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El Corazón de Irsa (Los Pixies del Caos, Tomo 5)
El Corazón de Irsa (Los Pixies del Caos, Tomo 5)
El Corazón de Irsa (Los Pixies del Caos, Tomo 5)
Libro electrónico469 páginas6 horas

El Corazón de Irsa (Los Pixies del Caos, Tomo 5)

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Quinto tomo de la saga Los Pixies del Caos.

¡He encontrado a Lotus! Hasta me han pedido que la acompañe al Festival de Trasta. Yánika y yo tenemos ya ganas de volver a la Superficie para reunirnos con los Ragasakis pero... como de costumbre, las cosas no ocurren como uno las ha previsto.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 dic 2021
ISBN9781005463458
El Corazón de Irsa (Los Pixies del Caos, Tomo 5)
Autor

Marina Fernández de Retana

I am Kaoseto, a Basque Franco-Spanish writer. I write fantasy series in Spanish, French, and English. Most of my stories take place in the same fantasy world, Hareka.Je suis Kaoseto, une écrivain basque franco-espagnole. J’écris des séries de fantasy en espagnol, français et anglais. La plupart de mes histoires se déroulent dans un même monde de fantasy, Haréka.Soy Kaoseto, una escritora vasca franco-española. Escribo series de fantasía en español, francés e inglés. La mayoría de mis historias se desarrollan en un mismo mundo de fantasía, Háreka.

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    El Corazón de Irsa (Los Pixies del Caos, Tomo 5) - Marina Fernández de Retana

    1 El retorno del Monje renegado

    Saltó abajo de su montura y un mozo agarró las riendas del anobo, no sin echar al recién llegado una mirada en bies. No eres bienvenido, decía esta. Lústogan la ignoró, salió de los establos y se detuvo un instante, alzando la vista hacia la colina del Templo del Viento. Los taikas que crecían al borde del Camino Azul dejaban a su alrededor una tierra del color del zafiro. Elevándose hacia lo alto de la caverna, revoloteaba un enjambre de kérejats luminosos.

    —«Vuelve como si nada…»

    La voz baja y desdeñosa le llegó del establo. Los mozos de cuadra cuchicheaban entre ellos. Sin inmutarse, Lústogan se puso en marcha, subiendo la colina. Hacía tres años que no había pisado esas tierras. Padre le había propuesto acompañarlo para asegurar una acogida no demasiado mala, pero él se había negado. Había llegado a un acuerdo con el Gran Monje y sabía que este honraría su palabra.

    Ante el templo, sentados en los bancos de piedra, tres monjes en ropa casual conversaban. Se interrumpieron cuando lo vieron aparecer. Lústogan se detuvo, reconociéndolos. Uno era un aprendiz que en tres años había crecido como una katipalka. Su nombre era Valen, recordó. También estaba Lufin, un humano bajito conocido en el Templo como El Burócrata, porque, teniendo familia en la aldea, casi sólo aceptaba trabajos de destrucción en las vecindades y se ocupaba de los papeleos de la Orden.

    —«Vaya,» dijo Lufin sin levantarse. «Lústogan. ¿Vienes solo?»

    Lústogan asintió.

    —«No veo por qué vendría acompañado. ¿El Gran Monje está adentro?»

    —«Sí…»

    —«Un momento,» le soltó el tercer monje. Se levantó, cortándole el paso. Ese era Alrodyn de Berel, uno de los pocos belarcos del templo. Pertenecía al linaje ancestral de los Berel, antiguos reyes de Arhum, y tal vez por ello su sangre guerrera se calentaba más fácil que las de otros saijits.

    A Lústogan no le interesaban las querellas.

    —«Hablaré contigo si lo deseas, Alrodyn, pero no ahora. Tengo una cita con el Gran Monje.»

    El belarco entornó los ojos.

    —«No te detendré. Sólo quería decirte esto, Lústogan: el Gran Monje tendrá sus razones para darte una oportunidad de volver, pero aquí no todos opinamos como él. Será porque vengo de una familia donde el honor es más importante que la propia vida, pero yo no soportaría volver aquí después de haberme convertido en un vil ladrón de reliquias.»

    Lústogan lo miró con tranquilidad y lo rodeó diciendo:

    —«Yo sí que lo soporto, Alrodyn. Un placer volver a veros, Lufin, Valen, Alrodyn.»

    Los dejó atrás y pasó el umbral del templo. Mientras recorría el pasillo principal hacia la gran sala, el aire lo acompañaba como una segunda sombra. Las grandes estatuas que se alzaban en las concavidades le hicieron recordar por contraste las paredes rectas y austeras de los corredores de la isla de Taey. Cuando su atención se posó en el tercer Gran Monje, esculpido en mármol negro, alzó la vista hacia donde, años atrás, Drey había querido alisar la nariz para hacerla más presentable. Sonrió interiormente. Aprender artes de destrucción desde tan joven tenía efectos imprevisibles.

    Sintió el aire moverse antes de oír el chirrido de la puerta al abrirse esta de par en par.

    —«Lústogan.»

    Era Dalfa, el consejero del Gran Monje. Salió al pasillo desde la gran sala y Lústogan inclinó la cabeza con respeto.

    —«Buen rigú, maestro.»

    El viejo pequeño ternian se adelantó y lo escudriñó de arriba abajo con esa mirada dormida suya.

    —«Buen rigú. Veo que ya te has puesto la túnica de destructor. Una nueva, por lo que veo. Con materiales de tu isla, ¿verdad?» preguntó, comprobando su resistencia con sólo rozarla.

    Lústogan afirmó con la cabeza.

    —«Lo único que compré fue la tela de narkog de Arecisa.»

    —«¿Tela de narkog?» se impresionó Dalfa. «Esas telarañas son casi tan irrompibles como el hierro negro. Si tan sólo pudiéramos tener túnicas de estas para todos nuestros destructores…»

    —«Tranquilo, Dalfa,» dijo de pronto una voz irónica. «Con los dos millones que nos pagará Lústogan, creo que podrás comprarnos unas túnicas de primera clase.»

    Unas ruedas hacían revolverse el aire y crujían en el suelo al rodar. Lústogan se giró con calma hacia Draken de Isylavi. El drow detuvo su silla de ruedas y lo miró con unos ojos directos.

    —«Lústogan Arunaeh. De modo que es cierto. Has vuelto.»

    —«¿Dónde está el Gran Monje?» preguntó Dalfa, como sorprendido.

    —«Ah… En el refectorio, » contestó Draken. «Si quieres mi opinión, nuestro gran líder está robando alguno de los bombones de chocolate que sobraron del Día de Paz…»

    —«¡Malas lenguas!» protestó una voz indignada.

    Lústogan vio al Gran Monje aparecer en la esquina del corredor y acercarse con paso enérgico pese a su edad. Habría reconocido su voz entre mil: la había oído desde que era un crío.

    —«¿Cómo es que nadie me avisa de que ya ha llegado Lústogan?»

    —«No desvíes el tema,» se burló Draken.

    —«Lústogan,» saludó el Gran Monje, ignorando al Isylavi. «¿Qué tal el viaje?»

    Lústogan se inclinó formalmente contestando:

    —«Bien.»

    —«Conciso como siempre,» sonrió Draken.

    —«Pasemos a la gran sala,» propuso Dalfa. «Seguramente querrás oír el nuevo contrato en boca del Gran Monje.»

    Lústogan se encogió de hombros mientras entraban en la sala.

    —«Ya acepté las condiciones. Nos pusimos de acuerdo en que volvería a trabajar para la Orden, aceptaría cualquier encargo y daría el setenta por ciento de mis beneficios hasta pagar los dos millones de kétalos.»

    —«Un resumen perfecto,» le encomió el Gran Monje, girándose junto a los peldaños del fondo. «Por favor, sentaos.»

    —«Yo ya estoy sentado,» bromeó Draken.

    Lústogan se dejó caer sobre un cojín, Dalfa se arrimó a una columna y el Gran Monje tomó asiento en su sillón. Lústogan soltó:

    —«Se me pidió que me presentara ante ti el trece de Amargura y aquí estoy. Dame un trabajo, Gran Monje, y lo cumpliré.»

    El Gran Monje se ensombreció.

    —«Sí… Sin duda, trabajo no te va a faltar. Pagar dos millones de kétalos no va a ser fácil. Pero tú buscaste problemas. Robaste el Orbe del Viento. Y aunque hayas presentado excusas por escrito… quisiera escucharlas de viva voz, Lústogan. Quisiera oírte decir que te sientes avergonzado por haber perjudicado tu propia Orden.»

    Lústogan sintió su Datsu desatarse débilmente. Tenía que disculparse de manera breve pero sincera. Según el abuelo, con eso bastaría para calmar al Gran Monje. Lústogan asintió.

    —«Ya lo dije en mi carta, pero repetiré lo que pienso de este asunto: mi acto fue razonado y fundado en mis prioridades. Es una lástima que debiera, para ello, perjudicar mi Orden durante tres años. Tanto el Gran Monje como los demás cofrades podéis estar seguros de que no quería traicionar la Orden y de que cumpliré las condiciones que acepté.»

    Hubo un silencio. Percibió la mueca molesta de Dalfa. El Gran Monje carraspeó y repitió:

    —«Una lástima, dices. Ya… En fin, no voy a discutir contigo. Me enseñarás mejor tu redención con los kétalos que entren en mis arcas. Dalfa me ha hablado esta mañana de una propuesta de trabajo por el Gremio de Dágovil. Está bien pagado.»

    —«Aunque no tanto como le han pagado a tu hermano hace unos días,» intervino Draken con sorna. «Doscientos mil kétalos, divididos entre tres, por un trabajo secreto del Gremio. ¿Qué te parece, Lústogan? Tu discípulo se las arregla bien.»

    Lústogan enarcó una ceja. Padre le había comentado que Drey había aceptado un trabajo para el Gremio, algo que él le hubiera desaconsejado.

    —«Trabajó con Sharozza,» agregó el Gran Monje. «Ambos me han pedido que su parte de la recompensa vaya a pagar tus dos millones.»

    Lústogan arqueó la otra ceja. Esa idea sólo podía venir de Sharozza. Sintió una ligera irritación mezclada a cierto pesar y desató voluntariamente el Datsu replicando:

    —«Rechazo. Recibir la ayuda de los demás no estaba en las condiciones. Que no se metan.»

    El Gran Monje suspiró.

    —«Lo sabía. Si no te importa, encárgate de decírselo a Sharozza si la ves en Dágovil.»

    Lústogan ya veía venir la bronca de la Exterminadora: Lúst, idiota, le diría, ¿por qué no quieres ayuda? ¿por qué siempre rechazas mis propuestas? Que quería ayudarle a pagar los dos millones… Attah. Por lo visto, no había cambiado nada en tres años.

    Alzó la cabeza.

    —«Se lo diré. ¿En qué consiste el trabajo?»

    Dalfa y el Gran Monje intercambiaron una mirada.

    —«Antes,» dijo el consejero, «quisiéramos comprobar una cosa. Si robaste el Orbe, lo hiciste porque pensabas usarlo para algo. ¿Eso quiere decir que aprendiste a usarlo?»

    La respuesta, adivinó Lústogan, los tenía expectantes a los tres. Se encogió de hombros.

    —«Aprendí.»

    —«¿Cómo?» resopló el Gran Monje. «¿Leíste los pergaminos prohibidos?»

    Lústogan lo miró con burla.

    —«No sabía que existieran pergaminos prohibidos. No. Aprendí a la fuerza bruta.»

    Aquello los sumió en un silencio asombrado. Draken soltó una carcajada.

    —«A la fuerza bruta,» repitió. «Aprender a manejar una reliquia de ese calibre a la fuerza bruta… Que las arpías me rapten. Seguro que sabes cómo murió el cuarto Gran Monje.»

    —«Activando el Orbe del Viento,» asintió Lústogan. «Lo sé.»

    —«Y a pesar de eso te arriesgaste a robarlo e intentar manejarlo, » dijo el Gran Monje con voz reflexiva. «Todo por tu familia.»

    Lústogan no contestó. El Gran Monje y el consejero volvieron a mirarse y asintieron a la vez. El primero declaró:

    —«Quiero que me enseñes lo que sabes hacer con él.»

    Lústogan se irguió, sorprendido.

    —«¿Yo? ¿Ahora?»

    El Gran Monje afirmó con la cabeza, levantándose.

    —«Ahora. Quién sabe…» Ladeó la cabeza y le sonrió. «Puede que con el tiempo Dalfa decida nombrarte sucesor como Guardián del Orbe.»

    ¿Guardián del Orbe? Lústogan frunció el ceño pero no replicó. La idea de volver a tener el Orbe del Viento entre las manos lo tentaba. Adivinándolo tal vez, la sonrisa del Gran Monje se ensanchó. Lo que decía Draken sobre los bombones era cierto: tenía chocolate en los dientes.

    2 Intrusión

    —«¡A… A… ACHÁ!»

    El estornudo nos sacudió violentamente y de no ser por mi órica el aire expulsado habría alcanzado los cristales de la ventana. Lo mantuve en suspensión y pasé el pañuelo. Este me lo había prestado el tío Varivak aquella misma mañana y ya estaba en un estado deplorable.

    Kala, mascullé mentalmente. ¿Por qué no volvemos a la cama?

    Kala echó un vistazo a la cómoda cama de la habitación, pero se apoyó otra vez contra el borde de la ventana, rebuznando:

    Yánika ha dicho que iba a pasar el Dragón Negro por esta calle. ¿No quieres verlo, o qué? Es el último día de la Feria de Dágovil.

    Suspiré. Kala bullía de curiosidad. Pero también de fiebre. Apenas había llegado a casa del tío Varivak después de la boda de Perky de Isylavi, me había notado raro. Lo único que había hecho en esos cinco días había sido dormir, estornudar y escribirles una carta a los Ragasakis. Y gruñir con Kala.

    Por fortuna, que yo estuviera encerrado no significaba que los demás lo estaban: mi hermana había salido todos esos días a la Feria y volvía con los ojos iluminados. Conociéndola, adivinaba que no estaba entusiasmada tanto por las atracciones y espectáculos como por la cantidad de gente que había por las calles. Y también la compañía… Yodah la había acompañado los tres primeros días. Luego, el deber había obligado al hijo-heredero a recordar que tenía una reliquia recién recuperada que entregar a nuestra isla: la Llave de la Mente, que yo había guardado por inadvertencia durante mi trabajo. Según me había dicho el tío Varivak, aquella mágara la había forjado nadie menos que Irshae y Aydal, Fundadores del clan, hacía más de dos siglos. Al parecer, esa llave era para la bréjica un poco como el Orbe del Viento para la órica: era un guía poderoso y preciso que te ahorraba tiempo y esfuerzo. Cuando Yodah había venido a despedirse de mí, el día anterior, me había dicho:

    ¿Sabes, Drey? Si la Selladora se negó a que Yánika la ayudara para equilibrar su Datsu, fue por temor a dejarle la responsabilidad a su hija. Pero alégrate: es muy posible que, con esta llave, tu madre consiga reparar su Datsu. Al final, vamos a acabar con todos nuestros problemas, había sonreído. ¡Descansa y reponte rápido! Y tú también, Kala. Con un poco de suerte, nos volveremos a ver pronto.

    Y se había marchado junto con su tío Mewyl a la isla de Taey. No había siquiera mencionado que la Llave de la Mente también podía cambiar el Datsu de Yánika… y supe que él tampoco quería que cambiase. Posé mi frente cálida contra el frío cristal. Ojalá lo que decía fuese cierto y Madre consiguiese reparar su Datsu.

    Los ojos se nos habían ido cerrando pero entonces Kala los abrió de golpe.

    ¡Drey! ¿Oyes? ¡Música!

    Se oye música desde que ha empezado el rigú, Kala, suspiré.

    Esta es distinta. Mira… mira, hay gente al final de la calle.

    Era cierto. Se iba acumulando la gente en los balcones y terrazas y, al fondo de la ancha calle donde se alzaba la mansión de Varivak Arunaeh, había agitación. Tras un momento, vi aparecer en la procesión la cabeza del Dragón Negro. Los tambores resonaban incluso a través del cristal aislante. Kala emitió un suspiro de admiración.

    ¡Es enorme!

    Era larguísimo, más bien. Tras la cabeza, el cuerpo se alargaba como el de una gigantesca serpiente negra. Lo sostenían saijits disimulados debajo, de los cuales tan sólo se adivinaban los pies. ¿Cuántos había ahí debajo, levantando la tela? Medía como unos cincuenta metros. Avanzaba con un ritmo lento y tardó en pasar por delante de nuestra ventana. El Dragón Negro de Dágovil era conocido por todos los Pueblos del Agua. Al parecer, antaño había vivido en esa caverna uno de verdad, un atroshás, más alto que cualquier otro dragón, más fuerte que cualquier otra criatura de Háreka. Se decía que él había creado el lago de magma por encima de la caverna, bendición y a la vez maldición, pues, según la creencia, si no hacías ofrendas al Dragón y no le mostrabas respeto, podía caerte un río de lava. Con el tiempo, el Dragón Negro hasta hacía caer estalactitas sobre las cabezas de los niños traviesos.

    Sentí un cosquilleo, abrí la boca y entorné los ojos diciendo con voz ahogada:

    —«A… Ach…»

    El estornudo no vino. Solté un resoplido cansado y me levanté, arrastrándome hasta la cama.

    No gruñas, Kala. Ya has visto al Dragón: ahora a la cama.

    Kala masculló algo ininteligible por bréjica pero no protestó: él también estaba cansado. Al fin y al cabo, teníamos el mismo cuerpo.

    Me tumbé. Los golpes de tambores ya se estaban alejando. Me arrebujé en mis mantas, Kala se abrazó a la almohada y cerramos los ojos. Jugueteé con la órica. Y en un momento, me dormí.

    Desperté oyendo pasos ligeros y sentí la puerta abrirse. Kala levantó un párpado. Vestido con su amplio uniforme de inquisidor negro con borlas rojas, el tío Varivak se avanzaba en el cuarto llevando una bandeja. Trataba de no meter ruido. El olor a comida encendió mi apetito y me moví.

    —«Estás despierto,» se alegró. «Pensé que tendrías hambre. ¿Sigues con fiebre?»

    Desplegó una mesilla de madera ligera, la posó sobre la cama y, en ella, la bandeja. Kala y yo sonreímos al mismo tiempo, yo por ver el cuenco de zorfos y él por las rodajas de rowbi. Desde que Varivak nos había puesto rowbi asado para la cena el primer o-rianshu en su casa, el Pixie se había enamorado del plato.

    —«¡Gusano!» exclamó, entusiasmado.

    —«Es rowbi,» precisó Varivak, poniendo los ojos en blanco. «Ya pensé que te alegraría, Kala.»

    —«No deberías mimarlo tanto, tío Varivak,» le repuse.

    —«Y pensé que a ti te alegrarían los zorfos, Drey,» añadió mi tío.

    Hice una mueca y Kala sonrió anchamente imitándome:

    —«No deberías mimarlo tanto, tío Varivak.»

    El inquisidor enseñó una sonrisa divertida.

    —«Parece que estás mejor,» constató. Pasó una mano por mi frente. «Ya no tienes fiebre. Pero aún debes descansar.»

    —«Di, tío Varivak,» dejó escapar Kala, masticando. «¿Por qué enferman los saijits?»

    —«¿Que por qué? Mm,» meditó mi tío, cruzándose tranquilamente de brazos. «Buena pregunta. Algunos dicen que las enfermedades vienen de la luz del sol y que, de no ser por los extereños, no habría nunca epidemias en los Subterráneos.»

    Resoplé.

    —«No le cuentes tonterías a Kala: se las va a creer.»

    Kala hizo una mueca sorprendida. Varivak puso cara inocente, agarró una silla y se sentó.

    —«Perdón, perdón. Es verdad que una mente cándida abraza todo lo que oye. Siendo brejista, debería tener más cuidado. Por Sheyra,» suspiró, poniéndose cómodo. «Últimamente, esta casa estaba muy vacía. Ya estuviste aquí más de una vez, ¿verdad? Entre otras cosas, para pasar los exámenes en la Academia, si bien recuerdo.» Confirmé con un gesto de cabeza mientras comía. «Mm… Es una casa antigua, pero resistente. Y más que lujosa… Sabes de dónde nos viene, ¿verdad? ¿No? Por Sheyra, pertenece a la familia desde hace más de ciento cincuenta años, desde que la compró Herpold de Asdrumgar. El que se casó con Sohorya Arunaeh la Aventurera.»

    Tragué, mirándolo con curiosidad.

    —«¿De Asdrumgar? ¿Hablas del reino de Asdrumgar?»

    Ese famoso reino subterraniense estaba muy al norte, a más de mil kilómetros de distancia. Mi tío Varivak meneó la cabeza.

    —«Te vendría bien conocer un poco la historia de tu familia, sobrino. Herpold de Asdrumgar era el bisabuelo materno de nuestro gran líder. ¿No conoces la historia? Herpold fue rey de Asdrumgar durante un mes, exactamente. Apenas heredó el trono con diecisiete años, una sublevación lo destronó. Huyó lejos, por el Pasadizo de los Demonios, por el Reino de Piedras, por Sensepal, atravesó el Bosque de Chéu, bordeó el Mar de Gassand, recorrió Lédek, siempre con los esbirros del usurpador detrás. Estos parecían dispuestos a perseguirlo hasta el fin del mundo para matarlo.»

    Kala estaba embebido. Yo comía mis zorfos.

    —«¿Entonces lo salvó Sohorya?» solté.

    —«No. Robó una barca en Kozera y zarpó hacia Temedia. Pero no era marinero y bien sabemos que las aguas de Afáh son serenas arriba y traicioneras por debajo. Herpold naufragó y se varó en la isla de Taey.»

    —«Y ahí lo salvó Sohorya,» insistí.

    —«Tampoco,» sonrió Varivak. «Nuestra familia agarró al ladrón y lo mandó directo al Volcán.»

    ¿A la cárcel de Kozera?

    —«¿Por qué?» me extrañé. «Naufragar no es ilegal, que yo sepa.»

    —«No. Pero lo es robar un barco. Moryan, sin embargo, la Tercera Selladora, vio en él algo más que un ladrón y mandó que se lo interrogara. Fue entonces cuando empezó el mayor romance de nuestro clan. Sohorya pasaba a ver a Herpold en la prisión varias veces a la semana, incluso después de que el rey hubiese sido condenado a un año de cárcel. Herpold se enamoró perdidamente de ella. Finalmente, Sohorya lo sacó de ahí y pidió algo que no se había visto en el clan desde los tiempos de su fundación: que un saijit adulto recibiera el Datsu. Pese a los riesgos, Herpold estaba decidido. Los esbirros seguían buscándolo y hacerse Arunaeh significaba cambiar de identidad y unirse a la persona a la que amaba.» Mi tío echó un vistazo a la bandeja vacía y sonrió. «Herpold el Comerciante, como lo apodaban: llenó las arcas del clan como ninguno. Tal vez por recibir el Datsu tan tarde, tenía ciertas tendencias de acaparador. De ahí que haya comprado una mansión tan lujosa. ¿Te has quedado con hambre?» agregó.

    Negué con la cabeza y Kala afirmó, de tal forma que nos torcimos el cuello y mascullamos.

    —«No es posible que tú te hayas quedado con hambre y yo no, Kala,» le lancé. Me respondió un resoplido paciente. Tras ayudar a mi tío a recoger la mesilla y la bandeja, me recosté preguntando: «No había más cartas del viejo Rotaeda, ¿verdad?»

    Varivak me echó una mirada curiosa y negó con la cabeza. Hacía dos días, había recibido una invitación por parte de Trylan Rotaeda para que participara a un baile en el que estaría su nieta Erla. Y la había tenido que rechazar por culpa de la gripe, para desesperación de Kala. Si no les había explicado nada a mi familia sobre Lotus era porque había prometido a ese viejo Trylan que no hablaría de ello.

    Kala, tú no prometiste nada, ¿por qué no se lo explicas?

    El Pixie torció la boca. No le apetecía. Porque, a pesar de traernos zorfos y rodajas de rowbi, el tío Varivak no había dejado entrar a Jiyari en su casa. Según Yánika, el Campeón se hospedaba solo en un albergue de viajeros mientras Rao realizaba sus pesquisas con la ayuda de su hermano Melzar. Pesquisas vanas. Si tan sólo pudiera hablar con ellos para decirles que ya sabíamos dónde estaban Boki y Lotus…

    Cambié de tema.

    —«Tío… ¿Has trabajado hoy?»

    Varivak enarcó una ceja.

    —«Aún no. Esta tarde tengo cita con un par de Estabilizadores del Bosque de Liireth que metieron ayer en Makabath.»

    —«¿Makabath?» repetí. «¿Así que vas a Makabath? ¿A cuánto está de la capital?»

    —«Una hora en anobo. Tu prima Azuri me acompaña, así que probablemente se encargue ella de todo, como buen maestro que soy…» Sus ojos centellearon y acercó su rostro a mí, burlón. «Ya sé por qué lo preguntas. Quieres que te hable de los Zorkias que hay en la prisión, ¿verdad? Por ese nuevo comandante fugitivo. ¿En serio pretendes ayudarlo?»

    Lo miré, hice una mueca… y estornudé violentamente. No pude pararlo esta vez y Varivak se llevó buena parte. Su Datsu rebrilló.

    —«Attah… perdón,» me disculpé. «Los estornudos son igual de traicioneros que las aguas del mar de Afáh…»

    —«No me seas poeta ahora,» carraspeó Varivak, limpiándose la cara.

    Se oyó de pronto un ruido en el pasillo. ¿Un cuchicheo? Sentí el aura de Yánika, tensa y divertida a la vez. Expectante, la vi asomar la cabeza por la puerta con cara traviesa y… se llevó un susto al ver a Varivak de pie, junto a la cama.

    —«¡Tío Varivak! V-vaya. Creía que tenías que ir a trabajar. ¿Có-cómo están Kala y Drey?»

    Los tres le devolvimos una mirada interrogante. Se avanzó con cierto nerviosismo y contesté:

    —«Más resfriado que nunca, pero me siento mejor que ayer. ¿Qué tal el último día de fiesta?»

    Yánika sonrió anchamente.

    —«¡Muy bien! ¿Has visto al Dragón Negro?»

    —«Por la ventana.»

    —«¿A que era impresionante? ¡Y el ruido de los tambores…!»

    —«¿Ocurre algo, sobrina?» le preguntó Varivak. «Estás nerviosa.»

    —«¿N-nerviosa?» contestó Yánika. Sus ojos negros se movían hacia un lado, rehuyendo la mirada de nuestro tío. «Es que… Es que…»

    Entendí su apuro: estaba a punto de mentir, ella que nunca mentía en serio. Fruncí el ceño, inquieto.

    —«¿Qué pasa, Yani? Has estado con Jiyari todo este rato, ¿no? ¿No habréis tenido problemas con la gente?»

    Ya me imaginaba que su aura le había hecho alguna jugarreta, o que Jiyari había caído de pronto en la tentación de volver a beber para festejar el día del Dragón Negro, o…

    —«¡Claro que no!» aseguró Yánika. «Es sólo que pensé…»

    De pronto, sentí aire moverse junto a la puerta y apareció un joven humano rubio con bufanda roja. Me fijé en que el Datsu de Varivak se desataba considerablemente. ¿Tanto lo molestaba que un extraño estuviera en su casa? Mar-háï… Kala jubiló:

    —«¡Jiyari, hermano!»

    Se levantó y, con las piernas flojeantes, se acercó para abrazarlo como si no lo hubiera visto en meses. Jiyari parpadeó de sorpresa pero correspondió al abrazo con igual ímpetu y sus ojos se llenaron de lágrimas.

    —«¡Te he echado de menos, Gran Chamán…! Rao me dejó en el albergue porque dijo que era más seguro para mí. Melzar… apenas he podido verlo un momento. No esperaba que le interesara tan poco el… Bueno… Menos mal que Yánika me ha pedido que fuera con ella a la Feria estos días. Cuando oí que estabas enfermo, temí lo peor.»

    Las lágrimas habían empezado a caer en las mejillas de ambos. Resoplé y le robé el cuerpo a Kala, apartándome.

    —«Anda, sois unos exagerados. Caigo enfermo casi todos los años por esta época. Es automático. No es como si fuera a despedazarme como lo hicisteis vosotros. Vaya par de sentimentales.»

    El aura de Yánika se había vuelto un mar de vergüenza.

    —«Tío Varivak,» murmuró. «Pensé… pensé que Drey estaría contento de verlo.»

    —«Es culpa mía, mahí,» dijo Jiyari de pronto, inclinándose con elegancia. «No quería entrar, pero mi preocupación…»

    —«Cuando hayas hablado con mi sobrino, sal directo,» lo cortó Varivak con paciencia. «Yánika. Si no dejo entrar a gente extraña en esta casa es para evitarme visitas indeseadas. No es nada personal.» Cogió la bandeja y agregó mentalmente para mí: Te lo dejo en tus manos.

    Se marchó y, tras un silencio, Yánika se mordió un labio con cara inocente. Puse los ojos en blanco y solté:

    —«Son sus costumbres y hay que respetarlas.»

    Nos sentamos, Yánika y yo sobre la cama, Jiyari sobre la silla. Pregunté:

    —«¿Fuiste a ver a los Zatashira?»

    No le había pedido nada, pero Yánika había insistido en que pasaría para averiguar por qué esos mercenarios habían dejado plantado a Sombaw Arunaeh en el Templo de la Verdad. Mi hermana se ensombreció.

    —«Fuimos. Pero el gabinete estaba cerrado. Una vecina nos dijo que hacía meses que no los veía. Al parecer, aceptaron un trabajo dudoso. Pero no supo decirme qué.»

    Me quedé pensativo un instante. ¿Un trabajo dudoso? Attah… Me daba mala espina ese asunto. Cambiando de tema, hablamos de las fiestas y del albergue de viajeros donde se había metido Jiyari —un antro de cazarrecompensas y mercenarios, por lo visto. Kala expresó su incredulidad:

    —«¿Cómo puede Rao haberte dejado ahí?»

    A Jiyari se le escapó una risa molesta.

    —«No la culpes. Melzar y ella están buscando a Lotus. Y yo… no sabría por dónde empezar. Ellos tienen otra educación. »

    Eran Cuchillos Rojos. Sin duda estaban más acostumbrados a los trabajos de espionaje que Jiyari y yo. Lo miré con curiosidad.

    —«¿Cómo es Melzar?»

    Jiyari se ensombreció.

    —«Es… Bueno, en mis recuerdos, era una persona reservada y se cuestionaba a veces demasiado las cosas… Apenas he podido hablar con él,» admitió. «Pero no parecía muy interesado por… conocerme.»

    Kala agrandó los ojos, sorprendido.

    —«¿No se ha alegrado de verte?»

    Jiyari hizo una mueca.

    —«Melzar no es de los que se emocionan fácilmente.»

    —«Al contrario que vosotros dos,» intervine. «Quién sabe, puede que ese Melzar sea el Pixie más normal de los och… ¡ACHÚS!»

    Kala aspiró una bocanada de aire.

    —«Qué escandaloso.»

    —«Tú puedes habl… ¡achús!»

    Cuando finalmente me guardé el pañuelo, declaré:

    —«Kala quiere deciros algo.»

    Kala parpadeó.

    —«¿Ah, sí?»

    Resoplé.

    —«¿Te ha vuelto la fiebre, o qué? Ya sabes de lo que hablo. Yo prometí no decir nada.»

    —«¿Prometiste no decir nada?» repitió Yánika, intrigada. «¿De qué estáis hablando?»

    Entonces, Kala entendió y la emoción lo invadió.

    —«Es verdad, Jiyari, hermano. Hermana… He encontrado a Lotus. En la Academia. Sobre un anobo. No he hablado aún con ella, pero…»

    El aura de Yánika se llenó de un asombro tan intenso que Kala calló, mirándola con alarma.

    —«¿Yani?»

    —«¡¿Qué?!» exclamó mi hermana. «¿Encontraste a Lotus en la Academia y todavía no nos lo habías dicho? ¿Has dicho ella

    —«Lotus,» susurró Jiyari. Sus ojos se habían iluminado. «¿De verdad, Gran Chamán?»

    —«De verdad, Campeón,» suspiré. «Oye, ¿hay alguna manera de contactar con Rao? No vaya a ser que la pillen para nada.»

    Jiyari se rascó la cabeza, aún asimilando la escueta explicación de Kala.

    —«Dijo que, si surgía un problema, fuese a una taberna llamada La Sombra en el Barrio del Fuego. Dijo que alguien ahí la avisaría.»

    Enarqué una ceja. El Barrio del Fuego era un barrio de talleres en el norte de la ciudad, junto al río. Ahí estaban casi todas las fábricas y las forjas de la capital. Lo sabía porque había acompañado a Padre una vez, cuando era niño, para comprar material.

    Inspiré y me levanté.

    —«Vamos.»

    El aura de Yánika se cubrió de reticencia.

    —«Iremos nosotros,» replicó. «Tú estás enfermo. Saoko nos acompañará: se quedó abajo, ante la puerta, porque dijo que entrar era un fastidio…»

    —«Estoy mucho mejor,» aseguré. «Llevo cinco días sin moverme. No puedes decir que no sea buen paciente.»

    Agarré mi chaleco de destructor, dejé el diamante de Kron en mi mochila y repetí:

    —«Vamos.»

    3 El Barrio del Fuego

    «Cuanto más les sonríes, más te sonreirán.»

    Jiyari

    * * *

    El río Bufanda emitía un ruido atronador en aquella parte de la ciudad, bajando con rapidez entre grandes amasijos de granito y basalto. Los molinos de agua hacían sonar sus ruedas y siseaba de ondas el sarcófago anti-ruidosidad construido alrededor del barrio para tratar de aplacar el estrépito. Más de un trabajador llevaba un casco protector: el ruido no era de los que estallaran tímpanos, pero aguantarlo día tras día debía de ser realmente fastidioso.

    Le eché una mirada ladeada a Saoko. El brassareño avanzaba por la avenida agarrando la empuñadura de su cimitarra con más fuerza de la habitual. ¿Sería sensible de oídos?

    —«La Sombra,» meditó Yánika en voz alta mientras caminábamos. «¿Tienes una idea de dónde puede estar, hermano?»

    Me encogí de hombros.

    —«No, pero este es un barrio de talleres, por lo que dudo de que haya demasiadas tabernas y las que haya probablemente estén en la avenida. Recorrámosla entera.»

    A ambos lados, veíamos todo tipo de talleres: zapaterías, herrerías, hilanderías, carpinterías y alfarerías, entre otros lugares. Algunos edificios estaban tan derruidos que parecían abandonados. Sin embargo, tal vez no lo estuviesen: como era Día del Dragón Negro, la mayoría de las fábricas estaban cerradas y en la avenida apenas había transeúntes.

    Llegábamos a una plaza cuando Saoko soltó:

    —«Ahí.»

    Enarqué una ceja, miré hacia donde señalaba y constaté que efectivamente había encontrado el lugar. La Sombra tenía ese aire de taberna antigua y obrera, sin adornos superfluos. Entramos los cuatro. Olía a hierro, alcohol, polvo y serrín. Mientras nos acercábamos a la barra, Jiyari se inclinó hacia mí, nervioso.

    —«Oye… ¿Y cómo vamos a hacer para encontrar al contacto de Rao? Esto está un poco vacío…»

    Ciertamente, aparte de un grupo de seis bebedores que se había girado hacia nosotros con caras de «esta es casa nuestra, intrusos», no había ningún cliente. El tabernero de la barra nos dio la bienvenida:

    —«¡Buenas tardes! Como veis, hoy esto está un poco vacío, así que tomad una o varias mesas, como gustéis,» bromeó. «¿Deseáis beber o comer algo?»

    El humano hablaba con tranquilidad, ligereza y cierto desparpajo. Kala alzó la mirada hacia su cabello malva que se alzaba sobre su cabeza lo menos un palmo, como si se hubiese quedado electrificado.

    Tiene el pelo todavía peor que Saoko, comenté con diversión mentalmente.

    —«Tres zumos de zorfo,» pedí. «¿Qué tomas, Saoko? Te invito.»

    El drow me echó una mirada aburrida.

    —«Moigat rojo.»

    Eso no era precisamente barato.

    —«Por cierto, tabernero,» dije en voz baja antes de que este se alejara. «Conozco a una muchacha con el mismo color de pelo que tú, sólo que más oscuro y con mechas negras. ¿Te suena?»

    El aura de Yánika se cubrió de sorpresa. Sin duda debía de pensar: qué directo. El humano se detuvo en seco, me miró, frunció el ceño, sus ojos castaños se pararon sobre Jiyari y rebrillaron. Retomó enseguida una expresión tranquila.

    —«¿Hablas de mi hija? ¿Sois conocidos?»

    —«Amigos y amantes,» dijo Kala.

    El tabernero se quedó boquiabierto. Carraspeé mentalmente.

    Kala, ha hablado de su hija, no de Rao. Está claro que nos hemos equivocado…

    El hombre de pelo alocado posó bruscamente una mano sobre la mesa.

    —«¡¿Amantes?! ¿Mi hija Zella? ¿Tiene un amante? ¡Imposible!»

    Jiyari, Yánika y yo intercambiamos una mirada anonadada. Había dicho Zella… El Campeón se atragantó:

    —«¿Eres el padre de Ra…?»

    —«¡Rayos y centellas!» exclamó el tabernero, echándose para atrás, aún estupefacto. «¿Mi hija? »

    Le puse cara exasperada.

    —«¿Tan extraño te parece? Si es que hablamos de la misma…»

    —«Eso, eso,» me cortó el tabernero, resoplando. «No puede ser ella. Sin duda hablas de otra. Mi hija se llama Zella.»

    —«Mi amante también,» replicó Kala.

    —«Tiene los ojos azules como los de su madre.»

    —«Mi amante también.»

    Un tic nervioso contraía el rostro del tabernero cuando este se acercó a mí y susurró:

    —«Es una chica muy peculiar.»

    —«Mi amante también.»

    —«¡Deja de decir que tu amante también!» estalló en un fuerte plañido. Sus ojos se habían llenado de lágrimas. ¿En serio podía ser ese emotivo personaje el padre de Rao?

    —«Li-Djan,» soltó de pronto uno del grupo de bebedores desde el otro lado de la sala. «¿Se puede saber por qué te parece tan raro que la chica tenga novio? Yo veo más preocupante el caso de su hermano.»

    Varios rieron. Sólo oír el nombre de Li-Djan me quitó las dudas: de verdad ese hombre de pelo alocado era el padre de Rao, antiguo cobaya del Gremio e hijo de la líder de los Cuchillos Rojos.

    —«¡No lo

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