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Cuentos del río Estigia
Cuentos del río Estigia
Cuentos del río Estigia
Libro electrónico62 páginas44 minutos

Cuentos del río Estigia

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En el corazón del oscuro Tártaro, el alma del bribón Áfobo anhela alcanzar los Campos Elíseos.

Seguido de cuatro cuentos:

- El Portador del Fuego

- Asterión

- Dos ladrones y el templo de Artemisa Lusia

- Al alba de la humanidad

Patrice Martinez os invita a viajar. Una colección de cuatro relatos cortos para descubrir la vida social, religiosa y llena de aventuras de un gran pueblo, ¡los helenos!

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento9 sept 2016
ISBN9781507154731
Cuentos del río Estigia

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    Cuentos del río Estigia - Patrice Martinez

    Patrice Martinez

    CUENTOS DEL RÍO ESTIGIA

    Volumen 1

    Ediciones Phanès

    Traducción de Belén Eslava Urío

    ISBN 979-10-91877-26-8

    Propiedad intelectual © enero de 2016 segunda edición de ediciones Phanès

    Ilustración: La Isla de los Muertos - Arnold Böcklin, 1886

    Patrice Martinez

    01, allée des Monts d'Olmes 31770 Colomiers (France)

    ––––––––

    PREÁMBULO

    Las orillas del río Estigia contenían sus aguas negras y turbulentas; este lúgubre hijo de Oceánide rodeaba el Hades con sus anillos de reptil. Mi nombre es Áfobo y acababa de recorrer el mundo de los vivos, atrapado una vez más por la guadaña de Tánatos, el dios de la muerte. El señor Hermes, maestro auriga y mensajero de los dioses, me condujo a este tormentoso lugar. Yo no era más que un ladronzuelo de caminos reales, con el alma dividida entre la vida al aire libre y una sed insaciable de lujuria. El hacha del verdugo escita había cortado el hilo de mi vida en un instante. Me aproximé a aquella orilla de los condenados, sabiendo perfectamente que, sin un solo óbolo, estaba destinado a errar eternamente por las áridas tierras del Tártaro; ¡en adelante, no me quedaba más remedio que utilizar alguna artimaña con Caronte, el barquero encargado de pasar las almas a la otra orilla, para poder llegar a los Campos Elíseos!

    ¡Allí estaba! Aquel ser maldito, hundiendo su espadilla[1] en las negras aguas del Estigia con la esperanza de recuperar lo que los vivos habían depositado en la boca del difunto. Envuelto en su himatión[2] sucio y austero, recorre eternamente las orillas del río y en ellas atraca, sin dejar ver jamás una sola parte de su rostro. Caronte se aproximó a mí, la cara siempre escondida en un negro de Nyx:

    - ¿Tu boca esconde ese tesoro que tanto me satisface? ¡Abre ese abismo que el hombre se complace en llenar con las delicias de Rea!-.

    - ¡No lo tengo en absoluto, oh, señor Caronte!-.

    - Entonces, tus jueces te han condenado a emprender un periplo por las lúgubres tierras del Tártaro-.

    - ¿Así que no hay alternativa a ese espantoso destino?-.

    - Cosechas lo que has sembrado durante el final de tu vida de bandido. ¿Acaso prefieres que llame a las Erinias[3] para así contener tu insolencia?-.

    Me quedé pensativo un momento mientras sus dos ojos clavaban su resplandor de azufre en mi mirada deseosa de huir.

    - ¡Con todos mis respetos, os propongo un trato, señor Caronte!-.

    - ¿Te estás burlando de mí? ¡Nadie puede permitirse cambiar su destino! No tengo tiempo que perder en salmodias[4] ni en retóricas: mi tiempo está limitado por el trabajo. Hay almas esperándome mientras tú retrasas tu envío al corazón del Hades-. 

    - Cuando estemos navegando hacia los sombríos dominios del Tártaro, os contaré algunos relatos extranjeros que he tomado prestados de las divinas Musas y Cárites[5] y, una vez cerca de la otra orilla, si mis odiseas os han complacido, me llevaréis hacia los Campos Elíseos...-.

    Caronte se quedó de piedra; ¿estaría meditando aquella inesperada propuesta? Aunque numerosas almas errantes ya le habían propuesto otros tratos igualmente descabellados.

    - ¡Se me ocurre algo mejor, Áfobo!: si tus historias no me complacen en modo alguno, ¡servirás de alimento a Cerbero, el perro guardián!-.

    En aquel momento, pensé cuidadosamente en la respuesta que le iba a dar. Pero ya me había lanzado por el tortuoso camino de aquel compromiso; de mí dependía salir victorioso de aquella conversación que no llevaba a ninguna parte.

    - ¡Que así sea, señor Caronte! Embarquémonos en vuestro caballo flotante y alcancemos la otra orilla, de la cual apenas distinguimos los rocosos bordes-.

    Con estas últimas palabras me instalé en la chalupa mientras el viejo barquero hundía su

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