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El Siervo de Dios
El Siervo de Dios
El Siervo de Dios
Libro electrónico883 páginas13 horas

El Siervo de Dios

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«Te odio. Te aborrezco. Sentirte contaminar mis entrañas me provoca arcadas. No te veré nacer, no te veré crecer. No tendrás sueños, no sentirás el amor. No serás más que el objeto que vivirá para recordarme porque he decidido no morirme esta noche...».

Así reza el anónimo que recibe Laura Neira, una joven bibliotecaria, segura de llevar una vida tan rutinaria como aburrida. Una nota en un papel rasgado y viejo, que la someterá en una aterradora cuenta regresiva y obligará a emplear todo su intelecto para salvar su vida y conocer más sobre sí misma.

Mientras en otro punto de la ciudad, un policía se encuentra con un homicidio y un absurdo móvil que reviste los secretos más oscuros de un tormentoso pasado, Laura Neira deberá decidir sobre si debe ser la mujer de temple impasible y previsor del que suele jactarse ante sí misma, o rendirse y ver a sus familiares y conocidos, ser cortejados por una dolorosa y horrible muerte. La misma que la encontrará a ella, si no se apresura a reconocer que no es víctima de un juego o broma de mal gusto.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 oct 2021
ISBN9789915940526
El Siervo de Dios

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    El Siervo de Dios - Mariano Maldonado

    Sky Publicaciones

    Presenta

    El Siervo de Dios

    El Siervo de Dios

    Mariano Maldonado

    El Siervo de Dios

    Mariano Maldonado

    Editado por:

    Sky Publicaciones.

    Montevideo-Uruguay

    598 91 82 0350

    skypublicacioneseditor@gmail.com

        ISBN: 978-9915-9405-2-6

    Impreso en Uruguay

    Maquetación, diseño y producción: Sky Publicaciones

    © 2021 Mariano Maldonado

    © 2021 Sky Publicaciones, de esta edición

    Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamos públicos.

    Prólogo

    En la mejor tradición literaria argentina, sin lugar a dudas, he leído con expectación, la inquietante novela, El Siervo de Dios, de Mariano Maldonado, quien ha escrito con vehemencia y sabiduría, un policial negro, un thriller por demás impactante. Transcurre en la ciudad de Mar del Plata. El nudo, (por demás inteligente), notoriamente pensado y repensado hasta el hartazgo, permite al autor hacer un desarrollo exquisito a lo que se refieren los tonos, el ritmo, el suspenso, el permanente terror, la sangre, y la constante percepción de una muerte inminente. Lo que conlleva a una estética que robustece, (entre claros y oscuros), a la marginalidad, la obsesión de asesinar despiadadamente, atravesada por ciertos signos semióticos, hasta la conmoción inexorable de los sentidos. Si bien la obra está escrita en un lenguaje coloquial, no quita que el autor está consustanciado con el universo (científico-forense), con ciertos códigos de la jerga policial. Tanto, que en mí imaginación, daría la sensación que Maldonado podría ser un personaje detectivesco introducido en el nudo de su propia obra. 

    Tan detallista su narrativa, que plácidamente sería lícito afirmar, que la novela es digna de un rodaje cinematográfico.  

    En circunstancias funestas, ingresa un sujeto un tanto fantasmagórico a una funeraria. Llama la atención de los presentes su aspecto e indiferencia con el rostro tapado. Camina hacia la trastienda, se topa con un empleado que lo aborda anticipándole que no está en un lugar apropiado para personas ajenas a la funeraria. El extraño, sin motivo alguno, lo asesina acuchillando fríamente a este pobre hombre indefenso, para luego huir por el patio trasero, llevando una mortaja, para luego saltar un muro y desaparecer. 

    A las pocas horas, se perpetran otra serie de asesinatos. Las víctimas, no son personas comunes. Ante el estupor y el desconcierto, la policía local es interferida por la policía federal. ¿Podría ser un lobo solitario que mata al azar, un asesino que mata por placer? ...Se desconoce el móvil de los crímenes, y dadas las características de los homicidios, las presunciones recaen sospechosamente en el narcotráfico, en crímenes pasionales, en ajuste de cuentas mafiosos. A su vez, el oficial Juan Manuel Sauro, a pesar de la advertencia de los federales de correrse de la investigación, trabaja minuciosamente por su lado, para aclarar estos asesinatos que lo desvelan hasta la obsesión.      Laura Neira, una bibliotecaria que lleva una vida tranquila, comienza a recibir mensajes en su celular. Al principio cree que es una broma de mal gusto por parte de sus compañeros de trabajo; pero lo que no sabe, es que un psicópata extremadamente peligroso, la va a manipular, amenazándola, generando terror, quitándole el sueño, apropiándose de su vida con mensajes aterradores y haciendo de su existencia apacible, un verdadero y escabroso infierno. ¿Podrá la policía armar este rompecabezas y dilucidar estos asesinatos que conmocionaron la opinión pública?

    Gabriel Aziz Loutaif 

                                                                                                                Escrito

    r

    Epígrafe

    El colega llegó varios minutos atrasado. Tanto, que alcanzó a terminar su cigarrillo y apagarlo, apretujando la colilla contra el cenicero de vidrio que había en el centro de la mesa. Parecía un poco contrariado. Después del apagón, todos se veían contrariados. No lo sorprendió su estado. Sí sus palabras.

    —Por eso quiso hacerlo él. Cree que no lo vi hacerlo, pero lo hice. De hecho, creo que sabe que lo vi hacerlo— le dijo por fin, segundos antes de que la mesera del bufet se acercara para dejarles sus pedidos.

    El otro se inclinó hacia adelante, procurando no alzar la voz, aunque solo había otro hombre sentado dos mesas más allá. Él también se veía consternado. Tampoco se sorprendió. Nadie que estaba en el bufet de un hospital lo hacía porque tenía ganas de ir a desayunar allí.

    —Entonces… ¿puso dentro de su cuerpo lo que trajo en esa bolsa?

    —Era un trozo de carne. Puso eso, estoy seguro de que puso lo que trajo en esa bolsa. Pudo ser el corazón de un cerdo o medio kilo de carne picada, pero metió eso en el cuerpo antes de cerrarlo.

    —El corazón de un cerdo. No querría que me enterraran con eso— respondió y encendió otro cigarrillo. El cuarto desde que salió de la guardia.

    Introducción

    Había llegado el día. Alguien había abierto la puerta y permitido que comenzara la sangrienta rutina que había ensayado por años. ¿No debería agradecerle a ese alguien, quién al fin, había abierto esa puerta?

    La pesadilla, una vez más, le había roto el sueño y acelerado el pulso hasta permitirle sentir que su pecho no era más que una carcasa hueca albergando un corazón agitado. Respiraba entre jadeos, con los ojos vacíos de vida y fijos en el techo, un atezado abismo que se perdía en un profundo infinito. Su rostro, rígido y con el ceño fruncido, parecía un liso bloque de mármol sin emociones latentes. Solo sentía la piel húmeda, envuelta por el sudor frío y angustiante de cada despertar.

    El frío le hacía temblar las manos, ahora aferradas entre sí a la altura de su pecho, con un vigor apasionado que le hacía doler los nudillos. Inició las oraciones y elevó sus plegarias a Él. Él era la única razón que justificaba con su omnipresencia la labor de cada día de su vida.

    Los recientes eventos han puesto el mecanismo en marcha y nada ni nadie podrá detenerlo hasta su culminación.

    Pronto amanecerá.

    Primera parte

    El siervo de Dios

    .

    Martes 12 de junio 2007

    1

    Hizo bien en insistir. Esta vez tenía razón. Necesitaba un traje o volvería a depender de la suerte para no ser reconocido. Él era la muerte. Por lo tanto, su traje debía ser sinónimo de muerte. Miró el papel que tenía en la mano, confirmando la dirección de lo que ya había encontrado. Al otro lado de la avenida, la casa de servicios funerarios tenía la vereda cargada con algunas personas. «No entres si hay mucha gente». ¿No llamaría menos la atención al haber más gente? «A partir de mañana, ya no habrá margen para los errores». No hizo caso; estaba convencido de que, otra vez, por raro que eso fuera, volvía a tener razón. El sol todavía era una brumosa claridad insignificante, pero no podía quitarse los anteojos.

    Ingresó al hall principal de la funeraria y allí dentro se entreveró con los familiares que estaban desde la noche anterior participando del velatorio. Se alzó la bufanda hasta la nariz y, sin quitarse los anteojos oscuros de marco metálico que traía debajo de la gorra, caminó hasta el otro extremo del salón, donde permaneció en silencio y sin mirar a nadie. En la habitación de enfrente estaba el cajón del muerto, con personas sentadas en los bancos de los costados y otras dos de pie junto al féretro, llorando en silencio. Algunas personas lo miraron, tratando de reconocer en él a un familiar o amigo del difunto, pero nadie se acercó a hablarle. «No deberías entrar con la gorra puesta». Sin voltearse, tanteó la perilla de la puerta que estaba a su espalda; esta giró y antes de que alguien estuviera a punto de cometer el error de acercársele para saludarlo, se escabulló hacia el otro lado, cerrando con excesiva suavidad la puerta tras de sí.

    Aceleró el paso a través de un corto pasillo y llegó hasta el fondo del mismo sin cruzarse con nadie. Eso estaba bien. Giró a la derecha y se encontró con una amplia puerta adornada con un ventanuco circular a la altura de los ojos que permitía el acceso a la morgue de la funeraria. Allí dentro, un empleado cubierto con un delantal blanco anotaba en su libreta los datos de un cadáver recién entregado. Eso no estaba bien. Nadie tenía que verlo merodeando por ahí.

    — ¡Oiga! No puede estar acá— le advirtió el hombre cuando lo vio ingresar, abriéndose paso entre las camillas para llegar hasta el escritorio donde tiró la libreta con la lapicera enganchada en los anillos del cuaderno — ¿Es familiar del recién llegado?

    Sin decir una palabra, sacó el papel doblado y se lo extendió al empleado. No debió haber entrado. De inmediato reconoció su error y que no tenía razón. Muy pocas veces la tenía. Debió mirar otro de los papelitos y probar suerte en otro lado.

    — ¿Qué es, una orden? — preguntó el empleado, tomando la nota y colocándose los anteojos que traía suspendidos sobre el pecho con un cordón negro. Antes de que alcanzara a leer la dirección de la funeraria, el inesperado visitante ya le había enterrado íntegramente la hoja de su navaja en el cuello, que comenzó a gorgotear sangre sobre su pulcro delantal. Después de mirar a su alrededor, escapó por una puerta lateral que daba al único patio de la funeraria y, tras saltar el paredón de la casa lindante, cruzó la avenida Luro y se subió al primer colectivo interno que apareció.

    2

    A las 06.40 de la mañana, la brillante luz azul de led que iluminaba los números del radio reloj digital parpadeó y este se activó. Con un volumen apenas audible, fluía la música internacional de los 80, 90 y 2000 que proponía Radio Universo. Laura Neira, con la nuca hundida en la almohada y los ojos cerrados, extendió el brazo y tanteó la superficie de la mesa de luz. Encendió el velador y la luz ambarina iluminó el cuarto, decorando los oscuros rincones con diferentes sombras irregulares que se desplomaban hasta el suelo. Contuvo la respiración, intentando reconocer qué canción era la que había terminado con su sueño. Le tomó algunos segundos reconocer Lady in red de Chris De Burgh. El débil impacto sonoro de los acordes —ajustados con aquel volumen seleccionado para un suave despertar— había hecho que más de una vez se marchara del cuarto dejando la radio encendida, por lo que también estaba programada para apagarse una hora después de activarse.

    Antes de entrar al baño que estaba frente a su habitación, al fondo del pasillo, con mucho sigilo se acercó a la puerta del cuarto contiguo al suyo y apoyó la oreja contra la puerta. No oyó nada. La abuela Pina aún no había despertado, o si lo había hecho, procuraba permanecer allí en silencio para no molestarla en el comienzo del día.

    Salió del baño con el cuerpo envuelto en una bata de toalla y con el toallón que había utilizado para secarse el pelo convertido en un turbante. Fue hasta la cocina y encendió la luz que iluminaba directamente la mesada y el juego de alacenas suspendidas contra la pared y preparó el desayuno. Encendió la laptop que estaba sobre la mesa del comedor y mientras esta se iniciaba, fue hasta la pecera colocada sobre el modular del living para alimentar a los dos peces ryukin de agua fría que allí vivían.

    Masticando el último bocado de la tostada, regresó al dormitorio y se despidió de la bata y del turbante que ya no era otra cosa que un pajarraco deforme aferrado sobre su frente. Después de vestirse con el atuendo diario —camisa, falda de tubo y cárdigan de hilo—, echó mano a unos zapatos formales de color café y los tiró dentro del bolso. Para conducir sin problemas usaba unas chatitas negras que reemplazaría por los zapatos una vez que hubiese llegado a la librería. Se paró frente al espejo de cuerpo entero que tenía la puerta del armario y dedicó unos minutos a maquillarse. Cuando terminó, se contempló durante unos cuantos segundos con los anteojos para leer puestos.

    —Mejor sin lentes— masculló, lanzándolos sobre la cama. Solo los necesitaría para agudizar la velocidad de la lectura o, dependiendo del clima, para conducir.

    Por último, tomó unos de los perfumes de la cómoda y se roció con él a toda prisa. Recordó lo frío que se veía el día a través de la ventana y por encima del delgado saco de hilo, se colocó un clásico y fino tapado color camel. Se arrebujó en su interior y se alegró de poder contar con él, metiendo y sacando las manos de los bolsillos, comprobando su eficacia. Fue hasta el rincón de la habitación para apagar la radio, pero ésta ya lo había hecho sin que ella lo notara. De regreso al comedor, tiró el bolso sobre el sofá y se dirigió hacia la habitación de la abuela Pina.

    —Hola, abuela. Buen día— saludó, abriendo la puerta a medias y asomando primero la cabeza.

    —Hola, hija— respondió la abuela Pina, que ya estaba esperándola, retrepándose quejumbrosamente sobre la almohada—. ¿Cómo está afuera? ¿Otra vez frío?

    Laura asintió con la cabeza, confirmando las sospechas de su abuela. Entró y se acercó hasta el costado de la cama.

    —Te dejo el bastón a mano, ¿está bien?, pero con este frío, no vale la pena apurarse por levantarse.

    —Creo que hoy no voy a necesitar el bastón. La rodilla parece comportarse. Más tarde voy a cruzarme a lo de Etelvina, vamos a desplantar algunas verduras de la quinta.

    —Está bien, pero ya sabés que no tenés que forzarla si te duele. Al mediodía o poco antes, va a venir Elías a podar el rosal. Me voy, café y tostadas donde siempre, un beso.

    Laura besó a la anciana en la frente y salió de la habitación. La abuela Pina se estiró hasta el control remoto del televisor y ese movimiento bastó para disparar un ligero aguijonazo entre el menisco y el ligamento cruzado anterior. No se sentía tan bien como creía y, si esa mañana tenía pensado ayudar a su vecina, estaría obligada a hacerlo afirmándose en su bastón para mitigar el trabajo de su pierna lesionada en el accidente.

    3

    Estacionado frente a los surtidores de la estación de servicio, el policía Juan Manuel Sauro conversaba por teléfono con el sargento Marcos Sebastiani, quien se encontraba de licencia por una fractura de tibia y peroné.

    ¡Móvil 22029 emergencias! — interrumpió la radio de la patrulla.

    — No me digas nada, vos sos el 22029— adivinó el sargento con su tono cansino.

    — ¡22029 QRV! — respondió Sauro, tomando la radio y alejando el celular.

    QTH Luro 3026. Luro y Jujuy. En la funeraria, posible QRT. Acérquese al lugar, entreviste a las personas y verifique por favor.

    Colgó la radio y regresó al celular.

    —No sé para que se mandan la parte si ya está media Bonaerense allá. Hace una hora y media que salió la noticia del asesinato. Esto es cosa de Villarruel que no me puede ver tranquilo. En cuanto pueda paso por el correo.

    Sebastiani lanzó una carcajada.

    —Gracias Juanma. Dale, andá a trabajar, mirá que cuando vuelva, volvés a tu lugar de aprendiz. Abrazo, pibe.

    Salió a la avenida y, sin encender la sirena, aceleró, procurando con la bocina y la brusquedad del móvil, apartar a los remolones que le entorpecían el paso. Seis minutos después, estacionó en la vereda opuesta a la sala de velatorios de la avenida Luro.

    Entró por el garaje de la funeraria para no alterar el orden entre los clientes que continuaban con su velorio y uno de los policías que ya estaban ahí, lo dirigió hacia la morgue.

    — ¿No interrumpieron el velorio? — preguntó Sauro, sin ocultar su desencanto.

    —Ya se van, según el encargado a las diez parten hacia el Cementerio Parque para llevar a cabo el entierro— respondió el efectivo que lo acompañaba.

    — ¿Y los van a dejar ir al entierro? ¿Quién vino, Acevedo o Figueroa?

    —El fiscal Figueroa. Ya está en la morgue.

    Sauro sonrió. No le gustaba trabajar con Acevedo. Era autoritario en extremo y cuando las cosas le iban mal, se desentendía del asunto, exponiendo a todo el grupo de trabajo de turno.

    Después de estrechar la mano del fiscal Leonardo Figueroa, Juan Manuel Sauro avanzó entre las camillas —una de las cuales todavía contaba con un cuerpo tapado hasta la mitad con una sábana— para acercarse al cadáver que yacía en el suelo, cubierto por una manta gris que se había teñido de rojo a la altura del pecho. Al otro lado de la puerta vaivén, asomándose cada tanto por el ventanuco, Julio Montesinos, el dueño de la funeraria, se mostraba desconsolado y confundido. Se corrió de la escena principal para permitirle al fotógrafo tomar unas imágenes y aprovechó para llegar hasta donde estaba el forense.

    —Qué hacés, Sanabria— saludó, volteando la cabeza hacia el cuerpo tendido en el suelo— ¿Qué te dejaron ahí?

    —Cómo te va, Sauro. Es raro verte sin Sebastiani— respondió el forense y de inmediato adquirió una postura más profesional—. A simple vista, asesinato a sangre fría con un elemento cortante, cuchillo o navaja con una hoja de no menos de trece centímetros con un filo bastante particular, si no fuera por el ancho de la hendidura, podría confundirse con un bisturí.  El corte no solo secciona arteria y carótida, sino que atraviesa también el músculo esternohiodeo en esa única puñalada. ¿Querés verlo? — Sauro negó con la cabeza—. Sospecho que el crimen se cometió entre las cinco treinta y las seis de la mañana. Esto no me incumbe, pero como dato adicional, hasta hace un momento se desconocía el móvil del crimen, pero uno de los empleados le dijo al fiscal que falta la mortaja del cuerpo de aquella camilla. Estoy esperando el resto de los peritos para peinar el resto de la habitación y tengo esto para el calígrafo.

    Sauro observó el papel protegido en una bolsa plástica que le extendía el forense. En él, escrita con tinta azul estaba la dirección de la funeraria: Luro 3026.

    —Estaba junto al muerto, no en sus manos, sino tirada a un lado del cuerpo. Sería apresurado afirmar que pertenecía al asesino— comentó Sanabria, apoyando la bolsa en el escritorio—, pero es muy probable.

    —Si era del asesino, queda claro que no tenía ni idea del lugar donde tenía pensado cometer un homicidio— manifestó Sauro, siguiendo al forense que caminó hacia la puerta que daba al patio interno de la funeraria.

    Sanabria señaló el alto paredón que asomaba frente a la puerta.

    —También está claro por donde huyó.

    Las marcas estaban claras. Frescos manchones de barro adornaban la blanca pared del muro. Las huellas descubiertas no eran otra cosa que marcas alargadas, como patinadas cortas, que mostraban la dificultad que tuvo el asesino al saltar hacia el otro lado.

    —Ya mandé a llamar a los dueños de la casa de al lado y los que estuvieran en la cuadra— añadió el fiscal, Leonardo Figueroa, apareciendo por detrás del policía y el médico—, pero solo encontramos un vecino en casa. Y esta señora afirma no haber visto a nadie saltando por su jardín. Aunque, claro, era muy temprano para ver algo.

    Juan Manuel Sauro miró las marcas y enseguida se dio cuenta de que nada provechoso podrían sacar los peritos de ellas, pero al menos servía para eliminar una veintena de sospechosos que estaban en la sala velatoria.

    —Lamentablemente, también habrá que comunicarse con los familiares del cuerpo que está sobre aquella camilla para obtener un permiso y que Sanabria pueda revisarlo— dijo el fiscal, volviendo a entrar a la morgue—. Estoy seguro de que no encontraremos nada en él, pero la falta de material hace que nos agarremos de todo lo que tengamos al alcance de la mano para empezar a esbozar un informe. ¿Sebastiani sigue de licencia? Esperaba dejarlo a cargo a él. La verdad es que estoy tapado con el caso Bianchi.

    —Todavía no le quitaron el yeso— respondió Sauro, apenado—. Puedo comenzar a hacer averiguaciones hasta que designe algún inspector. Después de todo, parece un hecho aislado y extraño, pero a la vista saltan algunas certezas.

    — ¿Caso aislado? —Figueroa lo miró extrañado— ¿Tan extraordinario te pareció?

    La verdad es que no— respondió Sauro, impasible—. Todas son certezas: por dónde huyó el asesino, a quién pertenecía la nota y el arma que utilizó. El paso siguiente es el que me atrae: el extraño móvil de la mortaja. ¿Y por qué dejó huellas de barro en el patio y en la pared, pero no en el piso de la morgue? Y, por último, ¿por qué no usó esa escalera junto al depósito de gas para trepar el muro?

    Sauro tomó la escalera y después de apoyarla en el muro trepó algunos peldaños hasta que logró divisar el parque aledaño. Asintió con la cabeza al lograr responder una de sus interrogantes:

    —No dejó huellas de barro en la morgue porque no las traía consigo sino hasta que tuvo que pisar el césped húmedo del jardín. Lo que señala que algo lo hizo regresar al patio de la funeraria sin tener que entrar a la morgue y, otra vez, volver a trepar al jardín de al lado. Claro que esta vez lo hizo con los pies embarrados. De este lado del paredón también hay marcas.

    Leonardo Figueroa, de pie en el centro del patio con el celular en una mano y la otra apoyada en la cintura, miraba al policía mientras descendía de la escalera y pareció llegar a una solución.

    —Arrancá con las pesquisas pertinentes y buscá asesoramiento con el subinspector a cargo de la DDI en este momento. Si alguno mete una excusa, avísame y yo me encargo de llamar. Me vuelvo a tribunales, quedé en reunirme con los padres de Agustina Bianchi.

    Con el rostro impertérrito, Juan Manuel Sauro asintió y cuando el fiscal regresó al interior de la morgue, apretó los puños y sonrió, celebrando la pequeña dosis de confianza que acababan de depositar en él.

    4

    Con el «disfraz» envuelto en una bolsa de nylon que llevaba bajo el brazo, se acercó a un kiosco y compró un cartón de leche. Desgarró una de las puntas del envase y sin detenerse a respirar, engulló el litro entero en una serie de rápidos y largos tragos. Se lo merecía. Había hecho las cosas bien y merecía llenarse la boca con aquella ración de leche pura y fresca.

    Se sentía muy bien. Tanto que no podía dejar de sonreír detrás de la bufanda manchada con leche, aferrado al regocijo de ese hermoso presente. El día había llegado. Ya verás, cuando menos te lo esperes, estarás usando tu navaja. Y ahora que la había vuelto a usar, quería más. Ya no podía ni quería detenerse.

    Después de una hora y media de caminata, debajo de la campera —percudida, húmeda y olorosa—, sentía la remera empapada por el sudor y adherida a su piel grasienta. Necesitaba un recipiente y una farmacia. Entró en la primera heladería que encontró de paso y salió otra vez a la vereda, sonriente y con un recipiente de un kilo cargado hasta los bordes con helado de chocolate. Apretujó hasta despedazar al inservible objeto plástico que le habían dado como «cuchara» y continuó su marcha, enterrando una y otra vez sus gruesos y ennegrecidos dedos en el recipiente, hasta vaciarlo.

    Hay que completar el traje de la muerte. Al llegar a la farmacia lanzó el pote vacío a un costado y se limpió las manos, refregándolas contra el pantalón antes de ingresar al local. El lugar se veía tan pulcro y radiante, que se sintió como una hedionda mancha de barro estropeando la escena. Sus ojos, para nada discretos, nunca pudieron dejar de mirar el lunar rojizo e irregular en la frente de la joven que lo atendió. Mientras la vendedora guardaba los rollos de gasa esterilizada en una bolsa, no pudo evitar imaginarse sobre ella, abriéndole diferentes heridas en el rostro y rebanándole las orejas para conservarlas como colgantes para su llavero. Al salir, recogió el contenedor térmico que había arrojado por ahí y después de colocarle la tapa, lo guardo en la bolsa junto a las gasas.

    5

    El gendarme revisó una por una las carpetas que tenía bajo el mostrador hasta que encontró el legajo penitenciario correspondiente. Giró el documento que un juez de ejecución penal había firmado y se lo extendió para que él también le pusiera su marca.

    —Acá dice que tu domicilio es Gianelli 2523. Ahí es donde van a hacerte las visitas de control. Procurá que te encuentren siempre ahí o en tu trabajo, cuando lo consigas. 

    Esperó unos segundos, pero el carcelero había terminado con él y ya no lo estaba mirando. Levantó el bolso de lona que había apoyado entre sus pies y se dirigió a la salida de la Unidad Penitenciaria Número 2 de Sierra Chica.  Era libre. Sin darse la vuelta para ver los guardias que escoltaban el ingreso a la prisión, torció la boca y lanzó un escupitajo a la tierra.

    Cuatro horas y media demoró el ómnibus de larga distancia en arribar a Mar del Plata y una hora y media más, tardó en caminar hasta su antiguo y nuevo hogar. Se paró ante la puerta —vieja y maquillada por una pintura verde que ya comenzaba a descascararse— y contempló la única llave que le habían dejado en el buzón de la prisión. Aquella sola imagen disparó destellos de recuerdos que, así como llegaron, se marcharon.  No iba a perder el tiempo con ellos. Veinticinco años no habían cambiado el núcleo de sus más íntimas cavilaciones.

    Empujó la puerta y una bocanada de aire frío y cargado con un intenso olor a humedad le dio de lleno en las narices. Los cuartos, desmantelados y polvorientos, apenas si estaban tenuemente iluminados por la claridad que se filtraba entre las rendijas de los postigos. Tiró el bolso a un costado y fue directo al baño. Pasó la mano por el polvoriento espejo pegado en la puerta del botiquín que había sobre el lavabo y clavó la vista en sus ojos grises. El mundo en aquel barrio, miserable y peligroso, no había sufrido grandes modificaciones. No así su cuerpo, que se veía diferente, con esas finísimas arrugas adornando las cicatrices adquiridas en los pabellones de la cárcel.

    Había vuelto. ¿Y ahora, no podría al menos esbozar una ligera mueca de satisfacción? Lo único que iba a proporcionarle cierto regocijo, era ejecutar de una vez por todas lo que tantas veces imaginó tirado en la cama de su celda. Él era un verdugo. Él era como la peor maquinaria infernal creada para hacer sentir el dolor, más que cualquier instrumento de tortura inventado en la Edad Media o por la Inquisición. Giró la puerta del botiquín, cambiando el ángulo del reflejo y vio a la muerte, respirando calurosamente tras su máscara de gasas empapadas en sangre podrida.

    El espejo estalló y el cristal partido se derrumbó en mil pedazos. Sangre, y luego, la oscuridad.

    6

    Después de escapar de las laberínticas calles de Punta Mogotes y desembocar en la avenida de Los Trabajadores, Laura Neira condujo hacia el centro de Mar del Plata, a la vera de un majestuoso océano Atlántico, planchado y maquillado con el azul intenso del cielo, donde rebotaban los brillantes rayos de sol de aquella despejada mañana.

    Llegó un poco antes de lo habitual. Estacionó en la vereda opuesta a la librería y, con la radio y la calefacción encendidas, se dedicó a esperar. Al cabo de unos minutos, Gonzalo Díaz se aproximaba caminando por la vereda, con ambas manos en los bolsillos y el morral colgando a un costado de la cintura. Venía cortando el aire fresco con la cabeza gacha y una bufanda lisa color gris protegiéndole el cuello y la boca. Esperó a que Gonzalo atravesara la puerta de la Librería Merens y descendió del vehículo. Supuso que Claudia y Benjamín ya estarían adentro.

    Cuando el sereno se marchó, se tomaron cinco minutos más para prolongar el banal cotorreo matutino y segundos antes del horario de apertura, cada uno de deslizó hacia sus quehaceres. 

    Soledad Martínez llegó pasadas las diez. Al pasar frente al mostrador, tomó uno de los diarios y continuó hacia su oficina: una amplia sala con una gran puerta doble hoja de roble americano. Los ventanales del despacho daban a un tupido jardín que emergía como un refugio natural entre la argamasa gris del núcleo de la ciudad. Tiró el tapado sobre el diván y encendió un viejo radiograbador que estaba sintonizado hacia años en el mismo dial de una radio AM. Cuando terminó de acomodarse, llamó por el interno y pidió a Laura que fuese a su oficina ni bien se desocupara.

    —Buenos días, señora Martínez—. La directora se puso de pie y tomó una carpeta que había sobre su escritorio.

    —Hola, Laura—saludó, colocándose los lentes y leyendo una de las hojas de la carpeta—, esta mañana o por la tarde, no especificaron bien, vendrá alguien del Ministerio de Cultura para asegurarse de que tenemos los materiales necesarios según sus normas. En el caso de que falte algo, quiero que les digas a los chicos que lo anoten, lo que sea, para que esa misma gente se encargue de proporcionárnoslo. Es menos costoso y para futuras revisiones, no podrán decir que no es el adecuado si les informamos que los que tenemos provienen de sus depósitos.

    —Bien—respondió Laura, amagando anotar el pedido en su libreta— ¿Vamos a sacar del medio los catálogos viejos que ya nadie pide ni lee? Algo de eso me había comentado el viernes. Podríamos reemplazarlos por lo que sea que nos deje esta gente.

    —Sí— avaló Soledad Martínez, pasando otra hoja de su carpeta—, hagamos eso. Así no nos destacamos por ser un depósito de mugre. Apilen en cajas y déjenlas junto al estudio, así cuando tenga tiempo confirmo qué se queda y qué no.

    — ¿Algo más? — inquirió la encargada con una amable sonrisa.

    —Sí, decí…

    — ¿Té con limón? — adivinó Laura, abriendo la puerta para retirarse—. Ya se lo mando.

    —Gracias—. Soledad Martínez rodeó el escritorio y se recostó sobre su sillón. El monitor se encendió, mostrando como fondo de pantalla una tropilla de caballos galopando en una playa solitaria. Su marido amaba los caballos, pero no la playa. A ella sí le gustaba la playa, aunque hacía más de quince años que no pisaba una. Tal vez ya no le agradaban tanto y no sabía reconocerlo.

    Al mediodía, la librería se había convertido en un enjambre de personas entrando, saliendo y cargando embalajes de todos los tamaños. Claudia se acercó a Laura, cargada con una serie de tomos de la Barcelona antigua y moderna de 1994 que trasladaba a su lugar de origen: el estante más alto de la pared.

    —Creo que necesitaré la escalera— dijo, burlándose de sí misma, pasando de largo con sus paquetes—.  En la correspondencia te dejé un sobre para vos, Lau.

    — ¿Para mí? — preguntó Laura, sorprendida, ya que toda la correspondencia la recibía en su casa.

    —Tiene que ser, lleva tu nombre. Es un sobre rojo.

    7

    Al entrar en su casa se dejó abrazar por el alivio y la tranquilidad de estar de regreso en la paz de su hogar. Solo que, en lugar de quitarse el jean para ponerse un short, o descalzarse los zapatos para reemplazarlos por unas cálidas sandalias, tomó su navaja y se sentó junto a la ventana para afilarla. La hoja iba y venía por la piedra humedecida con aceite. Parecía un acto terapéutico a favor de la remoción de cualquier síntoma de malestar emocional, pero no, no era otra cosa que un modo de obtener un elemento tan silencioso como mortal.

    Te gusta dañar, lastimar y hacer sufrir. Ha llegado el momento. Cuando terminó, admiró el filo de la hoja, acariciándola con la yema del pulgar y guardó la navaja en su funda. Se fue hasta su oscura habitación y, sin quitarse la ropa y el calzado, se dispuso a tomar un corto descanso. Puso la alarma del despertador para que sonara a las 17.00 horas y cerró los ojos. 

    8

    Juan Manuel Sauro salió de la sucursal 4 del Correo Argentino y acomodó el paquete que le entregaron en uno de los asientos de atrás de su automóvil particular. Se sentó tras el volante y, antes de encender el motor, le envió un mensaje de texto al sargento Marcos Sebastiani, anunciándole que ya tenía la «carga» en su poder. El celular sonó en su mano, anticipándose.

    —Sargento. ¿Ya se enteró de que iba a la final mi excursión a la funeraria?

    —Solo de lo que pasaron en el informativo.  ¿Cómo te fue?

    —Aún no lo sé. Un tipo apuñalado en el cuello y un cadáver despojado de sus vestiduras. Figueroa me dejó a cargo hasta que alguien de la DDI me asesore y venga a correrme, de hecho, yo debo llamarlo para que lo haga. Él está ocupado con el accidente de Agustina Bianchi y anda haciendo malabares para repartirse el tiempo.

    —¿Accidente? Esa chica fue asesinada por un irresponsable alcoholizado al volante que confundió el boulevard marítimo con un tramo del autódromo Juan Manuel Fangio. ¿A quién vas a llamar?

    —A usted. Figueroa no me dio un nombre en particular con quién debía asesorarme.

    Sebastiani alzó las cejas. No le parecía mala idea. Llegado el caso, él mismo se encargaría de desviar a Juan Manuel hacia algunos de los inspectores de la DDI.

    —¿Te hizo alguna reseña de sus primeras conjeturas antes de largarte a la buena de Dios? — preguntó el sargento, antes de enterrarse de lleno en la averiguación de datos.

    —Sospecha que el móvil del robo de la mortaja es solo una distracción. No descarta un crimen pasional o posible ajuste de cuentas. Tal vez mañana o cuando la familia del desdichado este de ánimos, veremos si podemos indagar un poco respecto a la vida privada del señor Enrique Avancino.

    —¿Y vos? — Inquirió Sebastiani, sorbiendo la bombilla del mate que sostenía en la otra mano.

    —No estoy seguro. Estamos hablando de hurto y asesinato. Por separado, son situaciones vulgares de criminales corrientes, en combo, la escena en sí me descoloca. Lo primero que se me cruzó por la cabeza al entrar a la morgue y llegar hasta el patio, es que estábamos ante un crimen provocado por un descuidado homicida que será capturado en cuestión de horas. Sin embargo, lo «grotesco» del caso, o como quiera llamarlo, me hace dudar sobre ese punto y considerar que nunca lo atraparemos y sabremos qué sucedió realmente en la funeraria Montesinos— Sauro hizo una pausa y se aclaró la garganta alejando la boca del micrófono—. ¿Qué opina usted de un individuo que mata a otro para robarse una camisola de algodón destinada a los sepelios? No sé si debería parecernos tan absurdo el móvil: hay gente que murió por una billetera con veinte pesos.

    —Me gustaría darle una ojeada al «preliminar» antes de responder tu pregunta, pero estoy de acuerdo en que hasta que no surjan nuevas revelaciones, se debería abordar el caso como lo que es: un homicidio, sin importar móviles o extraordinarias especulaciones— Sebastiani dio otra chupada al mate y continuó—. Estoy aburrido de estar postrado en el sofá, en lo que pueda voy a darte una mano, pero si Figueroa te insiste, no dudes en comunicarte con alguien de la calle Tucumán. No dudo de vos, pero un ojo experimentado siempre es de gran ayuda.

    Sin perder el tiempo, al culminar la conversación con el sargento, Sauro llamó al asistente del fiscal Leonardo Figueroa para que le enviara a su mail el informe preliminar, adjuntando la cantidad de imágenes disponibles. Miró el reloj y pisó el acelerador con rumbo hacia el cibercafé Fast & Fanny de Belgrano y San Luis.

    Después de pedir un tostado, una gaseosa y la contraseña del Wi-Fi. Desplegó la laptop sobre la mesa y entró a su cuenta de correo electrónico.

    El trabajo del fotógrafo debería estar a la cabeza, pero el asistente había adjuntado las imágenes al final. Descendió con el scroll y observó una a una las escenas retratadas. Había unas cuatro fotografías dedicadas al paredón manchado con el barro de las punteras del calzado del asesino; otras doce fotos del cadáver tendido en el suelo y otras quince del recinto donde se había cometido el delito. Había una más que correspondía al folio garabateado —según sus propias deducciones— del criminal y la última era una panorámica que abarcaba todo el cuarto, permitiendo ver gran parte del patiecito a través de la puerta de vidrio abierta. De fondo, apoyada junto a la cabina de gas, estaba la escalera que le había hecho preguntarse porque no fue utilizada para trepar el paredón a pesar de tratarse de un tabique de casi dos metros y medio de alto.

    Deslizó la barra de desplazamiento hacia arriba otra vez y comenzó a leer, línea por línea, las diferentes conclusiones allí detalladas. El planista había llegado tarde, pero se reservó de aventurar cualquier deducción hasta que el investigador no presentara alguna incógnita en las imágenes del lugar capturadas por el fotógrafo. «¿Para que pierden el tiempo escribiendo esto?»

    El médico confirmó la muerte de la víctima a las cinco cuarenta de la mañana del mismo día. El hombre, llamado Enrique Fabián Avancino de cuarenta y cuatro años de edad, falleció segundos después de recibir una certera puñalada que atravesó y seccionó la arteria vertebral y la carótida primitiva derecha. Por el ángulo de penetración de la hoja del arma homicida, dedujo que la cuchillada provino de una persona zurda y de mayor estatura que la del cadáver.

    El único agente extraño que pudo encontrar el especialista en rastros, fue el papel con la dirección de la funeraria. El resto de los objetos no presentaban alteración alguna, salvo la libreta con la lapicera enganchada en el anillado, que tenía una mancha en la orilla de una de las hojas, pero de inmediato el perito lo adjudicó a restos de chocolate de una barra sin terminar hallada en el escritorio. Además de la mancha de chocolate, el técnico tomó muestras de sangre de diferentes zonas del suelo, con la vana esperanza de encontrar restos de otro grupo sanguíneo. También se llevaron uno de los fragmentos de barro encontrados en el muro del patio. Cuando logren trasladarlo, el forense examinará a fondo el cadáver al que despojaron de su mortaja. Y, para finalizar, cuando terminen de buscar huellas en la barra de chocolate, el odontólogo la examinará para determinar que pertenecía al occiso.

    Apartado: las grabaciones de la funeraria y posibles vías de escape del criminal están siendo supervisadas por el oficial Juan Manuel Sauro. No se espera progreso.

    —Hijo de puta— masculló Sauro, con la boca ocupada por el mordisco que le había dado al tostado, lanzando minúsculas migajas sobre el teclado.

    Apenado y avergonzado por la austeridad del informe, reenvió el documento al sargento Marcos Sebastiani, no sin antes eliminar el apartado que había añadido el asistente, tal vez por iniciativa propia, tal vez por orden de Figueroa para hacerle sentir que lo tenía con un dedo en el culo.

    Después de recoger la laptop y pagar en la caja, regresó al automóvil, decidido a ir por las grabaciones.

    9

    A las dos de la tarde y con una sonrisa fingida, Laura Neira acompañó hasta la puerta de salida al último empleado del Ministerio de Cultura que había terminado con su inspección. Giró y fue hacia la cocina, resoplando y abriendo llamativamente los ojos en señal de alivio. Gonzalo y Benjamín hicieron lo mismo, riéndose y arrojando a la pasada los libros que estaban cargando dentro de las cajas que los rodeaban.

    La cocina de la librería, alejada del bullicio del salón principal, era un santuario en reposo, donde solo se escuchaba el bufido de la pava sobre la hornalla que alguien—muy probablemente Claudia— había puesto a calentar. Laura se frotó las manos y consultó el reloj. Ya era tarde para cortar y tomarse la molestia de ir hasta su casa para compartir el almuerzo con la abuela Pina.  La mañana se había pasado volando y ni siquiera había tenido tiempo para hacer su llamado de rutina a casa para saber si estaba todo bien. Chequeó la pantalla del teléfono celular pero no había llamadas ni mensajes recibidos; buscó el número de su hogar y llamó para confirmarle a la abuela que ese mediodía no iría a almorzar.

    Cuando cortó se sintió mucho mejor: Elías, después de acondicionar el jardincito del porche y recortado el rosal, se había quedado a almorzar haciéndole compañía a la abuela Pina. La tapa de la pava comenzó a bailotear y apagó la hornalla, esperando que alguien viniera a hacerse cargo de aquella porción de agua a punto de hervir. Recordó el sobre rojo que le había mencionado Claudia a la mañana y también recordó que, sin tiempo de mirarlo, lo había arrojado dentro de la cartera que estaba colgada del perchero junto a su abrigo. Al sacarlo notó que estaba gastado en los bordes y que en realidad se trataba de un papel usado. Parecía una cartulina roja que cortaron y doblaron en sus puntas hasta darle la forma de un sobre rombo. No había remitente y en el reverso solo figuraba su nombre, sin apellido ni dirección. En el interior había un trozo de hoja que, por su aspecto, la hizo fruncir el ceño en señal de confusión. El papel, ajado y amarillento por el tiempo, era el fragmento de una página que debió pertenecer a un cuaderno o libreta anillada. Estaba plegado de un modo tan desprolijo, que hecha un bollo hubiese quedado mejor. Extendió el papel y leyó el único párrafo escrito en cursiva y con tinta azul, también desgastada y borrosa en algunas partes.

    «Te odio. Te aborrezco. Sentirte contaminar mis entrañas me provoca arcadas. No te veré nacer, no te veré crecer. No tendrás sueños, no sentirás el amor. No serás más que el objeto que vivirá para recordarme porque he decidido no morirme esta noche…».

    El papel, rasgado como si lo hubiesen arrancado con la mano, no le permitió leer el final de la frase. Perpleja, quitó la vista del manuscrito y se quedó pensativa, mirando la pared que tenía enfrente. Alzó la nota otra vez y después de releerla una docena de veces, la estrujó y tiró en un gran cenicero de lata vacío que había sobre la mesa. Si era una broma, era de muy mal gusto. Nadie que la conociera podría enviar eso a su nombre. El golpe abrupto contra la puerta la hizo voltear la cabeza.

    —La puta madre—, exclamó Claudia, entrando en la cocina y yendo hasta el perchero donde se puso a revolver frenéticamente el interior de su cartera y los bolsillos de la campera—. ¡Seguro que fue alguno de estos pelotudos que se fueron recién!

    — ¿Qué pasa, Clau? — preguntó Laura con suavidad, contrastando la exaltación de su compañera que ni había notado su presencia en la cocina.

    —No encuentro mi teléfono. Seguro que alguno de estos muertos de hambre se lo llevó, o no sé… no sé—. Claudia se pasó una mano por la cabeza, tirando de su cabello ruliento hacia atrás. Luego de lanzar un bufido pareció serenarse.

    Gonzalo apareció en la puerta de la cocina y consultó a su compañera respecto a su problemática:

    — ¿Y? ¿Apareció?

    —No— respondió Claudia, enojada y desplomándose en una de las sillas, resignada.—. Bueno, si no me lo robó alguno de estos pelotudos, supongo que ya va a aparecer. Capaz que se cayó en alguna de esas cajas de mierda que estamos llenando, qué se yo…

    La señora Martínez apareció de pie en la puerta para anunciarle a Laura que ya se iba y les recomendó, de ser necesario, mantener la librería cerrada hasta acondicionar el embalaje nuevo. Minutos después, entró Benjamín con una bandeja cargada de empanadas.

    —Ya abrí el sobre— comentó Laura de un modo solemne al finalizar el almuerzo, mientras se limpiaba los labios con una servilleta—, pero dada mi situación, la verdad es que no me causó gracia. Al contrario, me pareció de muy mal gusto. Quién haya sido, no puedo felicitarlo por la broma, si es que a eso se le puede llamar «broma».

    Hubo un prolongado silencio y Laura observó a sus compañeros que la miraban confundidos. Trató de ver en sus gestos si alguno amagaba hacerse cargo del mensaje, o delataba sus intenciones esbozando una mínima sonrisa, pero no fue así.

    — ¿El sobre que te di hoy? — preguntó Claudia, sin haber terminado de tragar el bocado de la empanada humeante que se enfriaba en su mano.

    —Sí, ese mismo— contestó Laura sin ocultar su disgusto—, ya lo leí, y creo que si es una joda, el que la hizo no me conoce para nada. No porque sea una pelotuda que no sabe aceptar un chiste, sino porque…— no pudo evitar pensar en su madre. En que no la conocía a causa del fatal accidente que la había matado a ella y a su abuelo. Y que ella y la abuela Pina también estaban en ese automóvil, pero su madre la había envuelto con sus brazos y la había salvado—, porque no. Porque no está bien…

    Un nuevo silencio se adueñó de la cocina y ahora, Laura miró directamente a los ojos de Gonzalo y Benjamín, que parecían estar más desconcertados que antes. Con cierto fastidio, se estiró hasta el cenicero y desarrugó el papel sobre la mesa para mostrárselo a sus compañeros.

    — ¿Ven? De esta nota hablo. ¿En qué estaba pensando el que lo hizo?

    —Lau, nosotros no te dejamos ese sobre. ¿Cómo vas a pensar que te haríamos algo así? — inquirió Claudia, apenada después de repasar el viejo manuscrito—. ¿Y si no era para vos? Debe ser un error, alguien que te conoce no te dejaría una nota así.

    —El sobre tenía mi nombre— espetó Laura, con la vista fija en el papel—. Chicos, discúlpenme, no debí pensar mal. Claudia tiene razón y estoy segura de que ninguno de los que está acá haría una joda de este tipo.

    — ¿Y el acosador? ¿No te dejó más de una vez su teléfono anotado en las servilletas del bufet? — preguntó Claudia, recordando a Martín Acosta, un hombre entrado en años y viejo cliente de la librería que parecía tener algún tipo de interés en su amiga—.  Tal vez es un mensaje de él para llamar tu atención. No sé, digo, como siempre está acechando, esperando que aparezcas para que vos lo atiendas, controlando tus horarios, qué se yo.

    Laura sopesó ese comentario por un segundo. Si el mensaje viniera del cliente que Claudia bautizó como «el acosador», tampoco entendería la broma. Si es que aquello fuera una broma. ¿Por qué iba a mandarle un mensaje tan repulsivo a través de un trozo de hoja que parecía arrancado del diario íntimo de una mujer embarazada? Preguntó a sus compañeros si habían visto aquella mañana a Martín Acosta dentro de la librería, pero nadie logró darle una respuesta certera. En un momento dado, entre clientes y el personal que había enviado el Ministerio, la librería era un desfile de personas que entraban y salían por la puerta principal. Laura terminó por convencerse de que «el acosador», Martín Acosta, nada tenía que ver con aquello, reconociendo también que tampoco valía la pena continuar perdiendo el tiempo pensando en algo que, como dijo Claudia, podía tratarse de un error.

    —Bueno gente, buen provecho— anunció Laura, retirándose de la mesa—. La señora Martínez no va a regresar, así que terminen de comer tranquilos, tenemos toda la tarde para acomodar este desastre. Yo voy a ir viendo lo de las cajas y de paso, con suerte, tal vez demos con el teléfono de la señorita.

    Claudia le hizo una mueca burlona y también se levantó de su silla, dirigiéndose hacia el dispenser para recargar con agua fría una pequeña botella de plástico.

    —Ya me había olvidado del teléfono.

    10

    ¿Había pasado una hora, dos? ¿Un día? Ya no lo sabía.

    A pesar de que los postigos estaban cerrados y las cortinas sin correr, la luz radiante de la mañana se filtraba por todas las rendijas, iluminando de un modo precario el cuarto donde lo habían sentado. Tenía los ojos vendados y las muñecas atadas entre sí al respaldo de la misma silla que estaba ocupando en el centro mismo del desmantelado cuarto. Las heridas, desparramadas por todo su cuerpo, le latían y ardían como si se las abrieran una y otra vez.

    Oyó pasos y vociferó una serie de insultos. Lo único que consiguió fue que un golpe de puño le estallara sobre el ojo derecho y le colocaran otra vez la mordaza que no era más que un trapo que olía a pestes.

    Se irguió, desafiante, sobre la silla donde estaba prisionero, esperando otro golpe, pero no sucedió. Esperó para ver si podía oír a quien estaba allí, pero todo se mantenía en absoluto reposo. Cuando creyó que estaba otra vez solo, un segundo topetazo lo tumbó de espaldas al suelo con silla incluida, y luego, otra vez la inconsciencia.

    11

    Después de que Valeria Sebastiani —con cualquier excusa— sacara a su hija de la sala, el sargento Marcos Sebastiani abrió la puerta del comedor e invitó a su compañero a que ingresara en la casa. Bajo el brazo, Juan Manuel Sauro traía el paquete que había ido a buscar al correo y un fajo de hojas en la mano.

    —Pesadito el regalo, eh— dijo Sauro, pasándole el bulto a su colega que, con toda la agilidad que le permitía su pierna enyesada, giró y caminó hasta el modular para ocultarlo en la parte más alta, detrás unas enciclopedias de aviación y astronáutica que nadie había leído jamás—. ¿Qué es?

    —Un Spybot— respondió el sargento, bajando la voz y mirando hacia la puerta que conectaba con la cocina y el pasillo. Sauro alzó las cejas, incrédulo—. No me preguntes. Era eso o un cobayo. Y la historia del cobayo termina con el cobayo muerto de hambre y sed en un mes o menos; o conmigo y Valeria renegando para que le limpie la jaula y lo alimente.

    Sauro sonrió y se desplomó en el sofá que estaba frente a la mesa rodeada de sillas, al pie de la ventana. Se abrió la campera y permitió que su espalda encontrara el mullido almohadón. Sebastiani, con una renguera que ya había asimilado, fue hasta la cocina y regresó con dos vasos y una jarra de jugo. En otro horario, le hubiese ofrecido un vaso de cerveza.

    —¿Cansado? No me digas que ahora preferís trabajar con el holgazán de Acevedo— bromeó Sebastiani, extendiéndole uno de los vasos, cargado hasta el tope. Fue al grano, no manejaba sutilezas para hablar de las cosas que le importaban—. ¿Algo nuevo además de lo que me mandaste hoy?

    Sauro dio un largo trago, dejando el vaso por la mitad y después de chasquear la lengua, saboreando el gusto a pomelo del brebaje, se dispuso a poner al día al sargento.

    —Recién después de las tres pude hablar con la empleada que encontró el cuerpo de Enrique Avancino tirado en el suelo sobre un charco de sangre. Es una administrativa que había bajado a buscar unos registros y bueno, recién a la tarde se le pasó un poco la histeria provocada por el susto y se dispuso a contarnos de qué modo había dado con aquella escena. No vio nada, no vio a nadie, no sabe ni cómo fue que logró salir de allí a los gritos. Sospecho, por el grado de nerviosismo con el que todavía se manejaba que, si recuerda algo más, no será hasta dentro de unos días cuando se calme un poco.

    —¿Y las cámaras de seguridad? 

    —Solo sirvieron para confirmar lo que los pocos testigos interrogados arrojaron respecto a un hombre con la cara tapada con bufanda, gorra y anteojos. Ninguna de las tres cámaras que lo capturaron permiten ver más allá de los pómulos y punta de la nariz. En la morgue no hay cámaras y en el patio tampoco. Pero para Figueroa es condenatorio el hecho de verlo entrar y no salir en las grabaciones, ya que sabemos que huyó por atrás. De todos modos, armé una lista con los nombres de las personas que había en la funeraria a la hora que se cometió el crimen. Catorce de ellos, más de la mitad, afirman haber visto entrar a un hombre con la cara casi totalmente cubierta por una bufanda, gorra y anteojos.

    — ¿Lo reconocerían si lo vieran otra vez sin esas prendas? — inquirió Sebastiani.

    —Figueroa va a intentarlo— respondió Sauro, mostrando un ligero cansancio en la voz—. Suponiendo que un asesino no se inventa de un día para el otro y que ya podría tener su negro historial reflejado en algún archivo, va a probar suerte con eso, pero ni él debe creer que eso va a funcionar. ¿Cómo hacemos para que catorce personas vean un catálogo de trescientas fotos y reconozcan al autor de un crimen al que no se le ve la cara? Creo que después de la foto número quince, ya empiezan a marcar a todos como sospechosos.

    — ¿Entonces? — volvió a preguntar Sebastiani.

    —Por mi parte, después de insistirles, logré llevarme a tres testigos a la comisaría y el dibujante delineó un boceto del posible criminal, guiándose también con la captura de alguna grabación.

    — ¿Todas coincidieron en los detalles?

    —Algo así. Hay dos dibujos: el rostro tapado y de frente con el que seguiré buscando por la calle y la especulación del dibujante— Sauro extendió una de las hojas hacia Sebastiani—, aunque dudo que saquemos algo de esta.

    Sebastiani tomó la hoja y miró con mucha atención la ilustración. Con las prendas no decía nada, pero paralelo al primer dibujo, el experimentado retratista había especulado con otra imagen, poniéndole ojos y boca. Y ahí si había un rostro, un hombre de cara más bien redonda; ojos pequeños, seguramente marrones; nariz también pequeña y recta; a la boca cerrada y mediana le habían aplicado unos labios más bien finos, que parecían estar apretados entre sí. El poco pelo que sobresalía de las patillas era pajoso y corto; piel blanca y, tratándose de un asesino de naturaleza indómita, lo más probable es que su cara no expresara nada.

    — Sé que es muy pronto, pero, ¿del laboratorio no te dijeron nada más? — preguntó Sebastiani, volviendo a llenar el vaso del policía.

    —Confirmaron que la barra de chocolate pertenecía a la víctima y de los manchones de barro del paredón no sacaron nada determinante ni confirmaron si se relacionan de forma directa con las huellas del jardín vecino. Siguen examinando eso y un par de objetos más— Sauro dio otro trago y continuó con sus comentarios—. El perito detectó unas marcas dactilares en la mejilla izquierda del muerto, pero bueno, no parecen estar completas y hasta que logre sacar algo en limpio de eso, pueden pasar varios días. Tranquilamente pudo ser su esposa o uno de sus hijos el que apoyó la mano en la cara del pobre hombre.  Con respecto al cuerpo de la camilla, no hay nada de malo en él y debemos tomarlo simplemente como parte del mobiliario de esa habitación. En resumen, huellas y material de investigación hay; el problema es que yo no puedo quedarme de brazos cruzados esperando resultados, necesito hacer algo, sin dar pasos en falso y sin sentir que derrocho energías en acciones sin sentido.

    —¿Entonces? — repreguntó por segunda vez Marcos Sebastiani, tanteando hasta qué punto llegaba el tesón de aquel muchacho que llegó a su lado hacía dos años, recién salido de criminología para ganar experiencia antes de ganarse el boleto de acceso a la DDI. 

    —Mi siguiente paso será rastrear las posibles vías de escape que pudo haber tenido, ya sea un vehículo esperándolo, quién sabe, tal vez con un cómplice. No sé, hasta preguntaré en las paradas de colectivos de la avenida Luro y calles aledañas.

    —La Dirección de Tránsito tiene contacto directo con el monitoreo de las cámaras que comenzó a colocar el municipio con este nuevo proyecto de Plan de Seguridad Pública…

    —Ya lo intentamos— interrumpió Sauro, adelantándose al comentario del sargento—. En la avenida Luro solo han colocado cuatro de esos postes con cámaras y sensores y están lejos de nuestra zona de interés. Ni en eso tenemos suerte.

    —Llevate ese boceto a las paradas de la zona— sugirió Sebastiani, comprendiendo que su compañero estaba haciendo lo que podía con prácticamente nada—. El pasajero promedio, suele esperar todos los días el micro en el mismo lugar. Mañana deberías interrogar a varios, teniendo en cuenta la franja horaria entre crimen y huida. ¿Y de la víctima qué se sabe? Se dice que era un buen padre de familia sin antecedentes de ningún tipo. En definitiva, un buen hombre.

    —Usted lo dijo sargento. Revisamos el perfil del muerto y era un empleado de conducta intachable, muy querido por sus allegados. Inclusive por el señor Montesinos, el dueño de la funeraria, que no dejó de contarnos lo buena persona que era Enrique. Pero bueno, ya sabe cómo es esto, seguiremos atentos respecto a las cuestiones personales de la víctima. No sería el primero ni el último con una doble vida y esa otra vida un poco más oscura de lo esperado.

    Juan Manuel Sauro se puso de pie y apuró el vaso antes de dejarlo sobre la mesa.

    —¿Comiste algo? Todavía está tibio el almuerzo…

    —Le agradezco, Sargento. Me voy a visitar algunos testigos más y ver si encuentro algo más en la escena misma del hecho. Ya quiero llegar a casa y bañarme. Si mañana seguimos en nada, hay que arrancar de cero otra vez. Es todo tan raro… 

    Sebastiani meneó la cabeza y también se puso de pie, asiéndose a una de las sillas.

    —Haceme caso, Juanma, no te dejes sugestionar maximizando el caso simplemente por las circunstancias en las que se dio. Aplicate al molde y parate sobre el problema mismo: hay un crimen, hay un muerto y hay un asesino. Ya saben quién murió, cómo y cuándo también, lo que ahora necesitan es saber quién lo hizo, sin importar el porqué.

    Antes de que se ocultara tras la puerta de su coche, Marcos Sebastiani volvió a agradecerle el gesto de haber retirado del correo la compra que Valeria había hecho por internet como regalo para el cumpleaños de su hija. Cuando Sauro se fue, cerró la puerta y, apoyado de espaldas sobre la misma, recordó la figura trazada a lápiz del criminal. Tenía bien presente, grabado en la cabeza, el detallado retrato que había confeccionado el dibujante. Pensó en la confusión de su compañero, intentando darle un sentido especial al homicidio solo porque el móvil aparenta ser el robo de una mortaja. ¿Era o no era el asesinato de Enrique Avancino un simple crimen sin ningún trasfondo? La voz de Valeria, recordándole que no estuviera demasiado tiempo de pie, lo despabiló de sus reflexiones y se apresuró a llegarse hasta el modular para ocultar mejor el regalo que, desde la puerta de entrada, se veía asomar detrás de los libros.

    12

    El ex abogado, Bruno Simián, esperó a que su enclenque secretario abandonara el despacho

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