no multiplicarse por considerar a los niños un lastre para la ascensión profesional. Me senté luego en una heladería cercana en la que siempre me había apetecido entrar, y me bebí un batido de chocolate, cosa que no hacía desde que era niño. Puse especial atención en sentir su sabor a infancia abonándome la lengua y descendiendo viscoso y dulzón por el canalón de mi garganta, como si tras acabarlo fuesen a examinarme sobre su textura. Puedo asegurarte que nunca he sido tan plenamente consciente de estar haciendo algo. Y nunca me ha sabido mejor un batido. Sonreí, y él me miró por primera vez, complacido de encontrarme allí, silenciosa y atenta, dispuesta a escucharlo hasta que él lo decidiese. Antes yo era una persona de talante pesimista, ¿sabes?, prosiguió, perdiendo la mirada en el muro acolchado de hiedra, una persona malhumorada y tensa, que dormía con un ojo abierto, atenta al merodeo de felino de la adversidad. Estaba siempre como a la espera de una catástrofe imprecisa que me arrebataría todo lo que había conseguido en la vida porque no lo merecía. Ahora ese temor abstracto tiene un nombre, se ha transformado en un miedo concreto, y paradójicamente se ha vuelto más agradable de sobrellevar: ya sé que no moriré de otra cosa que no sea cáncer. Esa reducción de posibilidades me hace sentir más tranquilo y relajado, por raro que resulte, incluso más optimista, como si, por pura cuestión de equilibrio cósmico, de simetría de conjunto, mi positiva actitud a la hora de enfrentar el cáncer debiera ser inversamente proporcional a la negatividad con que había encarado los pequeños percances de la vida, que ahora cobraban su verdadera e insignificante dimensión. De hecho, desde que me muestro tan alegre y lleno de vida, me confesó con un mohín de disgusto, me siento un poco incomprendido. Estos días he desarrollado una teoría que todos tachan de descabellada: si calificamos como dañino todo aquello que merma nuestra capacidad de actuar, cómo considerar nocivo algo que no ha hecho sino potenciarla. A mis amigos y a Pilar les cuesta aceptar que yo contemple el cáncer como algo beneficioso. Me telefonean para animarme a medida que se van enterando, y les desorienta encontrarme ya animado. No saben cómo proceder cuando su cometido queda repentinamente truncado; a algunos les invade el desánimo, y soy yo quien debe ejerce de animador. La voz se ha corrido y cada día me llama alguien con un pequeño problema para que yo lo exorcice comparándolo con el mío. Tras decir aquello se levantó alegando que se sentía cansado, plegó su butaca y regresó a su casa, despidiéndose de mí con un hasta mañana" que me alegró más de lo que habría creído.

    A la noche siguiente volvimos a reunirnos al borde de la piscina. Quise agradecerle que me hubiese nombrado su confidente con

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1