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La noche de los trasgos
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La noche de los trasgos
Libro electrónico158 páginas3 horas

La noche de los trasgos

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Este libro continúa las aventuras del El agujero negro y El zurcidor del tiempo. En ella, los lectores gozarán una historia en la que la amistad, la solidaridad y el valor son muy importantes. En esta ocasión Camila ayudará a Oriana, su abstraída compañera, a comprender la importancia de recordar lo alegre y lo doloroso de la vida para seguir existiendo. En una noche de confusión y valor, Camila se enfrenta a los trasgos para evitar que su amiga se "borre".
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 ago 2013
ISBN9786071614957
La noche de los trasgos

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    La noche de los trasgos - Alicia Molina

    Encuentro con el miedo

    A Camila lo único que le daba miedo, miedo de verdad, era precisamente el miedo. Por eso evitaba a Oriana, aunque eso no siempre era posible porque estaban en el mismo salón y en la clase de español se sentaba junto a ella. Además, se encontraban en las escaleras, en el patio de la escuela y hasta en el camino a casa, pues Oriana vivía al final de la calle de Camila, cinco cuadras más abajo.

    Camila podía controlar el miedo si lograba pasar sin mirarla a los ojos, y de eso no había riesgo porque, desde tiempo atrás, Oriana estaba tan aterrada que no veía a Camila ni a nadie. Iba por la escuela y por la vida escurriéndose, con la mirada baja.

    Nadie en el salón parecía darse cuenta de lo que le pasaba a Oriana. Es más, nadie la notaba. Si levantaba la mano para contestar alguna pregunta, la maestra no la veía. Aunque era de las más altas, cuando se animaba a sentarse en la primera fila, sus compañeros no se quejaban de que no los dejara ver el pizarrón. Además de su escasa notoriedad y su expresión temerosa, tenía algunas actitudes muy raras. Camila llevaba varias semanas observándola, porque la maestra la había sentado en la banca de la izquierda, la que daba a la ventana, enfrente del pino más alto del planeta. Desde que Oriana se le atravesara, Camila había dejado de cronometrar el vuelo de los pájaros durante la hora de matemáticas. A cambio descubrió que los lunes traía un pañuelo muy perfumado que se acercaba a la nariz; cuando lo retiraba ponía cara de asco, como si oliera una tortuga mata-mata del Brasil. Los martes, Oriana pasaba la mañana tocando las cosas como si leyera un interminable libro en braille sin pasar jamás la hoja. En otras ocasiones Oriana se tapaba los oídos, como si oyera el sonido de un gis tallado sobre un pizarrón. Camila observó, sin embargo, que eso nunca sucedía durante la clase de música de martes y jueves. Otras veces Oriana estaba distraída escuchando algo que nadie alcanzaba a oír.

    Las rarezas de esa niña le ponían a Camila la carne de gallina, aunque algunas la atraían: las guirnaldas de flores que dibujaba en su cuaderno cubriéndolo de enredaderas trepadoras; verla tomar sus escasos pero clarísimos apuntes, con una letra minúscula y perfecta, y su excelente puntería. Si bien a Oriana no le gustaba hacer deportes ni correr, nunca la había visto fallar cuando se trataba de encestar una pelota.

    Esa mañana, cuando la maestra Tere preguntó quién quería hacer el próximo periódico mural, Oriana levantó la mano y, una vez más, la maestra no la vio. Segura de que nadie se había propuesto, consultó su lista y dijo:

    —Le toca a… ¡Oriana!, es la única que falta.

    Camila sentía algo más grande y fuerte que el temor que le producía el miedo de Oriana: la grandísima curiosidad de saber por qué estaba asustada esa niña y por qué era tan rara.

    Esa curiosidad fue el resorte que impulsó el brazo de Camila hacia arriba, cuando la maestra preguntó:

    —¿Quién quiere hacer el periódico mural con Oriana?

    Los compañeros se sorprendieron cuando Camila levantó la mano. Ella y Oriana olvidaron el miedo y se miraron atónitas; es decir, se quedaron sin habla.

    El tema del periódico mural era libre, porque esa semana no se celebraba nada: ni el día de la bandera ni el de la Independencia; ni siquiera se conmemoraba a algún héroe, habían cumplido años la quincena anterior; tampoco organizaron campañas para poner la basura en su lugar ni para cuidar el agua, ni siquiera hubo pretexto para hablar de la primavera, la Navidad o las actividades que hicieron durante las vacaciones.

    —¿Cuál será el tema? —preguntó por tercera vez la maestra, aunque fue la primera en que su alumna la escuchó.

    —¡Duendes! —dijo Camila.

    —¡Trasgos! —sugirió Oriana.

    —Duendes y trasgos, me parece muy bien —opinó la maestra.

    —Y, ¿qué son los trasgos? —fue la pregunta de Camila.

    —Son duendes —le aseguró Oriana y se quedó callada desde la clase de español hasta la de geografía, pasando por el recreo, la clase de música y la de matemáticas.

    Sus compañeros no se daban cuenta del silencio de Oriana. A veces solamente lo notaba Camila, porque ella era la única con curiosidad por escucharla. Es más, Camila llegó a pensar que sólo ella la veía, pues cierta mañana tres niñas la habían pisado, dos se tropezaron con ella y la tiraron al suelo y Rosa Marta se había sentado sobre sus piernas creyendo que la silla estaba desocupada. Lo más extraño era que Oriana no protestaba, musitaba con una voz inaudible: Perdón, perdón…, culpándose por estar allí. Camila no lo entendía y no dejaba de pensar en eso.

    Al llegar a su casa subió como un rayo a su recámara a pedirle ayuda a Verde para hacer el periódico mural. (Si no conoces a Camila, lo más probable es que no sepas quién es Verde, ni qué tan verde es. Los que la conocen, saben que es un duende verde de verdad.)

    A Verde le daba una gran flojera, tibia y somnolienta cada vez que Camila le pedía ayuda para hacer su tarea. Su hermano Púrpura, que ya una vez había zurcido un cuaderno roto, dijo solemnemente:

    —Yo paso sin ver.

    Camila les explicó a los cinco pequeños habitantes de la casa de muñecas —aquella que le había regalado su abuela— el tema de su trabajo y les anunció que iría a la biblioteca a buscar información. Rayas se carcajeó, incluso Azul y Rojo dejaron de comer galletas para acompañarlo en la risa.

    —Si vives con nosotros, ¿qué vas a buscar en la biblioteca? —se burlaron.

    A Rayas, en el fondo debió provocarle mucha curiosidad lo que los libros podrían decir sobre ellos, porque cuando Camila se tiró en el piso para buscar su pluma debajo de la cama, él aprovechó para meterse en el bolsillo de su camisa.

    A la hora de comer, Camila les contó a sus papás que había quedado de verse con Oriana a las cinco de la tarde en la entrada de la biblioteca. La mamá de Camila conocía a todas sus amigas, por eso le intrigó esa niña de la que no había oído hablar nunca.

    —Seguro que la has visto en la escuela, ma. Está en mi salón desde primero. Es una niña… —y Camila se quedó pensativa hasta encontrar las palabras exactas—, es una niña larga y anaranjada.

    La mamá de Camila se echó a reír:

    —Si fuera así, ya la habríamos notado.

    —Es que es larga, muy delgada —explicó Camila—, y es de un anaranjado tenue, sin luz.

    La curiosidad de Camila era una herencia de su padre y de su madre. Como ninguno de los dos había visto jamás a una niña de ese color, se ofrecieron a llevar a su hija a la biblioteca.

    Aunque Oriana ya la estaba esperando en la puerta, Camila pasó de frente, sin verla. La descubrió por su sombra, que se reflejaba en el piso, junto a la suya, ligeramente ladeada, marcando como si fuera una manecilla de reloj las cinco de la tarde. Y es que Oriana estaba aún más pálida que en la mañana.

    La mamá de Camila se acercó para saludarla y hacerle plática a la nueva amiga de su hija, pero por más que se esforzó no le sacó ni media palabra, apenas unas cuantas sonrisitas corteses, con las que intentaba disimular su silencio.

    La mamá de Camila podía ser bastante parlanchina; sin embargo, su sexto sentido le avisaba cuando a alguien le sudaban las manos, tenía un nudo en la garganta y ganas tremendas de salir corriendo. Por eso miró con ternura a Oriana y dijo:

    —Bueno, las dejo —le dio un beso rápido a cada una y le pidió a Camila que llamara por teléfono cuando terminaran su trabajo.

    Las niñas se sentaron en la sala de consulta de la biblioteca dispuestas a trabajar. Oriana iba y venía trayendo los tomos D de duende y T de trasgo de las enciclopedias; Camila descartaba los textos que empezaban: Cuenta la leyenda…, pues su sentido común le señalaba que esos no podían tomarlos en serio para su trabajo. Así que, a pesar de que Oriana encontró seis enciclopedias y diecisiete libros, sólo se quedaron con dos.

    En uno de ellos descubrieron muchos datos importantes. El duende Rayas aprovechó un momento en que Oriana había ido a merodear entre los laberintos de papel de la biblioteca para salir del bolsillo de la camisa de Camila y reírse a gusto. Se paró junto a una ilustración del libro.

    —¡Se ve que no han visto un duende en los últimos doscientos cincuenta años! —dijo—. Mi abuelo se vestía así cuando era un jovencito presumido, a los noventa y ocho. ¿De dónde creen que vamos a sacar ese tipo de botas en este milenio? Si tuviéramos que comer sólo bayas tiernas, no encontraríamos ninguna en el refrigerador de la casa, y ya nos hubiéramos muerto de hambre.

    El tiempo se les pasó rápido leyendo y tomando notas; tanto, que se sorprendieron cuando don Gervasio, el bibliotecario, les avisó que en cinco minutos cerrarían, y que antes de irse debían llevar los libros que habían sacado a la mesa de devolución.

    Oriana, muy diligente, empezó a acarrear tomos y más tomos, mientras pensaba cómo negarse si

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