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Relatos del Gran Continente: Rezagos de la Rebelión
Relatos del Gran Continente: Rezagos de la Rebelión
Relatos del Gran Continente: Rezagos de la Rebelión
Libro electrónico385 páginas5 horas

Relatos del Gran Continente: Rezagos de la Rebelión

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Años han transcurrido desde la Rebelión de las Cumbres, otra familia ciñe la corona de cuatro puntas y reina la paz en el Gran Continente. Aun así, las secuelas siguen presentes y su memoria continúa esparciendo dolor, como una herida abierta que tiñe de rojo las telas que la envuelven. El norte se regocija victorioso, entre fiestas y banquetes, mientras que, en el sur, nadie ha olvidado lo ocurrido, siendo ellos los únicos que se enfrentaron a los cavernícolas.
Sir Lars Miodir, un caballero errante, con dotes de perro de caza a sueldo, veterano de esta cruel contienda y un viejo seguidor de aquella monarquía que murió, junto con lo que quedaba de honor en el reino. Por orden de su señor feudal, se verá inmerso en una misión donde, a su pesar, deberá lidiar con las contradicciones del sentir y el obrar, elegir entre el bien común o sus principios, y entender que, a veces, la línea entre el bien y el mal es tan fina como prácticamente inexistente. Tendrá que optar por atravesar aquellos umbrales a los cuales, muchas veces, disfruta tanto como les teme, o, simplemente, recaer en esa desidia oscura donde habitualmente se refugia.
Tal vez, su condena lo librará de la prisión.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 feb 2023
ISBN9789878732831
Relatos del Gran Continente: Rezagos de la Rebelión

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    Relatos del Gran Continente - Juan Franco Alba

    PRÓLOGO

    Los Huérfanos de Landerl habían caído en una emboscada.

    Una sinfonía de acero, lamentos y cascos de caballos vibraba en el ambiente, casi opacando al zumbido aturdidor que provenía de su oído derecho.

    Del otro lado de la calle principal de Missef ondeaba, orgulloso y soberbio, un estandarte que esbozaba una corona de cuatro puntas sobre un fondo negro. Aquel emblema fantasmal, alguna vez, perteneció a los antiguos monarcas del reino.

    Tras de ella se encontraba el vangal del pueblo, una estructura hexagonal que representaba la casa de los dioses, donde los kimires daban sus sermones y los simplones se arrodillaban ante aquello que consideraban sagrado.

    No pudo evitar recordar su hogar.

    —«Tal vez el sacerdote tenía razón…» —pensó Aldara, la joven bandida, mientras contemplaba aquellos ojos inertes que escrutaban su alma. Aquellos ojos, sin vida ni razón, pertenecían a un antiguo camarada, alguien con quien nunca había compartido palabra alguna o, siquiera, el pan. Sin embargo, por alguna razón, sabía que serían los últimos ojos amigables que vería antes de morir.

    Recordó las palabras de su antiguo sacerdote o, como eran llamados por los religiosos, kimir. Aquel dulce hombre predicaba todos los séptimos días de la semana en un lugar al que alguna vez llamó hogar.

    No hay un santo sin un pasado, ni un pecador sin un futuro, le había dicho una de las tantas veces en que él depositó su fe en ella, intentando que tomara el camino correcto.

    Ella sabía que su futuro sería breve como también sabía que aquellas palabras eran demasiado inteligentes para haber sido aglomeradas por aquel torpe viejo, aun así, le gustaba oírlo de vez en cuando.

    Todo eso terminó cuando le rompió la parte trasera de la cabeza con una estatuilla de arcilla que formaba la figura de Atisca, la diosa de la luna, y, luego, le robó una bolsita de tela llena de monedas de cobre y plata. Lógicamente, más de cobre que de plata.

    Aldara siempre había sido una huérfana, Aldara siempre había sido una bandida. Aldara sabía que aquello era lo único que merecía.

    El grupo que la había acogido luego de escapar de Cinderell, su antiguo hogar, un pequeño asentamiento bajo el yugo del señor feudal Lord Derek Besteller, había sido los Huérfanos de Landerl. Los nuevos Huérfanos eran simplemente la sombra de aquel glorioso ejército de bandidos que había tomado La Capital años atrás, pero fueron ellos los únicos que le llenaron la barriga, le dieron cobijo y le enseñaron el arte de la espada y el arco.

    Como era de esperar, no todo fue color de rosas.

    Desde niña aprendió que su mejor arma no era la espada ni la flecha, si no que aquella que se escondía entre sus piernas. Herve, su padre adoptivo, se había encargado de enseñarle paso por paso, parte por parte, detalle por detalle.

    Para poder avanzar o hacerse valer entre los mal hechores y mal hechoras que ocupaban las filas de la tropa, inevitablemente, tuvo que utilizar aquella sutil y poderosa herramienta que de mocosa había tenido que emplear.

    Luego de un tiempo dejó de disfrutar todo lo relacionado con su sexualidad. Simplemente lo hacía por interés o, algunas veces, cada vez menos, por la fuerza.

    Para esfumar los tormentos del pasado, viró la cabeza con fuerza hacia los flancos y un relámpago de dolor se apodero de su cabeza. Se sostuvo la misma con las dos manos, intentando cubrirse los oídos para poder aplacar aquel atormentante zumbido, el cual había sido provocado por un golpe plano de la espada de algún caballero. Su mano derecha se empapó de sangre al tocar la parte trasera de su cabeza.

    Por un momento, sintió desesperación al ver sus manos cubiertas por aquel líquido viscoso, rojizo, alarmante, hasta que recordó que nada tenía importancia. A esta altura, lo mejor que le podría pasar, sería una muerte rápida.

    Permaneció sentada con las rodillas flexionadas contra el pecho y lentamente ojeó sus lados. Descubrió al menos una docena de desertores, bandidos, ladrones y asesinos, quienes conformaban su banda. Estaban allí, retenidos junto al templo, esperando que una espada o una cuerda terminara con sus vidas. Algunos lloraban, otros reían y, algunos pocos, se mantenían en silencio, un silencio tal que, más bien, parecían muertos.

    «Tal vez ya estemos muertos», se dijo, sin poder recordar la última vez que había hablado.

    La joven y audaz bandida nunca había sido de hablar mucho, al contrario, siempre prefería recurrir al silencio antes que abrir la boca y ser tildada de estúpida o, como le decía Herve, el jefe de la familia que la cuidaba de niña: calla que pareces una loca.

    No estaba loca, solo era tartamuda.

    Sin previo aviso, un grupo de jinetes cubiertos con férreas armaduras, irrumpió en la escena sobre grandes bestias protegidas por unas ornamentadas bardas de acero pulido, al igual que las pecheras y la testera que protegía el rostro del animal. Las casas de madera, barro y piedra que se encontraban alrededor se vieron opacadas por la inmensidad de las bestias y los recios soldados que las montaban.

    Un hombre robusto, achaparrado y de complexión ancha, lideraba al grupo de jinetes armados. Evidentemente, sin necesidad de presentarse, era un caballero. Aquel hombretón permaneció con los ojos clavados en los prisioneros, escrutando a cada uno de los bandidos que estaban junto al vangal. Durante un instante, aquellos ojos indiferentes y sin alegría, se detuvieron en los de la joven, observándola como a un simple cordero.

    —Vamos, venga, es hora de acabar con esto —espetó el caballero, montado sobre un corcel negro como la noche, protegido por una coraza y hombreras de acero, esmaltadas de rojo, con un ornamentado yelmo debajo del brazo.

    —«Ya era hora —quiso responder Aldara, pero sabía que aquello solo le ganaría una golpiza. Entre el zumbido de su oído y las llamas del pueblo, podía oír los gritos de clemencia y los llantos de súplica que emanaban sus camaradas—. Cobardes…» —pensó con asco.

    Hacía tiempo que quería encontrarse con los dioses cara a cara y sabía que aquella era su oportunidad dorada.

    —«Si hay algún dios, no tengo dudas que deberá darme algunas explicaciones» —se dijo, sintiendo como una macabra sonrisa se dibujaba en su rostro.

    Uno de los soldados embutidos en fino acero la observó de forma despectiva, casi con asco, al ver su sonrisa. La joven bandolera comenzó a sentir un fuerte gusto a hierro en la boca e inmediatamente supo que hacer con ello. En forma de agradecimiento, escupió un gargajo sanguinolento sobre las botas lustradas del recio soldado. Acto seguido, comenzó a reírse frenéticamente.

    El hombre, cegado por la rabia, se acercó a zancadas y la tomó de su pelo dorado, arrancándole un puñado de ellos, para luego asestarle un revés encuerado en la boca.

    Un líquido caliente comenzó a brotar y su lengua saboreó un inmenso caudal de hierro… Otra vez.

    Cuando el galante caballero se dispuso a darle otra violenta bofeteada, dos prisioneros, uno más lerdo que el otro, comenzaron a correr por la calle principal hacia el este, hacia la libertad.

    Ningún grito se oyó y dos bestias salieron al galope tras ellos, incluyendo al honorable espadachín que la sostenía del pelo y no pensaba soltarla por un largo rato.

    Nunca más volvió a ver a sus camaradas.

    Volvió a sentarse, esta vez, lanzando un chorro sanguinolento. Continuó escupiendo hasta no sentir más aquel fuerte sabor que se congregaba, cada vez más, dentro de su boca.

    Todavía recordaba cómo había terminado allí. Missef, el devastado pueblo donde se encontraban, fue uno de los tantos asentamientos que los Huérfanos habían saqueado a lo largo de los años. La manzana más preciada, había dicho Yeska Poltimer o, más conocida por Yeska La Loca, cuando indicó cuál iba a ser el destino siguiente redada.

    —«Siguiente y última.»

    El zumbido continuaba atormentándola y, algunos de los recién llegados, se dispusieron a colgar las cuerdas de cáñamo al otro lado de la calle, justo al norte del vangal, donde el bosque Layklend cubría el alto horizonte con una gruesa mata de hojas y madera oscura.

    Aldara se preguntaba si su alma se iría hacia las estrellas, como los hombres de las Cumbres Nevadas creían, o hacia la luz eterna de Landerl, como el sacerdote de su pueblo siempre decía.

    «O con Phoeberl —pensó—. Hacia la oscuridad y el fuego…» —Una risita nerviosa se escapó de sus labios ensangrentados.

    Desde la calle principal, apareció una nueva decena de jinetes, a los cuales, el grueso de la tropa se corrió a un lado para dejarles paso hacia el vangal de piedra.

    Algunos estandartes sobresalían de la comitiva, ondeando orgullosos en aquella mañana gris y húmeda, donde las estelas de luz solar eran absorbidas por las gruesas nubes de lluvia.

    —«¿Cómo es posible?» —se preguntó, incrédula. Cuando forzó la vista, volvió a ver aquel fantasmal emblema, ondeando de los estandartes de algunos jinetes que custodiaban a lo que parecía ser un rey: una corona dorada de cuatro puntas sobre un fondo negro.

    De las bestias descendieron algunos de los hombres más armados que Aldara jamás había visto. Entre medio de ellos había un muchacho, de unos quince inviernos, delgado, pero de complexión ancha, caminando con lo que parecía ser un yelmo coronado sobre su cabeza, la cual, estaba cubierta por una cofia de malla esmaltada en oro.

    Nuevamente, sus ojos atestiguaban lo que su mente no creía.

    Aquel estandarte solo lo había visto una vez, cuando un antiguo vecino de Cinderell lo había esbozado con orgullo, poco después que la destitución de la antigua monarquía sucediera. Lord Derek Besteller, convenientemente, se encargó de colgar a él y a toda su familia desde las almenas de la muralla que protegía su oscuro torreón.

    Curiosamente, durante la traición del norte, Lord Derek había sido el único señor norteño que no acudió ante el llamado del actual rey Heberox Dumbler.

    Tal vez fue por miedo a sufrir el mismo destino, tanto de su antiguo vecino como el del hijo del antiguo monarca del reino.

    —«Y ahora está aquí…»

    —Estos son los rezagados, alteza —dijo el oficial robusto que estaba montado frente a los prisioneros—. El resto se escondió nuevamente en el bosque —informó.

    El chico, con una mirada lúgubre debajo de aquel yelmo coronado, entre las llamas y los gritos de un pueblo devastado, observo a todos y cada uno de los Huérfanos de Landerl.

    Una ráfaga de viento, sonora y fugaz, se llevó todos los sonidos, dejando solo el crujido metálico de las botas del niño rey contra el barro.

    Aldara, nerviosa y evasiva, tragó un generoso gargajo de sangre.

    —Cuélguenlos y encuentren al resto… —ordenó, seguido por aullidos de temor e insultos hacia su persona. Aldara ni siquiera podía hablar—. Apurad el paso, Sir Umbil, no tenemos mucho tiempo.

    El zumbido del oído derecho era insoportable, aun así, se esforzó por hablar.

    —El… el… El verdadero rey…

    Al escuchar el tartamudeo, se volvió hacia ella, inspeccionándola de arriba abajo con sus ojos café, llenos de desprecio e indiferencia.

    —¿Cómo sabéis? —inquirió.

    —Vu… vu… Vuestro emblema… —confesó. Un grupo de soldados se aproximó y comenzó a levantar a los prisioneros. Aldara, un gordo mal herido y otro pobre infeliz eran los primeros para las tres sogas que colgaba de la posaba ubicada en frente del vangal.

    Algunos prisioneros vomitaban, otros gritaban, rezaban, lloraban o simplemente contemplaban al rey fantasma, quien, según todas las historias, estaba muerto y enterrado.

    Un hombretón, envuelto en cota de malla y con la respiración tan pesada como olorosa, la sujetó fuertemente del brazo y comenzó a guiarla hacia las cuerdas de cáñamo ubicadas en la posada de piedra que tenían frente a ellos.

    Por un momento, sin sacarle los ojos de encima al fantasma coronado, la forajida deseó que aquella calle de tierra húmeda fuera tan ancha como el mismísimo Gran Continente.

    Pronto se encontraría con los dioses.

    Tras ella, el niño rey, la seguía de cerca, con curiosidad.

    —Una forajida ilustrada —declaró, con una sonrisa macabra dibujada en su rostro. Por debajo del yelmo cóncavo que portaba las cuatro puntas de la corona, y la extensa cofia de malla que relucía con sus aros metálicos recién pulidos, escapaban algunos mechones de lo que parecía ser una larga melena negra y, cuando se le acercó, advirtió que su piel era olivácea y sus ojos negros como la noche. Era él, sin duda alguna, era el hijo del antiguo rey—. Decidme, bandida ¿sabíais que los Huérfanos de Landerl ocuparon La Capital durante seis lunas? Seis lunas que, mi madre y yo, moríamos de hambre… ¿Acaso lo sabéis?

    A su alrededor, el caos reinaba: jinetes pasaban galopando por las calles, el fuego consumía algunas casas del pueblo y otra media docena de bandidos intentó escapar antes de ser abatidos por un puñado de flechas.

    Mientras tanto, sintió como un soldado le colocaba la cuerda alrededor del cuello y ajustaba el nudo por detrás. No le importaba, solo quería mirar al heredero fantasma.

    Este sería su último intento.

    —Yo… no… no… no estuve ahí. Mi… Mi… Miradme bien, alteza. A… a… ¿Acaso soy una vieja? —Su voz había recuperado una confianza que nunca tuvo.

    Aquello le robó una sonrisa al joven.

    —Tal vez si, tal vez no —replicó, todavía sonriendo con aquellos deslumbrantes ojos café, que resaltaban aún más gracias al yelmo coronado que llevaba sobre la cofia de malla que cubría su cabeza—. No puedo saberlo —continuó—, pero sí sé que, luego de que los Huérfanos de Landerl rompieran con el orden establecido, mi familia sufrió grandes penas. Tan grandes que, quien te habla, es el último de ellos. —cinco hombres se colocaron al final de la cuerda para mantener suspendidos a los pobres desgraciados que serían ahorcados hasta la muerte.

    No quedaba mucho tiempo.

    Su mente se volvió un torbellino de recuerdos. Recordó a Evyn el sacerdote, a Herve, su tutor, a su madre postiza, a sus hermanos, a Yeska La Loca, a su escape, a la vibración de la estatuilla al golpear a Evyn, el único amigo que alguna vez tuvo…

    Todavía tenía la posibilidad de utilizar su última carta, el arma que su padre adoptivo le había enseñado o, más bien, obligado a utilizar.

    Sin embargo, decidió morir con lo poco que le quedaba de dignidad.

    —¡Arderás en el infierno, al igual que tu familia ardió años atrás, alteza! —le rugió, escupiendo pequeñas gotitas de sangre para todos lados. Era la primera vez que podía completar una frase sin titubear.

    Aquello le borró la sonrisa al niño rey y le regalo la última carcajada agonizante a la joven bandida.

    —No lo haré —replicó de forma infantil.

    Aldara seguía riendo entre lágrimas de desconsuelo.

    —Tu estabais muerto…

    —Y tú lo estaréis —declaró, ahora desde más abajo, con una mirada macabra, llena de odio y resentimiento—. En nombre de la verdadera familia real… —agregó, con más ira que antes.

    Sintió como la orina comenzó a escapar de su vagina, empapando aquellas bragas de lana que cubrían sus piernas.

    —¡Arriba! —ladró un oficial. Nunca sabría quién.

    Su cuello se ajustó de una forma tan abismal que no supo cómo no se le quebró, al mismo tiempo que sus pies se despegaron del suelo y todo su cuerpo, meado y sin fuerza, comenzó a elevarse. El instinto la obligo a querer aflojar la áspera cuerda de cáñamo que le otorgaría la muerte, pero, como miles de infelices antes de ella, no tuvo éxito alguno.

    Ya nada importaba.

    Contempló, desde las alturas, a un grupo de soldados del reino, prisioneros y jinetes, conglomerados allí, para ver la ejecución. Las gotas de orina caían como una pequeña garua contra el barro. Luego, por azar del destino, su cuerpo comenzó a girar en el aire y, mientras se sacudía con fuerza, observó cómo sus compañeros se aferraban, inútilmente, a sus vidas, pataleando en el aire al igual que lo hacía ella. Finalmente, su rostro apuntó hacia el norte, hacia una parte del bosque que no estaba oculta tras la posada de piedra donde perdería su vida. Como un regalo divino, pudo contemplar la inmensidad y belleza del bosque Layklend justo antes de ser absorbida por la muerte.

    Un resoplido áspero atravesó su garganta cuando quiso arrebatar un poco de aire para mantenerse con vida por unos instantes.

    No sirvió de nada.

    Poco a poco el paisaje se convirtió en penumbra, hasta que las tinieblas la absorbieron por completo. Un aturdidor zumbido le sacudió el cerebro y, luego, todo se tornó oscuro.

    CAPÍTULO I

    INOCENCIA PERDIDA

    I

    El cielo se había teñido de ceniza y el rocío de la mañana humedecía toda la hierba que crecía en la ribera del río Flunn. Esto empeoró el olor a sangre que provenía de la víctima y el del vómito de los hombres que la hallaron.

    —Por los dioses, Sir, ¿quién haría algo así? —dijo Humber Vlek, el capitán de la guardia de Pelegrin, un pequeño pueblo a la orilla del río.

    —«Tal vez tus dioses dejaron que esto pasara» —quiso decir Lars, pero el nuevo capitán era demasiado joven para entenderlo. Además, todos sabían quién era el culpable—. Tapadla y llevadla ante vuestro señor —ordenó a dos guardias aún más jóvenes que el capitán, haciendo caso omiso a las palabras del mismo. Los hombres de Vlek estaban tan mal vestidos que, sus jubones de cuero, parecían trapos sucios cosidos uno sobre otro— Mi trabajo aquí ha terminado, chico —le dijo al capitán, extendiendo su mano con impaciencia.

    El rostro de Humber se ruborizó a tal punto que, por un momento, pensó que iba a estallar. Sin embargo, procedió a descolgar una tintineante bolsita de tela de su cinturón, atada con un pequeño hilo de cáñamo.

    —¿No te quedarás a presenciar la justicia del rey? —preguntó Humber, inocente, mientras depositaba el pago sobre la palma derecha de Lars.

    —«¿Cuál rey? ¿Qué justicia?» —quiso decir el caballero, pero solo se limitó a negar con la cabeza.

    —Espero que no vuelva a ocurrir algo así —manifestó Vlek. El rostro del joven capitán de la guardia se encontraba semioculto por un yelmo cóncavo de acero con nasal, mientras que su cuerpo estaba cubierto por una cota de malla hecha a medida, bajo un chaleco de cuero endurecido y una capa de lana gris que lo resguardaba del frío. La nobleza del joven se podía oler a leguas de distancia.

    —Acostúmbrate, chico. —Cada vez que hacía referencia a su edad, era como una bofetada al orgullo del capitán—. No es la primera vez que una doncella es violada y asesinada bajo las narices de quienes juraron protegerla. Haz bien tu trabajo, no me obligues a regresar…

    —Yo apenas si he comenzado… —se defendió Vlek, débil y confuso.

    Sir Lars Miodir se subió a su yegua castaña con un hábil salto y un veloz movimiento de cadera. Al acomodarse sobre la silla de montar, una gélida brisa otoñal le acarició el rostro, bandereando su oscuro cabello hacia atrás e inundándole las fosas nasales con un fuerte olor a lluvia.

    Lanzó una última mirada hacia los helechos que crecían en la ribera este del río, justo donde habían encontrado a la víctima. El cuerpo pálido e inerte estaba siendo trasladado, boca abajo, por dos asqueados guardias. Observó como el oscuro y húmedo cabello le caía hacia el suelo, tapándole la cara, mientras que el vestido blanco de tela vasta que la cubría denotaba rajaduras en todos los lugres donde, el forcejeo con su violador, había tomado lugar. El caballero se volteó, clavando sus ojos en los de Vlek, perturbado por aquella macabra escena.

    —Eres tan joven que todavía no te salen pelos en los huevos, chico. No es necesario que me digas que recién has comenzado, hasta un ciego puede verlo. —le contestó, recordando las palabras del muchacho. Algunas risitas se escucharon detrás de ellos, junto a la ribera del vado. Por alguna razón, los ojos llorosos de rabia y el rostro enrojecido de Humber Vlek, hizo que el caballero se arrepintiera de lo dicho—. No os deseo mal, capitán. Solo os pido que hagáis bien vuestra labor.

    —Vuestras palabras dicen lo contrario, Sir —replicó, todavía ofendido. Sin embargo, suspiró para mantener la compostura—. ¿Hacia dónde os dirigís?

    Uno de los guardias que trasportaba a la víctima emitió un sonido gutural cuando vomitó con violencia. Nadie podría culparlo. No era una tarea fácil.

    —Lejos del norte. —dijo el caballero, devolviendo el rostro del capitán hacia la conversación. La pregunta lo incomodó, no quería que nadie se enterara hacia donde se dirigiría—. No os preocupéis por mí, Vlek —dijo sonriendo.

    —No lo hago —replicó con el ceño fruncido. Aquel gesto gruñón sobre el rostro redondeado del noble, lo hacía parecer un mocoso aireado.

    —Bien. Preocúpate por adiestrar a tus hombres —declaró, señalando hacia la docena de los mal llamados hombres que lo acompañaban. El guardia que antes había interrumpido la conversación con su vómito, continuaba expulsando el desayuno—. Enviad mis condolencias a la familia de la joven y asegúrate que le otorguen un entierro digno.

    —Eso lo tiene que decidir Lord Grunter Flunmin, Sir.

    —Por eso es que te lo digo a ti —replicó de forma filosa. Su yegua relinchó con impaciencia—. Al parecer es tiempo de retirarme. Buena suerte Humber Vlek, espero no volveros a ver.

    —Lo mismo digo, Sir Lars Miodir… —El joven capitán iba a añadir algo más a su tan respetuoso saludo, pero, antes de que pudiera, el curtido caballero tiro de las riendas y se alejó al galope de la escena del crimen.

    El recuerdo del rostro congestionado y ofendido de Humber le hizo soltar una carcajada mientras se alejaba de allí. El golpe gélido del aire, la risa y el movimiento de la bestia bajo su cuerpo fue suficiente para alejar el dolor y la angustia de aquella mañana…

    Al menos por un rato.

    Luego de recorrer varios kilómetros hacia el suroeste se topó con el río Vert, el cual discurre en paralelo al río Flunn. Desmontó y se sentó bajo un sauce que sobresalía de la orilla de la corriente de agua que le proveía alimento.

    Ahí permaneció quieto, en silencio, dejándose llevar por sus emociones. No tardó mucho en estar llorando y sollozando como un niño.

    Recordó a la macabra posición en que habían dejado al cadáver de la plebeya sobre aquel pequeño vado. Tenía la cara enterrada en la maleza, su cuerpo, inerte e hinchado, se mecía con cada empujón de la corriente y, las vestiduras que la arropaban, estaban rajadas y arañadas como si un animal la hubiera atacado. Tal vez eso era su asesino, un animal. La sangre se había secado en el cabello oscuro de la joven y su piel clara estaba pálida, con aquella palidez de los muertos, con vetas violáceas que atravesaban sus miembros descubiertos. Aquella mujer apenas si había florecido dos lunas atrás. Este iba a ser el fin de su decimocuarto invierno.

    Lars se tomó la cabeza con sus manos mientras se acurrucaba apretando las rodillas contra el pecho. No quería ver a la joven otra vez en su mente. Quería desaparecer todos sus recuerdos, inclusos los buenos. No quería estar allí.

    La testarudez lo traicionó y recordó cuando dieron con el culpable del asesinato.

    —No quise… No… —La voz del asesino era fina como la de un niño, pero ronca como un borracho y su rostro estaba demacrado por el tiempo, aunque no debía tener más de treinta inviernos—. Ella lo hizo, no quería que la dejara tranquila… ¡Por favor! ¡No! —había suplicado, justo antes de perder la conciencia a golpes.

    Luego se enterarían que su nombre era Gilvert y que era ayudante de herrero en el pueblo Posada Noble, una docena de kilómetros más al norte de Pelegrin. También, supieron que la joven era la doncella más deseada del pueblo y que, Gilvert, no tenía toda la capacidad de pensamiento.

    —Era el tonto del pueblo, Sir. Nadie lo quería. Era tan estúpido que no podía dar dos pasos sin arrastrar una pierna —le había informado Humbert Vlek, luego de que el degenerado declarara haber violado y asesinado a Lara, la niña doncella.

    «Tal vez por eso fue que se desquitó con la rosa más preciada», reflexionaba Lars Miodir, mientras un sollozo le sacudía el cuerpo. En los ojos de Gilvert había visto el mismo miedo que se apoderaba de su espíritu cada vez que podía.

    Al pasar de los días, mientras seguían con la búsqueda de Lara, los hombres le fueron proveyendo de más información sobre el perverso violador. Aparentemente nadie recordaba cómo había llegado, pero todos sabían sobre su pasado. Había luchado en la Rebelión de las Cumbres, como la mayor parte de los hombres restantes en el reino, diez años atrás. Según los soldados de Vlek había luchado en la Batalla del Triple Frente y, una vez que las fuerzas del reino se hubieran visto derrotadas por las huestes de las Cumbres Nevadas, Gilvert desertó junto a medio millar de hombres.

    Era simplemente un campesino estúpido que tuvo la mala fortuna de terminar en el pueblo de Posada Noble.

    Se decía que nadie le hablaba y que, el herrero para quien trabajaba, apenas si le pagaba con una comida al día. Los jóvenes se burlaban, las mujeres lo ignoraban y las doncellas lo miraban con asco, como si fuera un perro sarnoso.

    —«Era demasiado lerdo como para dejar de lado las bromas e indiferencia —se decía el caballero, intentando olvidar el gesto de desamparo del perturbado veterano a quien había golpeado hasta la inconciencia—. Aun así… ¿Por qué rayos la violó?»

    Por alguna extraña razón, sabía que sus preguntas jamás tendrían respuesta.

    Se mantuvo inmóvil bajo el sauce, escuchando el correr del agua, mientras esperaba a que los rezagos del llanto se esfumaran en el tiempo. Luego se levantó, sacudió su regazo y volvió a montar a la bestia que lo había llevado hasta allí.

    —Gracias… —le susurró a Bletza, su fiel yegua castaña, mientras acariciaba sus largas crines—. Es hora de irnos —agregó, chasqueando su lengua y tirando de las riendas para dirigirse nuevamente hacia el suroeste, hacia la Fortaleza Verret.

    El día se estaba tornando más gris que antes y las densas nubes, cada vez más oscuras, observaban toda la tierra con ojos amenazantes de lluvia. El curtido caballero siguió el sendero que costeaba al río, cuesta arriba hacia el oeste, el cual luego se dirigía hacia el sur una vez que se topaba con el curso principal del río Vert. Los árboles se elevaban alrededor del camino como centinelas inmóviles que vigilaban a cada viajero que pasaba a su lado. El olor a pino húmedo inundó las fosas nasales de Lars, mientras que los pájaros carpinteros y los gorriones generaban música a su alrededor.

    No había nadie en el camino. No era de extrañar, no después de la Rebelión de las Cumbres.

    —Tú y yo, Bletza mi amor, solos nuevamente, rodeados de árboles y acompañados por el cantar de los pájaros —dijo en voz alta. La yegua relinchó, como si le hubiera respondido. En ese momento, el aullido de un lobo cortó la armonía del camino—. No temas —le susurró a Bletza—. El sonido viene del otro lado del río —señaló, pero nadie le respondió. Tal vez simplemente se lo decía a él mismo. La soledad era engañosa.

    Poco después del mediodía, el curso principal del río Vert apareció con todo su esplendor. Donde se encontraba antes era una de las tantas pequeñas ramificaciones que el río tenía hacia el este, donde se adentraba hacia los bosques de Lash Borzak, una misteriosa parte del reino donde aún se hablaba la antigua lengua y nadie deambulaba por allí sin tener algo que hacer. Hacia el sur, el río comenzaba a ensancharse y volverse cada vez más caudaloso, regando la gran mayoría de los campos de Ciudad del Granjero, llegando casi hasta la Ruta de las Rosas.

    Mientras el camino se alejaba cada vez más hacia el lado opuesto del norte, los árboles fueron desapareciendo hasta que solo una gran llanura de trigo y centeno se extendían hasta el horizonte. El

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