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El Príncipe de la Arena (Ciclo de Dashvara, Tomo 1)
El Príncipe de la Arena (Ciclo de Dashvara, Tomo 1)
El Príncipe de la Arena (Ciclo de Dashvara, Tomo 1)
Libro electrónico466 páginas6 horas

El Príncipe de la Arena (Ciclo de Dashvara, Tomo 1)

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«Hoy has de ser el más fuerte de todos los hombres, hijo. Después de que te entreguemos, tú vivirás y nosotros moriremos.»

Cuando el Torreón Xalya está a punto de caer bajo el ataque de una alianza de salvajes, el último señor de la estepa encomienda a su hijo primogénito una misión dolorosa: Dashvara ha de hacerse pasar por un miembro de un clan enemigo, un Shalussi, con el fin de cumplir una deshonrosa venganza. Forzado a ver su pueblo masacrado y esclavizado, este hombre destrozado pero no falto de humor ni de orgullo se verá pronto arrastrado en una aventura sorprendente que hará tambalearse sus creencias y su voluntad.

Esta trilogía cuenta la historia de Dashvara y su vida en Háreka, un mundo de cofradías, gremios y pueblos libres; un mundo de magia natural; un mundo a veces injusto y cruel, pero también entrañable y emocionante.

Libros de la trilogía: El Príncipe de la Arena (tomo 1); El señor de los esclavos (tomo 2); El Ave Eterna (tomo 3).

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 oct 2021
ISBN9781005341374
El Príncipe de la Arena (Ciclo de Dashvara, Tomo 1)
Autor

Marina Fernández de Retana

I am Kaoseto, a Basque Franco-Spanish writer. I write fantasy series in Spanish, French, and English. Most of my stories take place in the same fantasy world, Hareka.Je suis Kaoseto, une écrivain basque franco-espagnole. J’écris des séries de fantasy en espagnol, français et anglais. La plupart de mes histoires se déroulent dans un même monde de fantasy, Haréka.Soy Kaoseto, una escritora vasca franco-española. Escribo series de fantasía en español, francés e inglés. La mayoría de mis historias se desarrollan en un mismo mundo de fantasía, Háreka.

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    El Príncipe de la Arena (Ciclo de Dashvara, Tomo 1) - Marina Fernández de Retana

    1 Un caballero del Dahars

    —¡Voy a moriiiiir…!

    El grito, fuerte y desesperado, salió del bullicio de la batalla, se alzó hasta lo alto del torreón y arrancó una mueca alterada al joven Dashvara, apoyado contra las almenas.

    Esto es un caos, pensó.

    Un caos como el que jamás había visto. No era la primera vez que el Torreón de Xalya era asediado por los Shalussis. Tampoco era la primera vez que lo atacaban los Esimeos. Ni que lo chamuscaban un poco los Salvajes de Akinoa. Pero, según sabía, jamás había ocurrido que los Shalussis, los Esimeos y los Akinoa atacasen conjuntamente. Era algo impensable. Pero, por lo visto, los cabecillas habían sido capaces de pensar lo impensable.

    ¿Quién hubiera imaginado que esos salvajes llegarían a un acuerdo para destruirnos? ¡Por el Ave Eterna! Todos tienen ya demasiadas deshonras en su sangre como para que me sorprenda. Sin embargo, ¿qué interés tienen en atacar unas tierras tan poco apetecibles como las nuestras? Las saquearán, se llevarán todo lo que tenga valor y dejarán este lugar como un sepulcro.

    Dashvara fulminó con la mirada las lejanas catapultas y las columnas de humo, contempló la desolación que habían dejado a su paso más de mil hombres rabiosos y un mohín de asco se pintó en su rostro contraído ya por la tensión.

    ¿Qué hacer o dejar de hacer en una batalla perdida?, pensó, atusándose la barba.

    Tal vez aguantasen aún un par de días más. Tal vez unas horas. Todo dependía de la motivación de los Xalyas.

    Motivación, se dijo entonces con una sonrisa torva. ¿Qué motivación cabe esperar, rodeados como estamos de esos monstruos? Somos hombres muertos de antemano. Maloven tenía razón. Deberíamos haber puesto al menos a salvo a los niños y a las mujeres. Los Xalyas están hartos de todo. Hartos de luchar, hartos de matar. Hartos de morir.

    Pero, por más que estuviesen hartos de todo, no se iban a rendir. No ante unos salvajes despiadados. Hubiera sido como rendirse ante un ejército de escama-nefandos.

    Moriremos matando.

    Los soldados xalyas eran conocidos en toda la estepa por su coraje y su habilidad con los sables. Durante aquellas dos últimas décadas todos los hombres xalyas del torreón habían gozado de un entrenamiento intensivo… y un buen número también había podido gozar de prácticas en el verdadero terreno repetidas veces. Pero, con todo, doscientos hombres hambrientos no podían luchar contra mil.

    Se oyó un aullido de dolor, el aullido de muerte sobrecogedor de un arquero que cayó de la muralla gritando con toda la fuerza de sus pulmones. Dashvara se estremeció. Recordando el grito desesperado del que había vaticinado con clarividencia su propia muerte, juntó ambas manos sobre la almena con una amarga certidumbre.

    No serás el único en morir, hermano. Se giró hacia las puertas, que seguían milagrosamente aguantando el asalto. Morirán muchos más. Moriremos todos. No olvidéis, locos salvajes, que los soldados xalyas no se rinden.

    Dashvara sabía que, en cuanto las puertas se abrieran, se firmaría su propia muerte. No se dejaba con vida al hijo primogénito del señor del Torreón. Tal vez a sus dos hermanas las dejasen con vida si el propio señor Vifkan no se encargaba de matarlas para que no las usasen como esclavas, pero ningún jefe salvaje dejaba vivir a un varón de la familia enemiga. El penúltimo señor de la estepa lo había podido comprobar veinte años atrás. Y el último señor de la estepa lo iba a comprobar muy pronto.

    Padre, si me hubieses dejado al menos guiar a esos hombres, podría haber muerto junto a mis compañeros con dignidad.

    Puso los ojos en blanco ante su propio pensamiento. Morir con dignidad, ¿eh? No había muerte digna en una batalla contra unos salvajes. Cada muerte provocada por un Akinoa merecía la masacre de todo su clan de monstruos descerebrados.

    Súbitamente, los restallidos de catapulta y los gritos se apagaron, reemplazados por un silencio sepulcral. Los Esimeos habían detenido sus máquinas y ahora tan sólo se veía a los Akinoa ante las murallas, agitándose como bestias sedientas de sangre. Se decía que su tribu venía del norte. Eran hombres de imponente tamaño, musculosos, de piel negra y armados todos con enormes hachas de dos manos. Una decena de ellos agarraba las cadenas que sujetaban a un enorme troll peludo. El señor Vifkan siempre había admirado los dotes de herrería de los Akinoa, así como sus dotes para domesticar monstruos. Y es que el padre de Dashvara era un gran admirador de todo lo que inspiraba repugnancia a su hijo.

    Dashvara apartó la mirada de las tierras onduladas y secas de Xalya y oteó el cielo azul. ¿Acaso pensaban esperar a que cayera la noche para seguir atacando? ¿O es que la alianza entre Esimeos, Akinoa y Shalussis estaba resquebrajándose ya? El señor Vifkan había enviado agentes secretos para tratar de pasar un acuerdo con los Esimeos, pero ninguno había vuelto y los oficiales habían dado por sentado que los habían aniquilado. Sin embargo, siempre subsistiría la duda; un hombre de honor habría reenviado al menos sus cabezas, pero ¿qué honor podían tener aquellos salvajes?

    Volvió a bajar la vista hacia el adarve y los soldados. Quedaban cada vez menos, pero hubiera apostado a que había habido más bajas en el otro bando. Eso ciertamente tan sólo constituía un pálido consuelo ya que el bando enemigo era cinco veces más numeroso.

    Un ruido de pasos contra la piedra de las escaleras le señaló que probablemente se acercaba algún guardia a pedirle que se resguardase en el interior del Torreón, a petición del señor Vifkan. Al fin y al cabo, era el hijo primogénito, el sucesor de la familia, y su seguridad era una prioridad, ¿verdad? A Dashvara le inspiraba enojo tanta consideración a sabiendas de que había tantos soldados heridos que en ese instante precisaban más ayuda que él. ¿No se suponía que un caballero debía luchar junto a los suyos para proteger el clan de Xalya?

    —Dashvara de Xalya —pronunció la voz autoritaria del shaard detrás de él.

    ¿El… sacerdote?, se extrañó Dashvara. Se giró e hizo una mueca de sorpresa. Ante él, se encontraban cuatro soldados de Xalya respaldando a Maloven. El viejo sabio llevaba sirviendo a la familia desde siempre. Era el único shaard hospedado en el Torreón y también el último sacerdote del Ave Eterna de la Estepa de Rócdinfer, según se contaba.

    —Maloven. ¿Puedes decirme qué sucede? —preguntó. Jamás en la vida el shaard había tenido a cuatro hombres guardándole las espaldas.

    —El Torreón va a rendirse —explicó el viejo—. Vamos a impedir una masacre. Y tu padre te ruega que huyas como un prisionero shalussi. Para eso, tienes que ponerte estos grilletes.

    Por un instante, Dashvara se quedó tan pasmado que no pudo reaccionar. Habría tenido la misma impresión si Maloven le hubiese pedido que se tirase de rodillas ante un orco negro y le jurase lealtad. El shaard carraspeó e iba a romper otra vez el silencio cuando Dashvara, recobrándose, bufó.

    —Te cercenaría la cabeza por decir algo así si no fueras quien eres —lo advirtió—. Mi padre jamás se rendirá.

    El shaard suspiró.

    —Me lo temía. Colabora, Dashvara, o tendré que emplear la fuerza.

    Dashvara agrandó los ojos, ofendido.

    —Intenta ponerme esos grilletes, Maloven, y tu cuerpo alimentará a nuestros cerdos.

    El shaard palideció un poco pero se recobró con rapidez. Miró a los cuatro soldados y como un solo hombre estos se abalanzaron hacia Dashvara. Tras un segundo de estupefacción, el joven rugió:

    —¡Traición!

    Dio un bote hacia atrás y bordeando las almenas sacó la daga de la cintura y la daga de la bota.

    Soy idiota.

    Había dejado sus dos sables en la sala, abajo de las escaleras.

    —¿Qué es esto, Maloven? —gruñó mientras trataba de mantener a los cuatro soldados a distancia. Eran guardias algo viejos y Dashvara no había coincidido con ninguno en sus patrullas, aunque conocía sus nombres. Se suponía que eran hombres del Dahars que no traicionaban a su Ave Eterna. ¿Y ahora pretendían rendirse para morir humillados? Malditos cobardes. Siseó—. Vais a pagarlo muy caro.

    —No te resistas —replicó el shaard—. Intento salvarte la vida. Sólo quiero evitar una masacre. Cálmate y escucha la razón.

    —¡Loco! —bramó Dashvara—. ¡Nos matarán a todos de todas formas!

    Por un instante, se le ocurrió tirarse de las almenas. Luego razonó y lo consideró una estupidez. Era mejor morir tratando de matar a esos traidores. Embistió contra uno quien, antes de recibir el golpe, le dio un diestro tajo en la mano con el sable, haciéndolo soltar la daga. Dashvara gritó de dolor y furia.

    —¡Acabas de manchar la sangre de tu familia con tu vil traición, soldado! —escupió.

    Vio al hombre vacilar y lo aprovechó: le dio un brusco empujón confiando en que no lo ensartaría y se liberó del cerco. Corrió a toda prisa hacia las escaleras, rezando para que ninguno tuviese cuchillos para arrojar. Claro que se suponía que no pretendían matarlo, sino humillarlo permitiéndole la huida.

    —¡Detenedlo, maldita sea! —ordenó Maloven.

    Lo alcanzaron en cuanto empezó a bajar las escaleras. Dashvara le tiró su daga a uno, quien la evitó de milagro. Otro soldado, habiendo olvidado tal vez las intenciones de Maloven, se puso a atacar en serio. Dashvara vio venir el sable y el traidor le hubiera quizá rajado el pecho si él no hubiese huido de una manera imprevista. Arredrándose, su bota dio con el vacío de un peldaño. El joven perdió el equilibrio y empezó a rodar escaleras abajo, protegiéndose la cabeza como podía. Llegado abajo, creyó que todo su cuerpo se había quedado aplanado bajo una roca enorme. Un dolor punzante le atravesó la espalda y la pierna. Además, constató que su hombro derecho se había dislocado. Afortunadamente, seguía consciente.

    Un diagnóstico formidable, bufó mentalmente. Y ahora, corre.

    Se levantó y entró renqueando en el torreón mientras sus oídos percibían ruidos precipitados de pasos contra los peldaños. En la sala, agarró los dos sables que había dejado en una esquina de la mesa, o al menos lo intentó.

    Cómo odio a los traidores.

    Soltando una maldición, Dashvara acabó por abandonar el segundo sable al darse cuenta de que su brazo derecho no estaba en condiciones de luchar. Tratando de ignorar el dolor, se puso a correr hasta la puerta que llevaba al piso superior del torreón. Giró el pomo. Estaba cerrada.

    Ja. Muy bien. Lo que faltaba. Qué ingenioso, Maloven. Maldijo entre dientes.

    Oyó a los soldados penetrar en la sala y golpeó la puerta de gruesa madera con el puño ensangrentado antes de girarse hacia los cuatro atacantes como un lobo atrapado. Los soldados se detuvieron, aprensivos. Conocían los dotes del hijo del señor Vifkan. Se decía que manejaba el sable con la celeridad de una serpiente roja y por eso lo apodaban el Príncipe de la Arena.

    El viejo shaard llegaba detrás, respirando aceleradamente.

    —¡Maloven! —bramó Dashvara—. Tú que has predicado siempre el honor, la fe, la constancia y la virtud… ¡tú! ¿Traicionas tu propio clan? ¿Así es como pones en práctica lo que me enseñaste de niño?

    El viejo cobarde no se atrevió a adelantarse entre los soldados cuando contestó pausadamente:

    —Si eres un hombre de honor salvarías a las familias de estos soldados, de tus hermanos, a los que esperan que hagas lo mejor para ellos. Tu deber es salvarlos —insistió.

    —¿Para que sirvan a unos salvajes? —Dashvara soltó una carcajada rabiosa y le miró a los ojos al hombre que había vacilado antes—. ¿Vas a rendirte y dejar que decidan unos salvajes el destino de tu esposa y de tus hijos e hijas? —Fulminó al soldado que casi lo mataba en las escaleras y se fijó en la pequeña marca quemada en su mejilla. Sonrió ferozmente—. Munderef, ¿vas a traicionar al hijo de quien a pesar de que seas un esclavo fugitivo de los Esimeos te dio cobijo y te permitió convertirte en un miembro libre de Xalya?

    Ninguno de los soldados contestó. Siseó entre dientes y Maloven habló.

    —Ya hemos organizado la huida y el señor Vifkan ha decidido negociar la rendición.

    A Dashvara le chirriaban los oídos con tan sólo oír la palabra «rendición».

    —El señor mi padre no ha podido aceptar la rendición —tonó—. Es imposible.

    —Un shaard nunca miente —afirmó Maloven.

    Dashvara lo miró a los ojos. El viejo estaba convencido de que actuaba correctamente.

    —Entonces, eso significa que el señor Vifkan también se ha vuelto loco —dijo al fin y estudió los rostros de los cinco traidores uno a uno—. ¿Queréis que me rinda? Yo no me rendiré. Así que si sois ya perros de los Shalussis, matadme aquí mismo. Al menos moriré siendo un Xalya.

    Vaya, Dash, me encanta cuando te entra la vena grandilocuente, ironizó una vocecita en su interior. Maloven sacudió la cabeza.

    —No seas ridículo. Llega un momento en el que la rendición puede ser lo correcto, Dashvara. Rendirse ante lo inevitable no es rendirse, sino actuar con sabiduría. Arroja ese sable al suelo.

    Dashvara lo fulminó con la mirada.

    —¿Acaso me estás dando una orden?

    —Sólo un consejo. No te hagas el caballero, Dashvara. Aún eres un crío. No has cumplido aún los veinte. No puedes rebelarte contra la decisión de tu padre. Él quiere que huyas. Y tú huirás, aunque eso signifique que vayas a hacerte pasar por un prisionero shalussi. Ponte estos grilletes y te conduciré hasta el señor Vifkan. —Marcó una pausa—. ¿Vas a desobedecer a tu padre?

    El corazón de Dashvara ardía de rabia. Rabia por no poder mandar a cien mil leguas a los Shalussis, los Esimeos y los Akinoa. Rabia por no poder defender a nadie. Y rabia porque su padre no le dejaba ni intentarlo.

    Súbitamente, dejó caer el sable y uno de los soldados se avanzó casi con reverencia para ponerle los grilletes. Le volvieron a colocar el hombro dislocado y Dashvara creyó ver las estrellas. Acto seguido, le quitaron el pañuelo azul de la cabeza y pasaron una mano rápida para enmarañar su melena negra. Bajo su mirada asesina, le desgarraron la camisa blanca, lo embadurnaron de suciedad y le pusieron unas calzas viejas y negras de Shalussi. Parecía que se las habían quitado a un verdadero Shalussi hacía poco tiempo. En unos minutos, Dashvara tuvo la impresión de haber sufrido la peor humillación de su vida.

    —Morir es preferible a esto —gruñó.

    —Desobedecer a un padre es peor que rendirse ante un enemigo —le replicó Maloven.

    —Si quieres que colabore, será mejor que te calles —retrucó Dashvara.

    El viejo shaard calló. Abrió la puerta y se dirigieron directamente hacia las habitaciones del señor del Torreón, atravesando pasillos apenas iluminados por las aspilleras. Cuando el shaard llamó a la puerta del señor Vifkan, esta se abrió casi de inmediato. Un hombre de cierta edad, musculoso y de rasgos cuadrados apareció en el recuadro. Iba vestido con la armadura de cuero y la túnica blanca de la guerra.

    —Cuando te dije que lo abollases un poco, no pensaba que realmente te atreverías a hacerlo, Maloven —comentó—. Está perfecto —añadió al ver que Maloven palidecía. Se apartó—. Entra, hijo. Tengo unos minutos para hablarte. Luego saldremos a entregarte con los prisioneros esimeos. Y durante estos minutos, por favor, no hables. Necesito que me escuches.

    Dashvara cerró la boca a regañadientes y entró cojeando en la habitación. Era sencilla sin ser basta. Olía a incienso, detalle de la señora del Torreón. La madre de Dashvara no era precisamente refinada, pero tenía un gusto pronunciado por los perfumes. Y también le gustaba coleccionar los cráneos de los jefes enemigos que había derrotado su señor esposo. Dashvara desvió la mirada de la estantería. No es que le produjera miedo la muerte, la había visto ya demasiadas veces, pero no acababa de entender muy bien cuál era el objetivo de tal colección.

    El señor su padre se giró hacia él en cuanto cerró la puerta.

    —Bien, hijo. Hoy has de ser el más fuerte de todos los hombres —pronunció—. Cuando te entreguemos, tú vivirás y nosotros moriremos. Pero no te pienses que dejo que vivas por debilidad de mi corazón. Yo gobierno a los Xalyas por el honor y la dignidad. No dejaría que un hijo mío se humillase por nada si no fuera por una buena razón. Hijo mío, te encomiendo una misión. Y no debes fallarla. No debes.

    Se erguía ante Dashvara, mirando a su hijo primogénito con una gravedad intimidante.

    —Como a un hombre de Xalya y a un hijo mío te ordeno que mates a todos los cabecillas que provocaron la caída del Torreón de Xalya mediante esta alianza traicionera. —Sus ojos negros como la noche destellaron—. Mátalos a todos sin excepción. Conoces sus nombres, ¿verdad?

    Un tremendo pesar se apoderó de Dashvara. Asintió.

    —Los conozco.

    —Lifdor, Qwadris y Nanda, de la tribu de los Shalussis —recitó el señor Vifkan—. Shiltapi de los Salvajes de Akinoa. Todakwa, del clan de los Esimeos. Mátalos a todos —repitió y gruñó, enseñando los dientes—: Pero antes de matarlos a ellos, hijo mío, mata a sus familias. Deshónralos como puedas.

    Dashvara lo miró a los ojos sin saber muy bien qué contestar. Sin embargo, sólo existía una posible contestación. Su padre no estaba loco: simplemente estaba actuando como un hombre desesperado, sediento de una revancha que no podía llevar a cabo. Por un momento, estuvo tentado de preguntarle por qué no le pedía ese sacrificio deshonroso a uno de sus tres hermanos menores y le dejaba a él morir en el campo de batalla, con su familia, junto a su padre. Showag tenía dieciséis años. Él también podría… Hoy has de ser el más fuerte de todos los hombres. A Dashvara no le cupo ninguna duda: lo que le pedía el señor Vifkan era todavía más duro que morir. Le estaba pidiendo que dejara morir a su familia y se uniera al bando enemigo de manera encubierta, indigna. Le estaba pidiendo que matara a los cabecillas de los clanes. No que acabase con los clanes en un campo de batalla. Le estaba pidiendo que renunciase al código del Ave Eterna para impartir una justicia vengadora y traicionera. Le estaba pidiendo una venganza sangrienta.

    —Si es lo que deseáis, padre… —murmuró Dashvara con voz de moribundo.

    —Es lo que deseo y lo que ordeno —replicó el señor Vifkan.

    Posó su mano en el hombro de su hijo y tan sólo un leve temblor le informó a Dashvara de toda la tensión que tenía acumulada el señor de los Xalyas.

    —Tu nombre es Odek de Shalussi —pronunció—. No tienes esposa ni hijos. Tus padres están muertos. Pertenecías a una familia que fue masacrada por bandidos xalyas. Te pillaron robando en las tierras de Xalya y te aprisionaron hace un mes. Odias a los Xalyas, no te gustan los Esimeos y desconfías de los Akinoa. Eres un Shalussi como los típicos: salvaje, poco fiable, que trabaja y traiciona por dinero y que no sabe lo que significa la palabra «honor». Eres un maldito y condenado Shalussi —escupió y una sonrisa terrible se dibujó en su rostro, señalando el corazón de su hijo—. Pero, en el fondo, seguirás siendo siempre Dashvara de Xalya, hijo de Vifkan de Xalya y de Dakia de Xalya, caballero del Dahars, Príncipe de la Arena y luchador del Viento. Contesta. ¿Por qué tu padre te obliga a vivir, Dashvara?

    Dashvara, sin apartar los ojos de los de su padre, contestó:

    —Para matar a los jefes de los clanes akinoa, shalussi y esimeo. —Inclinó la cabeza y añadió—: Para vengar a los Xalyas.

    Fue entonces cuando su padre debió de saber hasta qué punto Dashvara entendía lo que le pedía. Haciendo un gesto que no usaba desde hacía años, el señor Vifkan lo agarró con un brazo para abrazarlo con ternura.

    —No hay deshonra en esta venganza —murmuró—. Si ellos atacan uniendo sus fuerzas contra un solo clan, no hay regla ni escrúpulo que pueda detenerte. Los jefes de esos clanes son indignos. Y sus hijos lo serán también. No te apresures. Infíltrate en las filas de los Shalussis y actúa como ellos. Aprende sus técnicas de lucha y no enseñes las tuyas. Aprende a ser astuto, hijo. Sé prudente como una serpiente. Y, cuando llegue el momento, mata.

    Se apartó y tras mirar a su hijo una última vez fue a abrir la puerta. Maloven esperaba junto a varios guardias.

    —Entregad a los prisioneros —declaró a los guardias—. Y encarcelad al shaard. Puedes insistir todo lo que quieras, Maloven, pero la cobardía no forma parte de mis defectos, ni tampoco de los defectos de mis hombres. No vamos a rendirnos. Fingiremos negociar entregando a los prisioneros. Si hay que morir, amigos, moriremos con estilo. Si tú quieres vivir siendo un esclavo, es tu problema, pero para eso será mejor que te encuentren dentro de una celda cuando el torreón caiga.

    El viejo sacerdote se había quedado muy pálido. No contestó y se lo llevó un guardia. Girándose hacia Dashvara, el señor Vifkan inclinó ligeramente la cabeza y sus ojos centellearon.

    —Todos los Xalyas confían en ti…, señor de la estepa.

    Dashvara no supo qué contestar. Fue rodeado por los guardias de Xalya, pálidos y tensos, pero dignos. Y así cercado, se alejó hacia lo que le pareció ser una muerte en vida.

    * * *

    La carga llevada por el señor Vifkan fuera del torreón inspiró respeto hasta a los salvajes. Salieron con toda la caballería, a la desesperada. Recibieron primero las piedras de las catapultas. Luego recibieron las flechas. De la centena de jinetes cayeron unos cuantos antes de alcanzar las primeras filas de los Akinoa. Sin embargo, una vez ahí, causaron muchas bajas.

    Desde la tienda de heridos shalussis, Dashvara observó la batalla con la expresión tan fija como la de una estatua sin vida. El casco rojo de su hermano Showag yacía en el campo de batalla, junto a una piedra catapultada. El señor su padre, caído del caballo, luchaba con sus fieles guerreros, blandiendo sus dos sables ante enormes hachas de guerra. Dashvara lo vio morir y vio cómo todos los Akinoa y los Shalussis se precipitaban hacia las puertas destrozadas del torreón, gritando salvajemente. Enseguida empezaron a oírse chillidos de horror y aullidos. Dashvara tragó una bocanada de aire con los ojos muy abiertos. Entendió que, aun quedándose sin guerreros el torreón, los Akinoa no iban a detenerse hasta que la última alma xalya dejase de existir o se rindiese. Un fuego helado lo quemaba por dentro.

    El Torreón ya estaba en manos de los salvajes cuando, extrañamente, los Esimeos comenzaron a marcharse. ¿Acaso no pretendían llevarse una parte de la ruina que habían dejado? Dashvara pronto se desinteresó de buscar una razón a nada.

    —Te torturaron mucho, ¿verdad? —preguntó de pronto la curandera que le había atendido la mano herida. Su mirada era… ¿compasiva?

    Imposible, pensó Dashvara.

    —Malditos Xalyas —se contentó con decir. Se tambaleó y se dejó caer pesadamente al suelo ante la tienda de heridos, sobre la hierba seca—. Malditos, condenados Xalyas —murmuró con la mente en fuego.

    La curandera se encogió de hombros.

    —Te recuperarás. En cambio, ahí dentro, dudo de que se recuperen, tranquilo.

    Por un momento, lo pensó tan fuerte que creyó haberse levantado de veras para arrancarle la lengua a esa Shalussi. Lifdor, Qwadris y Nanda, del clan de los Shalussis. Shiltapi, del clan de los Akinoa. Todakwa, del clan de los Esimeos. Como una letanía, se fue repitiendo esos nombres. Sé prudente como una serpiente. Atardecía y el sol rojo bañaba de sangre las piedras blancas del Torreón de Xalya. Con los ojos fijos en el cielo y el pensamiento petrificado, llegó a la conclusión de que la vida era una maldita ilusión. Un sueño que al menor ruido se rompe. Todo lo demás era vacío.

    Más tarde, apartó la mirada del cielo crepuscular y vio salir del Torreón varias filas de prisioneros escoltados por los Shalussis y los Akinoa. Había hombres, aunque la mayoría eran mujeres y niños. Tras toda aquella masacre, era un consuelo, al menos, saber que esos salvajes pretendían hacer prisioneros.

    Tal vez consigan escapar algún día, pensó, esperanzado, enderezándose. Pestañeó. Tal vez deberíamos habernos rendido antes, como decía Maloven. Él es un sabio y solía tener razón en muchas cosas… Rechazó el pensamiento. No tenía lógica lamentar nada ahora. Ni tampoco la tenía querer decirle al señor Vifkan que aquella carga desesperada había sido más digna de unas bestias que de unos Xalyas. Y que aquella venganza era más propia de un loco que de un heredero de la estepa. Total, cuando un hombre ve la muerte venir, ya no es Xalya, ni es hombre ni es nada. Y cuando un hombre ha perdido todo lo que le importa, es todavía menos. Y si le queda un último deseo al que agarrarse, se agarra. Porque no le queda nada más.

    Las filas se dividieron y repartieron. Unos hombres shalussis se allegaron empujando una fila de prisioneros compuesta únicamente de mujeres. Cuando Dashvara divisó un rostro demasiado familiar entre ellas, se quedó petrificado sin saber cómo reaccionar. Habían capturado a Fayrah, a su hermana de dieciocho años. Le habían cogido todo. Sus compañeros de patrulla. Sus padres. Su familia. Sus sueños. Toda su vida. Y ahora le cogían a Fayrah.

    Se dejó caer al suelo, sintiendo un enorme, un infinito, un terrible vacío. Se convenció al fin del todo de que se había convertido en una estatua fría y muerta. No supo cuánto tiempo se quedó ahí tumbado, mirando el cielo sin verlo, dejando que el sufrimiento lo embargase, lo envolviese y le helase la sangre hasta matarlo. Al cabo, unas manos fuertes lo cogieron y se lo llevaron al interior de la tienda de heridos. Dejó que lo guiasen los salvajes como se guía a un niño perdido. En eso me he convertido, pensó. Ya no era un caballero del Dahars. No era un Xalya del Ave Eterna. Era Odek. Un salvaje.

    Un maldito Shalussi.

    2 La caravana de la muerte

    —Habéis hecho un buen trabajo, muchachos —aprobó el capitán Zorvun, mientras la patrulla xalya llegaba, resollando, montando a caballo. En la colina vecina, los cuerpos escamosos de las criaturas empezaban a soltar chispas y pronto explotarían, dejando sólo ceniza.

    Recuperando la respiración, Dashvara le dio a su caballo unos golpecitos amistosos en el cuello y echó un vistazo hacia sus compañeros. Llevaban tres semanas acorralando una manada de nadros que había arrasado una granja xalya; el alivio de todos al ver a esas bestias derrotadas era casi palpable. Al fin iban a poder volver al torreón.

    El primer nadro explotó. Últimamente, algunos estallaban nada más matarlos, de ahí que el capitán hubiese ordenado rociarlos de aceite-frío mediante una trampa antes de empezar la carga. La lucha había salido bien: ningún guerrero había sufrido heridas más que superficiales… Bueno, su primo Miflin, uno de los Trillizos, se había torcido la muñeca. Desde luego, a aquellos tres muchachos no les faltaban agallas ni entusiasmo, pero aún tenían mucho que aprender. Sobre todo Miflin.

    Una brisa fresca se levantó de pronto. Despertando del torpor tras la batalla, Dashvara desvió una mirada profunda hacia el oeste. El sol desaparecía ya en el horizonte, sembrando de rojo la estepa de Rócdinfer.

    Cuando la última explosión murió, el capitán se apeó y todos lo imitaron. Montaron el campamento; limpiaron sus heridas y prepararon la cena. Aquella noche, el capitán estaba sombrío. Algo lo preocupa, adivinó Dashvara, sentado junto al fuego. No era muy difícil entender qué lo inquietaba: llevaban una semana sin recibir noticias de la patrulla de Sashava. Pero Sashava tiene a más hombres que nosotros, pensó. No podía haberle ocurrido nada malo, ¿verdad? Makarva lo sacó de sus cavilaciones cuando dispuso su tablero de katutas encima de una cazuela al revés.

    —¿Quién se apunta? —preguntó—. Lumon, por supuesto. ¿Qué haríamos sin tu maldita suerte? ¿Dash? Tú también, ¿verdad? —Puso una cara inocente cuando continuó—: ¿Sigfen? ¿No? ¡Por favor! ¿No pretenderás abandonarnos? Entre cuatro es más divertido —protestó.

    —Aún no te he perdonado tus malas bromas —refunfuñó Sigfen.

    —¡Bah! ¿No estarás hablando del peón que empujé sin querer? Eso sólo lo hice para ver si estabas atento, nada más. Te prometo que esta vez me portaré como un caballero —juró Makarva. Su sonrisa pícara no inspiró confianza a nadie. Suspiró—. Buej. Eres más tozudo que una piedra, Sig. ¡Plácido! Siéntate y juega. Esta vez tú no te escapas. ¿Dónde están los dados?

    —Los tengo yo —dijo Dashvara mientras Boron el Plácido se instalaba con una sonrisilla tranquila. Makarva extendió el cuello para mirar los dados.

    —¿Cuáles has cogido? —murmuró.

    Dashvara sonrió y los tiró sobre el tablero. Un tres y un cinco.

    —Los normales —contestó—. ¿No ves que no hacen seis y seis?

    —Mmpf. ¿También tienes los otros? Creo que los he perdido.

    —Apuesto mi pelo a que te los ha mangado un nadro rojo —intervino Miflin, instalándose con sus dos hermanos para seguir la partida. La apuesta era una vieja broma tonta: de los tres trillizos, Zamoy y Miflin habían nacido calvos; al contrario, Kodarah tenía una pelambrera negra impresionante.

    Dashvara replicó:

    —Bah, los nadros rojos no hacen trampas, primo. Los tendrá Sigfen, para cuando decida hacer la revancha.

    —O Lumon —aventuró este último, sentado no muy lejos con un mohín indiferente—. Por algo dicen que tiene suerte.

    El aludido sonrió misteriosamente.

    —¿Desde cuándo tener suerte es hacer trampas? —replicó.

    —Desde que juegas a las katutas con nosotros —respondió Makarva sin vacilar.

    Empezaron a jugar. Pronto, Boron el Plácido se puso a bostezar y Dashvara lo imitó inconscientemente. Makarva protestó:

    —Ave Eterna, ¡dejad de bostezar! —Y bostezó a su vez. Zamoy soltó:

    —Kodarah, apuesto mi desayuno a que el próximo en bostezar será el Plácido.

    —Hecho —aprobó Kodarah. Zamoy refunfuñó cuando Dashvara bostezó otra vez sin ni siquiera hacerlo aposta. El Pelambrudo soltó una risita—. Te has quedado sin desayuno, hermano.

    Así de caóticas solían ser las partidas de katutas.

    El Plácido estaba moviendo una ficha y acababa de comerse un peón de Dashvara cuando un centinela advirtió de la llegada de un jinete. Este surgió de la noche cabalgando con más rapidez de lo que era prudente. Se apeó y se dirigió directo hacia donde estaba el capitán.

    —Te toca, Lumon —soltó Makarva.

    —Ya, ya… —dijo este, bajando la vista.

    Como el siguiente era él, Dashvara volvió a concentrarse en el juego mientras el capitán y el mensajero hablaban en voz baja. Malas nuevas, previó.

    Lo confirmó rápidamente el capitán cuando, dirigiéndose hacia los dos fuegos, ladró con voz potente:

    —¡Recoged vuestras cosas! Los salvajes están marchando hacia el Torreón.

    Dashvara alzó las cejas. ¿Otro ataque? Últimamente los salvajes se estaban aficionando a las tierras xalyas. Se levantó con presteza. Si algo había aprendido a hacer Dashvara en seis años de patrulla había sido a obedecer las órdenes del capitán sin preguntar. Cierto, era el hijo primogénito del señor Vifkan, pero, ante el capitán y ante sus compañeros, el hecho carecía de importancia: no dejaba de ser un Xalya como todos los demás. Con eficacia, dejaron las katutas, recogieron sus cosas y apagaron los fuegos. Los caballos resoplaban, inquietos, adivinando que la jornada aún no había acabado.

    Ensillaban ya las monturas cuando Lumon le preguntó al mensajero:

    —¿Cuántos son?

    Fue el capitán quien contestó:

    —Unos mil.

    * * *

    En los días que siguieron la masacre del Torreón de Xalya, Dashvara fingió curarse.

    Hubo querellas entre los Akinoa y los Shalussis para repartirse el Torreón y las tierras. Qwadris de Shalussi, en su loca ambición, quiso traicionar a los Akinoa y pasarlos a cuchillo durante la noche, pero resultó ser él el traicionado: antes del amanecer, dos decenas de mercenarios se pasaron al bando de los Akinoa tras asesinar a Qwadris y a su capitán en su tienda.

    Uno menos, pensaba Dashvara, mientras caminaba despacio por la estepa yerma de Xalya. Seguía la caravana de los Shalussis sin pronunciar palabra. El clan, al haberse ya repartido su parte del botín, había decidido volver a casa y dejar a los Akinoa y a los traidores parapetarse en el torreón: las tierras xalyas, por lo visto, ya no les servían de nada.

    Miserables. Ladrones. Asesinos… Su mente repasaba todos los sinónimos posibles para tratar de calificar el horror perpetrado por esos salvajes. Los Esimeos al menos se habían contentado con asaltar con sus catapultas sin llevarse nada. Quién sabe si para honrar a su Dios de la Muerte o para acabar sencillamente con los que representaban, por su sangre, la tiranía del último rey de la estepa.

    Dashvara se sentía vacío. Había llorado durante las noches, pero llorar no aliviaba su dolor. Se había prometido levantarse y eliminar a los cabecillas shalussis de una vez. Pero siempre había acabado por recordar las palabras de su padre. No debía apresurarse. Debía ser prudente. Debía ser digno. La congoja y el odio habían dejado finalmente paso al vacío y a la ira fría.

    Tardaron dos días en llegar al territorio shalussi y otros dos en llegar al poblado de Nanda. Al principio del viaje, no habló con nadie. Respondía a comentarios con gruñidos. Recibía la comida como si le estuviesen dando veneno. Su vida de Xalya había acabado y, pese a saber que aún seguía siendo el hijo del señor al que esos guerreros habían matado, no lograba ya identificarse con ese joven de carácter irónico, algo macabro, burlón y de principios estrictos. Lo poco que le había podido quedar de infancia se había esfumado. Cuando, al de dos días, una mujer le ofreció unas prendas más adecuadas, las rechazó con un movimiento brusco.

    —No andas muy bien de la cabeza, ¿eh? —dijo ella. Sus ojos de un

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