Sin azúcar, gracias
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Sin azúcar, gracias - Marie-Aude Murail
Liébert
El perro del hortelano
Para que una cosa se vuelva interesante
basta mirarla durante mucho tiempo.
Gustave Flaubert
—¿YA TE viste? —gritó mi madre empujándome hacia el espejo de la entrada—. ¡Mírate antes de salir!
—Ya he visto películas de horror, mamá.
—¡Qué chistoso! ¿Por qué no cepillas tu chamarra?
—¿También quieres que peine mi pantalón?
—Te estás descuidando, Emiliano —refunfuñó mi madre—. Desde que Martina María se fue a Inglaterra…
Con tu bata mal cerrada y tus rulos, ¡qué elegancia!
, mascullé y busqué las llaves en mi chamarra o más bien en el dobladillo, porque las bolsas están agujeradas.
—Caray… Mamá, ¿dónde dejaste mis llaves?
Mamá alzó las manos:
—No vi nada, no hice nada y tengo una coartada para ayer por la noche.
—¡Qué chistosa! —rezongué.
Mamá bajó las manos y las puso sobre el vientre. Cinco meses de embarazo. Estallará antes de llegar al final. ¡Los demás dicen que no está gorda! Cuando pienso que tengo una madre soltera, me muero. Ningún chico normal tiene una madre así. Su déficit bancario es de veinte mil francos y habla de lanzar una línea de ropa para bebé. Quiere ponerle: ¿Ves el avión?
En su estado sería más apropiado:
¿Ves la pelota?
De todas maneras está en las nubes, con las manos sobre su gran vientre. Como dice mi amigo Javier Rico: Tu madre es a todo dar, pero es fuera de serie
.
—Tus llaves —dijo mamá aventándomelas en la cara.
—¿Dónde estaban?
—En tu tiradero. Gracias. De nada…
Me pregunto si no estamos fingiendo. Estilo desenvuelto y en la onda. Ella sabe que coqueteamos con la pobreza. Todavía no estamos en la miseria, pero la semana pasada nos cortaron la línea telefónica.
—¿Traes esa cara por Martina María? —me preguntó Javier frente al centro comercial.
—No. Ya me acostumbré.
Mi amor está lejos. Nineteen Cleveland Street. Todas las semanas le escribo a Martina María. Cuando ambos lados del túnel se tocaron bajo el canal de la Mancha, sentí que le daba la mano.
—Eres muy romántico.
—No molestes, Javier. Te digo que no es eso.
Caminamos en silencio a lo largo de las vitrinas.
—Quiero echarle un ojo a los discman —de repente dijo mi amigo—. Se me antoja comprar uno. ¿A ti no?
—Claro, y también un Jaguar.
—¿Ah, sí? ¿No prefieres un Rolls?
—Los Rolls son burguesitos, como tú.
—¿Yo soy un burguesito? —se indignó Javier.
—Burguesito amalgamado con burro.
Entramos en Carrefour y la sorpresa me dejó paralizado.
—¿Qué pasa? —me preguntó Javier— ¿Qué ves?
Miró en la misma dirección que yo.
—¿Ropita de niño? ¿Las cangureras? ¿Piensas en el bebé de tu mamá?
—¿Ya viste el precio de los pañales? —balbuceé.
—¿Los pampers o los kleen-bebé?
—88 pañales por 154 francos.
—¿Los de niño?
—Javier, ¡154 francos!
La noticia no pareció afectarlo.
—Bueno, después de que escojas, alcánzame en los estéreos.
Al anochecer, en casa, tomé la calculadora. Según mi experiencia como baby-sitter, un bebé normal usa ocho pañales cada veinticuatro horas. Entonces, ochenta y ocho dividido entre ocho… hay que comprarlos cada once días… lo que da un mes de pañales de aproximadamente 154 francos multiplicado por tres… 462. 462 francos solamente por…
—¿Qué haces, Emiliano? —preguntó mamá.
—¿Eh?, una tarea de mate…
Los hijos son la ruina. Cuando pienso que Martina María y yo queremos tener cuatro. Eso da… 462 multiplicado por cuatro… 1 848 francos al mes. Un consuelo: salvo si son cuatrillizos, no se pondrán todos pañales al mismo tiempo. Pero, de todas maneras… si en promedio un niño usa pañales durante 18 meses, eso da 1 848 multiplicado por 18… 33 264. ¡Martina María y yo gastaremos 33 264 francos en pañales! ¿Cuántos discman son?
—¿En qué piensas? ¿En Martina María…?
—Que no, mamá. A estas alturas, ya me acostumbré.
La costumbre de vivir sin ella, sin sus pasos junto a los míos, sin su mano en la mía. En la calle a veces volteo para ver a otras chicas. En la primavera, los días se alargan y las faldas se acortan
. Es un dicho de Javier Rico.
—¿Qué te parece este vestidito, Emiliano?
Mamá lo puso sobre la mesa frente a mí.
—¿No te apretará un poco bajo los brazos?
—Qué simpático. Es para seis meses.
—¿Te lo dieron en un orfelinato?
—El terciopelo negro le queda muy bien a los bebés. Sobre todo con cuellito blanco.
Hice una mueca escéptica. Mamá retomó el vestido con gesto nervioso.
—De todas maneras, encarnas el mal gusto. Martha Haller está segura de que los puede vender.
Martha Haller es una vieja amiga de mamá. Cada dos años, renta un local en París, vende las producciones de mamá y luego quiebra.
—Deberías ver la tienda —reanudó mamá—. Es una miniatura, todo está en rosa y negro.
Brrrr. ¡Rosa y negro!
—Se debe ver lindo —mascullé—. ¿Dónde está?
—Calle Turenne 74.
Mamá colocó otra vez el vestido sobre la mesa y fue a la cocina. Acaricié el terciopelo negro, era muy suave, soplé en el cuellito que onduló. Murmuré: Justina
. Mi madre espera una bebé. Alcé el vestidito con el pulgar y el índice y lo hice bailotear, negro y tornasolado bajo la luz de la lámpara. Detrás de mí, mi madre rió.
—Ya verás —me dijo—, funcionará bien.
Está loca. Ningún tipo la aguanta. Mi padre se largó (el tesoro de mi padre), Leroy se largó (el vago de Abgall), Stef se largó (un seductor nato). Como sólo quedo yo, entonces tendré que educar a mi hermana. ¿Por qué miento? La verdad es peor. Mi madre corrió a mi padre, a Leroy y, hace dos meses, a Stef. El motivo: opiniones fascistoides. ¡El siguiente! Pero sigue conservándonos a Arendal y a mí. Hablo del gato. Desde que mamá está embarazada, Arendal ya no se quiere sentar