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Acerca de las cosas perdidas
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Libro electrónico254 páginas3 horas

Acerca de las cosas perdidas

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Catalina, una niña de 12 años, pierde a su padre, tras hacerle una promesa que solo más tarde comprenderá del todo. Luego, en plena adolescencia, enfrenta a un padrastro ambicioso y equívoco, y también a una madre que no ve lo que sucede ante sus narices. En 1979, Catalina ingresa a la universidad y busca en viejas librerías el diario de vida del padre muerto. Al mismo tiempo, se enamora de Hugo, estudiante de filosofía, quien respecto a la situación política se mueve en las antípodas de la protagonista. Así, mientras ella se convierte en mujer, Hugo esconde un secreto que no está dispuesto a revelar.
IdiomaEspañol
EditorialCuarto Propio
Fecha de lanzamiento23 ago 2017
ISBN9789562609548
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    Acerca de las cosas perdidas - Ana María Ugarte Bustamante

    Lira

    1

    Entró a la casa con un delantal de bolsillos grandes todo manchado de sangre. No había reparado en eso hasta que se lo señalé: Papá, los bolsillos... Mire su delantal, papá, está lleno de sangre. El papá llevó su mano hacia un bolsillo ensangrentado.

    –Bah, me lo traje así del hospital. Atendí a una mujer que llegó con un palillo colgando entre las piernas. Un aborto, Cata.

    –¿Y por qué entre las piernas?

    –Un aborto, hija.

    –¿Y qué es un aborto, papá?

    –Un aborto casero es... ¿Y tú qué haces sola acá en la casa?

    –Salimos antes del colegio y no había nadie cuando llegué. La mamá tuvo que llevar a la Nena a una diligencia.

    –¿A una diligencia? –se sonrió.

    –Dejaron un recado diciendo eso, que salían a una diligencia. El papel está ahí, al lado del lechero. Yo ya me tomé la leche, papá.

    –¿Y cómo te las arreglaste para entrar si no había nadie?

    –Es que me encaramé por la pirca –contesté sin apartar los ojos de la sangre.

    –¿Volviste del colegio por ese potrero peligroso? Eso no lo hagas, Cata.

    –Bueno, papá.

    Abrió la boca para agregar algo, pero en vez de eso se apoyó en el mesón del repostero. Se sacó el delantal, lo dejó sobre la tabla de planchar y se fue a su pieza. Aunque eran las tres de la tarde, cerró las cortinas y se acostó en la cama, tendido entre dos almohadas con una sábana haciéndole de techo. Una puntada le tenía la cabeza como puré: necesitaba dormir, que por favor le cerrara la puerta.

    Cuando Martín llegó del colegio a las cuatro, corrí a contarle lo del delantal y él me siguió a la pieza de planchar: la manga chorreada de un rojo casi negro colgaba de la tabla. Nos quedamos mudos. Los grumos secos formaban islotes junto a uno de los bolsillos grandes. Le dije que lo laváramos sin subirle la temperatura a la lavaza: según la Nena, el agua caliente cocía la sangre, en especial si las manchas estaban secas, como era en este caso.

    Después de meter el delantal en agua fría, lo tomamos con mi hermano (cada uno de un extremo) y lo enrollamos girando hacia lados opuestos, convirtiéndolo en un caracol. Luego lo estiramos, y otra vez a enrollarlo en el patio de servicio. El agua sanguinolenta caía sobre la tierra que parecía engullírsela. Lo enjuagamos otra vez. Agregué una buena cantidad de detergente, pero la niebla rojiza no desaparecía. Mi hermano dijo que hasta ahí no más me ayudaba, y se fue: eso era lo malo de Martín, se proponía hacer cosas y de repente las dejaba.

    Seguí rasqueteando con la escobilla, no se veía que el tratamiento resultara. El río... ¿Y si iba al Mapocho? La Nena decía que la arenilla del río desprendía las manchas de sangre. Solo que el río era peligroso. Llené de aire los pulmones. Flotaba una espuma colorada, así que extendí el delantal sobre la tabla que usaba la Nena para refregar y esparcí de nuevo jabón. No lograba eliminar ese rosado aguachento. Seguí refregando, apretaba los dientes; la nube no disminuía. Si usaba cloro quedaría decolorado. Paciencia. El rasqueteo y el jabón fueron diluyendo por fin el color de la sangre. Cuando no quedó un hilo de la tela que no fuera blanco, entré orgullosa al escritorio para mostrarle el delantal al papá.

    –Vas a ser toda una lavandera, Cata –sonrió divertido.

    –¿Qué está leyendo? –me acerqué a su sillón de balanza.

    Moby Dick.

    –¿Y lo está leyendo en diagonal? –le pregunté, porque él siempre decía que tal o cual libro lo había leído en diagonal.

    –Cuando leas el Moby Dick, Cata, hazme el favor de no saltarte ningún párrafo. Ninguno. ¿Sabes por qué el Moby Dick se lee entero?

    –¿Por qué?

    –Porque no es un libro, sino una experiencia.

    Bajó la mirada a una página y la leyó en voz alta. No le entendí mucho.

    –Quiero que me prometas una cosa –dijo cerrando el libro.

    Me puse nerviosa. Por el tono bajo de su voz sabía que me hablaba de algo importante.

    –Prométeme, Cata, que vas a ser escritora.

    –Es que, papá, acuérdese de que es Martín el que escribe las cartas lindas, él es....

    –Bueno, él puede ayudar con una carta a completar una novela, por qué no. Pero tú serás la escritora. Levanta la mano, Catalina.

    Me sonrojé hasta las orejas, sentía los cartílagos hirviendo.

    –Yo parece que te estuviera viendo en diez años más, hija, cuando hayas salido del colegio. Te veo con las manos en la máquina de escribir. Prométemelo.

    Iba a hacerlo y me interrumpió: Para los pescadores, Cata, lo más importante son los libros. ¡Los libros son oro! ¡Oro puro! Para los pescadores, los libros.

    Era raro lo que decía, a todas luces se estaba equivocando... Pero, ¿cómo le corregía si él era mi papá?

    –¡Bah! ¿Qué estoy diciendo? ¿Pescadores? Perdón, escritores. Bueno, los escritores no son otra cosa que pescadores –se llevó de nuevo una mano a la sien–. Catalina, este dolor parece que no se quiere ir.

    Volvió a su pieza y yo lo seguí. Acomodó otra vez la cabeza entre las dos almohadas y se tapó con la sábana. No sé en qué pensaría bajo ese pequeño iglú. Un rato después, a las cinco de la tarde, se asomó al pasillo. Las ojeras que tenía eran terroríficas. Se le había pasado la migraña y ahora se iba de vuelta al hospital.

    La mamá y la Nena supieron que yo había atravesado el potrero al venir del colegio, aunque no por el papá, sino porque la vecina de la parcela del lado me había visto. La mamá empezó con la cantinela de siempre: estaba totalmente prohibido andar sola por esos descampados cerca del Mapocho, porque ahí, a menos de diez minutos, debajo del puente del Cantagallo, habían encontrado a una mujer degollada dos meses antes.

    Le dije lo del delantal.

    –¿Me quieres decir que Alejandro se trajo un delantal ensangrentado?

    –Sí.

    –Es bien distraído tu papá, Cata.

    *

    Una tarde el papá volvió con una máquina de escribir. Al salir del hospital se había desviado hacia la calle Santo Domingo, buscando un boliche abierto donde las vendían. Nos encontramos a mitad de la escalera. Cata, mira lo que te traje. Y entonces como que se le fue la onda, se quedó mirando la máquina. Gracias, papá, le dije, ahora sí soy escritora. Me contestó que aún tenía que pasar mucha agua bajo el puente, que empezara por leer muchos libros, que los libros eran los zapatos del escritor. Esa misma expresión, curiosamente, se la oiría también a Hugo más adelante.

    2

    La mamá aceleraba el Peugeot rojo ese año 71 y repetía que la dentadura era la carta de presentación de las personas. Una linda sonrisa era nuestro mejor saludo al mundo. Seguramente yo, que estaba por cumplir once años en diciembre, lo veía como una exigencia estúpida de su parte, pero cuando fuera mayor se lo iba a agradecer. Guardé silencio, y ya en Providencia me mantuve callada en el sillón reclinable mientras hacían los últimos ajustes en los frenillos. En el camino de vuelta, en el auto, hice gestos de asentimiento a sus comentarios sobre las ventajas de una sonrisa perfecta. Según ella, a lo mejor mis compañeras de curso se reirían un poco de mí; esas burlas yo debía hacerlas mar.

    Además, tenía que estar contenta de que a ella le quedaran unos dólares para pagar mis frenillos. El dentista hacía una rebaja importante si le pagaban con esa moneda, porque lo único que aún valía en ese momento eran los dólares. Y ahí se quedó callada, como hilando las frases que solía repetir sobre el gobierno, las colas y Allende.

    Entrábamos a la rotonda para tomar Vitacura y recoger a la Amelia (que esa noche se alojaba en la casa), cuando repitió: Tú deberías hacer mar lo que te digan de tus paladares, y vas a ver, Catalina, que el que ríe último ríe mejor. Arqueó de manera perfecta sus cejas y volvió a deslizar su deberías hacerlo mar. Eso, hacerlo mar, ¿de dónde lo sacó usted, mamá?, quise saber. Me contó que el abuelo lo decía siempre.

    Con un alicate de punta fina que encontramos en la pieza junto al baño, en el primer piso, la Amelia y Martín dieron rápida cuenta de mis paladares, por lo que el sábado, cuando la mamá reparó en la ausencia del aparato dental, se agachó ubicando sus ojos a la altura de mi boca: ¿Dónde están los frenillos?. Me los saqué, mamá. ¿Dónde los dejaste, Catalina? Los boté en el escusado de los enanos... Es que los hice mar, dije saliendo de la pieza, perseguida por sus gritos furiosos: ¡Me gasté los únicos dólares que tenía. Claro, a ella todo le resbala!.

    Sentada en la pirca, pensé en los dólares: a lo mejor había metido la pata.

    Creí que se olvidaría de los paladares. Pero luego de unos meses (cuando un gásfiter destapó el baño de mis hermanos chicos y sacó los frenillos llenos de hilachas asquerosas) volvió a la carga con el cantito de ¡a ti todo te resbala!. Esta vez el grito fue tan estridente que hizo saltar en la cama al papá, que se había quedado en la casa. La mamá entró a la pieza para cerrarle las cortinas. Al verla volver en puntillas, le pregunté qué le pasaba al papá que de nuevo le dolía tanto la cabeza y me aseguró que era la tensión.

    Al mes siguiente, la vi saliendo a una marcha, con una cacerola enorme en la mano y un cucharón de palo. Lo de Alejandro es tensión, pura tensión. Se apuró hacia el jardín. Antes de que terminara ese año 71, haríamos las maletas para irnos, probablemente a Argentina. Eso me puso contenta: nos iríamos a Argentina. Fui a la pieza de vestir de la mamá para revisar si estaban todos los carnets que nos habíamos ido a sacar el año anterior. La mamá guardaba esas libretitas verdes en una caja de tapa dorada. Fui abriéndolas una a una. Me sacó una sonrisa la cara de Martín con la partidura al otro lado. Siempre se equivocaba. Mis dos hermanos chicos, unos verdaderos enanos con más ojos que carita, tenían el pelo brillante hacia atrás... Pobres, se los engominaba la Nena.

    Durante semanas revisé una y otra vez los carnets. Lo hacía por si encontraba una falta, alguna incorrección. Los dejaba en el mismo orden, amarrados con el elástico, y salía al pasillo. Si la Nena amenazaba a los enanos con el maldito medio litro de leche, me encerraba en el living. Merodeaba ahí más tranquila, entre esos lomos de distintos colores y el olor a papel de mapa. Cuando terminaban las amenazas de la Nena, subía al segundo piso, donde había más libros. No iba a ser fácil salir en avión con ese cargamento gigante, porque el papá jamás se desprendería de ellos. Le comenté a Martín que, si el papá seguía con dolores de cabeza, teníamos que partir a Argentina, y que para eso íbamos a necesitar un avión completo. Martín levantó la mirada de un palo de coligüe que hacía las veces de garrocha para decir que los libros podían embarcarse en un barquito de vapor.

    Casi no hubo más migrañas, al menos hasta marzo del año siguiente, cuando los dolores volvieron, mucho más agudos, tanto que el papá a veces vomitaba. A los enanos había que atajarlos porque querían mirar, y para eso se debía entretenerlos, encargo que casi siempre recaía en mí. Casi nunca en Martín, lo que me daba harta rabia. La mamá muchas veces volvía de la calle con una sonrisa cansada y un tarro de leche en polvo para los enanos. O sea, para todos, pero sobre todo para mis hermanos chicos. O con rollos de papel Confort: si algo temía la mamá, era quedarse sin eso. Mantenía un cerro de papel higiénico junto a un queso grande y dos sacos de nueces traídos del campo del tío Andrés. Si llegaba a haber hambruna, o incluso guerra civil, nos decía ella con cara de circunstancia, gracias a esas nueces podríamos resistir.

    El papá yacía tendido sobre su cama. La mamá insistía en que dejarlo solo era el mejor modo de enfrentar las jaquecas; yo entraba calladita a acompañarlo. Me sentaba al borde de la cama matrimonial y le dibujaba senderos en las plantas de los pies. Solo con la puntita de los dedos y sin usar colonia, él no resistía el olor. También, a veces, si me lo permitía, le pegaba lonjas de papa casi trasparentes alrededor de los ojos cerrados.

    Dos meses después, en mayo del 72, una mañana de sábado en que el papá tenía turno en el hospital, lo vi que venía por el corredor con la cabeza ladeada: se le iba para un hombro. Cuando Martín se lo hizo notar, entró al baño, encendió la luz y se observó en el espejo con su delantal blanco, su pelo castaño algo disparado y la cabeza así, soslayada. La mamá opinó que no era para tanto. Pero sí era, porque también había empezado a saltarse letras al escribir, algo que solo yo había notado. No me atrevía a contárselo a nadie, ni siquiera a Martín.

    El viernes de esa semana el papá nos reunió a Martín, a la mamá y a mí en el comedor.

    Tenía tumores en el cerebro.

    Al oír esa palabra, tumores, pensé en una perra del campo de mi tío que no se podía poner de pie porque estaba llena de tumores, y si uno le tocaba entre las tetillas notaba unas como cáscaras duras bajo el pelaje. Si la perra podía vivir con esas cochinadas, bien podía hacerlo el papá con su cabeza. Yo estoy tranquilo... Hay que dar la pelea, empiezo pasado mañana con las quimios, hasta que desaparezca todo. La ventaja de los tumores cerebrales es que en muchos casos no hay metástasis.

    Con Martín subimos a la pieza de los enanos, entramos a asegurarnos de que dormían, y luego dejamos la puerta bien cerrada. En la enciclopedia vieja de medicina y en el diccionario buscamos la explicación de la palabra metástasis. Una deformación de las células, una multiplicación. Era como si en el cuerpo del papá anduviera una araña esparciendo su veneno por todas partes.

    Martín se fue a acostar; yo esperé en la cama hasta que todos se durmieron. Entonces fui a buscar un libro que el papá había traído ese día que se le ladeó la cabeza. Me lo llevé a la cama y encendiendo mi lamparita fui leyendo sin entender mucho. Eran palabras desconocidas. Pensé subir a buscar el diccionario médico, pero apagué la luz y me quedé dormida.

    Las cosas en la casa cambiaron desde ese momento. El papá, en vez de ir a trabajar al hospital, se sentaba muy pálido en el asiento del copiloto y la mamá lo llevaba a sus sesiones de quimioterapia (él tenía prohibido manejar). También, bajo el velador, guardaba una bacinica... A pesar de las explosiones de vómito, trataba de sobreponerse, y a veces hasta se ponía su delantal blanco y partía a su trabajo en el hospital. Con el transcurso de los meses pensamos que el tratamiento iba por buen camino: el papá había vuelto a caminar sosteniendo más derecha la cabeza y disminuyeron los vómitos amarillentos, aunque se puso muy irritable, pero no con nosotros o la Nena, sino con la mamá.

    Un domingo de noviembre se enojó con ella y sacó a colación aquella frase: ¡Es que a ti todo te resbala!, le chilló delante de dos pintores que lijaban unos estantes. Las pilas de libros se venteaban entretanto en el jardín. Como estaban pintando el living, ella aprovechó de airear lo que calificó de millares de ácaros perjudiciales. Cuando el papá se encontró con la ruma de libros junto a una de las paulonias, empezó a pasearse. ¡Le dije que hoy en la tarde puede llover, que no sacara los libros al jardín, pero a tu mamá todo le resbala! Palpaba los libros con el ceño fruncido. Era cierto lo que decía el papá: corría un vientecillo agradable y se estaba oscureciendo el cielo. Había que hacer algo, se iba a estropear lo más grande que había en la casa: los libros, eso que él tildaba de oro puro. Con mi hermano corcheteamos unos pedazos de plástico y armamos un cobertor de unos cinco metros de largo. Hasta los enanos, con sus cuatro y cinco años, dejaron de corretear alrededor de los árboles y nos ayudaron. Comenzó a lloviznar y la protección no era suficiente. ¡Los libros no se dejan a la intemperie en noviembre! ¡Este es todavía un mes traicionero! ¡A tu mamá todo le resbala!, siguió gritando el papá.

    Le quedaban algunos mechones de pelo raleado y el delantal, que le colgaba de las clavículas, era el de los bolsillos anormales, el chorreado de sangre (que pasó a ser su favorito, ya que sus dos hijos mayores se lo habían salvado). Recorrió con sus dedos algunas portadas humedecidas que se asomaban entre los corchetes del plástico. Los dos pintores, tratando de no manchar nada, terminaban de asegurar el cobertor que habíamos improvisado con mi hermano.

    No escuchó razones cuando, veinte minutos más tarde, el viento regular del norte fue sustituido por uno más fuerte que despejó el cielo e hizo brillar las calas. Los rayos a pique secaron el plástico extendido, pero el papá seguía paseándose alrededor de los libros. Con una mano atajaba sus pantalones de pana, que ya se le empezaban a caer, y con la otra sujetaba al enano más inquieto.

    Se alejó de los libros y en su dormitorio se le fue componiendo el humor. Martín, desde la pieza de la música en el segundo piso, lo distrajo poniendo los discos de tango que le gustaban. De espaldas sobre la cama, se puso a tararear con los ojos cerrados. Las escasas cejas que habían resistido la quimio se veían canosas. Esos poquitos pelos blancos y tiesos contrastaban con los párpados del mismo color de las ojeras que le hundían los ojos. Solo los párpados y las ojeras tenían ese color verdoso tostado, porque el

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