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El Dragón Pigmeo
El Dragón Pigmeo
El Dragón Pigmeo
Libro electrónico488 páginas7 horas

El Dragón Pigmeo

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Ayer, un Dragón me raptó de mi jaula en el zoológico.

.
Robada de su hogar en la jungla y vendida al cuidador de un zoológico, Pip sólo conoce una vida tras las rejas, un mundo en el cual una guerrera Pigmea y su amigo, un simio gigante, son las atracciones del zoo. Ella sueña con ser humana. Sueña con escapar al mundo que hay fuera de su jaula.

Entonces Zardon, el Dragón, la rapta y la lleva hacia su nueva vida. Pip cabalga a lomos del Dragón cruzando el Mundo Isla hacia su nueva escuela, una escuela en el interior de un volcán. Una escuela donde los humanos aprenden a ser Jinetes de Dragón. Pero eso es solo un Adelanto de su mágico destino. Los Dragones Asesinos se acercan; han hecho levitar una Isla a través de la Grieta, y su objetivo no es otro que masacrar a todos los Dragones.

Ahora, el valor de la más pequeña será puesto a prueba hasta el límite. Pip es la Dragón Pigmea, y esta es su historia.

IdiomaEspañol
EditorialMarc Secchia
Fecha de lanzamiento22 nov 2019
ISBN9781393904588
El Dragón Pigmeo

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    El Dragón Pigmeo - Marc Secchia

    Dedicatoria

    A los pigmeos del mundo,

    Gente pequeña,

    Pero grande en coraje.

    Tabla de Contenidos

    El Dragón Pigmeo

    Tabla de Contenidos

    Mapa del Mundo de las Islas

    Prólogo de Pip

    Capítulo 1: Ataque a la Aldea

    Capítulo 2: Traficante de Esclavos

    Capítulo 3: Zoológico

    Capítulo 4: Hunagu

    Capítulo 5: Cambiando de Jaulas

    Capítulo 6: Lecciones con Balthion

    Capítulo 7: Hoy, el cabello.

    Capítulo 8: Me Voy Mañana

    Capítulo 9: Viaje a Jeradia

    Capítulo 10: Los Dragones Tienen Cera en las Orejas

    Capítulo 11: A la Escuela

    Capítulo 12: El Maestro

    Capítulo 13: Un Golpe Principesco

    Capítulo 14: Dragones y Simios

    Capítulo 15: Pigmeo Asado para un Festín

    Capítulo 16: El Poder de Mando

    Capítulo 17: Los Ancianos Dragones

    Capítulo 18: Las Disculpas Apestan

    Capítulo 19: Dragones en el Baño

    Capítulo 20: Dragones Piratas

    Capítulo 21: Grande y con Escamas

    Capítulo 22: Ensalada Ardiente

    Capítulo 23: Isla Fra’anior

    Capítulo 24: Día de Graduación

    Capítulo 25: La Cueva del Nacimiento

    Capítulo 26: Fuegos sobre Fra’anior

    Capítulo 28: Regreso a la Escuela

    Capítulo 29: Sangre en los Salones

    Capítulo 30: Cielo Nublado

    Capítulo 31: Plegaria de Ónix

    Capítulo 32: Duelo de Dragones

    Capítulo 33: Cautivo

    Capítulo 34: Viva para Montar

    Sobre el Autor

    Mapa del Mundo de las Islas

    Disponible un tamaño más grande en www.marcsecchia.com

    Prólogo de Pip

    AYER, UN DRAGÓN me raptó de mi jaula en un zoológico.

    Saludos de las Islas para ti. Yo soy Pip. Mis amigos me llaman Diminuta. Soy una persona, como tú. Bueno, soy un poco diferente, pero, no lo olvides, no pertenezco a un zoo.

    Tú eres una persona grande. Yo soy una pigmea. Mido un metro con veintiocho centímetros. Esos ocho centímetros son muy importantes para mí, porque si tú y yo vamos a ser amigos, entonces no quiero escucharte hacer ninguna broma sobre las personas bajas. Bueno, podría permitirte algunas, si prometes reírte con mis bromas sobre gente alta.

    Siempre pensé que la gente grande era muy extraña, especialmente cuando pegan sus narices de gente grande contra la ventana de cristal de mi jaula para mirar, boquiabiertos, a mi amigo Hunagu, el simio Oraial, y a mí.

    He vivido en el zoo por siete veranos. Eso significa que me han mirado muchas veces.

    La gente grande es peluda, y tan pálida como los gusanos que comemos los pigmeos; no tienen mi bello color caoba. Pero principalmente son extraños porque encerraron a una persona en una jaula. Pequeña salvaje, dijeron. Pensaron que yo no era una persona.

    Eso duele.

    No toda la gente grande es mala. Al principio, me hice amiga de un hombre llamado Balthion, y fue él quien me pidió que te contara mi historia.

    Nosotros, los pigmeos, normalmente comenzamos nuestras historias recitando los nombres de nuestros antepasados. Yo no conozco los míos, porque fui capturada por un traficante de esclavos cuando era pequeña. Para una niña pigmea, eso quiere decir que no era más grande que un renacuajo. ¿Ves? Hice una broma sobre gente pequeña. ¿Te causó gracia? Recuerdo los nombres de mis padres, aunque me cuesta trabajo recordar sus caras. Nada querría más que encontrar a mi tribu y a mis padres, si aún viven.

    Yo sé mi nombre porque lo llevo tatuado en mi pantorrilla izquierda.

    Bueno. Necesitas tomar aire. Mi nombre de batalla – mi nombre pigmeo completo – es Pip’úrth’l-iòlall-Yò’oótha. No sé cómo escribir el gorjeo de pájaro, así que lo he dejado fuera. Sé que mi nombre suena peculiar en tus aleteantes orejas de gente grande, con sus distintos chasquidos, tonos y ese gorjeo de pájaro al final. Puedes entender por qué escogí Pip. ¿Por qué no me llamas Pip también? Es más fácil. Vamos a ser buenos amigos.

    ¡Por las Islas, debes estar preguntándote por el Dragón!

    Primero déjame decirte un secreto. Los simios Oraial hablan. Hablan como tú y como yo. Nosotros los pigmeos hablamos el Antiguo Sureño. Tú probablemente hables el Isleño Común, como toda la gente grande. A mí me suena como si estuvieras haciendo gárgaras con la boca llena de puré de banana. Mi mejor amigo, Hunagu, habla en Simio. Puedes aprender simio como cualquier otro idioma, siempre que te ganes la confianza de un Oraial. Poner un mono en una jaula no es manera de ganarse su confianza.

    Hunagu tampoco merece estar en un zoo.

    Los Oraials son unos monos enormes que viven en las Islas Crecientes. Tiene el tamaño aproximado de una choza promedio de la gente grande. Por eso es que nuestro encierro en el zoológico es tan enorme, rodeado de muros de diez metros de alto y ventanas con cristales blindados para que todos ustedes, las personas grandes, nos puedan observar. Cavaron una profunda zanja en el interior, junto al muro, y la llenaron de estacas para que Hunagu y yo no pudiéramos escapar.

    Nada de eso importó cuando llegó el Dragón. Eso los dejó a ustedes, las personas grandes, temblando dentro de sus olorosos abrigos de piel. Deben tener muchas pulgas en esos abrigos. ¿No les pican?

    Yo pensaba que los Oraials eran grandes hasta que me encontré con un Dragón. Me medí a mi misma contra el hueso de su tobillo. Él se rió hasta que le dolieron las costillas.

    Aquí tienes otra cosa graciosa acerca de la gente grande. Les gusta escribir las cosas. De otro modo, no las recordarían. Nosotros los pigmeos memorizamos todo. Quizás sea yo, pero creo que tenemos músculos distintos en nuestros cerebros. De cualquier modo, cuando el Dragón también me pidió que escribiera mi historia, no quise hacerlo. Sin embargo, es difícil decirles que no a los Dragones. Si conocieras a uno, sabrías de lo que hablo.

    Así que le conté mi historia y después la escribí. El resultado es el rollo de pergamino que tienes en la mano.

    Espera. ¿Por qué un Dragón fue a un zoológico a cazar a una chica pigmea?

    Me hice la misma pregunta. Amigo, la respuesta es tan asombrosa, tan locamente fuera-de-la-Isla, que no me creerías si te lo dijera en este momento.

    En cambio, déjame que te cuente mi historia, a mi manera.

    Todo comenzó cuando los traficantes de esclavos atacaron mi aldea.

    Capítulo 1: Ataque a la Aldea

    EL FUEGO LLOVIÓ desde el cielo nocturno. Llameantes orugas naranjas se arrastraban sobre los árboles. A pesar de lo húmedo que era, el follaje de la jungla se incendió. Dos chozas estallaron en llamas. Los niños corrían, gritando, hacia los densos arbustos que rodeaban la pequeña aldea de los pigmeos.

    No’otha, uno de los guerreros más viejos, tomó a Pip por el brazo.

    -¡Rápido! ¡Hacia los árboles! Debemos combatir a la bestia del cielo.

    Pip miró a su alrededor, afligida. ¿Qué era ese fuego que incendiaba la madera viva? Nada en sus ocho veranos la había preparado para eso. Aun cuando la dura mano de No’otha la abofeteó en la mejilla, apenas la sintió. ¡La choza! Había tres niños dentro de la choza guardería, con sus caras convertidas en pequeños puntos oscuros que se agitaban entre las llamas que engullían la entrada.

    -¡Álzate, guerrera pigmea!- gritó No’otha -¡Has sido Nombrada! ¡Ahora, lucha!

    -¡Lo soy...!- gritó Pip por sobre su hombro.

    Corrió entre las chozas incendiadas.

    Los guerreros la pasaron corriendo, dispersándose en todas direcciones mientras el terrible fuego caía nuevamente, gritando ancestrales maldiciones mágicas contra la gente grande que estaba en alguna parte, oculta, sobre la villa. Pip conocía las historias. Le habían advertido sobre la gente grande que venía en sus bestias del cielo –sus Naves Dragón – para arrasar las villas de los pigmeos. Decían que los pigmeos escondían joyas procedentes de sus minas secretas en lo profundo de la jungla. Los pigmeos no servían como esclavos. Los guerreros que enfrentaban a la gente grande siempre morían. A ellos no les importaban los niños ni los ancianos, solo las frías joyas. Decían que los pigmeos eran animales.

    Pip tenía un solo pensamiento en su mente: rescatar a los niños. Gotas de fuego carmesí caían sobre ella mientras corría. El dolor mordía su espalda desnuda y sus piernas como una serpiente enloquecida. Era aceite; lo reconoció por su olor rancio. Aceite ardiendo. Una llamarada le cortó el paso y se dejó caer cerca de la guardería, sobre el lado izquierdo, donde ella sabía que los postes se estaban desintegrando. Pip calvó su daga en la madera podrida con toda su fuerza. Girando, golpeando, cortando, logró abrir un pequeño hoyo.

    -¡Niños! ¡Vengan conmigo!

    Estaban demasiado asustados como para moverse. Pip hizo fuerza con los hombros y amplió el agujero a expensas de su propia piel. Todo el frente de la choza estaba en llamas. El humo acre le llenó los pulmones. Tosiendo, se arrastró hacia los niños, que tenían dos o tres veranos de edad, como mucho. Les habló suavemente, calmándolos.

    -Los espíritus de la llama me morderán- dijo el mayor de ellos.

    -No si escapamos a través del agujero- dijo Pip –Les mostraré como.

    Uno por uno, los ayudó a escapar hacia la seguridad. Un puñado de pasto en llamas cayó del techo de la choza sobre su hombro. Los niños chillaron, pero ella se lo sacudió con una risa forzada.

    -Vamos. Encontraremos la cueva de los guerreros. Pueden esconderse allí.

    Pip hizo que se tomaran de las manos. Mientras se escabullían entre las chozas, ella empuñó el corto y poderoso arco pigmeo que llevaba colgando sobre su hombro. Tocó su carcaj de flechas y dijo una rápida oración para los espíritus guardianes. Sus agudos oídos captaron los sonidos de los guerreros pigmeos trepando por los árboles. Ellos combatirían a la gente grande desde los árboles y desde las ramas de su hogar en la jungla. Pero Pip hizo una mueca al ver el fuego líquido que se derramaba por uno de los grandes troncos, encendiendo las lianas sha’ork de color púrpura, que convertían a los gigantes de la jungla en oscuras y frondosas columnas. Los oscuros guerreros pigmeos cayeron al suelo. De pronto, una llama envolvió, rugiendo, el tronco del árbol. Ella tuvo que taparse los oídos. No podía soportar los gritos y los llantos que se elevaban por todas partes.

    Instintivamente, alzó al niño más pequeño y saltó por sobre un montón de hojas ardiendo. Sus pies corrieron sobre los senderos que conocía tan bien, descendiendo por la quebrada oculta junto a la villa, hacia la cueva de los guerreros, donde los pigmeos honraban a sus muertos.

    La cueva estaría llena esa noche.

    Pip había sido Nombrada apenas hacía una semana. Estaba orgullosa de su tatuaje de nombre, laboriosamente grabado con escritura rúnica a lo largo de su pantorrilla izquierda. Su pierna le palpitó mientras apuraba a sus tres cargas hacia adelante. No había emitido ni un sonido durante el doloroso proceso del tatuaje. Eso habría sido vergonzoso. Pip’úrth’l-iòlall-Yò’oótha, decía su tatuaje, en prolijas letras azules, desde su rodilla hasta su tobillo. Su nombre de batalla. El Profeta Pigmeo lo había tomado de una de las antiguas historias.

    Los pigmeos creían que un nombre fijaba el destino de una persona. Cuando ella cumpliera dieciséis veranos de edad –número que significaba cuatro sagrados cuatros – el Profeta revelaría el verdadero significado de su nombre en la ceremonia del Segundo Nombramiento.

    Pip siguió mirando por sobre su hombro. La gente grande se acercaba, ella lo sentía.

    Una vez que hubo dejado a los niños en la seguridad de la cueva. Pip corrió de regreso por el sendero hacia la villa. Las ramas le golpeaban la cara. Ágil como un mono, se lanzó por debajo de varias raíces de árboles que eran más altas que ella. Tenía que ayudar a los otros guerreros.

    Pip patinó hasta detenerse justo dentro de la valla perimetral de la villa. Las llamas saltaban y bailaban a su alrededor. Algo así como una docena de chozas de los pigmeos lanzaban chispas hacia las enormes ramas que colgaban sobre la villa. Muchas de ellas también estaban en llamas. El aceite se había ocupado de eso.

    A través de los huecos en el follaje creados por las lenguas de fuego, Pip vio una silueta enorme y oblonga suspendida sobre la villa. Tenía que ser una nave-dragón. De algún modo, la gente grande la había traído volando bajo, justo entre los inmensos gigantes de la jungla. Un par de oscuras sombras trepaban por la nave-dragón, guerreros pigmeos que atacaban a la bestia con sus dagas curvas.

    Ella se llenó las fosas nasales con el olor del incendio.

    Pip vio un grupo de extrañas criaturas metálicas que se aproximaban a ella a través de los árboles. Llevaban cascos y armaduras, y grandes ropajes flotantes del color de la sangre fresca. Nunca había visto criaturas como esas. Imaginó que sus pasos hacían temblar la Isla entera. ¿Eran hombres? Pip tragó con dificultad. Una guerrera debía mantener su posición. Con cuidado, eligió una flecha de su carcaj. Les haría saber a esas extrañas criaturas que una guerrera pigmea no huye.

    Pip alzó su arco y apuntó su primer tiro.

    Respira. Lentamente al inspirar, y más lentamente aún al expirar. Enfócate. Relajó los hombros. Los labios de Pip formaron una antigua palabra mágica. Vuela bien. Enfocó los ojos en el blanco, la más grande de las criaturas, la que lideraba el grupo, y soltó su flecha. Perfecto. Justo en el vientre.

    Pero siguió avanzando.

    El Profeta contaba historias sobre gente grande con piel de metal que no podía ser perforada por las flechas. Las manos de Pip se sacudieron cuando apuntó de nuevo. La garganta, pensó. Un tiro difícil, pero podría ser que la garganta o la cara fueran vulnerables. Falló. Silbando de furia, Pip disparó una tercera vez. Su blanco se agarró la garganta y cayó al suelo, retorciéndose.

    -Los espíritus tienen misericordia- suspiró.

    Se deslizó hacia adelante como si estuviera atrapada en una pesadilla. Sus manos se movían, apuntaban y soltaban sin necesidad de pensar. Pip vio caer a dos, tres hombres más, dos heridos en la garganta y uno en el ojo. Los otros se dispersaron poniéndose a cubierto. Quizás pensaban que se enfrentaban a una docena de guerreros.

    En cambio solo los enfrentaba una joven guerrera pigmea. Las llamas centelleaban, hambrientas, en los límites de su visión. Su resolución se reforzó. Estos hombres eran asesinos. Habían destruido su villa. Habían masacrado a sus amigos y a sus vecinos. Pip le disparó a una persona grande que estaba tratando de esconderse detrás del cuerpo yacente de No’otha. Él fue más torpe que un cerdo salvaje atado en un espetón. Ella giró sobre sus talones y le disparó otro tiro en la mano. Las flechas zumbaron en el aire, hacia ella. Se zambulló hacia adelante. Pip se incorporó ágilmente sobre una rodilla y puso una flecha en otra cara que la miraba desde atrás de la escultura de piedra de Sith’jó’s, donde ella amaba sentarse para hacer flechas o cuencos para comer. Extrañamente, no tenía miedo de ser herida. No le tenía miedo a nada.

    Los ojos grises y pardos la miraban incrédulos y muy abiertos. La gente grande hizo los ruidos que ellos llamaban hablar. Ella entendió un par de palabras, ya que el Adivino había estado enseñándole a los guerreros unas cuantas palabras de Isleño Común para que las usaran mientras comerciaban carne de pitón o flechas a cambio de lo que la villa necesitara. Ella entendió atrápenla y pigmeos, pero muy poco más.

    Pip esquivó la flecha de una persona grande que voló hacia ella con la velocidad de una rechoncha paloma de la madera. Ella era un halcón. Cambió de posición otra vez, tan suavemente como una bailarina en una de las tantas celebraciones de la tribu, y sorprendió a uno de los hombres grandes con armadura cuando asomó la cabeza detrás de una choza. Él estaba tan cerca que ella se ahogó con su fétido aliento. Como abrió la boca para gruñirle, Pip disparó una flecha dentro de ella.

    El hombre cayó lanzando un terrible gorgoteo. Pip vio que tenía a uno de sus amigos justo detrás de él. El metal brilló a la luz del fuego. El dolor le quemó el costado. Su hoja se había clavado en la carne de su flanco derecho, bajo las costillas. Pip se tambaleó. Sus dedos se tiñeron de sangre brillante. Una bota le pateó las piernas y cayó., Al caer sobre su costado, el golpe le quitó el aliento, mientras pensaba si habría sido golpeada por un tronco que caía.

    Lo siguiente que supo, fue que dos de los guerreros con armadura se alzaban sobre ella. Apretó una de sus flechas envenenadas entre los dedos y la clavó en una pierna. Consiguió hacer un corte superficial antes de que la bota de un guerrero le aplastara el brazo y la inmovilizara. Escuchó claramente como se le quebraba un hueso. Su grito se detuvo en su garganta cuando vio el borrón de una porra cayendo hacia su cabeza.

    La oscuridad explotó entre sus ojos. No recordó nada más.

    Capítulo 2: Traficante de Esclavos

    PIP SE DESPERTÓ con un gemido. Todo estaba oscuro, pero sintió un suave movimiento del suelo, como el de una rama agitándose en la brisa. ¿Estaba en el aire, en una de esas Naves Dragón? ¿Volando? Extendió las manos, explorando la oscuridad que la rodeaba. Con la punta de los dedos tocó fríos barrotes de metal, en todas direcciones. La jaula apenas tenía el tamaño suficiente como para acomodar a un pigmeo. Olisqueó el aire, sintiendo otros animales a su alrededor. Identificó a un rajal macho, un felino que, parado, era más alto que cualquier guerrero pigmeo. Olía exactamente igual que el pellejo de felino negro que No’otha había extendido fuera de su choza. Él había cantado la canción-plegaria de esa cacería tan orgullosamente, el golpe mortal asestado con una lanza reforzada cuando el rajal saltó sobre él, con las garras extendidas...

    Pero todo eso se había ido.

    Alguien le había entablillado el brazo derecho usando dos trozos de madera dura y tiras de tela. Se tocó el costado. Vendas. Estaba prolijamente vendado.

    ¿No querían que muriera? ¿La estaban llevando a que muriera en otra parte?

    Pip se sentó sobre sus talones para pensar. No tenía armas. Estaba atrapada en una jaula de metal. ¿Había algo cerca, algo que pudiera utilizar? Buscó hasta que sus dedos descubrieron un candado. Los candados eran invenciones de la gente grande. No importaba cuánto lo sacudiera ni cuánto jugueteara con el mecanismo, no podría abrirlo. Solo había escuchado de los candados y las llaves en las historias de la gente grande. ¿Quién necesitaría un candado? Entre los pigmeos, todo pertenecía a la tribu. No sabían lo que era robar. ¿Qué clase de crueldad era esa?

    No tenía comida ni agua. Necesitaba reservar su fuerza para cuando tuviera la oportunidad de escapar. Con mucho cuidado, se revisó las quemaduras de la espalda. Punzaban como si el aceite todavía estuviera ardiendo. ¿Qué podía hacer, salvo soportar el dolor? Se enroscó en su jaula. En su mente, caminó por los senderos de la jungla durante horas, hasta que la caverna del sueño por fin la cubrió.

    Pip se despertó y se volvió a dormir muchas veces. Sus quemaduras formaron costra y le picaban como si estuviera cubierta con hormigas de fuego. Nadie fue a darle comida, ni a ella ni a los animales. Su estómago se rindió y el hambre le mordía el hígado. Pip trató de imitar las historias del Profeta sobre extraños animales del frío norte, que podían hibernar. Se contó de nuevo esas historias a sí misma. Historias de lluvia que caía del cielo tan fría que se pegaba al suelo. ¿Cómo podría la lluvia pegarse al suelo? En las Islas Crecientes nunca hacía tanto frío. La jungla era la madre y el padre de los pigmeos. ¿Qué padre podría dejar que un hijo de congelara?

    Pensar en sus padres la hizo llorar otra vez. Sabía que quizás nunca volviera a ver a su tribu otra vez. En medio de su dolor, Pip se arañó la cara con las uñas hasta que la sangre goteó sobre su pecho.

    Perdió todo sentido del tiempo. El rajal rugía con fuerza unas cuantas veces al día, pero nadie apareció para alimentarlo. Pip tenía suerte de que su jaula estuviera fuera del alcance del gran felino. En alguna parte, escuchó el sonoro resoplido de un Oraial y el lloriqueo de su bebé. Aún un Oraial bebé era más grande que un pigmeo adulto. Escuchó el canto adormilado de unos loros y, una vez, un potente siseo que le recordó la pitón esmeralda con la que se había enredado una vez siendo niña. Un guerrero pigmeo la había rescatado, clavando su daga salvajemente en el cerebro de la serpiente. La tribu se había atiborrado de carne de pitón durante toda la semana siguiente. Más tarde, una tormenta aulló fuera de la nave-dragón y la lluvia rugió, constante, en el exterior. Por suerte, la nave parecía estar amarrada a algo, porque aunque los vientos la zarandearon severamente, no ocurrió nada malo. Al rajal no le gustó nada eso. Gruñó y rugió y se lanzó contra los barrotes de su jaula, una y otra vez. El estallido del trueno y el continuo rugido de la lluvia le recordaron vívidamente a su aldea. Pip se mordisqueó los nudillos, pensativa. ¿Los volvería a ver? ¿Todos habían permanecido a salvo en la caverna de los guerreros? ¿Pensaban que ella se había quemado hasta morir?

    Pip se dio cuenta que se estaba debilitando por la falta de alimento. No había bebido nada en días.

    Tenía que escapar.

    Esa tarde, la bodega se iluminó súbitamente. Gente grande se movía entre las jaulas, alimentando a los animales y deslizando cuencos con agua dentro de ellas. Un coro enloquecido de rasqueteos, bufidos y rugidos se alzó entre los animales. Una banana madura, de color verde, se estrelló contra la mejilla de Pip. Vio un rajal macho gruñéndole y lanzándole zarpazos a un hombre grande y barbado, que le lanzó el cuarto trasero de un carnero de cuernos espirales desde una distancia segura. Junto a ella, una gran pitón dorada dormía, enroscada. No, tenía los ojos levemente abiertos, como rendijas. El reptil estaba alerta, observando, probablemente considerando el valor de Pip como cena. Vio brillantes loros y monos dentro de jaulas apiladas. Al otro lado del cuarto, una sólida jaula de metal ocupaba el lugar, desde el piso al techo. Contenía una hembra Oraial, a juzgar por el color turquesa de sus mejillas, pero aún en ese espacio, ella solo podía permanecer agachada. Su cabeza enorme y lanuda estaba manchada de sangre. Debía haber sufrido una herida muy grave, ya que tenía los ojos vidriosos y se movía con lentitud. Sostenía un simio bebé sobre el pecho, mamando. La Oraial alcanzó las bananas que un hombre introdujo en su jaula y se metió todo el racimo de sesenta centímetros en la boca de una vez.

    Una calabaza cayó junto a su pie. La levantó antes de que un mono se la robara. Un delicioso gorgoteo sugería que contenía agua.

    Pip destapó la calabaza y bebió con avidez antes de darse cuenta, demasiado tarde, que debería hacer durar el agua. No tenía idea de cuándo la alimentaria otra vez. Engulló un cuarto de la banana y mordisqueó tristemente el pan, luchando entre su necesidad de alimento y el gusto rancio y  a viejo que le llenaba la boca.

    El reclamo de su estómago fue más fuerte.

    Ese día los oídos de la guerrera pigmea se acostumbraron a los sonidos de la nave-dragón. Pip trató de imaginarse a dónde la llevaban. Aprendió a reconocer los distintos sonidos de la noche y del día. Demasiado pronto, el hambre le embotó la agudeza de los sentidos. Cayó en un sopor aún más profundo que antes.

    Se despertó ante el profundo gemido de sogas estiradas al máximo. Los gritos sonaban débiles a través del casco. El bajo palpitar de la nave-dragón había cesado. Ruidos nuevos. Un cambio en el interminable balanceo en la brisa. Sus fosas nasales temblaron ante el aroma de especias desconocidas que flotaba en la bodega de carga. Pip sitió que habían aterrizado. También los animales. Ellos se movieron, gimieron, gorjearon o parlotearon débilmente.

    Nada olía o sonaba igual.

    Un equipo de trabajadores iba de acá para allá por la bodega, sin mayor cuidado. Había muchos gritos y maldiciones, especialmente de una persona grande que tenía un solo brazo, que era más ruidoso que el resto y parecía enojado por todo. Unas manos balancearon su jaula y la lanzaron por el aire. Pip cayó con un violento golpe en la parte trasera de un carro. Apilaron desordenadamente jaulas con monos a su alrededor. Ella pateó varios pares de manos peludas que trataban de robarle el cuarto de banana que le quedaba. Pip se comió el último bocado, pero descubrió que había perdido su calabaza de agua. ¡Estúpida!

    El carro se sacudió hacia adelante. Pip solo podía ver retazos de cielo brillante, mucho más amplios que lo que nunca había visto entre el dosel de la selva, y tres lunas que se agrupaban como para consolarse mutuamente: la luna Amarilla, la Azul y la de Jade. Extrañas chozas de gente alta, las más grandes que hubiera visto nunca, pasaban a los lados del carro. ¿Construían chozas de piedra? Un balbuceo de idiomas extraños asaltó sus oídos. El carro se detuvo con una sacudida en un mercado caótico, muy ruidoso y lleno de gritos.

    Las impresiones y los ruidos le martillearon la cabeza. Gente grande se asomó a mirar al interior del carro, las monedas tintinearon codiciosamente en las manos de los mercaderes, los monos chillaron ante sus nuevos dueños, los loros cantaron para deleite de los niños y unos dedos se clavaron en los costados de Pip. Ella gruñó y mordió uno de ellos.

    El mercader le clavó la punta de su garrote en las costillas.

    -¡Basta con eso!

    Pip no necesitaba entender el Isleño Común para entender el significado de esas palabras. Se echó hacia atrás, asesinándolo en su mente.

    Poco después, una pesada persona grande a la que le faltaba la mayoría de los dientes  abrió su jaula. Pip saltó hacia la libertad pero, claramente, el hombre había estado esperando eso. La golpeó con una porra, dejándola casi sin sentido. El suelo intercambió su lugar con el cielo. Lo siguiente que supo, fue que un frío metal le mordía la muñeca. La habían encadenado a un poste.

    Una niebla de locura se alzó ante sus ojos y luchó contra sus cadenas. Pip gritó como un animal. Se sacudió, se retorció y lanzó espuma por la boca. La persona grande empezó a reír, pero entonces maldijo sin alegría cuando ella rompió el poste, liberándose de sus ataduras. Pip estaba más sorprendida que él. Ella se congeló, mirando el sólido poste con asombro. ¿Ella lo había roto? Pero ese momento de duda fue demasiado largo. Una red cayó sobre su cabeza y sus hombros. Sus pies abandonaron el suelo.

    -Atrapé un pigmeo- dijo una voz profunda -¡Deja de ladrar, perro callejero!

    Unos dedos rudos soltaron la cadena.

    La persona grande la ató con varias vueltas de soga, cruelmente. El dolor le mordió el brazo roto. Pip se calmó y les dejó pensar que la habían intimidado. Apretando su brazo contra el estómago, miró a través de las sogas a su captor. Usaba ropas de gente grande: incómodas coberturas de cuero en sus pies y una larga capa sobre sus anchos hombros. La colgaron alto por una sola mano. A través de un matorral de pelo facial, Pip pudo ver pedacitos de oro que brillaban ente sus dientes. Antes, ella solo había visto tanto pelo en un simio. Se preguntó cuántos piojos vivirían en su barba.

    Él la golpeó otra vez, por las dudas.

    -¿Para qué quieres un pigmeo?

    -¿Para tu zoológico?- dijo una voz detrás de ella. Esa era la voz que había estado engatusando gente todo el día. Pip solo entendió unas cuantas palabras, pero supo lo que el hombre estaba haciendo: comprando y vendiendo animales, incluyéndola a ella. ¿Qué era un zoológico? ¿La choza de esta persona grande?

    El hombre entabló una conversación por encima de su cabeza, durante algún tiempo. Ellos simularon enojarse el uno con el otro, pero pronto rieron juntos. Se estrecharon los antebrazos. El oro relampagueó bajo la brillante luz del sol.

    Al menos los soles gemelos no habían cambiado, pensó Pip, a diferencia del resto de su mundo. Esta persona grande podría caer de un salto hacia las Tierras Nubosas. Solo déjenlo comprar una guerrera pigmea. Una guerrera de ocho veranos de edad, le dijo una pequeña voz en su cabeza. Ella ni siquiera había caminado por los caminos de la jungla, cruzando las grandes lianas entre las Islas.

    ¿Qué podía hacer ella? Esperar, con la paciencia de un rajal. Los animales de la selva sabían esperar.

    La persona grande se la pasó a otra.

    -La pondremos con los Oraials.

    -¿El más grande con la más pequeña?- dijo él.

    -Viven juntos en la jungla, ¿no es así?

    Balanceándose en la red como un cercopiteco volador, Pip miró a su alrededor con renovado interés y vio a las dos personas grandes abriéndose paso a través del ajetreado mercado. Así que ese hombre pensaba que podía mantenerla cautiva en su choza, ¿verdad? Él era tan gordo como un cerdo salvaje y aún más estúpido. Ella escaparía antes del anochecer.

    Capítulo 3: Zoológico

    LOS HOMBRES ENCERRARON al rajal en una jaula con barrotes, frente a la de ella. El felino, que alcanzaba la altura de los hombros de una persona grande, se paseaba colérico arriba y abajo, con los ojos amarillos entornados. Pero su jaula no se parecía en nada a la de Pip. Ella miró fijamente las paredes recién pintadas con desaliento, recortadas contra el cielo sin nubes de la tarde como labios color crema alzados en un llanto sin fin. Las paredes eran lisas y tenían varias veces su altura. Imposible trepar por ellas. Pip se desesperó. Todo olía a nuevo. En tres lugares, enormes ventanas curvas de cristal le permitían ver el mundo exterior. Era una obra de gente grande. Un equipo de mujeres barrían y limpiaban la parte exterior, frente a una de las ventanas. Al jefe de esta aldea ciertamente le gustaba mantener su choza prolija. Solo un gran jefe tendría tantos sirvientes.

    Pero este lugar no se parecía a ninguna choza que ella hubiera visto jamás.

    Su nuevo hogar tenía dos árboles frutales de prekki. ¡Dos! Su corazón aulló ante el cielo tan abierto. ¿Dónde estaba su selva, la reconfortante maleza, las hojas y las lianas que la cobijaban, rodeándola tanto por encima como a su alrededor? Antes de darse cuenta, Pip se encontró abrazando al árbol y jadeando con fuerza. Vio una soga gruesa que colgaba de una sólida rama y, cerca, varios troncos que habían sido atados entre sí para formar lo que claramente era una estructura para trepar. La gruesa cuerda colgaba desde el árbol hasta el tope de la estructura, igual que las lianas de la jungla en su hogar iban de Isla a Isla, colgando por sobre las venenosas Tierras Nubosas.

    ¿Ellos pensaban que ella era un mono? ¿Un mono charlatán?

    La furia sobrepasó a la autocompasión que había empezado a robarle su coraje. Entonces ella jadeó. El jefe había mencionado a los Oraials. De pronto, los amenazantes muros tuvieron sentido.  Un sentido atemorizante. Ella iba a tener un gigantesco simio salvaje como compañero. Todos los pigmeos sabían lo peligrosos que podían ser los Oraials, especialmente las madres con hijos pequeños. Un pigmeo sabio se mantenía alejado de esos simios.

    Pip empezó a pensar en comida. No fue difícil. Su estómago se había convertido un pequeño nudo cerca de su espinazo. El árbol tenía frutas, pero un bocado la hizo escupir. No estaba madura. Podría llenarse el estómago, pero lo pagaría con calambres y dolores. Pip recogió una de las frutas púrpuras del tamaño de una mano y la royó mientras miraba a su alrededor, inquieta. En un lugar, había una puerta empotrada en la pared. Tenía barrotes de metal demasiado juntos como para que ella pudiera deslizarse entre ellos. Trotó hasta allí para mirar entre los barrotes. Todo lo que pudo ver fue un cuarto de piedra. En el extremo más lejano había otra puerta, idéntica a la primera. Ningún Oraial podía pasar por esas puertas, pensó Pip, tranquilizándose a sí misma.

    En cambio, ellos bajaron a los simios desde una nave-dragón.

    Pip se agazapó junto al árbol para mirar a la madre y a su bebé ser bajados desde la nave-dragón ovalada que estaba suspendida sobre su cabeza. Era una bestia extraña, un enorme globo pardo con sogas que sostenían una cabaña debajo de él. Alguna siniestra persona grande hacía magia para mantenerla en el aire. Pip no dejó traslucir su miedo. Pero por dentro, estaba temblando como una liana sacudida por una tempestad de primavera.

    Los simios se acostaron en el suelo. ¿Dormían? Los hombres los desataron y se fueron, llevándose sus sogas.

    Ella esperó hasta bastante después que la nave-dragón se hubiera ido. Los simios no se movían.

    Apresuradamente, Pip recorrió a zancadas el perímetro de su nuevo territorio, atreviéndose a tocar el gran muro con la punta de sus dedos. El cristal era asombroso, tan transparente como una fuente de agua, y tan duro como el granito. Ella miró a través de la ventana al rajal, negro como el carbón, que rondaba en su jaula, como ella. El felino entornó los ojos. Su cola se quedó inmóvil. Aún con el cristal blindado, los barrotes de metal y el amplio espacio enlosado que los separaba, Pip se congeló. Esa pálida mirada tenía la virtud de hacerla sentir como una tajada de carne jugosa a punto de ser despedazada por sus colmillos.

    Se movió, explorando una pequeña caseta de bambú que había en el extremo opuesto de la jaula. No había mucho más allí. Los ojos de Pip permanecieron mirando a los Oraials. La madre empezó a moverse.

    Poco después, se rascó el estómago y se sentó. Pip casi pudo leer sus pensamientos, desde la comezón hasta la lenta toma de conciencia de su nuevo entorno. Se tocó la herida manchada del costado de su cabeza, con claro dolor. Su brazo se curvó alrededor de su pequeño. No era tan pequeño, notó Pip, ya que era al menos treinta centímetros más alto que ella, y tenía la complexión de un pequeño peñasco, con brazos largos y piernas cortas y patizambas. Sus ojos negros se clavaron en ella desde la seguridad de los brazos de su madre.

    Entonces ocurrió algo extraño. El bebé simio hizo ruidos. La madre arrugó las cejas. Le habló, y ambos miraron directamente a Pip. ¡Habían hablado entre ellos! ¿Los Oraials hablaban? Pip se quedó muy quieta y trató de actuar como normalmente.

    -No te tengo miedo, grandota- dijo, en voz baja.

    Los oscuros ojos del simio se mantuvieron fijos en ella por mucho tiempo. Al final, deliberadamente, Pip le dio la espalda y caminó hacia el árbol. Se agazapó y esperó.

    *  *  *  *

    Los soles se alzaron y se pusieron. Los alimentaban una vez por día. Una vez por día, la madre Oraial se comía todas las sobras que la gente grande tiraba desde lo alto de los muros, y Pip desfallecía de hambre. La fruta verde le provocaba insoportables calambres en el estómago.

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