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Leyendas de Threvean. Forja
Leyendas de Threvean. Forja
Leyendas de Threvean. Forja
Libro electrónico227 páginas3 horas

Leyendas de Threvean. Forja

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Información de este libro electrónico

Varshan, acompañado de su fiel amigo Glimgur, continúa su viaje en busca de indicios sobre su pasado. Nuestro protagonista se debate entre la necesidad de averiguar quién es y de dónde procede, y el gran peligro que se cierne sobre todo Threvean. Por suerte, aliados sabios y poderosos se unirán en su camino. Juntos se enfrentarán a los vakran, seres peligrosos que pondrán a prueba su fuerza y su determinación.
Mientras tanto, a cientos de kilómetros, Erith y sus compañeros intentan sumar fuerzas con el reino de Gondria sin saber que, en otro lugar, el rey Reubhen pretende forjar una alianza con el resto de feudos humanos para hacer frente a la ofensiva que se avecina.
Vakran y electos se preparan para un enfrentamiento que pondrá en peligro el mundo de Threvean y a todos sus habitantes. ¿Estarán a la altura del reto?
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 dic 2020
ISBN9788412401240
Leyendas de Threvean. Forja
Autor

Víctor Beltrán Muñoz

Víctor Beltrán Muñoz nació en Elda en 1975. Aficionado desde joven al género en todas sus vertientes (libros, videojuegos, películas…) se inició como escritor con su primera novela de fantasía Leyendas de Threvean. Inmolación (Ediciones Arcanas, diciembre de 2017). Su relato Sangre y hueso forma parte de la antología Ecos de los Mares Infinitos (Ediciones Arcanas, diciembre 2018), del Fantasy Club. Ahora nos trae la segunda parte de Leyendas de Threvean, Forja (Ediciones Arcanas, noviembre 2020), con el claro objetivo de entretener al lector y regresar a su mundo fantástico de la mano de su particular protagonista.

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    Leyendas de Threvean. Forja - Víctor Beltrán Muñoz

    Prólogo

    Dentro de unos meses…

    La sangre golpeaba rítmica y frenéticamente su sien. El pantano, hediondo y maloliente, era el menor de sus problemas. Nada quedaba ya de la lustrosa armadura con la que abandonó Lathria, ni de la vitalidad y el entusiasmo de los que se sentía capaz de hacer gala. Una camisa desgarrada, un pantalón raído —ambos embarrados de manera desagradable— y una expresión hosca era en lo que se había convertido el joven e ilusionado Varshan, que partió de la capital dispuesto a enfrentarse al demonio del olvido.

    Y el bastón, aún conservaba el bastón.

    Miró a un lado y a otro para solo aumentar su desazón. «¿Cómo cojones he llegado hasta aquí de esta manera?». Una anciana delgada, que lo miraba con ternura. Además, un tipo enorme con el pelo y la barba tan largos que obligaban a imaginar su rostro, dos jóvenes gemelos de ojos rasgados y una treintena más de personajes extraños le observaban expectantes. Entre todos, solo una persona le hablaba: una chica insólita vestida con un poncho. Le gritaba y él, consciente de la importancia de lo que sus palabras encerraban, escuchaba:

    —¡¡Lo que tienes que hacer es ir a esa maldita torre de una puta vez, entrar y que pase lo que tenga que pasar!!…

    La mujer del poncho siguió hablando, pero, a pesar de oírla, Varshan ya no era capaz de entenderla. Su mente y sus sentidos se enfocaron en otra parte. La torre… No importaba cuánto tiempo la mirase, no tenía sentido. Le resultaba complicado entender cómo podía ese cenagal putrefacto albergar una construcción tan prístina y hermosa, construida con mármol blanco inmaculado. La atalaya circular se alzaba unos treinta metros. El símbolo tallado en la parte más alta aparecía tatuado en alguna parte del cuerpo de los electos allí presentes.

    «Qué buena idea hubiese sido poner una puerta…». A los pies de Varshan, algo más cerca del peculiar grupo, estaba la tumba de Drednor; al menos eso aseguraba el anciano que se había esfumado frente a él hacía ya un rato.

    —… ¡¡Nosotros nos encargaremos de lo que aquí fuera ocurra!!… —logró captar al fin, y entonces observó a los vakrans. Delante de ellos había una veintena, bien armados y liderados por el ser más grande y temible de esas criaturas, el que se hacía llamar Shazdrit. Varshan no quería entrar en la torre, deseaba matarlos a todos o morir en el intento; y no sabía muy bien por qué. Había llegado muy lejos buscando respuestas y ahora solo sentía odio; y el odio obnubila el pensamiento. Solo quería pelear hasta que no le quedasen fuerzas.

    —… ¡¡Así que corre y olvídate de ellos, nosotros nos encargaremos…!!

    La chica del poncho parecía realmente preocupada y casi consiguió centrar su atención, pero Varshan estaba demasiado cerca de perderse. Contempló durante un segundo la escena y, justo antes de abandonar su juicio por completo y desvanecerse en la espiral de la venganza, una pequeña luz se encendió en su interior. Bajó la mirada con lentitud y ahí, a su lado, estaba Glimgur. Como siempre. Sus pequeños ojos azules le miraban sin inmutarse. Podrían estar en una posada tomando un estofado, caminando por una llanura mientras el sol caldeaba sus agradecidas espaldas o luchando a muerte por sus vidas; no importaba lo que pudiese estar ocurriendo, Glimgur siempre era la respuesta. Y Varshan lo sabía.

    Ambos sonrieron.

    Varshan miró la torre y otra vez a Glimgur, que asintió de forma casi imperceptible, y el electo comenzó a andar hacia el monumento, desconcertando tanto a amigos como a enemigos. Apenas había dado tres pasos, con Glimgur tras él, cuando Shazdrit decidió pasar a la acción y le ordenó a su escuadrón que atacase. La tierra tembló, el mundo pareció venirse abajo cuando los vakran cargaron. Varshan y Glimgur siguieron hacia la torre sin pestañear siquiera, seguros de que los cubrirían. Que para eso había ido hasta allí su ejército.

    Elvieza y el resto de electos se quedaron inmóviles ante el atronador asalto de los vakran. Cualquier persona normal habría huido tan lejos y tan rápido como le permitiesen sus piernas y pulmones. No Elvieza. ¡Cuánto debe el mundo a los locos! Después del primer instante atemorizador, la guerrera se repuso y sus ojos se ennegrecieron por completo, transformándola en la feroz combatiente que era. Rugió para llamar la atención del enemigo y, sobre todo, para despertar a sus compañeros, petrificados por el ímpetu de los vakran.

    Mientras el grito de Elvieza subía de tono, el resto de electos se unió a ella, formando un coro de coraje disonante que obligó a Shazdrit a prestarles una atención más que merecida. Elvieza se precipitó hacia los vakran y los demás la siguieron sin dudarlo. Era su tarea.

    Varshan y Glimgur llegaron a la torre sin puerta y el primero, sin pensarlo demasiado, puso la mano en ella. Una línea de luz empezó a dibujar una entrada y, cuando la hubo completado, una oquedad en la pared les franqueaba el paso al interior. Tras ellos se avivaban los sonidos espeluznantes de una cruenta batalla, pero no pareció importarles. Cada uno tenía una misión cuando llegaron a la Torre de Miharan y la de Varshan y Glimgur se encontraba en el interior de esa construcción.

    Se miraron un par de segundos y se sumergieron en la oscuridad, en busca de repuestas. Respuestas y poder.

    Libro 1

    Capítulo 1

    Cuatro velas iluminaban la habitación en cuyo centro un individuo peleaba inútilmente contra las cuerdas que le mantenían amarrado a una silla. Aquel despojo sanguinolento farfullaba maldiciones. Reubhen comenzaba a exasperarse.

    —Vamos a ver si conseguimos entendernos de una vez… —dijo mientras se reclinaba en su asiento. Su entrecana barba tupida, los ojos oscuros y la complexión robusta encajaban con su tono serio. En cambio, sus ropajes sencillos contrastaban con la sensación de poder que denotaban sus palabras y gestos—. Necesito que me digas para quién trabajas y por qué querías entrar en mi organización —insistió de modo paternal—. Y te interesa decírmelo ya porque Petren apenas acaba de empezar contigo. ¿Trabajas para los urthanos? ¿O acaso para esos perros locos de Al-Arhak?

    Detrás del prisionero, Petren sonreía satisfecho. Una melena rizada y oscura enmarcaba su rostro redondeado.

    Pasados unos minutos de monólogo infructuoso, Reubhen decidió que había sido suficiente.

    —En fin, si no quieres hablar, no me sirves —abrió las palmas teatralmente—. ¡Hellien! ¡Aljan! Llevaos a este desgraciado y acabad con él.

    Hellien, el alto de tez morena, fue el primero en entrar; Aljan, de la misma estatura, pero de piel blanca y nariz aguileña, iba justo detrás.

    —¿Lo hacemos rápido o se encarga Petren? —inquirió Hellien.

    —Que lo haga Petren, sé que lleva tiempo sin usar sus juguetes —decidió Reubhen.

    Se llevaron al desdichado a otra habitación y pronto comenzaron a escucharse sollozos seguidos de gritos terribles.

    Reubhen no se había movido de su silla. Tras él, una sombra se deslizó hasta posicionarse a su espalda y musitó:

    —Lo primero que ha hecho Petren ha sido cortarle la lengua. ¿Cómo querías que hablase? —preguntó con sorna.

    —A veces, Pagus, hay que divertirse un poco —respondió Reubhen sin girar la cabeza—. Y ya sabes lo que pasa cuando Petren se aburre… —Pagus salió de las sombras. Una capucha ocultaba su melena lisa, pero no su rostro cincelado en mármol. Con una mirada profunda, estudiaba a su líder sin pudor—. Sé para quién trabaja, lo supe desde el principio, Pagus. Esos malditos urthanos vienen aquí con sus turbantes y sus sonrisas, codeándose con los burócratas y los terratenientes, engatusándolos para conseguir su apoyo y su dinero… —Reubhen se veía disgustado—. Pero lo único que quieren es debilitarnos, eliminarnos y quedarse con nuestros negocios.

    —Y ¿qué vamos a hacer?

    —Tendremos que negociar, buscar apoyos… —reflexionó Reubhen en voz alta—. Si esas ratas sureñas buscan pelea, la van a encontrar.

    —Entonces vamos a tener que visitar…

    —Vedren, así es. Tendremos que tratar con él.

    —Según tengo entendido, Goldor es un hueso duro de roer…

    —Lo sé —asintió Reubhen con desgana—. Pero si queremos hacer frente a los urthanos y, probablemente, a los arhakenos, tendremos que entendernos. Porque no podemos contar con Gondria para estos asuntos; Dareón está demasiado ocupado intentando encontrar sus propios huevos.

    El jefe se levantó, dispuesto a salir de la habitación.

    —Ya que estás aquí, Pagus… —Miró a su alrededor solo para comprobar que Pagus había desaparecido—. Odio que haga eso… —masculló.

    Abandonó el cuarto y, tras cerrar la puerta, dejó de oír los lamentos. Cruzó un largo pasillo, débilmente iluminado por antorchas, hasta encontrar una puerta mohosa. Se trataba de una entrada secreta, oculta tras una estantería llena de libros, que daba acceso a una estancia propia de reyes. Una gran cama adornada con un lujoso dosel azulado, cuadros realistas, escribanías ostentosas y candelabros dorados desentonaban con el aspecto desarrapado de Reubhen. Se quitó las ropas, cogió unos trapos para limpiarse la sangre de la cara y brazos, y comenzó a vestirse con otras prendas completamente diferentes, que sacaba de un armario lujoso.

    Unos minutos después abandonó su aposento vestido con una elegante camisola blanca, unos pantalones de cuero de gran calidad, unas polainas marrones y una capa roja. Se cruzó con una hermosa mujer rubia de ojos azules, que lucía un vestido blanco, ceñido y adornado con complejos brocados. La acompañaban dos niñas y un niño.

    —Llegas tarde —le recriminó secamente. Su voz destilaba autoridad—. Te están esperando.

    Sin dar lugar a contestación alguna, la mujer y los críos siguieron su camino mientras Reubhen suspiraba y se dirigía en sentido contrario. Tras recorrer pasillos interminables, llegó a un amplio recibidor. A su derecha había un portón custodiado por dos guardias con la zarpa de águila amarilla —blasón de los Narvell— en sus tabardos rojos. En cuanto lo cruzó, se cerró tras él y, una vez sentado en el trono ostentoso que regía la estancia, avisó a un acomodador para que hiciese entrar a sus invitados. El siervo abrió de par en par la gran puerta doble y anunció a los ilustres visitantes:

    —Al-Trekan y El-Relas, embajadores de Al-Arhak.

    Un hombre y una mujer que caminaba tres pasos por detrás entraron en el salón. Él vestía una túnica de colores llamativos y turbante a juego; ella, en cambio, llevaba un caftán blanco sencillo y unas sandalias del mismo color. El rostro moreno y la nariz prominente, rasgos habituales en los varones del sur de Parshea, no dejaban lugar a duda que el lugar de procedencia de Al-Trekan era Al-Arhak.

    Charlaron de manera cordial mientras El-Relas permanecía impasible. Se trataba de una mujer exótica, de piel bronceada y ojos negros. Los pómulos marcados y el mentón ligeramente alargado indicaban que debía rondar los treinta años. Acorde con las costumbres del sur, ejercía de acompañante y no mediaba palabra en la conversación.

    Reubhen decidió poner fin al encuentro:

    —Será un placer contar con vuestra presencia mañana al mediodía.

    —Así sea, su majestad —coincidió el arhakeno.

    Los embajadores abandonaron la cámara del trono. El rey se sentaba en él cruzado de brazos y observaba pensativo cómo se cerraba el portón.

    —¿Qué tal ha ido, mi rey? —susurró una voz a su espalda.

    —Mucho peor de lo que esperaba, Pagus.

    —¿Por qué?

    —Porque no tengo ni la más mínima idea de a qué han venido. Pero nunca, jamás en toda la historia de Parshea o del maldito Threvean, las gentes del sur han querido nada bueno para nosotros. Reúne a Las Sombras, tenemos mucho trabajo por delante. Llevo muchos años peleando para que este trozo de Parshea pueda mantenerse al margen de Gondria y Vedren, que harían lo que fuese por someternos. Ahora los arhakenos también ponen su mirada en nosotros.

    —Lo que ordenes…

    —Buscaré a Tiagho, Arcos y Hamat. Los necesitaremos en Gondria.

    —¿Estarán donde siempre? —preguntó Pagus sonriendo.

    —Si no están en un burdel, estarán en otro… Que Galeg vaya a Triven antes de partir y busque a Bordon; le necesito aquí. No entiendo por qué se empeña en viajar con tan solo dos escoltas.

    —Nadie quiere matar al tesorero, nunca trae nada bueno —concluyó Pagus.

    —¡Ah! Y llévate a ella también a Vedren, con Hellien y Aljan. Galeg sabrá dónde encontrarlos.

    —¿A ella? ¿Para qué? Ni siquiera sabemos su nombre ni de dónde procede. ¿Seguro que quieres jugar esa carta?

    —Sí, Pagus —concluyó el soberano—. Tendrá que espabilar. Tarde o temprano estará en nuestras filas y necesitaremos que sepa de qué lado está, involucrarse en… Te has ido, ¿verdad?

    Se giró y comprobó que, tan sigilosamente como había llegado, Pagus se había marchado. De nuevo.

    Reubhen suspiró mientras se llevaba la palma a la frente y cerraba los ojos.

    ****

    Perthas era un reino reciente. A diferencia de sus vecinos más próximos, Vedren y Gondria, apenas contaba con ciento noventa años en su humilde historia. Nacida en los albores de la última guerra contra los vakran, y a expensas de la necesidad de establecer una ruta segura para el comercio entre los reinos de Parshea con las tribus bárbaras de Ondavra, la ciudad había crecido próspera bajo el acaudillamiento de los Narvell, una dinastía pionera de comerciantes expertos convertidos en gobernantes eficientes y autoritarios. Los habitantes de Perthas aceptaban a regañadientes la mano de hierro con la que eran gobernados. Desde los distritos cómodos y lujosos de la nobleza hasta los arrabales que hedían a orín y hierbas, todos sabían que el futuro del reino dependía en gran medida de la fortaleza y disciplina de su ejército y, cómo no, del dinero. Resultaba menos difícil vivir en un régimen opresor mientras existía una mínima posibilidad de prosperar; o la ilusión de ello. Y los Narvell siempre habían sabido manejar las conciencias y aspiraciones de sus súbditos.

    Los Pétreos, la guardia personal del rey, se encargaban de impartir disciplina y mantener a las ovejas negras dentro del rebaño. Cuando extirpar un mal podía resultar inapropiado para un monarca, Reubhen disponía de Las Sombras: un grupo de fieles de diversa catadura y origen que actuaba subrepticiamente para llevar a cabo tareas que requiriesen discreción y, por encima de todo, para proteger a su rey.

    El caballero de pelo cano caminaba confiado y presto por las callejuelas serpenteantes de Perthas. Su porte regio y la expresión sobria ahuyentaba a los rateros vulgares. Sus pequeños ojos marrones escrutaban cada rincón, cada esquina y cada retazo de calle que la sonriente luna desvelaba. Buscaba a su presa. La capa roja se movía como una herida abierta sobre el empedrado mientras el cazador viraba presuroso; el broche dorado que la cerraba —una zarpa de águila— identificaba a su propietario como el comandante en jefe de Los Pétreos.

    Sin previo aviso, se paró en seco. Creía haber oído algo. Cuando bregar con la muerte es tu rutina, la línea que separa la suposición de la certeza debe, necesariamente,

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