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El día en que desaparecieron las puertas
El día en que desaparecieron las puertas
El día en que desaparecieron las puertas
Libro electrónico128 páginas1 hora

El día en que desaparecieron las puertas

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Con diversión y algo de tristeza, valga la paradoja, y a ratos con ciertas dosis de fastidio, el autor explora en algunas de esas zonas que nos hacen ser como somos, es decir, tristemente divertidos, y hasta fastidiados. Aunque vislumbradas desde Cuba, dichas zonas pueden ser (re)visitadas en cualquier sitio de este mundo hasta hace poco considerado ancho y venturoso. Esperemos que pronto lo vuelva a ser, pero, mientras tanto, con una mezcla de absurdo y realismo, si es que alguien puede separar ambos términos, los cuentos y viñetas de José León Díaz nos conducirán por esos pasillos laterales que la burocracia, las convenciones, la política, la cultura, en fin, la vida, nos obligan a recorrer. Y en esos tránsitos siempre estaremos acompañados de innegable humor.
IdiomaEspañol
EditorialGuantanamera
Fecha de lanzamiento2 dic 2016
ISBN9781524304218
El día en que desaparecieron las puertas
Autor

José León Díaz

José León Díaz (La Habana, 1962). Poeta, narrador, periodista... y algunos otros oficios que no vienen a cuento. Entre 1982 y 1988 integró el grupo literario Nos y Otros, surgido en la Universidad de La Habana, y bajo cuyo crédito dio a conocer en las principales publicaciones cubanas de la época, decenas de textos, en su mayoría de corte satírico y humorístico. También como parte de dicha agrupación es coautor del libro Aventuras del caballero del Miembro Encogido (1991) y colaboró en el guión del filme cubano Alicia en el pueblo de Maravillas (1991). A título personal ha publicado Solo por un tiempo (2013) y Habitación azul con ¿begonias? (2014), ambos en narrativa; y el poemario Continuación del laberinto (2012).

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    El día en que desaparecieron las puertas - José León Díaz

    re-creación.

    Cadáver ilustrado

    Siempre lo he dicho: nada me maravilla más de la vida que su infinita capacidad para decepcionarnos. Cada vez que alcanzamos unas gotas de felicidad, cuando unos minutos de placer nos son concedidos, indefectiblemente llega la vida y nos tuerce los planes. Mi propia existencia es un ejemplo fehaciente de cuanto digo.

    Desde pequeño quise ser policía, quién sabe si a causa de la lectura de alguna sobada novela policiaca. Mis padres, un tanto ajenos a mis deseos, me dejaron hacer ―quizá para evitarse las molestias de consultar a un psicólogo― y al término de mis estudios de nivel medio ingresé en la Academia de Policía. Allí, solo destaqué con respecto a mis condiscípulos en que ahondé mi afición por la lectura. Con el tiempo llegué, incluso, a ensayar correcciones y reescribir determinados pasajes de los libros que devoraba; hábitos que a la postre llamaron la atención de mis superiores y, quizá por ello, al graduarme en la Academia decidieran destinarme a una zona rural del oriente del país. Allí, las más de las veces me asignaban como auxiliar en delitos de hurto y sacrificio ilegal de ganado mayor. Tales ocupaciones, debo aclararlo, me apasionaban: uno siempre podía procurarse alguna tajada del animal sacrificado, y no diré más. También mis intereses literarios se vieron beneficiados, incorporé a mis lecturas compendios sobre ganadería, ingeniería pecuaria y numerosas novelas de cowboys; esta literatura, lo reconozco, a diferencia de la policiaca considerada por muchos como la épica de nuestros convulsos tiempos, al menos me ayudaba a pasar el tiempo y aliviar sus convulsiones. Justo cuando todo iba de maravillas, pues me habían designado oficial principal en una pesquisa sobre la súbita desaparición de un semental de raza en una granja estatal, por contingencias que atravesaba el país fui trasladado a La Habana, al igual que otros tantos policías orientales. Y aunque este movimiento para la mayoría de mis coterráneos constituyó un estímulo o promoción, para mí solo significó una decepción.

    En la gran ciudad, la variada complejidad de situaciones que debía enfrentar, no atenuaban la monotonía que yo experimentaba, extrañando siempre mi vida y funciones anteriores. Hubo, sin embargo, un caso que influyó en el rumbo de mi carrera: participé en un operativo que desarticuló una pequeña feria clandestina donde se vendían vidas o fragmentos de ellas. En verdad, no tuvo gran trascendencia el asunto y al final, por falta de cargos, dejamos en libertad a todos los implicados, pero el mando superior entendió que mi actuación había sido relevante y me ubicaron en la unidad que se ocupa de la lucha contra el robo de identidades y el tráfico de personalidades, estafas cada vez más frecuentes y complicadas a causa del auge de las nuevas tecnologías de la comunicación. Allí, otra vez alcancé notoriedad al desenmascarar un fraude con el cual se pretendía canjear la personalidad de un locutor del Noticiero de Televisión por dos payasos cuentapropistas (negocio, a mi juicio, de muy dudosa paridad, pues el locutor resultaba mucho más gracioso que los dos payasos). Poco después, en gesto que debía interpretarse como un ascenso, me destinaron a la así llamada Guardia Operativa, responsable de enfrentar las más peligrosas violaciones de la ley y el orden. De más está decir que, a pesar de estos éxitos, yo no dejaba de avizorar futuras desilusiones.

    Transcurrido un tiempo, durante el cual me vi empeñado en la revisión y acotejo de todos los informes procedentes del oriente del país ―en la práctica una verdadera tarea de traducción―, me encargaron el primer caso de envergadura. Y quiso la vida ser caprichosa, teniendo en cuenta mis modestas aficiones literarias: se trataba de la desaparición de un escritor, o su supuesta muerte, según el testimonio de la esposa. Sin ninguna tajada en perspectiva y luego de echarle un desganado vistazo al expediente de la investigación, me encaminé a la residencia del sujeto, cuyo nombre me resultaba del todo desconocido, para entrevistarme con su esposa, o viuda, si vamos a concederle crédito.

    Recuerdo haber dado algunos rodeos antes de llegar a una magullada puerta, entreabierta a una sucia callejuela de La Habana Vieja, y desde adentro una mujer me hizo señas para que pasara y tomara asiento. Ella, en short y en el sofá, se aplicaba una crema en las piernas. Descalzos, sus pies se apoyaban sobre un periódico desplegado en el suelo.

    ―Soy el nuevo oficial a cargo de la investigación ―dije a modo de presentación y como saludo le regalé una ligera inclinación de cabeza.

    Echada hacia delante, ni me miró, concentrada como estaba en unas venas dibujadas en sus pantorrillas. Sentí una ligera inquietud.

    ―Usted ha denunciado la muerte de su esposo, pero hasta ahora solo podemos considerar una desaparición ―decidí ir al grano.

    ―No sé por qué no quieren creerme, ya les mostré el cadáver ―y encaramó el pie derecho en el borde del sofá. Con la crema sobaba el empeine y los tobillos.

    ―Según los peritos solo se trataba de un montón de papeles desperdigados por el suelo.

    ―Eso es lo que queda de mi marido. ¿Qué puedo hacer si ustedes no lo ven así? ―y encaramó el otro pie. El short, muy pequeño, le ajustaba en la entrepierna, y mi inquietud se tornó un hormigueo por todo el cuerpo.

    ―Por favor…

    ―Olvidan, usted y los peritos, que él era escritor ―abandonó la crema sobre el sofá y volvió a descansar los pies sobre el periódico. Y todavía inclinada hacia delante, contenidos sus senos por una delgada camiseta, continuó con el fastidio propio de las reiteraciones―. Usted sabe, los escritores siempre son recordados (en el caso de gozar de tal suerte) por sus obras. Cualquier detalle de su vida personal solo importa si está relacionado con su quehacer… bien, mi marido decidió ahorrarles tiempo y trabajo a quienes quisieran recordarlo y se convirtió a sí mismo en sus obras, literalmente, en papel impreso. Eso que usted, si así lo desea, podrá ver desparramado por el suelo del cuarto que usaba como estudio.

    ―A eso vine.

    La mujer se incorporó y, no sin antes cerrar la puerta de la calle, me indicó que la siguiera. Así lo hice y apenas pude disimular las hormigas que me recorrían de pies a cabeza, alebrestadas. De veras le ajustaba el short, más diminuto de lo que me había parecido en un inicio. Para controlarme, no bastó recordar el hecho de que me hallaba en medio de un asunto oficial, tuve que recurrir al imperativo de no tejer ilusiones, único modo de ahorrarse uno los pinchazos que luego regala la vida. Con estos pensamientos, parecía alargarse el estrecho pasillo por el que avanzábamos, flanqueado a ambos lados por libreros polvorientos; por el que avanzábamos; hasta que, al fin, llegamos a una puerta situada al fondo. Ella la abrió y, desde luego, nada de olor a cadaverina. Solo polvo y humedad llegó a mis narices.

    En el centro de la atestada habitación, dispersos en el suelo, se acumulaba una generosa cantidad de papeles. Con cierta dosis de imaginación se podía seguir en ellos una silueta humana.

    ―A mi esposo le gustaba trabajar así ―dijo la mujer, señalando la única ventana, clausurada―. Sudaba como un toro mientras escribía.

    Una imagen desafortunada, de las que no debían mencionarse delante de mí. Me recordaba los felices años dedicados a la lucha contra el hurto y sacrificio ilegal de ganado mayor, las tajadas... Para alejar tan entrañables recuerdos, me incliné junto a los papeles.

    ―Por las tachaduras y borrones ―dije―, veo que se convirtió en sus propios originales. Sin embargo, me llama la atención cómo se acumulan recortes de prensa en la zona de su supuesta nueva anatomía donde debiera estar el corazón…

    ―Mi esposo era muy sensible a las críticas, eso podría explicarlo ―por primera vez centró su mirada en mí. Caló hasta el último ligamento de mis meniscos, porque mis rodillas comenzaron a temblar.

    ―No soy muy dedicado a los asuntos literarios ―aparenté modestia al tiempo que intentaba sacudirme los efectos de esa mirada―, pero, a juzgar por lo que he podido escuchar, los escritores siempre se han quejado de la incompetencia de la crítica, incluso de su inexistencia. Con todo respeto, no me parece que la sensibilidad de su esposo tuviera muchos motivos para regocijarse o incomodarse. De hecho ―apunté luego de observar con mayor detenimiento―, estas críticas ni siquiera se refieren a

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