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El falso ápeiron
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Libro electrónico164 páginas2 horas

El falso ápeiron

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Información de este libro electrónico

¿Alguien niega 137 muertes y sus gritos que transfiguran? Tal vez lo confirme el cosmos de dieciséis relatos que llueven probabilidad donde hay sequía fantástica, un respiro entre muertes únicas y eternas, cómplices de lazos míticos.
Encuentros con tortugas salvadas que cumplen ciclos milenarios de lágrimas; niños ahogados que regresan de sus
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 dic 2021
El falso ápeiron
Autor

Héctor Alejo Rodríguez

Héctor Alejo Rodríguez (Uruapan, Michoacán) gritó parte de su niñez y adolescencia entre bosques de casuarinas, manantiales y tierra colorada. Por rebotes del destino y voluntad paternal, aterrizó en la ciudad de Querétaro con permanencia limitada. De convicciones errantes, pisó varias universidades sin merecerse ninguna. Carmen Simón, con su método levreriano, lo aseguró en la inquietud de las letras y le encomendó las primeras tareas de esculpir relatos. Irreverente en consumir historias, logró menciones honorificas en el Primer Certamen Carta al Padre de Par Tres Editores (2011) y en el Concurso de Microrrelatos de la Biblioteca Popular José Ingenieros de Zárate (2014), en Argentina. Ha sido publicado por el Museo de la Palabra, en Toledo, España, (2012, 2013, 2014) y en la Primera Antología de la Biblioteca José Ingenieros (2015) de Argentina. Fue finalista del Primer Concurso de Cuento Corto (2015) de la Editorial Zenú, en Córdoba, Colombia. Publicó su primer libro de cuentos La raíz siniestra de Ernesto Atenco, Par Tres Editores, (2016).

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    El falso ápeiron - Héctor Alejo Rodríguez

    El falso ápeiron.png10763.jpg

    Primera edición, 2019

    © 2018, Héctor Alejo Rodríguez.

    © 2018, Par Tres Editores, S.A. de C.V.

    Fray José de la Coruña 243, colonia Quintas del Marqués,

    Código Postal 76047, Santiago de Querétaro, Querétaro.

    www.par-tres.com

    direccioneditorial@par-tres.com

    ISBN de la obra 978-607-8656-05-9

    Diseño de portada

    © 2018, Diana Pesquera Sánchez.

    Se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra, por cualquier medio, sin la anuencia por escrito de los titulares de los derechos correspondientes.

    Impreso en México • Printed in Mexico

    Héctor Alejo Rodríguez (Uruapan, Michoacán) gritó parte de su niñez y adolescencia entre bosques de casuarinas, manantiales y tierra colorada. Por rebotes del destino y voluntad paternal, aterrizó en la ciudad de Querétaro con permanencia limitada. De convicciones errantes, pisó varias universidades sin merecerse ninguna.

    Carmen Simón, con su método levreriano, lo aseguró en la inquietud de las letras y le encomendó las primeras tareas de esculpir relatos. Irreverente en consumir historias, logró menciones honorificas en el Primer Certamen Carta al Padre de Par Tres Editores (2011) y en el Concurso de Microrrelatos de la Biblioteca Popular José Ingenieros de Zárate (2014), en Argentina.

    Ha sido publicado por el Museo de la Palabra, en Toledo, España, (2012, 2013, 2014) y en la Primera Antología de la Biblioteca José Ingenieros (2015) de Argentina.

    Fue finalista del Primer Concurso de Cuento Corto (2015) de la Editorial Zenú, en Córdoba, Colombia.

    Publicó su primer libro de cuentos La raíz siniestra de Ernesto Atenco, Par Tres Editores, (2016).

    El pesebre del incauto

    No recuerdo cuándo fue la última vez que limpié el fusil de mi padre. Ahora es necesario hacerlo. Anoche se nos murió el Canelo y las gallinas y los becerros se han quedado a ojo pelón en esta parte de monte que escogimos Rafael y yo para hacer hogar. Sí, las madrugadas eran todas del Canelo antes de que lo alcanzara la muerte. También eran de las luciérnagas, de las chicharras y de los grillos. Pero ahora ya son todas del coyote. Por eso no se oye nada, como si el silencio brotara de las ramas altas de los árboles y saltara y aplastara todo. Es como si el tiempo de secas se hubiera vuelto más grande que la calamidad. Pero es el coyote que anda cerca, el que hace que los animalitos se junten más, como para acicalarse del frío. Y yo estoy aquí afuera, detrás de una lumbrada, esperando, por si le entra valor para acercarse.

    Mis hijos están adentro, en nuestra cabaña toda flaca, tendidos sobre los petates que los reciben para soñar la noche. Aún ven todo triste porque el Canelo ya no estará para hacer lo de sus escapadas al río ni de sus juegos. Le hicimos su tumba, casi a la entrada de la tierra que liberamos del monte, como para que siguiera resguardándonos. Pero eso ya no se puede. Lo enterramos descobijándose el sol, en un hoyo así de grande para que cupiera, después de que Rafael hubo bajado del monte, donde se está toda la noche haciendo su trabajo de raspar los troncos de los pinos para hacerles lagrimear la trementina. Mis hijos despidieron a su perro guardián, con sus caras mojadas de tristeza, arrojándole flores de azahar de los naranjos donde le gustaba echarse, aplastando su sombra.

    –Ahora sí –le dije a Rafael–, ahora sí que esto se volverá una tentación de las más grandes para lo que pueda bajar del monte.

    –Es sólo una noche, mujer –dijo Rafael–, en una noche no se puede descubrir tanta desgracia.

    –Tú no estás aquí en las noches, Rafael. Y el Canelo era quien mantenía a las bestias monte arriba. Tú no lo oías a cada rato emprender unas carreras y sacar su ladrido ronco, persiguiendo quien sabe qué en la madrugada. Toda la madrugada, más negra por esas correteadas que dejaban que el sueño se hiciera una cosa lejana.

    –Está bien, Isabel, le voy a convenir a uno de los peones del aserradero para que baje y mañana traeré uno de los perros que nos cuidan en el trabajo.

    –No Rafael, ningún hombre que no seas tú vendrá a mi casa.

    –Entiende, mujer…

    –No, Rafael. Tú no estás pero yo sí estoy. ¿Dónde está el fusil de mi padre?

    –Donde siempre mujer, allá arriba, sobre el tapanco.

    –Bájalo, que lo voy a limpiar…

    –Pero ahí está el rifle cargado, detrás de la puerta, mujer…

    –No, Rafael, el fusil de mi padre ya trae muerte, tu rifle no le ha despuntado la vida ni siquiera a los pájaros…

    –Ahí como quieras, entonces, mujer…

    Sentí cómo Rafael se escondió la risa agachando la cabeza. Pero yo estaba clara. Después de mí, sólo estaba él para cuidar de mis hijos.

    Las gallinas siguen apretadas en su miedo y los becerros no paran de moverse dentro de los corrales como si rebuscaran un hueco para aventarse hacia la noche. Sienten al animal. No lo veo pero escucho cómo roza los hierbajos en sus vueltas. Las pisadas sobre las matas se van hasta escucharse quedito, pero rápido vuelven, hasta sentirlas a unos pasos de la tumba recién hecha del Canelo. Ahí se quedan, paseándose de un lado a otro.

    «Ven, sal de la oscuridad animal maldito, ven para que te regale un balazo en la cabeza… date otra vuelta… hueles la carne de las gallinas y de los becerros y te zangolotea el apetito… pero es lo que tenemos para pasar este tiempo de secas, lo que tenemos para nuestras barrigas llenas de hambre… ven, este fusil no es de los que fallan, ya ha traído muerte, mucha de ella…»

    No siento frío pero así de pronto, me hace temblar una presencia que hace vaho en lo oscuro. La siento como un deseo pesado. Un deseo de acarrear su hambre y reventar los corrales. Luego se aleja, como si la oscuridad la atrapara y la jalara hacia atrás.

    El fusil me lo heredó mi padre, aún envejecido de vida. Se lo arrebató a un Capitán Federal después de abrirle la garganta. Fue durante la Guerra Cristera cuando al gobierno le dio por matar a los curas y a la gente más pobre que los seguía. Mi padre se levantó contra aquellas tropas que violaban y quemaban todo lo que se encontraban y que no tenían ni una miserable gota de piedad en las entrañas. Fue parte de ese puñado de hombres cristeros que se desperdigaron en el monte, corriendo tras la tropa unas veces, y otras, huyendo de ella. Las armas que traía la tropa hacían más puntería que las que disparaban los alzados, hacían más muerte porque eran más, pero el valor de esos soldados era como un hilo de telaraña. Nomás hacía falta que echaran de ver que los cristeros aparecían por debajo de los matorrales, por debajo de las piedras para que se les abandonara el coraje y salieran corriendo, disparando y matando árboles que recibían aquellas descargas en silencio. Muchas veces fue así, pero otras, los cristeros caían de los caballos, despeñados de las laderas, sosteniéndose las entrañas que se les escurrían entre las manos o con el espinazo roto por las balas. Hubo mucho muerto tendido en los claros del monte, más de los que puedo contar, resecándose para los zopilotes. Mi padre peleó, se sanó sus heridas con la medicina del monte, avivó la esperanza en sus hombres de que la causa era justa, se desangró con ellos avanzando por delante en las batallas, huyó, se escondió y cuando pudo bajar del monte, se encontró con un mundo nuevo y ajeno, que ya no tenía nada por qué pelear. Le llegó el indulto del gobierno, se cargó el fusil y siguió el camino de los desesperanzados que no sabían si habían ganado o perdido, pero habían perdido más porque seguía el hambre y una soledad que se volvió de las fuerzas de un peñasco que no se mueve. Entonces regresó a donde siempre, al monte, de donde había salido para que sus ojos miraran una diferencia, como un río de corriente nueva, pero regresó arrastrando una triste resignación. Subió para hacer hogar y engendrarnos a mí y a mis hermanos en una paz que más bien parecía de olvido. Y sólo después, al ir creciendo como varas de nardo, conocimos su historia por las cicatrices de su cuerpo.

    «Pero yo voy a hacer que te recuerden papá, que mis hijos te conozcan a través de lo que yo les cuente, para que no te nos mueras nunca…»

    Me coloco el fusil para alargar bien el ojo por la mira, la culata pegada al hombro, la rodilla hincada sobre el petate. Aguanto el resuello, parece que los becerros quieren llorar, algunas gallinas cacarean y se aletean el temor.

    «Ven coyote, sacúdete lo cobarde, como te sacudes el agua del río; ven, salta a la luz de la lumbrada para que pueda verte y dejarte ir derechito una bala que te parta tu cabeza maldita…»

    Oigo el jadeo adelante, pequeño. Luego, se va moviendo a la derecha. Lo siento aquí, de lado, donde sólo veo los troncos de los pinos. Ya no escucho nada, muevo el cañón del fusil y apunto hacia donde está el Canelo en reposo. Se oye que rozan el matorral a la izquierda, el cañón apunta hacia ese lado. Tengo la boca reseca.

    «Si me he de quedar toda la noche para esperarte, me quedo, coyote, aguantándome la sed. Me quedo para verte… ándale. Acércate, déjate caer a la tentación. Olfatea la carne, ¿deliciosa, no? Saboréala, coyote maldito. Es la misma que se saborean mis hijos cuando la cocino, cuando el hambre llega y les arrebata su alegría. Aquí me quedo para esperarte, ven, coyote sin sueño…»

    Los matorrales se han quedado sin pisadas. Un vaho sale volando como si fuera una nube de polvo. La lumbrada lo prende, lo veo subir, hacerse largo como una sábana, hacerse invisible. Lo sigo hasta que se hace una nada negra. Bajo el cañón, apunto al hueco de oscuridad que se hace entre los troncos y que parece la entrada de una cueva. «¡Ahí, Isabel!» Aguanto la bocanada de aire como si estuviera fumando. Lo veo, rápido. Veo como si se prendiera una luciérnaga, un ojo encendido; sólo uno, un ojo que lleva la lumbrada adentro, como un espejo que rebota una luz. Sólo lo veo por un momento. Disparo. La bala se va, matando lo primero que se encuentra, una piedra, un árbol, la tierra, nada. Menos la maldad del coyote. Las gallinas y los becerros se arrinconan. Adentro de la cabaña se mueven los petates. Recargo, sin quitarle la vista a lo oscuro que se acerca. El eco del disparo se ha muerto. Espero. El fusil encuentra mi hombro de nuevo; quieto, mira hacia el monte.

    «Yo no te llevé a la muerte papá. Yo no. Fueron mis hermanas y hermanos que se hicieron un veneno junto y quisieron desposeerte de lo poco que habías hecho, después de aquella revuelta. Ni sus hombres ni sus mujeres te merecieron un respeto. Muchas veces te vi sumido en tus enojos de viejo, sin decirme nada, pero se notaba que tus manos querían volver a cargar el fusil y llenarles el pecho de balas. Pero te empujaba el cariño y evitabas segarles la vida a esos desagradecidos. Mi madre no aguantó el tamaño de esa pena y se fue primero, a buscar un consuelo en la humedad de la tierra. Yo era muy chica, papá y me faltaba la fuerza para enfrentarme a esos canallas pero más de una vez, logré voltearles la cara con mis manos. Por eso me fui, papá, después de que te sepulté. Me fui con Rafael. Tú lo conociste, papá. Es un hombre bueno. Siempre me ha querido bien y él me fue amansando con sus palabras que me acariciaban la piel y que hacían que el espanto y el coraje se fueran quedando pequeños. Hicimos hogar, lejos de la avaricia, cargando nuestra pobreza, pero lejos de la atrocidad».

    El cañón del fusil tocó la tierra como si se le doblara su fuerza. Lo sentí como una tranca, el recuerdo le regalaba peso, el peso que se agarra de los muertos. Un ojo se me llenó de una lágrima gorda, me la sequé de un coraje.

    «No Isabel, no te venzas. Echa para atrás el pasado. El ojo mojado es engañoso para la puntería…»

    El fusil seguía acariciando la tierra cuando de la oscuridad de enfrente, delante de la tumba del Canelo, se fueron adelantando dos lucecitas, pequeñas al principio; luego fueron creciendo. Dos ascuas en medio de aquel desierto oscuro. Las dos ascuas del diablo. Entonces disparé. La bala mató los brotes de un arbusto e hirió el suelo del monte salpicando un puñado de tierra roja, muy cerca de las patas huidizas del coyote. Los matorrales se agitaron, como si corrieran entre ellos los becerros, se fue alejando la agitación, pero dio la vuelta rápido, regresó como si lo empujara la fuerza de un galope. «¡Recarga rápido Isabel!» Lo volví a sentir pesado, y cuando lo tuve en la mira, lo vi de una alzada más grande que el Canelo, avanzando, y en él no había cobardía. Los ojos eran tan amarillos que no pude dejar de mirarlos. Brillaban. Me metí en aquella brillantez. La panza se me hundió, el gatillo se quedó solo, sin la voluntad de un

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