Panthera leo
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Panthera leo - Alicia Molina
oír
Un nuevo territorio
El día en que todo cambió amaneció muy tranquilo. Julia saltó de la cama en cuanto escuchó el trajín de su papá en la cocina. Todos los sábados a él le tocaba servir el desayuno. Preparaba jugo verde en la licuadora vieja que sonaba como matraca; después abría y cerraba todos los anaqueles en busca de una sartén para hacer frijoles refritos chinitos, chinitos, y volvía a abrir cada una de las puertas para hallar una cazuela de barro en la que ponía a sazonar el platillo que le había ganado el apodo de el Gran Chilakiller.
Luisa, la mamá de Julia, debía de haberse levantado mucho más temprano, pero ella trabajaba en silencio y descalza, así que nadie la oyó cuando anduvo, de cuarto en cuarto, vaciando cajones y sacando ropa para terminar de armar las tres maletas panzonas que estaban alineadas al final del pasillo.
Se saludaron con los besos tronados que acostumbraban los fines de semana y se sentaron a la mesa esperando que Enrique terminara de emplatar
la comida. Ese terminajo era una burla familiar y se refería a la tía Sofía. La hermana de su papá había tomado un curso de gastronomía muy elegante, y ahora en su casa la comida no se servía, se emplataba
.
Luisa aclaró que había terminado de guardar el equipaje que consideró indispensable. En cuanto desayunaran, padre e hija debían revisar sus cajones y armarios por si se había quedado algo sin lo que no pudieran vivir durante los próximos tres meses.
Allí fue donde Julia puso los pies en la tierra y recordó de sopetón que ese día, a las seis de la tarde, sus papás se irían a Inglaterra a terminar sus maestrías y ella se quedaría con la tía Sofi, en lo que prometía ser un largo, largo trimestre.
Se sentó en las piernas de su mamá y se dejó apapachar largo rato. Después fueron juntas a recoger todo lo que Julia iba a necesitar con urgencia: un cachorro de león de peluche, los libros de Harry Potter, sus revistas, varios DVD sobre animales en peligro de extinción, las cintas de colores para el pelo y sus materiales para encuadernar por si un día se aburría tanto que le diera por trabajar.
Su papá, en cambio, no necesitaba nada. Todos sus documentos estaban en la nube y de allí los bajaría en Londres. Fuera de sus pantuflas viejas y sus pantalones vaqueros, que fue lo primero que Luisa guardó, nada más le urgía.
Llenaron una mochila deportiva con las cosas que Julia no podía dejar de ninguna manera y se dedicaron a ordenar el departamento para dejar todo muy limpio.
Llegó la hora de comer. Fueron juntos a la taquería del barrio y aprovecharon para volverse a despedir de amigos y vecinos.
De regreso a casa, Luisa hizo una larga lista de pendientes de los que se tendría que ocupar Lupita, la portera. La leyó en voz alta por si se les ocurría algo más y sí, Luisa se acordó de que había que retirar las flores secas para que siguieran floreando sus geranios, y Julia anotó que no debía olvidarse de cerrar las ventanas al terminar de hacer la limpieza semanal para que no se fuera a meter el gato del vecino del departamento cuatro.
Terminaron de dejar todo en orden y le entregaron a Lupita la lista con las recomendaciones, los teléfonos a los que podría recurrir en caso de algún problema y las llaves de la casa. Con todo en su lugar, se sentaron a esperar a Sofía, quien los llevaría al aeropuerto.
Entonces vino el momento de los regalos. Julia había preparado para sus papás un álbum que rotuló con letras grandes: ¿De qué se ríen?
, que incluía las fotos más divertidas que se tomaron ese año. Debajo de cada imagen anotó la fecha, el lugar y la explicación de qué había detrás de cada carcajada. Le quedó muy colorido y hermoso.
Su mamá le compró un celular con el que podrían mandarse mensajes de un continente a otro. Lo dudaron mucho pues siempre habían pensado que ese sería su regalo de trece años, cuando ya estuviera en la secundaria y lista para cuidarlo y hacer buen uso de él.
Sin embargo, aunque apenas iba a cumplir doce, de alguna manera tenían que cruzar el océano para seguir en contacto. Así podrían estar comunicados todo el tiempo. Además, se enlazarían por videollamada los domingos en la noche.
Su papá le regaló una cámara para su nueva clase de fotografía. Era semejante a la de él, aunque un poco más chica y bastante menos sofisticada.
Volvieron a abrir las maletas para guardar los regalos y, cuando las estaban cerrando, con puntualidad inglesa, llegó Sofía.
No había manera de meter todo el equipaje y además cuatro personas en el coche de la tía. Sofía propuso que se despidieran de la niña. Ella los dejaría en el aeropuerto y regresaría a recogerla.
Julia iba a protestar, pero no tuvo que hacerlo porque su mamá detuvo un taxi, metió en él la mitad de las maletas y se subió llevando de la mano a Julia.
Ya en el aeropuerto, después de documentar a las panzonas, los cuatro se sentaron en la cafetería. Enrique pidió tres cafés y, para Julia, una malteada de fresa con chispas de chocolate.
Dejaron hablar a Sofía, que llenó los silencios sin darse cuenta de lo que hacía, mientras ellos tres se contemplaban sin decir palabra, acariciándose con la mirada.
Finalmente oyeron una voz impersonal y mecánica anunciando el vuelo, primero en un español confuso y después en un clarísimo inglés. Se pusieron de pie, caminaron juntos hasta la puerta de embarque donde se trenzaron en un abrazo fuerte, con los ojos húmedos, pero sin soltar las lágrimas para no desencadenar el diluvio que cada uno traía guardado.
Justo después de que los viajeros cruzaron la línea, Julia y su tía caminaron en silencio hasta el estacionamiento.
Sofía puso en marcha el auto, surcaron el tráfico pesado de esa zona y cuando llegaron al Viaducto pisó el acelerador y se concentró en manejar de manera ágil y segura, siguiendo las instrucciones que le daba el celular para esquivar los atascos. El cielo empezó a llover y la niña comenzó a llorar suavemente, sin hacer ruido. Sofía le pasó un pañuelo desechable y luego otro y otro. Cuando la lluvia amainó, ya casi para llegar al edificio de Sofía, también se fueron secando las lágrimas de Julia.
Sofía le acarició la rodilla a su sobrina y le dijo, intentando sonar comprensiva:
–Seguro que los tres meses se van volando.
–Eso mismo dice mi papá –repuso Julia–, pero a mí me parece que será muuuy largo. Vendrán hasta mi cumpleaños.
–Y te traerán regalos muy lindos, ya verás. A mí cada año me parece más corto, es como si los cumpleaños llegaran un mes antes cada vez.
–En cambio a mí me parece que tardará una eternidad en llegar el mío.
A Julia siempre le había gustado el mini departamento de su tía, en ese súper lujoso edificio. Era tan chiquito que, como ella decía, no había lugar para el desorden. Cada cosa estaba en su lugar y no había nada allí que no fuera indispensable.
Tenía una recámara, un estudio que se convertía en sala de estar cuando tenía visitas o en otra habitación si era necesario, un baño con todo lo imaginable, una cocina amplia con una mesa para cocinar, para comer o para hacer algún trabajo que requiriera más espacio que el del mínimo escritorio.
Al fondo del pequeño corredor estaba un marco con fotos digitales. Cuando lo accionaba se iban desplegando una gran cantidad de fotos que narraban puntualmente la historia de Sofía.
La primera foto mostraba a los abuelos cuando eran muy jóvenes, tomados de la mano en lo que parece un paseo dominguero a Xochimilco; la segunda era su retrato de bodas, tiesos, pero sonrientes; en la tercera la pareja ya está cargando a Sofi de bebé; en la cuarta son ellos tres, pero en las piernas de la niña de seis años, ya está sentadito Enrique; en la siguiente los hermanos se gradúan, él de primaria y ella de preparatoria, están todos menos el abuelo; para la siguiente graduación, él de prepa, ella de la universidad, ya falta también la abuela.
Luego vienen algunas fotos de paseos que los hermanos hicieron juntos. En una de un lanchón en el Cañón del Sumidero ya aparece Luisa, aunque sólo como parte de un grupo de amigos que celebran quién sabe qué.
Luisa y Enrique el día de su boda: al lado derecho el familión que formaban los Huerta, a la izquierda, la mínima familia de Enrique: Sofía, que adoptó un aire curioso, una mezcla de madre y hermana mayor.
Julia recién nacida, cargada por sus papás; luego una con Sofía, su madrina. Las que siguen son fotos en el laboratorio químico en donde trabaja: le otorgan premios y reconocimientos, recibidos uno tras otro con la misma sonrisa, complaciente pero no del todo satisfecha. También hay algunas donde se le ve muy divertida con un grupo de amigas o con algún galán.
El departamento era chiquito, sin embargo, todo indicaba que la tía había hecho preparativos para recibir a su sobrina. Le había despejado la mitad del clóset para que colgara su ropa, aunque para eso tuvo que guardar en cajas y bajar a la bodega sus suéteres y chamarras de invierno.
Desocupó la mitad del cajón de la mesa donde guardaba artículos de escritorio y allí colocó una caja de colores y un estuche con plumas y lápices nuevos para que viera que podría guardar lo que necesitara para hacer la tarea.
También liberó una repisa completa en el baño donde su sobrina podría colocar champú, crema, peines y cepillo de dientes. Camuflada como mesita de noche, junto al sofá cama de la sala, colocó una caja con sábanas y cobijas cuidadosamente dobladas.
Y en la cocina, junto a la granola que desayunaba Sofía todas las mañanas, el cereal preferido de Julia.
Se sintió muy bien recibida, como siempre, en casa de su tía, sólo que esta vez no sería por dos o tres días como en otras ocasiones en que se había quedado para que sus papás pudieran asistir a un congreso o a un viaje de la universidad en la que trabajaban. Esta vez sería por tres meses. ¿Cabría allí por tanto tiempo?
Se entretuvieron colgando la ropa de Julia que apenas cupo en su mitad del clóset. Sofía no hallaba lugar para el peluche, los libros, las revistas y los DVD, pero entre las dos se dieron maña para irles encontrando un lugar en los entrepaños del estudio y en las cornisas de las ventanas.
Ya con todo en su lugar, armaron juntas el sofá cama donde dormiría los próximos meses. Cuando la dejó bien acurrucada entre las almohadas y tapada hasta la barbilla con el edredón azul, su tía se fue finalmente a la recámara.
Allí, Sofía pensó sus propios miedos. Por algo nunca había tenido hijos. ¿Qué iba a hacer con la niña durante tanto tiempo? Eran doce fines de semana que organizar para hacer algo juntas, eso sin contar con que habría que levantarse al alba para subir al gimnasio a hacer ejercicio y bajar a tiempo para hacerle el desayuno, reorganizar