La lucidez del fuego
Por Andrés Urdaneta
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Juan Calzadilla
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La lucidez del fuego - Andrés Urdaneta
La lucidez del fuego es una novela estrambótica e inusual o también, para emplear otra definición, un largo poema experimental en el que se explora con audacia una amplia gama de registros que van de la poesía y el relato al ensayo y el aforismo, bajo el formato de una epopeya moderna cuyo lenguaje, denso y por momentos satírico, combina el aliento de la poesía vanguardista con elementos del surrealismo, la patafísica de Jarry y la llamada novela gótica (…) el argumento central lo constituye la peregrinación existencial de José Lorenzo Luzo Calavarta, un joven aprendiz de poeta puesto por sus padres bajo la tutela del doctor Abruti, un personaje siniestro y cómico, especie de chamán y vate sabihondo y espantoso. Juan Calzadilla
La lucidez del fuego
Andrés Urdaneta
www.edicionesoblicuas.com
La lucidez del fuego
© 2016, Andrés Urdaneta
© 2016, Ediciones Oblicuas
EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª
08870 Sitges (Barcelona)
info@edicionesoblicuas.com
ISBN edición ebook: 978-84-16627-92-9
ISBN edición papel: 978-84-16627-91-2
Primera edición: septiembre de 2016
Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales
Ilustración de cubierta: Héctor Gomila
Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
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Contenido
Prólogo
Prefacio
I. Una historia en el pasado
II. Sueño antes del tiempo
III. Segismundo, ¿quién es ese?
IV. Infancia de Lorenzo Luzo
V. El maestro de la desgracia
VI. De regreso donde el profesor Abruti
VII. La Aurelia viva
VIII. Una discusión con Ida
IX. Nacimiento en el bosque
X. Gumdal
XI. La espalda al mundo
XII. La otra cara
XIII. El segundo encuentro
XIV. Bosque negro
XV. El ilustre amigo Amedeo
XVI. Con los muertos
XVII. París es un cuello…
XVIII. La triste historia de Hermitor
XIX. Sobre las ciencias y la Intención de mundo
XX. El espejo de la perversión
XXI. La crucifixión del poeta
XXII. La lucidez del fuego
XXIII. Otro sueño: Teidonio
XXIV. En la torre
XV. Salvador Reztaura
XVI. La Clínica del Sol
XXVII. De regreso
XXVIII. La destrucción
XXIX. Final del segundo sueño antes del tiempo
XXX. Una historia en el presente
XXXI. La prisión
XXXII. Canta Océano
XXXIII. Los últimos días de Lorenzo Luzo
Aviso
Diccionario imaginario de los ojos del poeta. (Por el joven Luzo)
El autor
Prólogo
La lucidez del fuego es una novela estrambótica e inusual o también, para emplear otra definición, un largo poema experimenftal en el que se explora con audacia una amplia gama de registros que van de la poesía y el relato al ensayo y el aforismo, bajo el formato de una epopeya moderna cuyo lenguaje, denso y por momentos satírico, combina el aliento de la poesía vanguardista con elementos del surrealismo, la patafísica de Jarry y la llamada novela gótica, junto con el lenguaje convencional y docto de la Academia. Imágenes poéticas insólitas e inusuales asaltan al lector y se integran al relato a lo largo de un hilo narrativo poblado de predicciones e intrigas absurdas, de viso fantasmático y macabro. Universo extraño donde cohabitan sin distinguirse lo sublime y lo grotesco, y en el cual el argumento central lo constituye la peregrinación existencial de José Lorenzo Luzo Calavarta, un joven aprendiz de poeta puesto por sus padres bajo la tutela del doctor Abruti, un personaje siniestro y cómico, especie de chamán y vate sabihondo y espantoso, alrededor del cual se teje una trama hamletiana que conduce a la muerte de los protagonistas. A medida que se desarrolla la narración, los personajes y los tiempos se funden en un poderoso prisma que se percibe sumergido en la subjetividad de un narrador que no tarda en mostrar su simpatía por el joven protagonista, quien no distingue ya más al mundo exterior y decide morir. De esa forma, el universo entero de la novela está condensado cual metáfora en el pensamiento atroz de este héroe moderno en cuya breve odisea se combinan, con precipitación, realidad y sueños, macrocosmos y microcosmos: José Lorenzo resulta así un personaje esquizofrénico dividido por los dos grandes dilemas de la Literatura actual: la identidad y el tiempo; él hace en la novela el papel de un Segismundo moderno.
Juan Calzadilla
Prefacio
Es por darle a la declamación el gusto de profanar su forma con nuevas divinidades que existe creación literaria. Se ha dicho que el cielo, la tierra, la luz y las tinieblas surgieron de una intención del verbo, que proporcionó a un universo desvalido de lenguaje, voz y forma a su existencia. No importa que esa afirmación resulte o no de una verdad, lo importante es que, muy seguido, es la intención del mundo y no su realidad la única ciencia que lo hace posible, y que lo hace veraz en esa circunstancia fatal que nos concede la imaginación.
La melodiosa voz emana de la polifonía de todos los géneros literarios que han de utilizarse. Pues la sola forja de todos esos metales del lenguaje puede darle el filo necesario a la espada de la palabra. Por dar un ejemplo: sin reconocer al ensayo, la poesía o la narración bajo la afinación de un mismo tono, siento que su materialización parece solo posible en el constante tránsito entre ellos; la poesía disuelve la sequedad de la narración tal como la narración pone en movimiento la rigidez de un ensayo.
Encaminado en ese génesis literario, me permito guiar tiránicamente todas las voces al atópico instante donde constantes certezas fundamentan insaciables bloques de voz que alcanzan las alturas. Y mientras asciende en el gran vacío esta Babel, es ella la que va creando su cielo a medida que crece.
I. Una historia en el pasado
Dícese que en uno de esos frecuentados lugares donde por la grácil apariencia de la hipocresía las buenas virtudes le han negado la absolución al gusto, los intereses más bajos han hospedado en la oscuridad los nefastos placeres, donde el peso de la tierra, la causa y el sentido, no osan dar nombre ni rostro a esa obscenidad pura; en ese lugar vino a caer una hoja ennegrecida de ese sol de injusticia, imbuida ahí desde joven: una pálida muchacha a la que la promiscuidad hubo de apodar Blancanieves, habiendo entrado a ese suntuoso negocio por el solo precio de una delgada y fina tela de lino blanco.
Se cuenta que su madre la entregó a una maliciosa mujer que cambió su alma por esa tela tejida por dioses, como si las dos hubiesen sido, con la misma suerte, pesadas por el mismo destino.
Lo que le ofrecía era tan solo un pequeño recado a cambio de que tarde o temprano viniera en el otoño de su existencia, cuando no fuese tan cándida su tristeza, cuando ya no brillase en sus ojos el miedo, cuando el gusto del vicio certero la poblase, cuando hubiese perdido de sus ojos todas las gotas melancólicas hasta dejarlos secos de inocencia. Cuando su iniquidad fuese libre. De no hacerlo por el camino de la bondad, tendría que despojar eternamente su alma de la sangre impura con dolor o con fuego. Nada de eso le era posible.
Pero todos esos eran cuentos que servían de cera a las bujías como dramas fabulescos que solo conseguían animar más las perversiones de las condenadas llamas. Gruesas manos empapadas de sudor se la llevaban a sus bolsillos donde las hacían campanear entre viejas monedas.
Sin embargo, el mundo entero seguía pasando ante sus ojos sin dejarle una sola lágrima. Ahí donde se abre la esperanza a las magnificencias del dolor, ella solo esperaba bajo el ardor de la crueldad del sueño de un siglo.
Cuentan que esta anécdota vino a entregarse a un cliente de largo bigote y ancho cuello. Un tal Maupassant, quien solía adentrarse en las frías aguas de ese impalpable dolor ajeno para beber el agua inmortal de las palabras. Envenenado por su sangre, veía morir el tiempo con las hojas recién caídas a sus pies. Corría de un lado a otro del parque, sin divisar todavía respuesta.
¡Desgracias! Solo el dolor le es fiel y ya va a morir, aún sin apagar las luces de su día, mientras se adentra con sigilo en aquella temeraria noche. Ese escritor sabía que era muy tarde y que no le diría adiós a ese cadáver. La juventud de Ofelia, a la que sueño y muerte ya confundían, dejaba su voz fundirse en el recuerdo bajo el cauce de un río de olvidada tierra que era ya su último lecho.
Él sentía un hondo frío, como si el mordisco de una serpiente le hubiese dejado su veneno en el alma. Una preciada gota de sudor imprimió en su frente el nombre de aquella difunta. Pensó que, como en el viejo cuento, sin él ser un príncipe, quizás haberle escrito un breve relato hubiera podido despertar a esta perdida Blancanieves, como un ósculo que le arrancara de ese opaco sueño de la muerte.
Pero luego de tomar la pluma y el papel sintió algo espantoso. Miró con abundancia una esquina