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Lidia
Lidia
Lidia
Libro electrónico268 páginas3 horas

Lidia

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Información de este libro electrónico

Lidia es un thriller cargado de adrenalina que nos muestra la cara oscura de la prostitución. Después de que su marido la abandone, Lidia se encuentra sin recursos, por lo que decide prostituirse en un pueblo donde nadie la conoce. Pero las noticias corren rápido y pronto Santiago, el dueño del prostíbulo cercano, la presiona para aprovecharse de su situación. Nacho, uno de los clientes de Lidia, se muestra dispuesto a ayudarla, pero pronto la mujer verá que eso no es más que un movimiento egoísta. Harta de todo y todos, Lidia decide rebelarse contra ellos, contra el pueblo y contra el mundo. -
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento15 ago 2022
ISBN9788728364031
Lidia

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    Lidia - Jerónimo García Tomás

    Lidia

    Copyright © 2020, 2022 Jerónimo García Tomás and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788728364031

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

    A Eva

    1

    Lidia cerró el neceser de maquillaje y se dio un último vistazo. En su boca apareció un mohín. Los dos focos acoplados al marco del espejo llenaban de destellos las ondas de su cabello rubio oscuro. Sonrió a su imagen y volvió a mirar la pantalla del móvil apoyado en el lavabo. Aún quedaban quince minutos para las doce del mediodía. Salió al dormitorio y volvió al comedor.

    Levantándose la parte baja del negligé, se sentó en el sofá de escay negro y buscó entre los vasos sucios y las revistas esparcidas sobre la mesa baja hasta encontrar el mando a distancia. Apuntó al televisor y pulsó un botón. La presentadora pelirroja apareció recortada contra un panel azul celeste. Estaba leyendo una pregunta relacionada con un reciente estreno y la modelo casada con el actor principal.

    Lidia casi gritó el nombre de la modelo.

    Acto seguido, se llevó la mano a la boca con gesto horrorizado. Sus incisivos se hundieron en el nudillo del dedo índice.

    Apagó el aparato y tiró el mando.

    Corrió por el pasillo hasta el cuarto de baño principal y, del borde de la bañera, agarró el gel.

    Ya lo había hecho varias veces antes, pero aún así desenroscó el tapón y sacudió nerviosamente la botella, apretándola y recibiendo el soplo de aire en la otra mano. Con un gesto abrupto, como si de pronto su mismo tacto le resultase asqueroso, la arrojó al interior de la bañera. Cogió el bote de jabón líquido del lavabo. Levantándolo hacia la lámpara, lo miró al trasluz. La franja oscura en la base apenas llegaría al medio dedo.

    Se mordió el pulgar, los ojos muy abiertos clavados en el sumidero de la pila.

    Volvió al pasillo.

    Entró en la cocina y abrió la puerta de la galería y asomó la cabeza. En uno de los patios al otro lado del estrecho deslunado, una ventana mostraba el interior de un comercio de ultramarinos. No se veía a nadie.

    Lidia se dejó caer contra la nevera, las aletas de su nariz dilatándose y contrayéndose de forma exagerada. Cerró los ojos con fuerza y al abrirlos miró el reloj del microondas. Habían pasado cuatro minutos.

    Regresó a su habitación.

    Sacó del armario un vestido sencillo, sin mangas, amarillo a rayas, y se lo echó por encima. Puso cuidado en que el negligé no asomara por ningún sitio. Mirándose las medias, pareció dudar. Pero finalmente salió a por el bolso.

    Quitaba ya el cerrojo cuando se sorprendió en el espejo del recibidor. Entonces corrió de vuelta al aseo del dormitorio.

    Con una toallita húmeda, se restregó los párpados y las mejillas y la boca. El carmín había desaparecido solo en parte, dejando el labio surcado de hilillos rojos, cuando una mirada al móvil la hizo desistir.

    Esta vez sí, salió del piso y tomó el ascensor.

    No había nadie fuera. Las fachadas de ladrillo cara vista tenían un aspecto nuevo y reseco bajo el sol intenso. No fue hasta dar la vuelta a la manzana y entrar en la calle de fincas viejas cuando se percató de seguir llevando las zapatillas rosas de andar por casa, con el talón abierto y dos borlas peludas en el empeine. Eso la hizo apresurar más el paso.

    Al llegar a la tienda, se asomó al escaparate.

    Había dos mujeres cerca del mostrador. Hablaban con la dependienta.

    La mano de Lidia se movió hacia el cristal pero al instante se retiró crispada. Regresó a la esquina. Desde allí, estuvo sacando la cabeza y mirando la pantalla del móvil a intervalos casi regulares. Se mordía a ratos el índice y a ratos el pulgar, el aire escapando de entre sus dientes con un silbido de válvula rota.

    Doce menos tres minutos. Empezó a vigilar también su calle.

    Sobresaltada, se pegó más a la pared. Cuando se atrevió a sacar la cabeza, las dos mujeres ya se alejaban con sus bolsas de plástico, sus informes faldas y sus rebecas de lana sobre los hombros.

    No esperó a que desaparecieran. Echando a correr, las piernas rígidas sobre el mullido golpeteo rosa de sus pies, alcanzó el negocio y empujó la puerta.

    Ni siquiera se permitió mirar a la dependienta. Musitando un saludo que no fue devuelto, avanzó por entre anaqueles de conservas hasta el fondo. Junto a la ventana que había observado desde su casa se hallaban los productos de aseo. Agarró el gel. Fue a la caja y, con exagerada decisión, lo depositó sobre el mostrador. No logró mantener las piernas quietas al abrir el monedero. La falda del vestido rozaba el nylon de sus medias emitiendo un susurro que parecía acompasarse a su respiración.

    Puso el billete de veinte euros junto al gel.

    La mano venosa y moteada de la dependienta tardó en cogerlo.

    Solo entonces, como si algo se hubiese puesto de repente rígido en su cuello y la hubiese obligado a alzar la cabeza, Lidia miró a la mujer. Sus labios se hundieron un poco hacia dentro, escondiendo los hilachos de carmín.

    —Es buena esta marca, ¿no? —dijo la vendedora.

    Aún no había abierto la caja registradora. Desplazaba sus ojos penetrantes de la botella de gel a Lidia y vuelta a la botella, las gafas de montura dorada apoyadas en la punta de su nariz. Su permanente castaña semejaba un casco de bronce agrietado. Llevaba una bata abotonada hasta el cuello de la que, a la altura del corazón, quedaban fragmentos del hilo que en algún momento habría sujetado un parche con un nombre.

    Los ojos de Lidia quedaron fijos en el rectángulo que formaban los hilos rotos.

    La mujer cogió la botella y simuló leer la etiqueta.

    —Digo yo que más vale que sea buena.

    —Tengo prisa —logró decir Lidia. En las comisuras de su boca hubo una leve palpitación.

    La dependienta la miró con la misma expresión con la que había estudiado la etiqueta. Abrió la caja.

    —Para una mujer es importante —dijo mientras guardaba el billete—. Luego, claro, hay cosas más fáciles y cosas más difíciles de limpiar. —Sacó uno de diez y otro de cinco y los sostuvo en la mano izquierda mientras la derecha contaba monedas con deliberada lentitud—. Una se tiene que asegurar de que estará todo limpió para cuando el marido vuelva. Y a veces es muy difícil. Es casi imposible, que el marido encuentre algunas cosas limpias al volver. Eso, claro, si es que vuelve.

    No había terminado de adelantar la mano y Lidia ya le arrebataba el cambio. Algunas monedas se le resbalaron al tratar de guardarlas. El tintineo que produjeron en el suelo le hizo dar un respingo y acelerar el paso.

    Ya tenía las llaves en la mano mucho antes de llegar. Al entrar en el patio de falso mármol, se detuvo y escuchó. Nada. Dejó escapar un suspiro.

    El ascensor estaba allí. Pulsó el botón del primer piso y se dejó caer contra las puertas una vez se cerraron.

    No parecía haberse dado cuenta de que se movía y de pronto las puertas ya no le prestaban apoyo. Salió al rellano dando bandazos hasta que recuperó el equilibrio.

    Entonces lo vio y soltó un chillido.

    —¡Por el amor de Dios! —dijo, componiendo forzadamente una sonrisa—. ¡Chico!, ¿no me digas que ya son las doce?

    —Perdone. Nadie contestaba abajo, y como la puerta estaba abierta... —El hombre separó las manos en un gesto que explicaba y pedía excusas al mismo tiempo. Vaciló, con afectada timidez—. Bueno, aquí estoy.

    —Oh, pero si la culpa es mía. ¿Cómo puede una chica ser tan…?

    Lidia se fijó mejor en él. Un lado de su sonrisa se torció en un gesto mal reprimido. Dijo:

    —Así que tú eres el amigo del señor Julio. Santiago, ¿no?

    —Y usted es Lidia.

    —¡Ja! ¿Qué es eso de «usted», cariño? Si soy casi una chiquilla. —Hizo un mohín, mirándolo a través de las pestañas—. Y a los amigos de los amigos…

    Santiago la estudió de arriba abajo con sus ojos pequeños y saltones.

    —Pero, bueno —siguió ella—. Y que venga un hombre a visitarme y lo reciba con esta facha... Eso no me lo perdono.

    Él agitó una mano para quitarle importancia.

    Era más bajo que ella. Vestía pantalones grises bien planchados y unos mocasines negros que no parecían nuevos pero brillaban en exceso. La camisa de seda granate le quedaba tirante en la barriga, que caía ocultando la hebilla del cinturón. Llevaba una chaqueta de cuero negra con botones de nácar. Tras una calva más que incipiente, su corta melena, recogida en una cola, competía con los zapatos en intensidad de brillo.

    Lidia metió la llave en la cerradura.

    —¡Buffh! ¡Qué vida! Una ya no puede dejar de correr estos días.

    —Demasiado estrés.

    —Y que lo digas. —Abrió la puerta—. Con lo difícil que es encontrar un hombre que valga… Y yo los hago esperar y los recibo de cualquier manera.

    Siguiéndola al interior, Santiago soltó un resoplido que podía sonar a risa despectiva. Por un instante, eso la paralizó. Entonces le oyó decir:

    —Si va usted estupenda.

    Lidia le sonrió con malicia por encima del hombro.

    Al pasar junto al baño, pareció recordar lo que traía con ella. Se llevó la botella al estómago, como si esperase esconderla entre los pliegues del vestido.

    —Un segundito.

    Se metió y salió enseguida.

    Santiago estaba parado en el umbral del salón. Ella se le acercó con una tensión en la sonrisa que la hacía mostrar una hilera de dientes pequeños y apretados.

    —Pero, chico, no te quedes ahí. ¿Te vas a poner cómodo o no?

    Le quitó la chaqueta de piel mientras lo hacía pasar.

    La prenda estaba caliente. Una chaqueta para protegerse de un frío que no hacía. Se fijó en los óvalos oscuros bajo las sisas de su camisa. Eso la hizo reprimir otro gesto.

    Aprovechando que le daba la espalda para dejar la chaqueta en una silla, reajustó sus facciones. Cuando le dirigió de nuevo su máscara de niña traviesa, él la esperaba con una de inocencia, arrugada la frente y caído el grueso labio inferior.

    Lidia aspiró el olor acre de la camisa.

    —En fin… —Se pasó un dedo por el borde del escote haciendo que asomara el encaje negro del negligé—. Me da un poco de vergüenza que me veas así.

    Santiago no dijo nada.

    —¿Qué te parece si me dejas un par de minutitos para que me arregle? No es mucho pedir, ¿verdad? ¿Tiene derecho a un par de minutitos, la chica que luego se va a intentar portar muy pero que muy bien?

    —Pues claro.

    —No te arrepentirás. —Le pasó el dedo ahora a él por el cuello de la camisa, por el vello pectoral ensortijado y por la pegajosa mejilla recién afeitada—. Y mientras yo… Bueno, antes de sentarnos a beber una copa y a relajarnos, supongo que tú también querrás estar más cómodo. ¿Te quitas esa ropa y te das una ducha? Tengo un albornoz que te irá perfecto, y además…

    —Estoy bien así.

    El dedo de Lidia se crispó. Antes de haber podido decir nada, Santiago levantó la palma en su dirección.

    —Es una broma —dijo, sonriendo. A ella se le escapó un jadeo de alivio—. Es una broma, mujer. Sé cómo van estás cosas. No soy ningún bruto.

    La risita de Lidia alzó el vuelo a través de la habitación y cayó en picado.

    —Bueno, chico, no… —Tragó saliva—. No me habían dicho lo buen cómico que eras.

    Santiago se llevó la mano al pecho, con una bufonesca expresión de falsa modestia.

    —Por favor... Autógrafos, no.

    Después de acompañarlo al baño, Lidia fue al aseo del dormitorio.

    Se dio cuenta de que aún llevaba el vestido cuando iba a empezar a peinarse. Se lo quitó rápidamente y lo lanzó desde la puerta a la cama. Entonces se pasó el cepillo. Aplicó una nueva capa de maquillaje sobre los restos del anterior, dando un tono violeta suave a los párpados. Por último, usó el pintalabios.

    Durante el proceso, su respiración se había ido normalizando. Los movimientos de sus manos eran al final menos rígidos y más controlados.

    Se miró en el espejo con satisfacción.

    Se guiñó un ojo. Parpadeó velozmente afectando una expresión de turbamiento. Ladeó y bajó la cabeza y se miró a través de las pestañas con media sonrisa infantil. Dejó el rostro en blanco.

    En el dormitorio, la franja de sol que penetraba por entre las cortinas de color rosa pálido partía la cama en diagonal. Abrió una puerta del armario para mirarse en el espejo de la cara interna. Inclinándose, metió los pulgares bajo el elástico de una media y tiró con delicadeza hasta eliminar los pliegues alrededor de la rodilla. Después hizo lo mismo con la otra. Se retocó los tirantes del negligé. Sopló apartándose un mechón de la cara y se miró de arriba abajo, los párpados caídos.

    Nada más salir al pasillo, pegó un grito y saltó hacia atrás.

    Él la esperaba junto al umbral, un hombro apoyado en la pared y una pierna cruzada por delante de la otra.

    —Pero, será... —Lidia puso los brazos en jarra con gesto enfurruñado—. De verdad que voy a empezar a pensar que lo haces adrede. ¿Es que quieres matarme a sustos?

    Solo entonces pareció reparar en que Santiago llevaba aún toda su ropa.

    —¿Y qué has estado haciendo, si se puede saber? Malo, malo… Creía que habíamos quedado en que te pondrías cómodo mientras yo…

    —Lo he intentado —dijo él, sacando las manos de los bolsillos y abriendo las palmas hacia el techo, todo inocencia—. Palabra de honor. Pero no hay agua.

    —¿Cómo que…? ¿Te crees que soy idiota?

    —Palabra de honor —repitió él, llevándose la mano al corazón—. ¿Por qué iba a mentirte? He ido a abrir el grifo para que el agua se fuese calentando mientras me desnudaba. Y nada. Ni una gota. Compruébalo tú misma.

    Se puso de perfil para dejarle espacio y señaló hacia el baño.

    Lidia lo miró sin moverse durante varios segundos, la sonrisa congelada.

    —Está bien —dijo al fin—. Pero como sea otra de tus bromas…

    Estaba pegándose a la pared para evitar la barriga del hombre cuando uno de sus tobillos tropezó con algo que no debería haber estado allí. La zapatilla rosa de borlas peludas se le desprendió del pie. Y ella se fue de bruces al suelo.

    2

    Erguido en medio del pasillo, Santiago observaba a la chica. Había caído de costado y así seguía. Como si tuviese miedo de darse la vuelta y de comprobar que lo que la había hecho tropezar no era otra cosa más que lo que ella ya sabía que la había hecho tropezar.

    Sacó un pañuelo del bolsillo de su pantalón y se enjugó la frente y la nuca.

    Apartándose de la chica, entró en el dormitorio.

    Descorrió las cortinas y abrió la ventana de par en par. Tomó aire profundamente, asomándose a la calle nueva y casi deshabitada en el extremo bajo del pueblo. A su izquierda, más allá de la carretera, estaban las parcelas de cultivo, parches de distintas tonalidades parduscas que se sucedían desordenadamente hasta topar, en el horizonte, con la sierra. Aquí y allá, se alternaban sobre el terreno las hileras de unifamiliares a medio construir.

    Volvió al pasillo.

    La chica no se había movido. Tenía el puño apretado contra la boca y los ojos muy abiertos fijos en la pared blanca. La parte baja del negligé se le había subido hasta el vientre. Santiago se inclinó. Echó un vistazo a las nalgas que asomaban por debajo de las bragas negras. Asintió, frunciendo la boca con aire aprobatorio.

    —¿Qué puedo decir? Vas a tener que perdonarme. Romper el hielo… Nunca se me ha dado bien.

    Dio un paso para situarse junto a ella, a su espalda. Se puso en cuclillas.

    —Igual no te lo crees, pero no he querido hacerte daño. He sido un poquito brusco, vale. Pero, bueno, ahora ya sabes de qué va esto, ¿no?

    Percibió la palpitación. En el costado de la chica, a lo largo de la depresión entre la cadera y la caja torácica.

    —Reconozco que ahí fuera, cuando has puesto esa cara al verme… Bueno, a punto has estado de llevarte una buena tunda, no lo voy a negar. Y pensar que me habían hablado de ti como de una profesional… ¡Ja! En fin, te puedo decir que la cara esa de ahí fuera ha puesto las cosas en su sitio. Sí, señor. ¡Ja!

    Se inclinó más y la agarró de una muñeca. Lidia se libró dando un manotazo, pero él la volvió a coger y entonces ella no se resistió. Santiago le dobló el brazo detrás de la espalda. Se lo retorció un poco, lo justo para que ella se arqueara más, permitiéndole pasar el otro brazo por debajo del torso y así levantarla con cuidado.

    Ya en el comedor, la maniobró para sentarla en el sofá.

    Pero una vez libre, Lidia se escurrió hacia el suelo y retrocedió con pies y manos hasta dar con la espalda en la pared.

    Allí se quedó encogida, los brazos en torno a las piernas flexionadas.

    Santiago la observó unos instantes. Se encogió de hombros y, pellizcándose la pernera de los pantalones, tomó él mismo posesión del sofá. Sacó un paquete de tabaco y un zippo del bolsillo de su camisa y los mostró a la chica.

    —¿Se puede?

    Lidia ocultó la boca tras una rodilla.

    Santiago no dejó de mirarla mientras encendía el cigarrillo. Se dedicó a abrir y cerrar la tapa del zippo al tiempo que hacía un reconocimiento del salón.

    Había pelusas de polvo en los rincones. La luz entraba sofocada a través de las cortinas y distribuía en las paredes una serie de franjas de distintos grados de gris. Un marco de plástico sostenía el dibujo a lápiz de una pareja. Santiago lo estudió. Aunque la semejanza no fuese total, era fácil reconocer a la chica que ahora estaba echada en el suelo, parapetada detrás de unos muslos delgados y blancos enfundados en medias negras. En el dibujo se la veía tranquila. Su compañero parecía mirar al vacío con impaciencia. Como quién ya está harto de posar y tiene prisa por que el artista termine.

    Santiago carraspeó. Tiró la ceniza del cigarrillo en

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