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El Sueño de los Pixies (Los Pixies del Caos, Tomo 3)
El Sueño de los Pixies (Los Pixies del Caos, Tomo 3)
El Sueño de los Pixies (Los Pixies del Caos, Tomo 3)
Libro electrónico445 páginas6 horas

El Sueño de los Pixies (Los Pixies del Caos, Tomo 3)

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Tercer tomo de la saga Los Pixies del Caos.

«No te muevas, Jiyari, pensé. ¡Vamos a por ti!»

Acompañado de un mercenario fugitivo, intento cumplir mis promesas mientras intento negociar con el Pixie impulsivo que comparte mi cuerpo. Afortunadamente, al ser Arunaeh, soy bastante paciente.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 oct 2021
ISBN9781005883805
El Sueño de los Pixies (Los Pixies del Caos, Tomo 3)
Autor

Marina Fernández de Retana

I am Kaoseto, a Basque Franco-Spanish writer. I write fantasy series in Spanish, French, and English. Most of my stories take place in the same fantasy world, Hareka.Je suis Kaoseto, une écrivain basque franco-espagnole. J’écris des séries de fantasy en espagnol, français et anglais. La plupart de mes histoires se déroulent dans un même monde de fantasy, Haréka.Soy Kaoseto, una escritora vasca franco-española. Escribo series de fantasía en español, francés e inglés. La mayoría de mis historias se desarrollan en un mismo mundo de fantasía, Háreka.

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    El Sueño de los Pixies (Los Pixies del Caos, Tomo 3) - Marina Fernández de Retana

    1 Voluntad

    Laboratorio, Dágovil, año 5572.

    No nos curan. Nos matan.

    La realidad era demasiado atroz. Pero era Lotus el que nos había hablado de ello y lo creía. El laboratorio, los experimentos, el mundo saijit libre que había ahí afuera… Mis ojos me quemaban, mis párpados roñados apenas conseguían abrirse. El pecho me dolía tanto que, por un momento, intenté olvidar, pero no podía. No podía porque…

    Si seguís así, moriréis, había dicho Lotus. Moriréis todos, y muy pronto.

    Acurrucado en mi esquina, ignorando a las Máscaras Blancas que pasaban, trataba de llorar silenciosamente.

    —«¿Qué es esto, Kala?» dijo de pronto una voz ligera bien conocida.

    Levanté mis párpados metálicos y miré. Rao. Me escudriñaba con los brazos cruzados.

    —«¿Otra vez enfurruñado, tontorrón?» me sermoneó. Y, bajando la voz, agregó: «No llores. Creerán que te duele demasiado y te meterán en la sala de recuperación.»

    Agrandé los ojos ante la amenaza pero me di un golpe en el pecho con el puño y murmuré:

    —«Me duele. Me duele, Rao. Yo ya no quiero curarme…»

    —«¡Chss!» me recriminó Rao, agachándose. «No digas eso. Ni se te ocurra alertarlos. La huida está prevista para dentro de cuatro días. Aguántate.»

    —«Lo sé. Pero me duele igual,» sollocé. «Tengo miedo, Rao. Y rabia aquí dentro. Quiero curarlos a todos. A todos.»

    Quería matarlos. A todas esas máscaras sin rostro. Quería hacerles pagar por lo que nos hacían… Pero el horror me dolía demasiado por dentro para siquiera poder moverme. Sentí la mano peluda de Rao posarse sobre mi frente y deslizarse hasta mis lágrimas para secarlas mientras ella murmuraba con una inhabitual suavidad:

    —«Seremos libres. Te lo prometo, Kala. Yo soy la mayor y me ocuparé de todos vosotros. Para siempre.»

    Sus ojos grandes y gatunos se habían hecho brillantes.

    —«No llorarás más, Kala. Lotus nos ayudará. Yo te ayudaré. Yo también tengo miedo, pero no me rindo. Porque esto acaba de empezar. Somos los Ocho Pixies del Caos, Kala. Tenemos tantas cosas que hacer todavía. Tenemos un mundo que descubrir. El mundo que no nos dejaron ver en esta vida. Y yo quiero que estés conmigo para verlo. Quiero que lo exploremos todos juntos. Por eso, por favor… no te quiebres.»

    La miré con desconcierto y creciente asombro. En su mirada, leí audacia y decisión, pero no sólo eso. No, no sólo eso: Rao tenía esperanza. Aquello que a mí me faltaba, porque el miedo la había encadenado y aplastado hasta no dejar nada… Rao seguía teniéndola. Su esperanza brillaba como los relámpagos de energía de la sala de curación, resplandecía como diez linternas, mil linternas… Su luz me traspasó, me envolvió, me encadenó, y me liberó.

    Inspiré hondo como saliendo de mi cristal esférico. Mi pecho dejó de dolerme tanto.

    —«Yo también quiero ver el mundo,» murmuré. «Contigo. Con todos.»

    Rao sonrió enseñando sus dos colmillos y se levantó.

    —«Lo veremos. Juntos. Pase lo que pase.»

    Admiré su confianza. Admiré su determinación. Y la creí de todo corazón.

    2 El don del agua

    No me sonaba haber visto nunca esa aldea. Debía de tener varios cientos de habitantes, incluso tal vez mil. Blagra era la única ciudad entre Dágovil y Doz en ser tan poblada y, sin embargo, aquella villa no era Blagra: recordaba bien cómo Blagra tenía construido un barrio entero contra las paredes de la caverna y ahí las paredes estaban mayormente a oscuras, con alguna escasa piedra de luna que iluminaba tenuemente el lugar. Además, la caverna era diferente. ¿Cuál era ese sitio?

    Agachados, detrás de una gruesa estalagmita, Reik y yo observábamos las idas y venidas de los viajeros del Gran Túnel de Dágovil desde hacía un par de horas.

    ¿Qué? lanzó Kala. ¿No nos vamos a mover nunca?

    Incluso después de varias horas se le notaba que todavía mi compañero de cuerpo no andaba fino. Habían pasado dos días desde que habíamos salido del Bosque de Liireth. Dos días en los que no habíamos hecho más que evitar patrullas, dormir mal y pasar por túneles tan estrechos que hasta había tenido que destruir alguna roca para que Neybi no se quedara atascada entre las paredes. Ahora, la anoba cavaba en la tierra con su pata de piel gruesa, silenciosa pero por lo visto tan impaciente como Kala.

    Suspiré mentalmente.

    Si no te hubieses tragado la cantimplora entera, a lo mejor podríamos haber pasado. Pero de momento es imposible.

    Aaah… ¿Me estás echando la culpa?

    No quise insistir pero, sí, sin duda se la echaba. De las tres cantimploras que nos habíamos llevado, dos contenían el agua buena y saludable de la isla de Taey. La tercera… Dist la había rellenado con vino. Me preguntaba si los Estabilizadores bebían tanto vino porque no tenían fuente cercana o porque eran alérgicos al agua… Attah. El caso era que, tras acabarse las dos cantimploras de agua, incapaz de resistir su sed, Kala había agarrado la de vino traicioneramente rápido.

    No me la bebí entera, añadió tras un silencio.

    No, de hecho yo había conseguido desestabilizarlo lo suficiente para atragantarnos y hacer que el maldito tirase la cantimplora. Reik la había recuperado antes de que se vaciara del todo… y el desperdicio lo había puesto de malhumor. Y ahora ahí estábamos, sedientos y reventados, sin atrevernos a cruzar el Gran Túnel porque Kala estaba borracho.

    Y porque en la aldea pululaban dagovileses en uniforme.

    Mi mente, ella, estaba clara, con un Datsu bastante más desatado de lo normal por culpa del alcohol, por lo que la impaciencia de Kala me afectaba más bien poco y mi atención estaba mayormente centrada en las luces que iluminaban la aldea. Algo en ella me resultaba familiar. Seguramente debía de haber pasado por ahí años atrás cuando estuve ensanchando el túnel con mi hermano. Pero no recordaba haber visto un pueblo tan grande. Sin duda Dágovil había cambiado desde que me había marchado.

    Le eché una ojeada a Reik. Gracias al Zorkia habíamos evitado todos los túneles susceptibles de ser guardados por patrullas. Y es que, según él, siendo Zorkia, había operado precisamente mucho más por el este de Dágovil, conocía bien la zona entre Doz y la Ciudad Perdida por haber vivido un sinfín de escaramuzas en su juventud durante la Guerra de la Contra-Balanza. Sin embargo, como yo, había mirado la gran aldea con sorpresa.

    —«¿No sería mejor intentar pasar por otro sitio?» pregunté tras un larguísimo silencio.

    Reik hizo una mueca poco agraciada.

    —«¿Y retroceder por el túnel del que venimos?»

    Le respondí con otra mueca.

    —«Ya…»

    Sería tentarle al diablo, coincidí. No dije más y volví a escudriñar las casas. Estábamos relativamente cerca de estas, a unos cien metros, al pie de un pedregal. Subir por esa cuesta hubiera sido como gritar a todo el mundo que estábamos ahí. Si tan sólo estuvieran Sanaytay y Sirih con nosotros habríamos pasado tan desapercibidos como sombras… Pero los Ragasakis estaban lejos. Sólo estábamos Reik, Neybi y yo… y el borracho de Kala. Alcé de nuevo la mirada hacia la villa convencido de haber oído el arrullo de agua de algún río. ¿Sería mi imaginación?

    —«Di,» dijo de pronto Reik.

    Desvié la mirada de la villa. El Zorkia llevaba un rato tratando de atrapar la última gota de vino de la cantimplora.

    —«¿Qué?»

    Reik tenía cara pensativa.

    —«¿No dijiste que un Arunaeh no podía estar borracho?»

    De pronto Kala se rió por lo bajo y lo corté en seco con una mueca molesta. Sin duda Reik debía de pensar que mi comportamiento era extraño. A veces mis expresiones cambiaban repentinamente y dudo de que Kala se diera cuenta de ello por su estado. Pero yo me daba cuenta. Pese a que mi vista se nublaba y veía todo brillante, mi sangre fría era impecable y sabía que algo en mí turbaba al Zorkia.

    —«Sí,» dije con voz pastosa. «Eso dije. Yo no estoy borracho. Pero mi Datsu no funciona como debería. Por eso mi familia intentó averiguar por qué y mi hermano me sacó de la isla.»

    —«¿Tu hermano?» repitió Reik.

    —«Me dejó plantado.» Sonreí con ironía y tosí antes de añadir: «Pero me salvó.»

    —«Ya veo.» Jugueteó con la cantimplora y, tras echar otra ojeada hacia la villa, dijo: «Esos otros hermanos que debes encontrar… ¿son de verdad hermanos tuyos?»

    ¿Lo eran biológicamente hablando? Lo dudaba. Fue Kala quien contestó con fuerza:

    —«Lo son.»

    —«Baja la voz, maldito,» masculló el Zorkia con cansancio.

    Hubo un silencio. No sabía qué era lo que más quería hacer, si dormir o beber. Sin embargo, en ese momento pensé que aún no le había explicado nada al Zorkia y decidí quitarle alguna duda diciendo:

    —«Son seis y Jiyari es uno de ellos. Los demás… no tengo ni idea de dónde están, pero si buscamos a ese Zarafax, podríamos averiguar algo, y tal vez también si nos dirigimos a Lédek… saquemos información.»

    —«Lédek,» repitió Reik, y me echó una mirada escudriñadora. «Ahí es donde se encuentran los Ojos Blancos según tú.»

    —«Su líder, Zyro, estuvo en la guerra,» expliqué.

    —«Zyro,» murmuró Reik, y alzó la vista hacia las estalactitas de la caverna absorto. «Me suena el nombre.»

    Agrandé de pronto los ojos. Acababa de ocurrírseme una idea.

    —«Ahora que lo pienso, ¡tú estuviste en la guerra de la Contra-Balanza! Tuviste que pelear contra los dokohis. Y, sin embargo, en el Aristas parecía como si te sorprendiera haberte encontrado con unos hace poco.»

    —«¿Y cómo no iba a sorprenderme?» resopló Reik. «Se supone que los Ojos Blancos fueron derrotados hace treinta años. El Gremio de las Sombras impuso el secreto sobre esos collares… Yo siempre había creído que habían sido destruidos.»

    Fruncí el ceño.

    —«¿Quieres decir que fueron confiscados por el Gremio?»

    Reik sacudió la cabeza.

    —«Ni idea. Algunos de ellos seguro. Pero como no sabemos cuántos fueron fabricados por esos magos negros… En serio, en aquella época, era poco mayor que tú, peleaba con mis compañeros y no me hacía más preguntas. Ashgavar,» imprecó. «Si seguimos aquí, moriremos de sed.»

    Suspiré, eché un vistazo a Neybi, quien seguía rasgando el suelo, y aparté la cabeza de la estalagmita diciendo:

    —«Yo puedo entrar en la villa sin problemas.»

    No tenía razón de temer a los dagovileses: tenía mi licencia de destructor en regla y podía pasearme con el viejo uniforme de destructor de Lústogan, con los guantes y la máscara puestos para ocultar mi piel gris y mis ojos rojos sobre fondo negro. En cuanto a Reik, había desgarrado su camisa ya harapienta para ponerse una venda en la frente y esconder así el Ojo de Norobi; sin embargo, si resultaba que los dagovileses veían la marca, lo reenviarían directamente a la prisión de Makabath. Asentí para mí y tomé mi decisión.

    —«¿En qué estás pensando?» preguntó Reik, enderezándose.

    —«Voy a por agua.»

    —«¡Un momento!» Me agarró de la manga para impedir que me levantara. «Si vas a por agua y te ven regresar aquí, sospecharán algo.»

    —«Tú vienes conmigo,» repliqué. Le tendí mi ropa de firasano diciendo: «Toma esto. Piénsalo. ¿Quién va a imaginarse a un fugitivo de Dágovil en compañía de un destructor Arunaeh?»

    Reik agrandó los ojos… y una sonrisa sardónica se dibujó en sus labios de mercenario. Rematé:

    —«Eres kadaelfo como nosotros: si te haces pasar por Lúst, no abres la boca y te pones una máscara, hasta alguien que haya visto una vez a mi hermano mayor se lo creerá. Daremos un rodeo y nos meteremos directos en la villa. Por ahí parece que…»

    Señalaba la parte norte de la caverna cuando de pronto, un detalle, esa colina azul por donde se abría el Gran Túnel, me resultó más que familiar.

    —«Dánnelah,» murmuré.

    —«¿Qué?» replicó Reik mientras se vestía.

    Pese a la oscuridad de aquel rincón, divisé claramente las numerosas cicatrices que surcaban el cuerpo del mercenario y sentí un impulso de compasión. Tener que haber sufrido tanto golpe sin Datsu debía de haber sido duro.

    El mercenario terminó de atarse el cinturón y alzó una mirada vivaz hacia mí.

    —«¿Qué?» repitió.

    Meneé la cabeza y sonreí.

    —«Nada. Que acabo de darme cuenta de que reconozco esta caverna. Esta villa… hace unos años era un pueblo llamado Yadella. Pasé por aquí con mi hermano construyendo el túnel y tan acelerado iba que cavé donde no debía y además provoqué la caída de una roca que destrozó la estatua de Antaka del pueblo.»

    Reik permaneció callado un instante.

    —«Yadella, ¿eh?» dijo al cabo. «Tuve que pasar por aquí hace tres años en una misión de la compañía… Desde luego ha cambiado. Parece como si hubiesen descubierto alguna mina de oro.»

    No era tan imposible, pensé. Kala resopló mentalmente desde su medio letargo.

    Demonios, cuánto habláis, me empieza a doler la cabeza…

    Y me dolía a mí, pensé.

    —«Dime,» retomó el Zorkia, «¿tienes mala relación con los de este pueblo?»

    —«Qué va,» aseguré. «Ni buena ni mala. Mi hermano les hizo otra estatua y creo que le quedó bastante mejor que la original. En cualquier caso, esa es una buena noticia, porque los túneles al norte de aquí me los conozco bastante bien.»

    —«Pues vaya una buena noticia: creía que íbamos hacia el sur.»

    Attah…

    —«Cierto,» reconocí. «Pero para cruzar el Gran Túnel…»

    —«Lo mejor es no cruzarlo,» me interrumpió Reik. «Todas las entradas están tapadas salvo las principales y hay tanto tráfico que estallarlas con tu órica sin ser visto ni oído es imposible. Prefiero disfrazarme y tomar la vía principal, directamente hacia el sur.»

    La idea era valiente… muy valiente. Pero Reik tenía razón: seguir adoptando un comportamiento de huida con tanto guardia y testigo alrededor era correr hacia el fracaso. Suspiré y rebusqué en mi mochila. Por suerte, Lústogan no me había quitado mi máscara de destructor de antes. Se la pasé.

    —«Ponte esto. Descuida, los destructores son muy suyos: los hay que no se quitan la máscara casi ni para dormir, como mi abuelo.»

    Reik iba a ponérsela cuando se detuvo en seco.

    —«Lleva el tatuaje de los Arunaeh.»

    Le eché una mirada de reojo.

    —«¿Y?»

    Reik marcó una pausa y me pregunté en qué estaría pensando hasta que rompió otra vez el silencio.

    —«Cuando tu hermano te sacó de la isla… ¿fue porque te estaban torturando?»

    Su tono no llevaba una pizca de compasión, era meramente interrogante. Puse los ojos en blanco.

    —«Es más complicado que eso. Acepté que se metieran en mi mente.»

    Reik se levantó bruscamente.

    —«¿Qué diablos? ¿Cómo que aceptaste? No,» añadió con un resoplido de autoburla, «me estás vacilando. Primero, no estarías así de tranquilo si de verdad lo hubieran hecho. Y segundo, los Arunaeh no son tan monstruosos como para hacer eso a uno de sus miembros.»

    Suspiré.

    —«Te digo que yo acepté. Mira, no sé si es el mejor momento para explicártelo pero… resulta que tengo metidas dentro de mi mente a dos personas. Una soy yo, Drey, y la que despertó hace poco es Kala, el verdadero hermano de esos otros seis que ando buscando. De ahí lo de Kaladrey. En cuanto a mi familia, intentó ayudarme un poco demasiado metiéndose en mi mente, eso es todo.»

    El Zorkia me miraba fijamente.

    —«Ya,» dijo al cabo. «Lo que veo, muchacho, es que es cierto que no aguantas bien el vino.»

    Dejé escapar un largo suspiro y lamenté haberle hablado de ello.

    —«Al menos eres sincero,» repuse. «Y yo también lo he sido. Baj, ¿por qué estamos hablando de esto? Ponte esa máscara y salgamos de aquí…»

    De pronto, oí un ruido de salpicadura y me giré hacia Neybi con los ojos desorbitados. De tanto estar ahí esperando, la anoba había creado un profundo agujero en la tierra con sus pezuñas, había descubierto una capa freática y ahora estaba relamiéndose, bebiendo toda el agua que su gran lengua rasposa conseguía absorber.

    —«A… agua,» murmuramos Reik y yo al mismo tiempo.

    —«¡Agua!» exclamó Kala, saliendo de su modorra.

    Se precipitó robándome el cuerpo y siseé:

    Kala, ¡esa agua está mala! Ni se te ocurra beberla, nos pondremos enfermos.

    Kala se detuvo al oír la última palabra y alzó la cabeza mientras Neybi nos echaba una mirada curiosa con sus enormes ojos dorados y reptilianos.

    —«¿Enfermos?» repitió. «Diablos, ¿también te pones enfermo con el agua?»

    —«Con el agua embarrada sí,» gruñí en voz alta.

    —«Qué cuerpo tan debilucho.»

    —«No te lo niego. Sólo mira en mis recuerdos y entenderás. Attah… Ya me has pringado todo el pantalón de barro.»

    De pronto, Neybi soltó algo parecido a un gruñido de deleite y plegó las patas, revolcándose en el lodo. Me levanté con prisas apartándome del charco que había surgido entre las salpicaduras y mientras intentaba calmar a Neybi en su regocijo traté de ignorar la mirada prudente y cerrada de Reik. Debía de pensar en serio que le había tocado como aliado un espécimen con personalidad múltiple. Pero… él había empezado con las preguntas, ¿no?

    Neybi se levantó por fin y me dio un húmedo lametazo en la mano que, pese a la saliva, me arrancó una leve sonrisa. Me puse la mochila a cuestas, estiré las riendas y la anoba se puso a andar dócilmente.

    —«Reik,» lancé entonces, deteniéndome en la otra esquina de la gruesa estalagmita. Atravesé con la mirada al Zorkia suspenso a través de mi máscara de destructor. «Te prometí que te ayudaría a sacar a tus compañeros de Makabath a cambio de tu ayuda. No te prometí que mi compañía sería fácil. Hago lo que puedo. ¿Vamos?»

    Reik se pasó una mano por su pelo negro enmarañado y lo oí suspirar antes de ponerse la máscara de destructor. Le di la espalda y miré hacia las luces de Yadella con una mueca decidida. Mi andar aún no era del todo recto pero pronto se me pasaría, me dije. Los saijits no se veían normalmente tan afectados por la bebida, pero Kala parecía aguantarla tan mal como Jiyari. ¿Sería alguna particularidad de los Pixies?

    Di, Kala, dije de pronto mentalmente, inquieto. Sé que tú no te desmayas como Jiyari ante la sangre… pero en plan totalmente hipotético, si te desmayaras… ¿crees que me desmayaría yo también?

    Me respondió un resoplido desganado. Kala no estaba en condiciones de reflexionar mucho, entendí. Bah. Prefería no llegar a enterarme nunca de la respuesta.

    3 El profesor de caéldrico

    Conseguimos meternos en la villa rodeando el pedregal y pasando por la colina azul. Era una de las pocas zonas constructibles que quedaban libres: Yadella había crecido tanto en tan poco tiempo que más que viviendas algunas casas de las periferias parecían barracas. Mientras pasábamos por una calleja, vi en una de estas a un joven profesor impartir lecciones a una numerosa panda de chiquillos. Hijos de mineros, entendí. Si los padres habían decidido llevarse a la familia hasta ahí, es que tenían pensado quedarse años. No era común. Si lo que habían encontrado ahí eran yacimientos de oro… la mina debía de ser grande.

    Nadie se paró a mirarnos. Algún transeúnte tal vez se fijó en nuestras máscaras, pero los destructores no eran los únicos en llevarlas y para unos mineros ni era fácil distinguirlas ni lo era reconocer el tatuaje de los Arunaeh.

    Neybi avanzaba detrás de mí y Reik cerraba la marcha. Cuando llegamos a una plaza más espaciosa, localicé enseguida un establo. Hablé con el encargado, hice beber a Neybi y, tras convencerle a Kala de que no se tirase al abrevadero, le dije a Reik:

    —«Vayamos a comer.»

    Salimos del establo y Reik murmuró:

    —«Di… Si comemos en una taberna, nos obligará a quitarnos las máscaras. ¿No será mejor seguir comiendo tus Ojos de Sheyra…?»

    —«Y un infierno voy a seguir comiendo de eso teniendo tabernas con comida de verdad,» resoplé. «Mira. La máscara tiene una abertura en la boca, no tienes por qué quitártela.»

    —«Oh,» se sorprendió el mercenario, comprobando que lo que decía era verdad.

    Sonreí detrás de mi máscara.

    —«Vamos, hermano. Iremos a esa taberna.»

    Cuando Reik vio el edificio que señalaba, noté su vacilación. Era una bonita casa de piedra con una pancarta que rezaba El Hawi Negro. Reik masculló:

    —«Esa… no es una taberna para pobres, Drey.»

    Sin duda, no lo era, pero Lústogan me había dejado una bolsa repleta de kétalos, que los Estabilizadores del Bosque de Liireth habían sido tan amables de respetar. Y, según mi opinión, era mejor ir a una taberna cara que a una barata: tendríamos menos posibilidades de encontrarnos con guardias y patrullas. Al ver a Reik girar los ojos hacia una taberna del otro lado de la plaza con pinta más asequible, puse los ojos en blanco.

    —«¿El Masticario?» leí en la pancarta. «Vamos, Lúst. No pienses en los kétalos, si te invito yo… Oh, una cosa,» añadí por lo bajo. «Ni se te ocurra beber alcohol. Los Arunaeh…»

    —«Ya lo sé,» me cortó Reik.

    Su tono seco me recordó tan bien a Lústogan que no pude evitar sonreír de nuevo detrás de mi máscara.

    En cuanto entramos en El Hawi Negro, sentí la tensión crecer pese a mi Datsu. Había ahí dentro demasiada gente con uniforme alrededor de las mesas: en total, una buena decena de funcionarios, secretarios del Gremio, oficiales, y hasta vi a un juez con su gran sombrero blanco de ala ancha. Sin duda la taberna no tenía pinta barata —sus paredes estaban bien labradas, había hasta tiestos con plantas exóticas en los rincones y un estilizado jarrón en la barra— pero… diablos, ¿hasta el punto de parecer aquello una reunión del Gremio de las Sombras? Sentí con mi órica cómo Reik se ponía tenso. Mientras caminábamos hasta el mostrador, noté más de una mirada posarse sobre nosotros. El Pixie masculló:

    Tanto saijit me da mareos…

    Pues aguántate un tiempo, le dije apoyándome en la barra.

    A través de la máscara, posé mis ojos sobre el tabernero. Bien vestido, con varios anillos en cada dedo y un pelo exuberante, el alto drow sonrió a un cliente sirviéndole un vaso de vino de zorfo diciendo:

    —«¡Sin duda, sin duda, mahí! En dos años apenas, esto se ha convertido en un enjambre de vida. Pero no me lo tengáis en cuenta: yo no me quejo. El negocio es el negocio.»

    Su cliente asintió simplemente con la cabeza y el tabernero se giró hacia Reik y yo. Agrandó los ojos reconociendo la máscara y se allegó enseguida diciendo respetuosamente:

    —«¡Mahis! Bien hallados. ¿Qué deseáis?»

    —«Dos zumos de zorfo, por favor,» dije.

    —«Er… ¿Vino, querrás decir?»

    —«No.» Lo fulminé pese a saber que, a través de mi máscara, el tabernero no podría verme ni los ojos. Repetí: «Zumo. Y el menú, por favor.»

    —«Bien, ¡enseguida os lo traigo!»

    Escogí una mesa tan apartada como pude de los diversos grupos de funcionarios dagovileses. ¿Por qué diablos había tantos de ellos en Yadella? Me senté haciéndoles frente, de modo que Reik, él, les diera la espalda. El tabernero no tardó en traernos una botella de zumo y cuando llegó un camarero con el menú ya nos la habíamos bebido entera.

    —«Otra, si es posible,» confirmé para el camarero.

    En cuanto llegó la comida y aspiré los vapores de esta, se me hizo la boca agua y me di cuenta de hasta qué punto estaba harto de comer Ojos de Sheyra. Estaba ya agarrando mi tenedor cuando me fijé en un cliente que nos miraba descaradamente y, por un instante, me quedé con el tenedor en suspenso. Ese joven humano de pelo castaño rizado y cara de adolescente… Por poco me mordí la lengua. ¿Bluz? El joven Monje del Viento estaba sentado a la mesa con el juez, un secretario del Gremio y otro tipo en silla de ruedas que me daba la espalda. Inspiré. Dánnelah, ¿sería…?

    —«¿Drey…?» murmuró Reik, inquieto.

    Me fijé entonces en mi tenedor aún suspendido y decidí centrarme en la comida. Estaba deliciosa. Rebané el plato hasta la última gota de salsa. Reik seguía comiendo como si cada bocado le costase bajar por la garganta. Estaba más tenso que una cuerda de arco tensada, pensé. En ese momento, bendije mi Datsu por haberme ayudado a olvidar nuestra compañía. Había evitado que la vista de dos Monjes del Viento me cortase el apetito.

    Sin embargo, en cuanto sacié mi hambre, la presencia de esos dos volvió al primer plano en mi mente y me puse a pensar. Bluz no había visto nunca a Lústogan: mi hermano había robado el Orbe antes de que este llegara como aprendiz al templo. Pero el de la silla de ruedas, ese… era otro cantar.

    Entonces, oí el ruido de las ruedas contra el parqué y sentí el aire moverse. El destructor nos tanteaba con su órica como para avisar de que nos había visto y, por un instante, aumentó su presión antes de dejar que el discreto sortilegio se deshilachase. Sin embargo, no se paró en nuestra mesa y siguió hasta la salida, con Bluz detrás echándonos aún ojeadas descaradas. No giré la cabeza ni una vez. ¿Se habrían ido? No, pensé. Imposible. No si sospechaban que uno de los dos destructores Arunaeh era Lústogan. Ese hombre… ¿nos prepararía alguna emboscada? Pero entonces… ¿por qué me había avisado con esa amenaza órica sutil? Entorné los ojos. A menos que él supiera que quien estaba sentado ante mí no era Lústogan. En tal caso, nos tenía entre sus manos.

    Attah… ¿Por qué diablos no habría entrado en El Masticario? Pensar que era por cuestiones de calidad de menú me avergonzaba.

    ¿Qué te pasa ahora? preguntó Kala. Estamos sin hambre y sin sed, y Reik ya ha acabado de comer. ¿Me dejas un rato? Ya estoy del todo repuesto.

    Estaba positivo. Cerré la abertura en la boca de la máscara y esperé a que Reik hiciera otro tanto para levantarme y acercarme al mostrador.

    —«La cuenta, por favor.»

    El drow me la dio. Treinta y cinco kétalos. Mar-háï, no era poco. Pagué de todos modos y salimos, no sin sentir más de una mirada posada sobre nosotros. Entonces, le dije a Kala:

    Ya puedes.

    Kala sonrió detrás de la máscara y caminó con decisión hacia el establo. En cuanto vi a los dos Monjes del Viento esperándonos en medio de la plaza, mascullé:

    No, no puedes.

    Kala me ignoró.

    ¿Qué pasa con esos tipos? Son Monjes del Viento, ¿y qué? Nosotros somos Arunaeh.

    ¿Ahora lo reconoces? lo pinché. Pues a buenas horas: esos monjes están cabreados con los Arunaeh.

    ¿Oh?

    —«Drey,» intervino Reik en un murmullo detrás de su máscara. «Tengo un mal presentimiento.»

    —«¡Pues claro!» dijo Kala con naturalidad. «Esos tipos están cabreados con nosotros.»

    —«¿Deberíamos estarlo?» soltó una voz.

    Kala había hablado tan alto que los monjes nos habían oído y ahora Bluz empujaba la silla de ruedas. Carraspeé al ver el rostro del drow sentado ahí. De ojos rojos y rostro duro y seco, era poco mayor que mi padre.

    —«¿No saludas a tu antiguo maestro de caéldrico, Drey?»

    Kala enarcó las cejas y luché para retomar control de mi cuerpo. Que me saludara antes a mí que a Reik evidenciaba que a este no lo había confundido ni con mi hermano, ni con mi padre, ni con mi abuelo… de modo que sabía que no era un destructor Arunaeh. Ignorando mis esfuerzos, Kala dijo con tono afable:

    —«Claro que saludo. No recuerdo muy bien pero… sí, creo que me acuerdo de ti. Draken, ¿verdad?»

    Por Sheyra… Draken de la Casa Isylavi era uno de los destructores más famosos de Dágovil. Un héroe que había perdido trágicamente las piernas cavando el Gran Túnel. Yo lo respetaba. Y ahora Kala me acababa de hacer pasar por un desconsiderado.

    Draken frunció el entrecejo.

    —«Oí decir que estuviste en la isla de tu familia. ¿Acaso te han lavado el cerebro, hijo?»

    Kala chasqueó la lengua.

    —«No. Mi cerebro está perfecto. Y no soy tu hijo. ¿Qué quieres de mí, saijit?»

    Había abandonado su tono afable. Mascullé mentalmente protestando. El destructor marcó una pausa mientras escudriñaba mi máscara.

    —«¿Lo que quiero? Primero, saber quién te acompaña.»

    Kala asintió señalando a Reik del pulgar.

    —«Fácil. Él es mi herm…»

    De tanto luchar por el control, conseguí que nos mordiéramos la lengua y emití un gruñido de dolor.

    ¡Te maldigo! exclamó Kala. ¡Estoy haciendo un esfuerzo para Reik y tú me muerdes la lengua!

    También era la mía. Ignorando tanto a Kala como el dolor, alcé una mano.

    —«Perdón, maestro. Olvida a mi compañero. ¿Qué es lo que quieres?»

    Los ojos rojos de Draken chispearon, alternando entre Reik y yo.

    —«Algo extraño ocurre aquí, hijo. Espero que no andes con prisas. ¿Qué tal si nos acompañas a Bluz y a mí hasta el templo? Está tan cerca y hace mucho tiempo que no te pasas por ahí: estoy seguro de que el Gran Monje se alegrará de verte. ¿Sabes?» añadió mientras yo guardaba silencio, «te echó de menos cuando te fuiste. Estoy seguro de que tiene muchas preguntas que hacerte.»

    Reprimí un suspiro.

    Maldita sea, murmuré mentalmente. ¿Sabes, Kala? Este hombre no es tonto. Me atrae al templo a cambio de guardar silencio sobre Reik.

    Me da igual, replicó Kala. De verdad lo había enfadado, me sorprendí.

    Draken agregó:

    —«Saldremos enseguida por la salida norte. Yadella está tan a rebosar de guardias que es casi agobiante, ¿verdad? ¿Tenéis anobos?»

    Suspiré largamente.

    —«Tenemos uno para dos. Draken,» añadí mientras este asentía, satisfecho, y le hacía un gesto a Bluz. «Aviso. No conozco el paradero del Orbe.»

    —«¿En serio?» Draken me mostró una sonrisa torva. «Es una suerte entonces que el Gran Monje lo conozca.»

    Fruncí el ceño sin saber muy bien a qué se refería. Fuera como fuera, no era una buena idea llevarle la contraria a Draken. No tenía mal carácter, pero era un Monje del Viento, trabajaba para el Templo del Viento y no iba a dejarme escapar tan fácilmente.

    Me encogí de hombros y, cuando lo vi alejarse, empujado por Bluz, supe que Draken no temía que me escabullera. No teniendo a un fugitivo en mi compañía. Draken me habría mandado a toda la guardia dagovilesa y nos habrían pillado enseguida. Mientras yo caminaba hacia los establos a por Neybi, Kala no dejó de mascullar que estaba harto de mí. Reik lanzó al fin:

    —«Drey. ¿Qué significa esto? ¿Adónde vamos?»

    Su voz estaba falsamente serena. Acepté las riendas de un mozo de cuadra y estiré a la anoba. Tan bien la tenían cuidada que esta no quería moverse de su sitio, pero iba a tener que hacerlo. Finalmente, se movió y salimos. Comenté:

    —«No sé si habrás oído hablar del Templo del Viento.»

    —«¿Bromeas? Es el templo de los destructores, claro que he oído hablar de él,» resopló Reik. «De modo que ese tipo es un destructor como tú.»

    —«El joven también lo es. En fin, verás,» aclaré, «me crié en el Templo del Viento pero fui expulsado hace tres años porque mi hermano robó la reliquia más valiosa del templo. Draken es un Monje del Viento y un antiguo maestro mío. Quieren respuestas… y de momento no podemos hacer otra cosa que escucharlo.»

    No fui más explícito, pero Reik no hizo más preguntas. Era un mercenario y le gustaban las explicaciones cortas, me alegré. Bien. Me quedaba por calmar a Kala…

    Kala. Hey.

    No me contestó. ¿En serio se había enfurruñado tan fácil? Resoplé de lado.

    Contesta al menos. Pareces un crío.

    Sin contestar, Kala controló de nuevo mi cuerpo y por poco perdimos el equilibrio, pero le dejé a tiempo el control entero. Tras un silencio en que el Pixie caminaba hacia la entrada norte de la villa con andar firme, comprobé que su enfado se había diluido, reemplazado por el gozo de moverse, y confirmé: era un crío.

    Draken me había dicho que esperara junto al Gran Túnel y ahí nos instalamos, a unos metros apenas de los guardias. No dijimos nada. Kala y yo nos apoyamos contra un árbol tawmán con las manos en los bolsillos, Neybi se tumbó

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