Pañales y cerveza: Novela humorística sobre la rutina
Por Ángela Medina
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Que la historia empiece en Ikea, uno de los comercios más visitados por toda la población española, y los personajes se pasen el tiempo desempaquetando y montando muebles como en una mudanza eterna (estos últimos sí, con nombre propio en sueco, como corresponde a todos los objetos que se compran en este comercio), son el verosímil hilo conductor de todas y cada una de las pequeñas peripecias de sus anónimos personajes, escenas que, gracias a la maestría de Ángela Medina, parecen salir de nuestras propias vidas.
Una novela con observaciones interesantes y divertidas sobre nuestro cotidiano
EXTRACTO
Al fondo de la sección de salones, sentado en un sillón Ektorp Tullsta, un abuelo se abanicaba agitando un cuaderno de anillas. Los pequeños lápices que había cogido en la entrada de la tienda se clavaban en su muslo y el metro de papel había acabado enrollado en uno de sus dedos. Aquel día de agosto de 2009, IKEA estaba congestionada de familias, parejas jóvenes y algún que otro grupo de amigos que paseaba por las distintas exposiciones en busca de muebles modernos y baratos. Nadie, salvo algún chico vestido de amarillo, reparó en el singular hecho de que el hombre, además de tener y aparentar más de setenta años, estaba completamente solo.
Un abuelo solitario en IKEA.
LO QUE DICE LA CRÍTICA
Pañales y cerveza consigue aunar la ligereza del texto con la profundidad de su contenido y en muchas ocasiones aparecen la melancolía y el dolor de los personajes que quieren hacerlo desaparecer con parches. - Jacinta Cremades, El Imparcial
SOBRE LA AUTORA
Ángela Medina (San Fernando, Cádiz, 1981) se licenció en Publicidad y Relaciones Públicas y a los 21 años empezó a trabajar como creativa publicitaria. Entre campaña y campaña, realizó el Máster de Escritura Creativa en Hotel Kafka. En la actualidad, combina su trabajo como publicista con la crítica musical en Ámbito Cultural. Ahora se estrena como novelista con Pañales y cerveza.
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Pañales y cerveza - Ángela Medina
Pañales y cerveza
Al fondo de la sección de salones, sentado en un sillón Ektorp Tullsta, un abuelo se abanicaba agitando un cuaderno de anillas. Los pequeños lápices que había cogido en la entrada de la tienda se clavaban en su muslo y el metro de papel había acabado enrollado en uno de sus dedos. Aquel día de agosto de 2009, IKEA estaba congestionada de familias, parejas jóvenes y algún que otro grupo de amigos que paseaba por las distintas exposiciones en busca de muebles modernos y baratos. Nadie, salvo algún chico vestido de amarillo, reparó en el singular hecho de que el hombre, además de tener y aparentar más de setenta años, estaba completamente solo.
Un abuelo solitario en IKEA.
No hacía ni un mes que el hombre había reparado, por primera vez en su vida, en la decoración de una casa. Fue unos pocos días después de hablar con su hija por teléfono a propósito del regalo de cumpleaños para su nieto.
—Mejor te lo deletreo.
Apuntó cada letra en mayúsculas, con trazos gruesos y largos.
—¿Seguro que es esto lo que quiere?
—Sí.
—No sé si voy a saber comprarlo.
—Papá, es sólo un cómic. Lo tienen en todas partes.
Después de colgar, intentó pronunciar aquel nombre en voz alta. Su mujer asomó la cabeza por la puerta de la cocina.
—¿Qué quiere este año?
No supo decírselo.
Iban a comprar juntos el regalo después de comer, pero ella dijo que se sentía mal y que prefería quedarse en casa. El abuelo visitó seis librerías distintas, repitiendo siempre los mismos pasos. Saludaba, sacaba el papel del bolsillo y lo dejaba sobre el mostrador. En todos los casos recibió una única respuesta. Agotado. Decidió volver andando por si encontraba una nueva librería, pero la mayoría de las tiendas había echado el cierre. Hacía calor y el sudor le escocía detrás de las rodillas.
Cuando entró en casa, ya anochecía.
—¿Cariño?
Todas las luces estaban apagadas. Se quitó los zapatos y anduvo despacio y en silencio hasta el cuarto de baño, donde buscó dentro del botiquín una crema para aliviar el escozor de sus piernas. Desenroscó el tubo, echó crema en una mano y giró la cintura. Le costaba alcanzar la zona de la piel que estaba al rojo vivo. Con las manos ocupadas, se dirigió al dormitorio encendiendo más luces con el codo y llenando el silencio con pequeños ruidos.
—Sé que estás dormida, pero necesito que me eches crema aquí detrás —Vio que ella estaba tumbada, dándole la espalda—. Venga, te traeré un vaso de leche para compensar.
Dejó el tubo sobre la mesita de noche y se limpió las manos con la camiseta mientras llegaba a la cocina. Calentó la leche durante treinta segundos en el microondas. A su mujer le gustaba tomarla así en verano. Al sacar el vaso, unas pocas gotas se derramaron sobre la encimera. No las secó.
—No he encontrado el libro ese en ninguna parte. No sé que vamos a…
Al entrar en la habitación, tocó el hombro de ella para despertarla e hizo girar su cuerpo. Sus ojos y su boca estaban abiertos, pero no respiraba.
—
—Se va a quedar sin cómic —dijo la hija tras colgar el teléfono.
Había hablado en voz alta sin esperar contestación por parte de su marido. Se sentó y estiró las piernas sobre la chaiselongue Ektorp. Él intentaba abrir con unas tijeras una pequeña caja de cartón.
—¿Para qué quieres ahora una cámara de vídeo?
—No sé, para el verano.
—Puedes hacer fotos.
—Bueno, también.
Recostó su cabeza sobre un cojín duro. Se quejó del dolor que sentía en las cervicales.
—¿Qué tal tus maletas?
—Tengo que ir a comprar un par de cosas más —le miró a través de uno de sus mechones rubios—. Pensé que nunca llegarían las vacaciones.
Ella suspiró y él sonrió.
—¿Seguro que te apetece?
—¡Claro! —Su sonrisa se tensó—. Creo que tienes razón. Nos vendrá bien.
Oyeron la puerta de entrada. El hijo de ambos había llegado. Se asomó con su mochila todavía golpeando sus nalgas. Dio un beso a sus padres.
—¿Hablaste con el abuelo?
—Sí. Irá esta tarde a comprarlo.
Le oyeron subir las escaleras y esperaron a escuchar el golpe de la puerta de su habitación para seguir hablando.
—¿Y