Náufragos del Océano Índigo
Por Mar Horno
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Cada microrrelato recogido en este libro nos transmite la virtud de este género cuando quien lo ejecuta es, como en este caso, una consumada maestra que consigue hacernos sentir, por ejemplo, el frescor de las algas flotando arrastradas por las mareas, la calidez de la piel tostándose al sol o el desasosiego ante un mensaje de amor confiado a las corrientes. Todo ello, a través de relatos marcados por el romanticismo, la fantasía y el anhelo de la belleza. Naufragar en este Océano nos recuerda que la mejor travesía es la que nos hace disfrutar tanto del trayecto como de la meta.
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Náufragos del Océano Índigo - Mar Horno
Colección Lenguas de Ornitorrinco
Mar Horno
Náufragos del
Océano Índigo
A mi familia, en lo bueno y en lo malo.
Detrás de la ventana, no está la libertad,
Tan solo algunos locos que ríen al pasar.
Qué triste está la cárcel sin su jardín,
Alguien vendió las flores para sobrevivir…
Manolo Tena
Todo pasa por algo.
Arantza Portabales
La playa de los náufragos
Cuando me despierto por una pesadilla, mamá me abraza muy fuerte y me cuenta mi historia favorita. La de la Playa de los Náufragos. Está en una bahía escondida de la costa sur de Nowhere, comienza siempre mi madre, y se llama así porque, de forma extraña, todas las corrientes marinas del océano Índigo se confabulan para arrojar a sus orillas las botellas que lanzan los náufragos. La arena está jalonada de miles de ellas. Lugareños y forasteros se acercan hasta allí para elegir una. Los hay que prefieren rescatar al que ha escrito un mensaje escueto de socorro; o al que anota con precisión las coordenadas de su ubicación; o al que adjunta una bella poesía. Estos últimos son los más peligrosos, mi niña, advierte ella. Escriben palabras cautivadoras como: piérdete conmigo
, zozobra en mi boca
o húndete en mis ojos
. Te atraen hasta su islote pero no se dejan rescatar sino que, terriblemente hambrientos de amor, te comen el corazón y te arrojan al mar como una concha vacía. Mamá, ¿y tú has estado allí alguna vez? Ella calla y canturrea. Después se desabrocha el vestido y muestra el hueco vacío de su pecho.
Desarmables
Emilia lo desarmó. Fue mirarlo, sonreírle y sus brazos, orejas, piernas, corazón, todo al suelo. A ella no le debió disgustar porque se agachó con elegancia y recogió hacendosa cada miembro. Luego, por la noche, lo armó con paciencia e hicieron el amor con cuidado para no perder ninguna pieza en las desaforadas embestidas. Tenía cierta pericia porque ya le había ocurrido varias veces. Los hombres son tan desarmables, decía. Pero a veces las articulaciones cogen holgura y ya no hay remedio, algunos de ellos se vienen abajo definitivamente. De tanto amar y desamar, de tanto armarse y desarmarse.
Movimientos de población
En los pueblos, la lechuza anuncia la muerte. Se posa en el tejado de algún vecino, ulula toda la noche, y, al día siguiente, hay entierro. No falla. Conforme se hace vieja, tiene que hacer más paradas por la fatiga y, por lo tanto, mueren más vecinos. A veces, por más que ulule, no hay difunto. Entonces los lugareños montan en cólera y exigen su muerto y su velorio. Como debe ser. Así que el vecino en cuestión no tiene más remedio que plantearse el morir aunque no tenga ninguna gana, se considere joven todavía o su cosecha de manzanas esté aún sin recoger. Inevitablemente termina yéndose al otro barrio, no sin antes despotricar contra la incultura de sus congéneres y llevarse por delante de un tiro al maldito pájaro. Entonces la población se recupera y la mortalidad baja con la incorporación de una lechuza joven, más interesada en copular y cazar ratones que en presagiar óbitos. Por su parte, la natalidad siempre se mantiene gracias a un nutrido censo de cigüeñas.
Origen
En la Isla de las Mujeres destacó una por encima de todas. Olivia era gorda, espaciosa, grande como una casa. Todo en ella se mostraba redondo y colosal. Sus carnes caudalosas terminaban en unos pies pequeños siempre engarzados en deliciosos zapatos de tacón. Ella era desmedida. También su risa. Una risa elefantiásica en alcance, pero cascabelina en intensidad. Cuando reía temblaban los cristales y todos sentíamos un inexplicable alborozo. Cuando comía lo hacía sin remordimientos, engullendo ingentes cantidades sin perder la exquisita elegancia en el manejo de los cubiertos. Entonces nosotros también terminábamos saciados. Su apetito solo era comparable con el hambre que sentía por la vida y sus andares voluptuosos levantaban la fecundidad de los huertos cercanos al río. Contagiados, amábamos cuando ella amaba. Pero cuando se fugó con un ingeniero francés que arribó para terminar con el aislamiento de la isla, no solo el gran puente quedó sin terminar. Ya muy lejos, instalada con su amante en un hotelito de Loubressac, Olivia agitó una noche sus pestañas con coquetería y un huracán perfumado arrasó el atolón. A los hombres se los llevó el fortísimo viento. A las mujeres ni se les movió el pelo. Bueno, un poco sí.
La muerte es un perro flaco
La muerte es un perro flaco que deambula por los caminos. Hace unas semanas llegó al vertedero. Desde entonces se rasca las pulgas y observa a la fauna del lugar con ojos cansados. Sobre todo al hombre que siempre tararea canciones de Frank Sinatra mientras toma el sol en el tejado de su chabola. Es el psicópata que mata mujeres sólo los martes de luna llena. Ayer le regaló una muñeca casi nueva a la niña que recoge las latas en la zona norte del basurero. Esa que a veces acompaña al viejo tuerto a ejercer de limosnero. La