Xeón
Por Kevin M. Weller
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Ante la constante ofensiva que no dejaba de provocar derramamiento de sangre inocente, Drafur decide arriesgarse y contraatacar a las hordas enemigas. Guiado por un escrupuloso oráculo y acompañado por un grifo de clase superior, da inicio la misión más peligrosa de su vida al entrometerse en los planes del rey de Xeón.
Kevin M. Weller
Kevin Martin Weller es un autor vanguardista, independiente y autodidacta, nacido en Bs. As. en julio del año 1994. Es un literato perfeccionista, amante de la filosofía, la ciencia y el arte. Ha estudiado la ciencia del lenguaje y la ciencia de la literatura desde su adolescencia y dedica gran parte de su tiempo a la lectura y la escritura, como si se tratase de una obsesión de la que no puede despegarse por nada del mundo. Trabaja como técnico en electrónica y refrigeración, aunque de manera independiente y esporádica realiza otros trabajos.
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Xeón - Kevin M. Weller
Prólogo
La Gran Limpieza, bajo orden y petición del mismísimo Dégmon, había iniciado muchos años atrás, partiendo desde el Norte del continente. Las innumerables y sanguinarias hordas del Ejército Rojo habían estragado gran parte de las aldeas contiguas, provocando que los nativos de dichas poblaciones escaparan hacia otras regiones, algunas tranquilas y otras peligrosas, dependiendo de la cantidad de animales salvajes que en los alrededores moraban.
El rey Cen-Dam había cedido ante la insistente petición del tan aclamado Mesías, otorgándole permiso de utilizar sus más eficientes legiones para que llevasen a cabo la Purificación de Razas Imperfectas, por no decir genocidio masivo basado en una naturaleza supersticiosa. Y sí, no había ninguna otra justificación para salir a matar inocentes más que pensar que los mismos se levantarían en su contra en algún momento.
No fue Dégmon ni su profeta Vishne, ni ninguno de los patriarcas los encargados de inventar la ideología extremista que enorgullecía a los dragones para salir a masacrar herejes; habían sido, aunque nadie sabía, escribas anónimos, tras haber sido menospreciados por otras especies, los que decidieron adulterar las Sagradas Escrituras, poniendo énfasis en la supuesta superioridad de su especie, tildando a los demás de subversivos, y, siendo el sumun de la hipocresía, posibles aniquiladores de inocentes. Si bien tardó muchísimo tiempo, milenios inclusive, que dichas ideas racistas y misantrópicas tuvieran valor alguno, florecieron en su debido momento.
No dieron problemas hasta que un infame dictador, uno en particular, tomara el poder en Verrauten, propagando así la nueva ideología que, aunque nadie lo esperaba, desencadenaría en un sinfín de atroces masacres y desprestigiantes felonías cuya gravedad no tenía comparación. El fanatismo religioso se fue forjando mediante adoctrinamiento, constantes amenazas y truculentos castigos, todo ello bajo la supuesta Orden Divina que debía cumplirse sí o sí. Así, timados fueron muchos y la dignidad perdieron, convirtiéndose en lo que más adelante los identificaría como la Raza Destructora.
En los demás continentes, por más que la cantidad de dragones era inferior, también había constantes confrontaciones que daban lugar a más caos. Mitriaria, bajo el dominio de Dáikron, tenía que soportar a los dragones negros; Ashura, bajo el dominio de Bork, tenía que soportar a los dragones blancos y a otras especies salvajes, indomesticables, que fastidiaban bastante. Todas las criaturas del mundo estaban hartas de que los dragones invadieran sus aldeas, robaran sus pertenencias y exterminaran a sus guerreros. Aquellos monstruos eran los seres más odiados del mundo, incluso tan odiados que ya nadie quería dialogar con ellos. La única opción que les quedaba a las criaturas era sublevarse y contratacar con lo poco que tenían.
I. Migración forzada
A más de dos mil cincuenta kilómetros de Faunixur, la famosa tierra tórrida de los fénix, sitio árido y rocoso conocido por muchos como Frexiah, moraban zorros de fuego de clase común. En ese lugar, donde las casas eran construidas con barro, argamasa y piedra, merodeaban de manera cautelosa minotauros de piel rojiza, los únicos de su especie adaptados al calor extremo de la región. Protegidos con imponentes armaduras de bronce, los bípedos taurinos dejaron de atisbar para meterse de lleno en terreno desconocido, yendo de un lugar a otro a hurtadillas, explorando los alrededores estando ojo avizor. Sin percatarse, alguien los estaba vigilando desde una atalaya lejana que, erguida como una estaca y oculta entre dos ingentes montañas, servía como medio de mantener informados a los guardianes en caso de que apareciesen invasores.
Con una improvisada lente que se utilizaba para ver con más claridad objetos distantes, un joven zorro de tres colas observaba las siete figuras rojizas que se desplazaban con rimbombante parsimonia. Era sabido que esos minotauros no tenían buenas intenciones, era necesario esperar el momento justo para arremeter. Sin embargo, un explorador alado proveniente del Sudeste no fue paciente y acometió contra ellos.
—¡Maldita sea! —refunfuñó el zorro de espeso pelaje colorado y bajó corriendo las escaleras. Las extensas colas que tenía, casi tan largas que sus brazos, rozaban la pared y perdían pelo.
Corriendo con celeridad, dando pequeños saltos para evitar tropezar con las rocas picudas que yacían en el suelo seco, llegó hasta el sitio de encuentro. Ante sus ojos, no habiendo esperado tal cosa, un grifo de clase superior protegido con una ligera panoplia plateada estaba dando una espectacular, más bien hiperbólica, demostración de su poderío, cercenando a una velocidad portentosa a los rivales, con dos espadas largas de astil curvo. Defendiéndose con hachas de guerra, lograron evitar que los mutilara.
Antes de que el zorro se interpusiera en la batalla, tres encolerizados rifontes aparecieron, apartaron al entrometido al crascitar de forma estridente, lo que producía sordera temporal, y se acomodaron en el suelo a fin de que los merodeadores subiesen en sus lomos emplumados. Fue así como los siete minotauros, que habían recibido profundos cortes en la piel, lograron escapar antes de que los mataran. Los gigantescos cuervos de aspecto grotesco se alejaron con prontitud, dejaron la aldea en paz.
Frente a frente, en un área rocosa y polvorienta, con pocas ganas de dialogar de forma pacífica, se encontraron los dos protagonistas principales de la historia.
Drafur era un kitsune de raza Fägur, de pelaje escarlata, vientre ambarino, manos y pies azabache, ojos naranjas y granate cabello lacio que le cubría hasta la mitad de la espalda; una túnica de color marrón oscuro, bastante agujereada y gastada, le cubría el cuerpo; una funda dorada en su espalda descansaba, lugar donde colocaba el yatagán, cuya hoja resplandeciente medía casi dos metros; su figura esbelta lo distinguía de los zorros de fuego comunes, superaba los tres metros y medio de altura. Su voz gruesa, algo aguardentosa, sonaba parecida a la de un dragón de clase superior, no así su acento neutral. Hablaba cinco idiomas, de los cuales prefería el Serfi, la lengua franca de los tres continentes, por una cuestión de practicidad.
Zasutke Iyasame Queilevem Hakmurus de Gaulkurmoh, conocido con el pseudónimo de Izkerus, era un grifo de clase superior que medía tres metros setenta y seis. Todas sus plumas eran blancas y tenían bordes añiles; sus ojos, un poco más grandes de lo normal, eran azures; un penacho de cacatúa emperifollaba su cabeza, dándole un distintivo retoque; sus largas piernas, como las del león, eran de color pardusco; su extensa y delgada