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Muerte en el crepúsculo
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Libro electrónico289 páginas3 horas

Muerte en el crepúsculo

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Tres personas están a punto de librar una entrañable confrontación personal luego de que un rastro de cadáveres consternara a las autoridades que, habiendo encontrado lo que parece ser un mensaje acompañando a cada escena del crimen, despierta una obsesión en el jefe Guadarrama: un tipo solitario, duro, al borde de la amargura, y a quien la vida parece haber arrebatado demasiado.
Guadarrama intentará resolver la inexorable relación entre el asesino y los cuerpos encontrados. Antonio se verá inmerso en una lucha interior entre proteger al amor de su vida, por un lado, o seguir su propia brújula moral y exponer el crimen que guarda como un secreto quemándole las entrañas, por el otro. Asimismo, Olivia tratará, a toda costa, de enterrar en el pasado aquello que condujo a su vida a un terrible punto de inflexión; un laberinto de dolor que pareciera no tener final… hasta ahora.
Descubre cuál es la relación entre estos personajes en esta novela que combina el suspenso con las características propias del género negro.
IdiomaEspañol
EditorialDistrito 93
Fecha de lanzamiento13 abr 2020
ISBN9788417895938
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    Muerte en el crepúsculo - Marcos David González Fernández

    Grayson

    1

    Cuando entraron en la habitación, un penetrante olor a pólvora impregnaba todo el ambiente en el interior. Al fondo, sobre el catre en el que probablemente solía dormir, estaba el cuerpo sin vida de, según figuraba en su identificación, Nicolás Fábregas. El detective en jefe de la investigación, Juan Guadarrama, pudo apreciar en el cuerpo casi desfigurado del occiso que había recibido varios balazos, al parecer de gran calibre:

    —380… tal vez 45 milímetros —le soltó el perito en balística que había acudido junto con él a la escena del crimen.

    —¿Y los casquillos? —señaló Juan Guadarrama sin dejar de sostener un cigarro apagado entre sus colmillos y haciendo una mueca al hablar.

    —No los veo por ningún lado…

    Aquello solo podía indicar dos cosas, pensó Juan: o el occiso no había recibido los letales balazos en aquel sitio o bien alguien se había llevado los casquillos para esconder huellas o cualquier pista que pudiera inculparlo. Pero, ¿qué pasaba con el penetrante olor a pólvora? Era evidente que lo habían matado en aquel lugar. Por lo menos media docena de tiros le habían caído encima a Nicolás Fábregas antes de que su espíritu abandonara su maltrecho cuerpo.

    Sí, todos los tiros habían dado en el torso. Seguramente había muerto al instante, apuntó mentalmente Juan mientras se acercaba al cuerpo ensangrentado de manchas marrón y sangre coagulada del tal Nicolás.

    —Un tirador experto —señaló Juan al perito que se acomodaba los guantes de látex para examinar mejor el cuerpo en busca de algún indicio que arrojara algo de luz al crimen que se había perpetrado en aquella habitación. Una habitación olvidada de un edificio en el centro de la ciudad.

    No era ningún secreto que durante los últimos días el índice del crimen se hubiera disparado durante esos años. En los escritorios de los pocos detectives y agentes se acumulaba el trabajo por medio de inmensas pilas de carpetas de investigación de robos, asesinatos, tráfico de drogas… ¡Era una locura!

    Sin embargo, aquel crimen había despertado el interés de Juan Guadarrama, pues trataba de recordar de dónde le parecía familiar aquel rostro bañado por gotas de sangre sobre una expresión de asombro que, aún con los ojos abiertos de par en par, parecían retener la imagen del perpetrador en los confines de una mente que se había secado durante los últimos instantes en los que su corazón se fue dando por vencido para no volver a latir jamás.

    Miró alrededor. No había muchos objetos ni muebles en el apartamento. No era más que un cuartucho demasiado grande con su propio baño; un catre y un viejo aparato de discos de vinilo todavía girando sobre el tornamesa. La última frase del coro de una canción de un famoso cantautor se repetía una y otra vez:

    «No te puedo olvidar…»

    Así sonaba la frase y se seguía repitiendo hasta que Juan se acercó al aparato y, después de garabatear esa línea en su pequeña libreta de apuntes, levantó la aguja, deshaciéndose de la música con un barrido para volver a colocar la aguja en su sitio. El disco fue dejando de girar, perdiendo impulso lentamente.

    Juan siguió con la vista el circular movimiento del disco hasta que se detuvo por completo, como si con ese hecho una idea se asentara en su cabeza:

    «No te puedo olvidar. No te puedo olvidar…»

    Un escalofrío recorrió rápidamente su médula haciendo que los vellos de su espalda se erizaran.

    —Me temo que se trata de un asesino serial.

    Su voz fue apenas perceptible, como si estuviera hablando consigo mismo, pero no lo suficiente para que el perito, que se encontraba a unos pasos de distancia, pasara por alto aquella sentencia.

    —¿Qué se lo hace suponer, detective? —preguntó el perito dejando de hacer lo que fuere que en aquel momento se encontraba haciendo.

    Juan se quedó mirando el aparato de música con la mirada perdida, sin duda transportándose a otro momento. A otro lugar, quizá.

    —Nos ha dejado el primer indicio de su jueguecito: «No te puedo olvidar…» —repitió la frase que acababa de apagarse con el aparato que tenía frente a sí—. Es solo cuestión de tiempo para que demos con otro fiambre en alguna pocilga como esta —dijo levantando las manos en un gesto de hastío por la inmundicia del sitio.

    Sin embargo, ¿quién era aquella víctima que yacía sin vida sobre aquel catre?

    Por más que Juan trataba de recordar, ese rostro con aquella expresión de sorpresa se le escapaba entre los hilos de su memoria. Una y otra vez se esforzaba por traerlo de nuevo a la mente en otro escenario, en otro contexto, pero el resultado era siempre estéril, por lo que terminó desechando la idea de tratar de recordar, debido a la frustración al no poder conseguirlo.

    Juan dejó a los peritos trabajando en la escena del crimen luego de tomar algunas notas en su libretita de bolsillo. Al salir del vetusto edificio las aletas de su nariz se insuflaron al chocar en el exterior con aire limpio. Respiró hondo varias veces hasta que sintió que había salido de sus pulmones hasta el último resquicio de hedor a pólvora e inmundicia. Siempre era lo mismo en cada escena del crimen: un ambiente encerrado y viciado por el olor a sangre, a cuerpos en descomposición, a todo tipo de condiciones infrahumanas.

    Si supiera hacer otra cosa en su vida que no fuera perseguir criminales, ya habría cambiado de oficio desde hacía mucho tiempo, pensó. Pero en realidad era bueno en lo que hacía y, llevado por la inercia de la costumbre, cada mañana se entregaba a sus labores sin cuestionarse siquiera para qué otra cosa podía ser útil en la vida.

    2

    Ya habían pasado varias horas desde que, de manera anónima, Antonio dio aviso a la policía para que encontraran el cuerpo de Nicolás Fábregas sobre aquel maltrecho catre. Había llegado apenas le habían asesinado. Nauseabundo y frustrado todavía pudo ver cómo la sangre brotaba a través de las heridas de la víctima. Nada hubiera podido hacer para impedir que muriera. Había llegado tarde. ¡Demasiado tarde!

    Conocía al asesino.

    Lo conocía lo suficiente para denunciarlo. Para que dieran con su paradero y los sentenciaran a cadena perpetua en un agujero del demonio en alguna de las prisiones del país. No obstante, su intención no solo era impedir que siguiera cometiendo crímenes, sino que no lo agarraran en el acto.

    También conocía su móvil, al menos remotamente. Algo le había contado alguna vez sobre lo que le hicieron hacía mucho tiempo, pero no había entrado en demasiados detalles. Incluso él lo comprendía, por eso sentía que su trabajo no era denunciarlo con el Departamento de Policía, sino hacerle desistir sin que el asesino fuera privado su libertad. No lo quería encerrado. Era lo último que quería, pero ahora las cosas se estaban desquiciando y este asesino se perfilaba a perder el control de la situación. Había pasado del plan a la ejecución de forma tan violenta como dramática. Y, cuando la conducta era gobernada por la pasión, el desenlace no solía ser el esperado. Demasiados factores intervenían para que el plan original no saliese como se había pensado. La pasión cegaba, como el amor. Distorsionaba. Tergiversaba la realidad e interponía un velo de locura ante lo que se miraba.

    Él lo sabía muy bien amando a una mujer a la que se entregó en cuerpo y alma hasta la locura.

    Olivia era el nombre de la chica. La misma que ahora le preocupaba tanto.

    La había conocido en la estación del tren una tarde lluviosa de agosto. Pese al frío de aquella tarde, la calidez de aquella compañía había hecho pasajeras las horas que había tenido que esperar por la demora de un tren. Juntos lo abordaron y juntos viajaron a través de anodinos parajes bajo una bóveda húmeda y nublada hasta su destino. Luego el indefectible y frío adiós los había separado para, envueltos en pensamientos en torno al otro, volver a juntarlos en la misma estación algunos días después. Y así volvieron a viajar a la vera de su compañía hasta que la atracción fue dando paso a un incipiente amor que, como aquel imponente tren, fue abriéndose camino a través de vertiginosas y sinuosas veredas. Entonces ya no pudieron prescindir de su mutua compañía y se volvieron amantes. Sí, porque son los amantes los que, con o sin compromiso previo con alguien más, ¡se entregan fervorosamente al amor!

    Ahora, sentado en el sofá de su hogar, sosteniendo entre sus manos un vaso con whiskey de doble malta a medio llenar, recordaba cómo había sido aquel encuentro que dio paso a una aventura de la que hasta el día de hoy no había podido, o bien, no había querido escapar.

    Así eran los amantes: siempre furtivos, arrastrándose entre las intempestivas horas entre la noche y el amanecer. Siempre a hurtadillas a través de un meridiano y otro buscando saciar sus más profundos deseos. Entregándose a la concupiscencia de sus más bajos y carnales instintos hasta que el amor los retiene uno al lado de otro de forma tan peligrosa como si de un equilibrista sin red de seguridad se tratase: siempre danzando grácilmente sobre el hilo que separa lo adecuado de lo incorrecto; lo posible de lo imaginable; lo efímero de lo sustancial que tienen todos los amantes cuando no están juntos y al mismo tiempo… lo están.

    3

    Juan Guadarrama se encontraba mirando la última carpeta que había abierto, la cual sostenía entre los dedos de la mano derecha mientras tiraba la ceniza de su cigarro desordenadamente sobre el cenicero de cristal con la izquierda. Tenía una extraña forma de arrancar la ceniza a su cigarro, y el toque con la uña de su pulgar sobre el filtro hacía que la mitad de la ceniza cayera fuera del cenicero y la otra dentro, dejando un tiradero sobre su escritorio. Los modales eran algo que nada tenía que ver con los agentes de la ley. Nadie empuñaba un arma entre sus manos dispuesto a matar como resultado de sus títulos académicos, constancias, diplomas y buenas notas.

    —Es tarde —comentó su jefe asomando medio cuerpo a través de la puerta de su oficina—. ¿Por qué no lo dejas por hoy?

    Juan lo miró distraído. No escuchó con detenimiento aquellas palabras, pero al verlo desaparecer a través del umbral de la puerta supo exactamente lo que le había dicho: «vete a descansar». No todos los días sucedía aquello. A Juan le gustaba irse temprano de la comandancia. A sus casi sesenta años de edad ya no le atraía enfrascarse en el trabajo como cuando era más joven. Ahora el tedio llegaba cada vez más anticipadamente, lo que lo hacía partir hacia el bar en el que acostumbraba tomar un par de tragos antes de irse a casa para tratar de descansar. A luchar con el insomnio de cada noche. Sin embargo, ahora se sentía distinto. Aquel rostro seguía clavado en el fondo de su mente y aun así no podía desenterrarlo de su memoria.

    —¿Quién eres? —dijo para sí mismo—. ¿Quién ha acabado con tu miserable vida?

    Estaba solo y no hubo respuesta. En cambio, dejó el escritorio, oprimió la colilla de su cigarro contra el cenicero, restregándola con fuerza sobre este. Se irguió de su silla y guardó la carpeta en un maletín de cuero que cargaba siempre del otro lado de la sobaquera en la que llevaba su Colt 45, junto a su costillar izquierdo.

    —Solo tienes que recordarlo —volvió a decir para sí mismo—. ¡Vamos, piensa!

    Pero de nuevo el silencio de aquel rostro gobernó su memoria. De los tantos rostros que acudieron a ella, el de la víctima no fue uno de ellos.

    Salió de la oficina y se encaminó hasta las escaleras que daban a la planta baja. Saludó de mala gana al par de oficiales montando guardia a las afueras de la comandancia y divisó su coche a la distancia, estacionado en frente. Era un Chevelle del ´69, negro, en perfecto estado. Le gustaban los autos poderosos y sus ocho cilindros abastecían el motor con trescientos cincuenta caballos de fuerza. Un policía no podía darse muchos lujos, pero los motores, ya fueran de motocicleta o automóvil, eran uno de sus pasatiempos preferidos. Aparte de las armas, claro estaba.

    Se metió en el coche y su mirada se encontró con sus propios ojos en el espejo retrovisor. Era una mirada endurecida por años del arduo oficio. Sus grandes ojos café revelaban un cansancio que hasta ese momento él mismo desconocía. Era como si bajo aquel semblante de hombre duro los ojos de su niñez se retrajeran, pidiendo a gritos un destino diferente del que ya se había forjado. Tal vez se había equivocado de profesión, pero aquel pensamiento fue desechado rápidamente de sus agitados pensamientos. Debía cumplir el trabajo que había elegido por el resto de su vida. Una vida que ya rebasaba su cenit y que avanzaba rápida e indefectiblemente hacia su ocaso.

    Encendió el motor y el rugido de los ocho cilindros pudo silenciar del todo sus pensamientos. Apretó el volante con fuerza mientras pisaba el acelerador hasta el fondo para dejar dos líneas de caucho sobre el pavimento. El bar estaba a quince minutos de la comandancia, justo a medio trayecto entre su trabajo y la pensión en la que desde hacía tres meses se encontraba malviviendo. Hacían ya seis meses que se había separado de su mujer. A él le pareció apenas una semana desde la última vez en que la había visto, cuando ella decidió echarlo de su casa.

    Durante el último año, después de veinticinco años de matrimonio, habían caído en un mutismo únicamente roto por fríos monosílabos que tenían como conversación hasta que ella, cansada de tal actitud achacada únicamente a su marido, le había plantado cara y puesto de patitas en la calle. La casa la habían adquirido entre los dos, pero estaba a nombre de ella, como casi todo lo demás a excepción de su Chevelle en el que sentía que volaba hacia su propia libertad cada vez que pisaba con fuerza el acelerador. Era la vida de una persona que había dado todo en el trabajo, perdiendo así a la mujer que una vez fue su mejor amiga, su esposa, su amante y compañera.

    De aquel matrimonio había nacido una hija: Adilene. No obstante hacía tanto que no la veía que desconocía hasta si aún vivía en la misma ciudad que él.

    —¿Quién eres, viejo? —se preguntó apretando los dientes y volviendo a mirarse brevemente en el espejo retrovisor.

    Juan Guadarrama, investido con una personalidad introvertida y lacónica, nunca había sido bueno para comunicarse con sus seres queridos. Las muestras de amor y frases de cariño se habían quedado en la infancia de su hija. Una vez que esta entró a la adolescencia los ánimos comenzaron a caldear hasta que ella decidió irse de casa envuelta en una inconmensurable nube de misterio.

    Así era la vida de un padre que perdió el cariño de su hija. Ahora perdida ella también en la oscuridad de su propio silencio.

    4

    La puerta del fastuoso penthouse en el que tantos momentos felices habían pasado, se abrió lentamente.

    Las bisagras chillaron.

    ¡Malditas bisagras delatoras!, pensó Olivia. ¿Qué le costaba poner un poco de aceite a las malditas bisagras?, se preguntó. Todo por dejarlo a la desidia.

    Durante los últimos días su mente estaba hecha un torbellino al que no podía brindar sosiego.

    —¿Cariño? —sonó una voz del el otro lado del salón.

    Antonio finalmente se había entregado al sueño, adormecido por la espera de su novia y por el whiskey que había bebido para calmar su ansiedad. Ella cada vez solía llegar más tarde y cuando lo hacía, se volcaba en largas duchas con agua caliente.

    Al principio él había sospechado que había vuelto con alguna antigua pareja, en secreto. Que ahora el otro se había convertido en amante, como una vez él mismo lo había hecho. Pero luego sus dudas parecieron cada vez más fundadas hasta que se vio en la penosa necesidad de seguirla, de observarla, de espiar cada uno de sus movimientos.

    Lo que encontró de aquella empedernida búsqueda no había sido un amante, sino algo todavía peor. Algo que le quitaba el sueño y llenaba de ansiedad sus días, sus noches, sus largas caminatas por el parque. ¡Todo estaba contaminado por una creciente ansiedad! Y esa ansiedad iba dando lugar a un inquietante miedo.

    Antonio no sabía qué hacer. Estaba atrapado entre dos emociones contrariadas y, por eso, había decidido no hacer nada. No moverse. No descubrir su vulnerable posición.

    —¿Eres tú, cariño? —La pregunta le pareció estúpida. ¿Quién más iba a ser sino ella?, pensó.

    Soltó una maldición para sus adentros y se levantó de su sofá para entrar en la habitación en la que ella ya se encontraba encerrada en el cuarto de baño dispuesta a ducharse.

    ¿Cuántas noches más aguantaría aquella pantomima?, se preguntó Antonio mientras se metía en la cama, cubriéndose con las finas y frescas sábanas de seda color marrón. Y, antes de poderse contestar a sí mismo, se encontró profundamente dormido. Había bebido más de lo habitual de aquella botella de whiskey de dieciocho años a punto de acabarse.

    Antonio Silva era una persona apacible y tranquila. Sus negocios a lo largo de la ciudad le brindaban una vida llena de lujos y comodidades. Los problemas eran algo que se rehusaba a tener. Nunca había tenido el carácter para enfrentar una situación en

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