El huésped silencioso y otras historias
Por Susana Corcuera
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Corcuera es un mundo de contrastes, colmado de luz, sol y seque
Susana Corcuera
Estudió la carrera de Etno- Historia, en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH).Ha sido maestra de Francés y Literatura Universal además de impartir talleres de Creación Literaria a nivel maestría y doctorado en Casa Lamm. Se ha desempeñado como traductora, dictaminadora literaria para Editorial Planeta y Grupo Patria Cultural, y es articulista del periódico La Jornada Semanal. Es co-autora de los libros El chef Luengas y La Historia de los Comedores de Banamex y Cuentos de tierra, agua y algunos muertos. En 2005 publicó su primera novela Llegó oscura la mañana. Durante su carrera literaria, la autora se ha hecho acreedora a distintos reconocimientos, entre ellos el segundo lugar del Premio Azorín de Novela 2005 otorgado por Editorial Planeta.
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El huésped silencioso y otras historias - Susana Corcuera
editorial.
LA TIERRA
I. LA PRESA DE SANTA
ÚRSULA
Santa Úrsula es un caserío que se formó al pie de la presa del mismo nombre. Gracias a ella, las tierras son fértiles y por las tardes el clima es fresco. Antes llovía de junio a septiembre, ahora ya no se sabe.
En la época del tiempo predecible, llovió como si el cielo estuviera de luto. Al principio la gente se dijo:
–Ha de ser culebra, no dilata en irse.
Pero no era culebra. Era una lluvia que no traía viento ni truenos. Constante. Pasaron días y noches sin que las nubes se alejaran. La tierra de las laderas se deslavó, cubriendo zonas enteras, y el sonido del agua se volvió desesperante. Cuando la gente empezaba a creer que nada peor podía pasar, se oyó el crujido.
No hubo tiempo ni de correr. Dicen que lo peor fue el ruido porque no dejaba pensar. Primero, un murmullo de cascada lejana, luego el estrépito de una manada enloquecida. Y así, como caballos cegados por el celo, entró el agua, llevándose a su paso los linderos. No respetó a los santos que en ese entonces había en la iglesia.
Mucho menos a los viejos. Se ahogaron las vacas, los niños se pusieron amarillos del susto, las mujeres parieron a destiempo, los perros se quedaron afónicos y la tierra cambió de color para siempre. Agua hedionda de lodo, lodo lleno de piedras. Después, la pura desolación.
El pueblo fue reconstruido por obreros que habían perdido todo y no tenían ganas de volver a empezar. Cada casa, cada lienzo de piedra, se hizo llorando; todavía se oyen gemir los callejones. Como las lágrimas no dejan ver de frente, el pueblo quedó torcido.
Entre los escombros, el padre puso a la gente a rezar. Pero los hombres, a espaldas de las mujeres, tenían otros planes. Y mientras ellas rezaban, ellos fueron al bordo de la presa que iban a alzar de nuevo. El que caminaba al frente llevaba un bulto sin forma.
Regresaron de noche, cabizbajos. No quisieron comer. Sentían ahogarse. Se frotaban las manos contra los pantalones. Algunos lloraban con sollozos roncos que se quedaban en la garganta. Otros se estremecían en silencio. Ninguno miraba a los ojos.
Con el paso del tiempo, la vida en el pueblo se normalizó, aunque los ahogados reacios a irse al otro mundo siguen atormentado los sueños de los vivos.
En el bordo hay una cruz de piedra. Se han inundado otros pueblos y reventado otras presas. Han caído culebras, trombas, granizadas, las peores tormentas... pero los hombres de Santa Úrsula duermen tranquilos porque saben que si hay peligro, el llanto del niño enterrado bajo la cruz les avisa que abran la compuerta.
A la memoria de Juan Rulfo
II. EL ALIENTO DEL
DIABLO
Teníamos calor, miedo también pero, sobre todo, calor. Empezaba por la cabeza y arreciaba en los pies. Los tres lo sentíamos, me imagino que el perro todavía más, por peludo. El monte era un desbarrancadero donde las vacas que no se morían de hambre se morían por las caídas. Malos tiempos aquellos. Las aguas nomás no querían formalizarse; allá, cada y cuando, se alcanzaba a vislumbrar una nubecita blanca, lo demás era azul, casi morado, del color de las jacarandas. Y nosotros, escondidos entre las piedras, junto a una burla de jagüey lleno de zancudos. Bebíamos el agua sin hacerlos a un lado, quién quita y nos alimenten, decía Rafael. Yo le hacía caso, a fin de cuentas, siempre he sido el más ignorante. No te hagas ilusiones, me decía también, no podemos largarnos hasta que Salvador venga, al menos aquí estamos seguros, nadie se anima a adentrarse en la Garganta del Diablo. Yo miraba el cielo, preocupado por su azul parejo y por los zopilotes. Nos rondaron todo el tiempo, como si se imaginaran algo. Y el perro, nomás jadeando. No desperdicies saliva, tarugo, lo pateaba Rafael. A mí me daba coraje que lo pateara,