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Inspector Montoliu
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Libro electrónico137 páginas1 hora

Inspector Montoliu

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Un policía a punto de jubilarse. Una serie de cadáveres que se amontonan y desafían su habilidad en el que debe ser su último caso. La aparición de un gemelo desconocido. El descubrimiento de los verdaderos orígenes. Más y más cadáveres, junto con unas vacaciones pagadas en Melilla. Y, como postre final, el reencuentro con los seres queridos y el fin de la soledad. ¿Se puede pedir más en una novela policíaca?

IdiomaEspañol
EditorialEdicions Etma
Fecha de lanzamiento16 mar 2024
ISBN9798224230990
Inspector Montoliu

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    Inspector Montoliu - Sergi Castillo Lapeira

    Prólogo

    El mal existe, forma parte de la condición humana, como la piel y huesos que nos conforman.

    El mal es también un cáncer social y mi trabajo es extirparlo. Por eso decidí ser policía.

    Pude elegir otro trabajo menos comprometido o visceral. La gente se obsesiona por cualquier cosa, y la mayoría por cuestiones menos escabrosas. Yo no puedo hacerlo.

    Mi trabajo me muestra el mal como algo cotidiano, ordinario, normalizando acciones inaceptables, que una vez realizadas se convierten en hechos.

    Y los hechos son los hechos, reales, innegables, tercos, presentes e inapelables.

    Alguien dijo que no hay hechos, sólo interpretaciones. No puedo estar más en desacuerdo. Los hechos siempre mandan.

    Un cuello degollado, una mujer violada, un niño víctima de abusos, o que sufre bulling, una estafa que deja arruinado a alguien. ¿Qué tienen en común? Dolor, sufrimiento, injusticia, desesperación, el mal. Quien lo sufre lo vive, no se limita a interpretarlo, como quien observa un partido de fútbol desde las gradas.

    El mal es el objetivo de aquellos que desean consumarlo, y un reto para quienes luchamos por eliminarlo.

    1. Montoliu

    LOS CASOS SE AMONTONABAN en la mesa del inspector Montoliu. Pero no había polvo... sólo tristeza. Tantos crímenes caían en el olvido que las hojas y los dosieres se convertían en formas inútiles, como la hojarasca barrida por el viento del invierno.

    Montoliu lo sabía pero no podía hacer nada, tenía sus límites. Tan sólo era un humano, y demasiado humano, como decía el filósofo que sonreía, socarronamente, en su imaginario.

    Pero, aunque era uno de sus pensadores preferidos, Nietzsche no podía ayudarle. Después de ver tanta miseria humana las ideas del padre del Súper hombre le parecían proféticas, sin compartir, ni mucho menos, su optimismo. Sin embargo, no podía perder más tiempo en filosofías. Había un caso que no podía esperar más.

    Él mismo era su propio caso.

    Después de tantos años persiguiendo delincuentes, ahora se daba cuenta de que el tiempo le corría deprisa, convirtiéndose en una presa que nunca conseguía atrapar, que siempre se le escurría de las manos, de los dedos, hábilmente... Siempre un paso más allá de sí mismo, convirtiéndose en una obsesión profunda que no le dejaba vivir.

    Envejecer, jubilarse, permanecer obsoleto para el resto de la sociedad, esa misma sociedad para la que había dedicado los mejores años de su vida. ¿No era éste un destino cruel, trágico, insoportable? ¿Era esto lo que había prometido su admirado Friedrich Nietzsche, cuando pregonaba la famosa teoría del Eterno Retorno? Ahora, esa idea le parecía más absurda que nunca, un disparate creado por la mente atrofiada de un genio enfermizo.

    Si esto no fuera suficiente, también tenía que aguantar a los jovencitos gilipollas que le cuestionaban sus métodos. ¿Qué conocían ellos de la condición humana? Él sí que sabía sobre el hombre y sus miserias. No en vano había sido protagonista de ello a lo largo de 32 años de profesión. ¡Cuantas veces la crueldad se impone sobre aquellos que han sido víctimas de su ingenuidad!

    Montoliu creía firmemente que la humanidad carecía de futuro. Esta afirmación, que a menudo provocaba la sonrisa de sus compañeros, no se basaba sólo en su experiencia cotidiana, sino también en la simple lectura del pasado. Los pocos libros de historia que había leído le mostraban cómo, la mayor parte de los individuos que habían destacado en el pretérito, no lo habían hecho por sus bondades, sino por su capacidad de hacer daño. Era el horror lo que provocaba admiración y nutría el carácter morboso con que la naturaleza humana se alimenta. Y sin embargo, paradójicamente, había decidido dedicarse con abnegación a su trabajo, considerando que su grano de arena podía, al menos, retrasar el trágico final que nos esperaba.

    Pero aquella era una mañana de silencios. La comisaría estaba extrañamente tranquila, y él podía sentarse agarrado al sillón de su despacho, pasando con parsimonia las hojas del último informe que le preocupaba, en lo referente a la muerte violenta de un adolescente en las afueras de la ciudad, mientras el vapor perfumado de un café se elevaba voluptuosamente y penetraba en su nariz, provocándole una agradable sensación de confort y bienestar. Sorprendía que entre aquellas paredes ensuciadas por el paso del tiempo, testigos de tanta crueldad y desgracia, permaneciera todavía una brizna de esperanza cosificada en la presencia de un simple café.

    De repente sonó el teléfono.

    Era un aparato de los de antes, hoy lo llamaríamos vintage, con el círculo para marcar los números embrutecido y desgastado. Montoliu descolgó para oír la voz del comisario jefe Bermúdez, tan agria y áspera como era habitual:

    -Montoliu, ¿cómo va el caso de los adolescentes?

    -Pues... aún no conocemos los detalles de la muerte. Estamos esperando el informe forense. Pero, ¿por qué habla en plural?

    -Han aparecido otros dos cuerpos. Mismo modus operandi. Decapitados. Veo que usted todavía no se ha enterado...

    Se produjo un silencio largo, incómodo, de aquellos que parece que no se van a acabar nunca. También era un silencio elocuente, sintomático, lleno de significado. Montoliu no sabía cómo responder a aquella afirmación tan rotunda, casi solemne, que ponía en entredicho su competencia profesional.

    Bermúdez era uno de esos polis de nueva hornada, joven y arrogante, graduado cum laude. Vestía siempre de forma impecable, con una altura corporal notable que sólo deslucía por un cierto movimiento curvo, jorobado, que hacía inconscientemente cada vez que se acercaba a alguien, sobre todo si éste era un personaje socialmente importante.

    Lo cierto es que ya eran tres los cadáveres. Decapitados... Montoliu forzó su memoria. No recordaba un caso similar. La decapitación no formaba parte de la particular historia criminal de la ciudad. Cierto que en otros sitios, y en otras épocas, se había practicado mucho. En la Francia revolucionaria se hartaron de cortar cabezas. Mientras se perdía en estas cavilaciones, oyó de nuevo la voz imperiosa de Bermúdez:

    - Vaya al tanatorio y hable con Cavestany, el director forense. Ya hemos traído los cuerpos. Trate de atar cabos. Quiero el informe completo mañana a las siete de la mañana.

    - Y no quiere nada más.

    - ¿Qué quiere decir, Montoliu?

    - Nada, no me haga caso.

    El edificio del tanatorio era tan siniestro como el propio nombre que le identificaba. Se trataba de un sótano ubicado en un edificio anexo al Hospital General Santa María de la ciudad. Para acceder a él, era necesario llevar un distintivo identificador que se activaba con un detector de rayos infrarrojos. Una vez dentro, podías sentir de forma inmediata un olor característico, de desinfectante Zotal, que te llenaba la nariz y no te abandonaba hasta después de muchas horas. Y silencio. Un silencio mortuorio que te helaba la sangre y el pensamiento.

    Los inquilinos de esta instalación singular estaban ubicados en cámaras frigoríficas, esperando su destino final. Había bastante, distribuidas en diferentes habitaciones delimitadas por sendos pasillos rectos y fríos. Toda la luz de la estancia era artificial, producida por los típicos fluorescentes de luz blanca que, de vez en cuando, parpadeaban o se apagaban. De repente apareció un chico joven, de unos 28 o 30 años.

    -Buenos días, soy Jofre, becario del Hospital General y asignado temporalmente al tanatorio. Supongo que usted será el inspector Montoliu.

    -Efectivamente. ¿No está Cavestány?

    -No, el Dr. Cavestany ha pasado a mejor vida.

    - ¿Qué quieres decir, que ha muerto?

    -Bueno, podríamos decir que ha muerto laboralmente. Es decir, que se jubiló.

    -Ah, no me habían dicho nada. Muy bien, ¿y ahora eres tú quien te encargas de las autopsias?

    -No. Como ya le he dicho, yo sólo soy el becario. Aún no se ha asignado un sustituto definitivo para el Dr. Cavestany.

    -Y quién va a hacer las autopsias a partir de ahora.

    -Provisionalmente las han asignado al Dr. Lloveres.

    -No lo conozco. Pero supongo que será un profesional competente.

    -Por supuesto, fue profesor mío en la facultad. Es un crack de la medicina forense.

    -Ojalá. ¿Y todavía no ha venido?

    -Sí, pero ya se ha ido, después de hacer las autopsias a los tres adolescentes por los que usted pregunta, supongo.

    - ¿Tan rápido?

    -Sí. El Dr. Lloveres es un hombre que no pierde el tiempo. Le ha dejado el informe sobre su mesa. Ya puede cogerlo.

    Encima de una mesa anexa a la habitación donde

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