Las esclavas del patriarca y el mensaje de Elaisha
Por Kevin M. Weller
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Tras haber ingresado al templo del patriarca, Elaisha se enfrenta a una realidad truculenta e injusta con la que debe luchar día a día para no dejarse corromper por las costumbres de la época ni por los hábitos de la horrenda tribu en la que nació. Para poder escapar de su miseria, tendrá que hacerle frente a su mayor obstáculo: el miedo a la muerte.
Kevin M. Weller
Kevin Martin Weller es un autor vanguardista, independiente y autodidacta, nacido en Bs. As. en julio del año 1994. Es un literato perfeccionista, amante de la filosofía, la ciencia y el arte. Ha estudiado la ciencia del lenguaje y la ciencia de la literatura desde su adolescencia y dedica gran parte de su tiempo a la lectura y la escritura, como si se tratase de una obsesión de la que no puede despegarse por nada del mundo. Trabaja como técnico en electrónica y refrigeración, aunque de manera independiente y esporádica realiza otros trabajos.
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Las esclavas del patriarca y el mensaje de Elaisha - Kevin M. Weller
Prólogo
Durante muchos milenios, las mujeres indígenas se habían visto sometidas al mandato incuestionable de los hombres, con o sin poder, y la vida se había vuelto una miserable tragedia que nadie desearía vivir en carne propia ni siendo masoquista. No es de extrañar que la visión de los hombres primitivos perdurase durante tanto tiempo sin que nadie dijera nada. Las mujeres olvidadas del pasado pudieron haber pensado en un futuro mejor para sus hijas, pero lo que nunca imaginaron es que aquellos deseos eran someras utopías.
La ignorancia y la superstición eran dos vendas inamovibles en las culturas originarias, de ahí que se relacionó lo incivilizado con lo indígena; de hecho, había una paradoja entre lo salvaje y lo civil, lo inmoral y lo moral, lo incorrecto y lo correcto. Los hombres blancos veían a los indios como animales antropomorfos, de rasgos y gustos similares, pero de corazón rígido y raigambre pagana. Aun así, las similitudes entre conquistadores y conquistados eran muchas más de lo que los primeros pensaban, y entre éstas estaba el odio a las mujeres.
Al ver que la mujer era tan o más hábil para muchas tareas, los hombres de antaño la vieron como una amenaza que ponía en descubierto su frágil masculinidad, motivo por que empezaron a sentirse inseguros de sí mismos. Aquella sensación de inseguridad hizo de las mujeres las villanas del mundo, las pecadoras por excelencia, las representantes del sexo débil. A los ojos de los hombres, en seres inferiores se convirtieron y en incubadoras se transformaron. La libertad positiva y el principio de autonomía existían única y específicamente para el hombre, no para la mujer.
Las primigenias sociedades matrilineales, importantísimas para el pensamiento prehistórico del Homo sapiens, fueron cayendo ante la potestad de una masculinización deífica que, como no podría ser de otra manera, hizo que la figura femenina de Dios pasara a ser una representación masculina. Fue cuando el mundo dio a luz a uno de los peores monstruos del pasado: el patriarcado.
El patriarcado nació como un sistema opresor que consideraba a la mujer un ser inferior, incapaz de subsistir por cuenta propia, un ser dependiente del hombre, un ser indigno de derechos, un ser malévolo dispuesto a obrar mal si no recibía maltrato, un ser peligroso capaz de rebelarse y pensar por sí mismo. Y sí, lo que más aterraba a los hombres era que hubiese mujeres independientes con la capacidad de pensar y tomar decisiones propias. De ahí surgió un miedo cerval que paralizaba al hombre primitivo, convenciéndolo de que la mujer debía permanecer privada de su libertad.
Condenadas al rechazo y a la desdicha, las mujeres primitivas no tuvieron otra opción más que aceptar la imposición sexista que los hombres poderosos habían creado para denigrarlas. Si bien las primeras deidades tribales habían desarrollado una fisonomía femenina en la representación sáxea, la personalidad de aquellos seres sobrenaturales seguía siendo, hasta cierto punto, asexual. Pronto se optó por inventar familias y teogonías en las que había dioses y diosas que procreaban a su antojo, cada uno con su rol correspondiente.
Dentro de las culturas politeístas, los dioses poseían la ventaja de ser más poderosos y corajudos que las diosas. Los primeros representaban todas las cualidades típicamente masculinas y las segundas representaban todas las cualidades típicamente femeninas. El vigor, la osadía, la temeridad y la grandeza eran rasgos de los dioses; la sumisión, la lealtad, la protección y el cariño eran rasgos de las diosas. La dicotomía se fue intensificando con el correr de los años, haciendo que un sexo fuese el dominante y otro el dominado.
Posteriormente, con el surgimiento de las religiones monoteístas, las deidades comenzaron a distinguirse por tener cualidades exclusivamente masculinas, demostrando que lo divino no debía estar infectado por cualidades femeninas. Los dioses fueron sexualizados pese a que eso no tenía ningún sentido dada la naturaleza inmaterial de éstos. Una diosa sólo podía concebir si un dios la fertilizaba; un dios podía crear seres en un plis plas, por necesidad o por capricho, pese a que esto tampoco tenía sentido.
Como los dioses ganaron la batalla de los sexos, sus representantes en la Tierra debían ser, obviamente, hombres. Así, los líderes religiosos usaron dicha excusa para autodeclararse superiores a las mujeres, más que nada sobre las que venían de familias de escasos recursos. Los cabecillas de las tribus eran portavoces de los dioses, los defensores de la fe eran chamanes y brujos, los guerrilleros y trabajadores eran hombrezuelos; las mujeres eran lo más bajo que había.
El puesto por excelencia de las mujeres era el de servidumbre. Ellas no podían aspirar a otra cosa más que ser siervas de un hombre poderoso, o en su defecto, marionetas de un proxeneta. Si querían vivir un poco mejor que las más