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Criaturas eternas
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Libro electrónico439 páginas6 horas

Criaturas eternas

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Oculto en la lejana Costa da Morte yace el secreto de la vida.

San Petersburgo: una cadena de muertes en los canales de la ciudad. El abogado Konstantine Sokolov debe interrumpir su investigación; un teletipo anónimo desde el punto más alejado del mundo conocido, A Costa da Morte, lo alerta de la desaparición de su padre, geofísico de la Agencia Espacial Federal Rusa.

Lo recibe una tierra lluviosa, hundida en las raíces de la superstición y la magia. Su búsqueda supone hacer frente a la hostilidad de una comunidad celosa por preservar sus secretos. Las claves lo conducen al Montedo Pindo, Olimpo Celta de la tradición; un territorio de leyendas para el que ni su formación académica ni su mente analítica están preparados.

En sus simas mora una codiciada y peligrosa forma de vida. Su hechizo confunde los caminos, da vida a las piedras, y a los terrores y anhelos ocultos en los sótanos del alma. Todo está conectado, los crímenes de San Petersburgo, la desaparición de su padre, las voces dentro de sí. Galicia reclama lo que es suyo.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento18 nov 2020
ISBN9788418104930
Criaturas eternas
Autor

José Antonio Agudo Arriaza

Mi nombre es José Antonio Agudo Arriaza (a veces Jon Arriz). Nací en Sant Vicenç dels Horts, Barcelona, hace 56 años. Soy licenciado en Psicología, Master en Terapia de Conducta y Professional Master en Dirección de Operaciones. He publicado tres novelas: El Laberinto de la Memoria (Éride, 2010), Lágrimas de Celofán (Alberdania, 2012. Finalista del premio Fernando Lara 2011), y Luciérnagas en el Purgatorio (Entrelíneas, 2016). Decepcionado —¿dónde estaban las mieles del éxito? —, pensé en abandonar mi delirio literario, cuando de repente, un viaje a Galicia, A Costa da Morte, me hizo volver a las andadas. De tal viaje nació mi cuarta novela: Criaturas Eternas. Espero que algo de la magia de esa tierra, aún virgen y desconocida, haya prendido en sus páginas, y esta vez sea que sí. (Ya sé, no aprendo).

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    Criaturas eternas - José Antonio Agudo Arriaza

    El cadáver del Nevá

    Cuando entré en la sala de autopsias, el cuerpo estaba tendido en la mesa, rajado del pescuezo a las ingles. El cadáver había sido reflotado en una dársena del puerto de la bahía del Nevá. Pertenecía a una joven caucásica de entre veinte y veinticinco años en buen estado de forma. Separé el pliegue de tejido adiposo pasando un bolígrafo por el aro de brillantes que llevaba prendido en su ombligo. El funcionario del Servicio Médico Forense Óblast de San Petersburgo torció el labio con gesto reprobatorio: me indicó con la mirada dónde estaba la caja con los guantes de látex. Fruncí el ceño: soy reticente a los actos de autoafirmación que recurren a la mutilación física. Soy reticente a la mutilación física, punto.

    El estómago de la joven era una puta hormigonera. Aparté con el zapato restos de grava en el suelo. Aquella era la cuarta víctima en menos de veinticuatro horas, todas con idéntico sello. Lo poco que teníamos hasta el momento era a un yonqui de medio pelo retenido circunstancialmente por tenencia ilícita de drogas o lo que fuera aquella apestosa sustancia. Un camarero había declarado que la «zorra» se largó del bar a eso de las dos de la madrugada. Sola. La gente no debería decir tacos. Es esa clase de reglas que yo no sigo, como guardar cola o que no te escuchen cuando hablas, pero que me sacan de quicio si se las saltan los demás.

    Apenas una hora más tarde, un pescador llamaba a la Policía avisando de «algo gordo» sumergido en el fondo del Nevá.

    Volví a examinar el cuerpo de la muchacha. Esos incompetentes del servicio forense aún no le habían extraído el anzuelo del pezón.

    —Ya puedes volver a taparla —ordené.

    Dejé la sala de autopsias hundido en una ciénaga de inquietud. Nunca antes había tenido un presentimiento tan negro; aunque últimamente todo era más negro de lo acostumbrado. Llevaba días pensando en decirle a mi loquero que el litio ya no era suficiente. Saqué la petaca del bolsillo. Dos tragos de Stolichnaya me devolvieron momentáneamente la paz.

    En comisaría me esperaban seis policías formando un corrillo. Fumaban hediondas papirosas y reían de sus chistes pésimos por lo bajini. Odio el humo del tabaco de los demás —otra regla—. Apagué el cigarro en el suelo cabreado con el mundo, que es como decir, conmigo mismo. Custodiaban al yonqui, un pobre diablo situado en el otro extremo de la sala. Mordisqueaba una esquina de la pared con mirada huidiza. Ordené que lo sentaran en una silla. Dejaron de reír y obedecieron la orden de inmediato. El yonqui, aquejado de intensos temblores, hacía auténticos malabarismos para no caerse de la silla.

    Un oficial me entregó una bolsa con sus cosas. Cogí el móvil, revisé sus últimas llamadas. Marqué la más reciente. El número insistía en estar «apagado o fuera de cobertura». Examiné las píldoras, desprendían un olor bastante desagradable. Las devolví a la bolsa para que los del laboratorio analizaran su composición.

    —¿La conocías? —pregunté al detenido.

    —No —negó tembloroso.

    Sonó el eco de un teléfono desde alguna mesa de escritorio.

    —La conocías —afirmé—, no puedes engañarme, nadie puede hacerlo, así que no me hagas perder el tiempo. —El teléfono sonaba con insistencia—. ¿Es que nadie va a coger ese chisme? —Un agente corrió a ver de quién se trataba—. ¿Eres su chulo?

    El joven se apresuró a negarlo.

    —¡Yo la quería! —confesó con ojos llorosos.

    Sentí lástima. Aquel desgraciado con hechuras de faquir no sería capaz de quitarle ni el hipo a una vieja por miedo a que a esta le diera un patatús.

    —Suéltenlo y llévenselo a un hospital a que le echen un vistazo. —Los agentes me miraron desconcertados, pero ninguno se atrevió a abrir la boca. Es lo bueno de trabajar para el mejor—. Me quedaré con el móvil —añadí.

    El agente que atendió el teléfono regresó, se acercó a su superior y le murmuró unas palabras al oído.

    Advokat —dijo este dirigiéndose a mí—, es el fiscal, está al aparato.

    El fiscal general Prokofiev no solía hacer llamadas a esos chismes capitalistas de telefonía portátil que estaban «esclavizando» al pueblo, prefería el contraste empírico de un teléfono fijo —con un teléfono fijo no puedes decir que estás donde no estás, me temo—. Seguí al detective.

    —Konstantine —habló Prokofiev—, tengo malas noticias sospecho.

    Tuve que leer varias veces el teletipo. Mis sentimientos se debatían entre el alivio y la mala conciencia. Hacía meses que no había vuelto a saber de mi padre, así que su repentina desaparición —que era de lo que iba el mensaje— suponía dar por finiquitada de forma oficial la relación de hipocresía que manteníamos de facto, lo cual, insisto, era un gran alivio.

    La mala conciencia tenía que ver con el hecho de que su desaparición hubiera tenido lugar en «extrañas circunstancias» y yo no mostrara el más mínimo interés por conocer cómo de «extrañas» habían sido esas circunstancias. Mala conciencia, porque, pese a nuestras desavenencias, el desaparecido seguía siendo mi padre, un hombre con el que no sería capaz de encontrar vínculos más amables lejos de su dotación genética. Y mala conciencia, en definitiva, al recordar una vez más la luctuosa pérdida de mi madre y su inexplicable devoción hacia él.

    Desde que ella muriera, los contactos con mi padre se habían ido espaciando en el tiempo, como si meter tiempo de por medio constituyera un mecanismo efectivo de negación de la figura del otro. Es obvio que no lo era, el «otro» seguía estando muy presente para ambos, y ambos seguíamos culpando al «otro» de un pecado del que quizás no fuera estrictamente responsable, lo cual hacía el asunto aún más frustrante. En cualquier caso, la realidad incontestable era que mi madre seguiría estando muerta. Ni la distancia ni el tiempo podrían eclipsar esa demoledora evidencia.

    Presté atención al encabezado del teletipo: O Pindo, A Coruña (España). ¿Qué demonios estaría haciendo mi padre en España? Si no recordaba mal, sus últimas noticias lo situaban en la isla Grande de Tierra de Fuego, en la Patagonia, y algo relacionado con el viento solar en la ionosfera. Pues sí, de tal índole eran sus cuitas.

    —La familia es lo primero, tienes que ir a ver si está en peligro —ordenó Prokofiev.

    Pieter Prokofiev era hombre de formación militar, recto y de mente cuadriculada, pero un buen hombre; había ejercido de fiscal general de Moscú durante doce años; en los mentideros políticos sonaba como el firme sustituto del ministro de Justicia; sin embargo, los niveles de corrupción gubernamental le persuadieron para establecerse por su cuenta, fundando un bufete privado de detectives y abogados. Anteponía la legitimidad a la legalidad —conceptos que debieran ser convergentes hasta para el estamento militar—, y si existía una institución legítima, esa era la «familia», de modo que su orden para que me fuera en busca de mi padre desbarataba cualquier intento de evasiva. Pero es que, además, ¿para qué andarnos con chiquitas?, mis parvos progresos en la investigación estaban laminando su legendaria escasa paciencia; desde que apareciera el primer cadáver no daba pie con bola, una sensación de desazón ensombrecía mi ánimo y puede que mi juicio ya no fuera tan lúcido. Decididamente, el litio no era suficiente. Había oído hablar a uno de los pacientes del Prozac, un coadyuvante para la depresión. ¿Sería compatible con el alcohol?

    —¿Y quién va a seguir con la investigación? —repuse.

    —Olvida eso ahora. Ahora solo importa tu padre.

    España

    España, patria de mis ancestros. Recuerdo que en el colegio mis compañeros recurrían a mi origen como una forma de estigma social, pero mi madre, Begoña Arriatzu Leguizamón, me mostró lo equivocados que estaban, pues mis raíces nada tenían que ver con España, yo procedía de Euskadi, «un reducto del norte de la península con el que no se atrevieron ni los moros». Mi infancia estaba preñada de historias de misioneros, conquistadores, santos, hombres de gran erudición: san Ignacio de Loyola, Juan de la Cosa, Juan Sebastián Elkano —nacido en Getaria y pariente de mi bisabuelo, decía él—, Irala, Francisco de Ibarra, Legazpi y Urdaneta o el ilustre Miguel de Unamuno. Ella me hizo creer, y crecí, con el convencimiento de que nuestra civilización debía un enorme tributo al coraje de mis antepasados, al coraje de hombres como el aitite Txomin, que murió luchando contra el fascismo.

    —Un zumo de naranja natural y el mejor vodka que tenga; en vaso grande —pedí al camarero estirado de la cafetería del aeropuerto. Me miró como si hubiera escupido en el suelo.

    El aitite, un ser extremadamente complejo. Mi madre lo describía como un hombre de gran fortaleza física y mental, de parcas virtudes, en contraste con sus defectos —en eso los vascos se miden a las ostras: sus defectos son perlas preciosas— y, como buen vasco, era soberbio, aunque hospitalario, de pocas y francas palabras, tardío pero cierto en sus razonamientos y, pese a sus enormes contradicciones —también es sabido que todo vasco es su propia excepción—, poseía convicciones incrustadas en el alma inútiles de extirpar, porque estas dimanan de la materia de la que están hechos antes que de homilías. En suma, características propias de las gentes que habitan esa lejana tierra verdinegra, abrupta, borrascosa y fecunda, hecha para forjar los genios más radicales.

    A pesar de ser su única hija, el aitite le tenía el mismo aprecio que a un rastrillo tirado en la campa: «Siempre en el peor sitio y solo para darte un disgusto», refunfuñaba. Mi madre decía que no era cuestión de afectos, sino de preceptos, y los del aitite eran simples: «Cuando uno se mete en el caldero con agua y jabón, y luego se rapa las barbas, es porque hay misa de domingo», de modo que si te echaba sobre sus rodillas, no esperaras un abrazo; en todo caso, su amor lo demostraba ahorrándote algún azote haciendo sus cuentas al tresbolillo.

    Corría el año 37 cuando mi madre cumplía los cinco años de edad. La madrugada del 13 de junio, seis días antes de la caída de Bilbao a manos franquistas, partiría en el buque de vapor Habana desde el puerto de Santurtzi rumbo a un exilio forzoso. El abuelo Txomin se negó a acompañarla, como si la decisión de desprenderse de su hija fuera una cabezonería de la amama Itzíar. Siempre hacía igual, el aitite enfrentaba las fatalidades con silencios y abandonos; aquel día se arrinconó entre las sombras de su caserío a echar unas misteriosas lágrimas. Entre tanto, la amama desde el malecón aguardaría el despuntar del alba como el reo de pena de muerte ante el patíbulo; con el corazón hecho trizas observaría impotente cómo le arrancaban un pedazo de su alma y lo empujaban escalerillas arriba al interior de un buque siniestro, seguida de un centenar de criaturas. «Solo serán tres meses», le dijo, evitando hacer frente a los ojos aterrados de su hija. Eran los Niños de Gernika.

    En Saint Nazaire, en la desembocadura del Loira, mi madre sería trasladada junto a un pequeño grupo de niños al buque soviético Kooperasiia, y en Londres, un nuevo barco, el Felix Dzerzhinsky, los conduciría por fin a San Petersburgo. Circunstancia que no tendría lugar hasta los primeros días de octubre, después de casi cuatro meses de su partida.

    Una multitud de ciudadanos rusos fue a recibirlos al puerto llevando vistosos ramos de flores y bolsas con golosinas. Fue una gran fiesta. La autoridad se encargó de asear a los niños, proporcionarles ropa limpia y alimentos. Se les hizo una revisión médica y luego fueron distribuidos alfabéticamente entre las catorce «casas de niños españoles». Mi madre fue a parar a la número cinco, en Óbninsk, a unos cien kilómetros de Moscú: un sobrio albergue gentilmente decorado con motivos de España para hacer más cálida la bienvenida, pero que a ella le evocaron emociones similares a lo que habrían hecho unas estampas del folclore tirolés. Los ojos de mi madre no entendían más allá de verdes praderas, caseríos de piedra con humeantes chimeneas enclavados en la ladera de la montaña, bueyes, rebaños de ovejas, txistus y txalapartas.

    El destino se cebó en aquellas pobres almas. Los niños destinados a la Unión Soviética serían los que sufrirían con mayor rigor las consecuencias de la guerra; a diferencia de los que recalaron en Francia, Bélgica o Reino Unido, estos no pudieron regresar nunca a sus hogares. Pero los polvos de la Guerra Civil española trajeron otros lodos; a los pocos años de huir del fascismo del general Franco, se verían atrapados en una nueva y más cruel contienda: la II Guerra Mundial. Tuvieron que ser evacuados de las casas de acogida y llevados hasta la otra orilla del Volga, a miles de kilómetros de distancia. No alcanzar la mayoría de edad no fue un obstáculo para que muchos se unieran al Ejército Rojo. Gran parte de ellos murió encajando balazos en la primera fila del frente; otros lo harían en la retaguardia, aplastados bajo una lluvia de bombas, y no pocos, a causa del hambre, el frío y la enfermedad.

    Algunos de los supervivientes ingresaron años más tarde en universidades soviéticas, donde se graduaron en Ingeniería y Medicina. Ese fue el caso de mi madre. Se les procuró la mejor educación con la esperanza de que, tras la caída del dictador Franco, se convirtieran en la élite política de España, dando por cierto el cambio de signo político hacia la zona alta del espectro electromagnético —al rojo, vaya—. Franco permitió la repatriación de unos pocos allá por el año 56, y autorizó con cuenta gotas otras repatriaciones en décadas posteriores. Mi madre no regresaría jamás. «Los tres meses de la amama Itziar se demostrarían muy largos». El aitite Txomin murió a manos de los nacionales en una húmeda cárcel de Ondarreta, acusado de abertzale y acusando a sus captores de genocidas y faxista nazkagarri,¹ en tanto que la amama Itziar se consumiría de hambre y tristeza en su caserío de Zamudio, si bien su corazón ya había dejado de latir cuando aquella fatídica madrugada del 13 de junio su hija de cinco años y ojos implorantes desaparecía por las escalerillas del Habana.

    Mi madre no tenía ningún motivo para regresar a España; de entrada, ignoraba la tumba a la que ir a llorar. Se graduó en Medicina en la Universidad Estatal de Moscú, siempre tuvo un don especial para la sanación, herencia de la amama Itziar, de quien algunos aldeanos referían con cierto temor un pasado celta; y anduvo ejerciendo de cirujano en el Hospital Botkin de Moscú hasta que un exsoldado del Ejército Rojo, cuyas secuelas trascendían ampliamente a los daños físicos, la desviara radicalmente de su cometido. Apenas unas breves sesiones de curas y el intercambio de experiencias de guerra le bastaron al soldado para aliviar su estrés postraumático, y a mi madre, para hallarle un sentido a esos años de exilio y orfandad; no hay mejor argamasa que el sentimiento de soledad para sellar corazones.

    Un día, la cura se prolongaría, quizás el soldado posara su mano sobre la de la enfermera, se miraran con aquella timidez escéptica de ojos que han visto el holocausto y, cansados de tantas frases inacabadas y tener que sofocar sentimientos ardientes, dejaron que fueran sus besos los que rematasen la terapia. Desde entonces, nunca más se separaron. El soldado, que finalizada la guerra se hubo graduado en Geofísica con el propósito de erradicar de su memoria los atroces recuerdos del campo de batalla, la conduciría por territorios inhóspitos huyendo de todo contacto humano y sus tentativas de civilización. Fruto de ese amor llegué yo: el único elemento que puso en riesgo la lealtad de mi madre hacia él, además de la vida de esta. Hechos que, por sí solos, valdrían para explicar las eternas desavenencias entre ambos. ¿Desavenencias? Qué fino; la aversión que sentíamos el uno por el otro adquiría manifestaciones físicas, generaba campos de fuerza más poderosos que la energía electromagnética.

    Nací en Vyborg en la Navidad del 53, en una vetusta abadía perdida en la frontera de la Unión Soviética con Finlandia, pero podría haberlo hecho en Helsinki si el tren que había de traerlos de vuelta hubiera sido puntual. El parto fue accidentado, yo me adelanté dos meses. Salir con los pies por delante parecía corroborar mi prisa por llegar a este mundo aquel día y en aquel siniestro paraje. Los monjes creyeron que mi madre no saldría con vida.

    Al nacer, solté unas palabras, un hecho parece ser que insólito. Esas pocas palabras, nadie recuerda ya cuáles eran, se vieron enaltecidas por un relámpago que rasgó el cielo plomizo de nieves, yendo a descargar su furia sobre la cúpula de la capilla bajo la que se erigía el altar convertido entonces en improvisado paritorio. Una esquirla arrancada de la piedra me hirió en la frente. Mi madre guardó durante décadas el corporal con el que me enjugó la sangre. Sangre de su sangre.

    Fruto de aquella inescrutable anunciación, me bautizaron con el nombre de Konstantine, Konstantine Sokolov Arriatzu. Lo de Arriatzu fue cosa de mi padre, se empeñó en que yo conservara el apellido de mi madre en detrimento de su patronímico: Sergéevich. Un gesto —y no recuerdo muchos— que lo honra.

    Yo también recibí un poco de Gernika; con solo seis años, fui internado en el Colegio Sagrado de la Compañía de Jesús de San Petersburgo —orden jesuita fundada por aquel compatriota de mi madre que antes les comenté: san Ignacio de Loyola—, transacción por la que mis padres se jugaron el perdón de la Santa Madre Iglesia, católica, apostólica y romana. El trastorno de ansiedad por separación que viví el primer año de internamiento derivó en la madurez en un trastorno bipolar, inmune como habrán podido observar a los continuados esfuerzos de la «perfección evangélica». Pero al margen de los pellizcos, lo he llevado bastante bien; si dejamos a un lado el tema del alcoholismo.

    Estudié abogacía y me gradué en la Universidad Estatal de San Petersburgo; desde niño sentí una atracción nostálgica por esa ciudad. Decidí aceptar un puesto de pasante en una importante firma de abogados, clasificando archivos de casos sin resolver —hasta entonces—. Aprendí rápido y contribuí a reducir el índice de causas perdidas a tasas marginales. Siempre he sabido dónde buscar. Prokofiev dice que poseo un raro talento para las fisuras. Es lo que explica que desde hace unos meses ocupe el cargo de adjunto a la jefatura del Departamento de Criminología.

    Jamás me he movido de San Petersburgo; a diferencia de mis padres, a mí nunca me movió el deseo de escapar.

    Y de repente allí estaba, en España o, para ser precisos, en Barcelona, ocupando en solitario una mesa de la cafetería del aeropuerto a la espera del vuelo a Santiago de Compostela. Una bocanada de melancolía logró que el trago de vodka resultara inoportuno —no voy a hablar de la cuenta—. Eché de menos mi ciudad como una opción que hubiera sido descartada ad eternum, un pensamiento estúpido que me esforcé en contrarrestar, en justicia, no parecía que aquel país fuera tan diferente del mío. El aeropuerto de San Petersburgo también contaba con viajeros empedernidos, desorientados, ejecutivos con prisa y sin ella —en todo caso, siempre atentos a los dictados de su celular, ancianos dilapidando sus ahorros —y últimos días— en viajes de recreo, adolescentes de fin de curso reclamando su lugar en el mundo… Una marea humana regida por los paneles de información y el sonido de altavoces, por el reclamo de perfumes, libros y revistas, cafeterías, tiendas de ropa, pequeños supermercados, como si el comportamiento de las personas fuera consecuencia de las cosas y no las cosas producto de nuestro comportamiento.

    España. Se diría un lugar civilizado. ¿Por qué entonces esa creencia de que la vida es incompatible más allá de nuestras fronteras? Pareciera que negar una realidad fuera necesario para afirmar otras, como si nuestro modo de vida fuera la única forma de vida posible, si no admisible.

    Pero era la primera vez que salía de Rusia, y quizás mis juicios fueran un tanto precipitados.

    Sonó el aviso de embarque; me apresuré a ir al lavabo. Llené la petaca a rebosar con una botella de Smirnoff que compré en el Duty Free; y todavía quedaba la mitad. Le di tres tragos seguidos a la botella y dejé el resto, para que otro viajero angustiado tuviera con qué paliar su miedo a volar y, por qué no, saciar su sed.


    ¹ ‘Asquerosos fascistas’.

    Operación Barbarroja

    Las expectativas no son más que puñales que hieren nuestro ánimo, por lo tanto, mejor no tenerlas. Así lo demostraba el hecho de haber sobrevolado a merced de un huracán atlántico, persuadido del inminente naufragio, para luego «amerizar» felizmente en tierras coruñesas sin el menor rasguño. Inaudito.

    Un bus lanzadera nos condujo desde la pista de aterrizaje en la que el DC-10 de Iberia detuvo sus motores hasta la salida de equipajes, cada cual abrazado a sus fetiches; aquellos que apenas unos minutos antes diera por chismes de pacotilla, aunque atendiendo al panorama, no había por qué echar las campanas al vuelo: el cielo se precipitaba sobre las frágiles estructuras del aeródromo con una saña impropia, quién sabe si queriendo invertir el curso de la evolución y devolver la especie humana al fondo del océano. Tampoco sería la primera vez.

    ¿Qué extraña forma de vida sería capaz de medrar en aquellas tierras? Despacio, no estoy pidiendo respuesta, no hay un solo rincón del planeta que no pueda ser colonizado por un ser vivo, lo sé, ni llegados al punto, ser vivo que escape a la dominación del hombre; ahora bien, puede que aquel rincón del planeta fuera algo diferente. Había leído acerca de Galicia. Un halo de misterio envolvía ese país donde la tradición céltica, la magia y la superstición modulaban los usos y costumbres de una sociedad que en los umbrales del siglo xxi seguía resistiéndose al progreso científico y tecnológico. Y mi destino era si cabe aún más sombrío: O Pindo, una minúscula aldea olvidada en el corazón de A Costa da Morte muy próxima a Fisterra. A Costa da Morte, Fisterra. ¿Qué quieren que les diga?, hay nombres que dan en el clavo.

    Miré al horizonte con desasosiego, hube de recurrir nuevamente a la petaca; la densa oscuridad presagiaba calamidades apocalípticas, y el sordo sonido de truenos en la distancia era el de tambores de guerra. Me invadió una sensación de despersonalización, de pérdida de las coordenadas espacio-temporales. De no ser por la osadía del reloj, habría jurado que deambulaba en sueños de madrugada. Corrí a refugiarme en el autobús que debía conducirnos hasta Santiago, escapando así de la desorientación; pero fundamentalmente del agua.

    En Santiago tomé un tren destartalado que me llevaba hasta Lira. La imagen de aquella estación solitaria y ruinosa me trajo a la memoria una de las historias de guerra de mi madre. No solía prodigarse; para ella recordar según qué cosas era como dar pasos de vuelta a la pesadilla, aunque en sus silencios se adivinaban secretos inconfesables.

    Nos trasladaron de Óbninsk a Moscú. —Como saben, el 22 de junio de 1941, el ejército alemán invadía Rusia. En octubre, sus principales capitales estaban sitiadas: Leningrado al norte, Moscú en el centro y Kiev al sur. Comenzaba la Operación Barbarroja, el principio de un horror inconcebible—. En Moscú tuvimos que hacer escala unas semanas a la espera de otro tren. El frío era tan espantoso que el hambre parecía una estupidez. Las tuberías de agua potable estaban congeladas. La gente tenía que caminar penosamente hasta el cauce del río y extraer el agua con un tubo de plástico por un agujero practicado en el hielo mientras el viento te clavaba agujas de nieve en los ojos. Muchos morían congelados en el trayecto. Se desplomaban como abatidos por un disparo. La gente moría en silencio, sin aspavientos. Nadie hacía bandera de su desgracia, cada cual tenía su propio infierno.

    El agua se consumía tal y como se sacaba del río, no quedaba madera con la que hacer fuego para desinfectarla, había sido requisada por el comisario de Abastecimientos. Las diarreas se sumaban al frío y al hambre. Se hablaba de más de trescientas muertes diarias. Tampoco había ataúdes para tanto muerto. Las calles ofrecían un panorama siniestro: decenas de trineos transportando cadáveres envueltos en sábanas.

    Después de una semana de hambre y frío insoportables, nos metieron en un tren de mercancías y nos llevaron lejos del frente, a Stalingrado, en pleno invierno helado, con temperaturas de cuarenta grados bajo cero, hacinados, vestidos con toda la ropa que fuéramos capaces de llevar encima: no había sitio para maletas. El pasaje lo componíamos mujeres, niños y ancianos, exclusivamente; los hombres estaban combatiendo al ejército nazi a las órdenes del secretario general Stalin, un tirano aún más cruel que Hitler. Sus mariscales preferían enfrentarse a las bombas nazis antes que asistir a sus «citas de ». Solo el miedo era capaz de hacernos olvidar por momentos el hambre y el frío. La idea de ser apresados por las tropas de la Wehrmacht, o morir despedazados bajo las bombas de la Luftwaffe, nos aterrorizaba. Cantábamos canciones para espantar el miedo, y la emoción volvía a colorear nuestras mejillas avivando el brillo de nuestros ojos como un buen trago de vodka de Miskaya o un chuletón de ternera de las tierras bajas de Kubán-Azov.

    A las afueras de las ciudades, los cadáveres se amontonaban en columnas de cientos de metros de longitud, era una imagen desoladora. A ambos lados del ferrocarril, los campos, las aldeas, las fábricas y los pozos petrolíferos ardían en llamas; la gente murmuraba que los responsables de los incendios eran nuestros propios soldados, decían que Stalin había dado órdenes de arrasarlo todo. La política de «tierra quemada» pretendía evitar que las fuerzas del Eje dispusieran de suministros y así impedirles el fácil avance. El viento esparcía el humo de los incendios y, cuando el olor del cereal tostado de los graneros se filtraba por nuestras narices, llorábamos retorciéndonos de hambre.

    En Gryazi, nuestro tren fue asaltado por una turba de exiliados de guerra que venían de Kiev. Habían logrado escapar al asedio. Estaban famélicos y muertos de frío. Algunos cuerpos yacían congelados al pie de las vías. Su tren los había dejado en la estación, asegurándoles que pronto llegaría otro procedente de Moscú. Tuvieron que esperar varios días, sin comida, sin abrigo, durmiendo a la intemperie. Cuando la locomotora de nuestro tren asomó por el andén, la muchedumbre invadió las vías, muchos se encaramaron a los vagones abriendo las puertas y entrando en avalancha. ¿Dónde pensaban meterse? No quedaba ni un centímetro desocupado. Pero ellos seguían entrando en oleadas. El aire se hizo irrespirable, los niños gritábamos aterrorizados, no sabíamos lo que sucedía, recibíamos golpes y empujones, muchos caían al suelo pisoteados. Se formó una violenta trifulca: mordiscos, tirones de pelo, puñetazos, patadas, algunos usaban los cubiertos como arma de combate. ¿Sabes lo que es eso? Mujeres, niños, viejos y lisiados luchando entre sí como lobos por hacerse un hueco, no importaba que para ello hubieran de sacarse los ojos o empujar a otro a las ruedas del tren; entonces, la diferencia entre vivir o morir estaba en hacerse un hueco en aquel maldito vagón. Vimos desaparecer horrorizados a nuestra supervisora, engullida por la turba, hasta ser expulsada del vagón; los niños de la Casa de Óbninsk volvíamos a quedarnos huérfanos, huérfanos por segunda vez.

    La locomotora no detuvo la marcha y fue sembrando más muerte tras de sí; los infelices que ocupaban las vías —ancianos, lisiados o muertos de frío— eran arrollados sin piedad. El tren de la libertad y de la esperanza era ahora un transporte lleno de dolor y de odio a punto de explotar. —He aquí un ejemplo ilustrativo de que hay situaciones en las que da igual quién te explique la historia o el bando que ocupe, seguro que tiene toda la razón—. Un grupo de ucranianas consiguió hacerse un sitio cerca de donde yo estaba. Durante días, tuvieron que soportar los insultos y las miradas de odio del resto del pasaje; la guerra cultiva un odio pudibundo hacia el enemigo, completamente irracional; las culpábamos, la pareja de ancianos que ocupaba ese espacio estaría ahora helándose de frío, esperando la muerte en la estación abandonada de Gryazi. Pero no éramos diferentes a ellas, no somos diferentes a nuestro enemigo; cuando convives con él, descubres hasta dónde llega la estupidez de ciertas creencias. La verdad, no recuerdo que esas mujeres se hubieran mostrado violentas para ganar su plaza, aunque ese hecho es intrascendente: rara vez un hecho puede rebatir un prejuicio. Había entre ellas una muchacha de mi edad, aunque mucho más desarrollada; cuando respiraba, su blusa se hinchaba como un saco lleno de melocotones. No soportaba que me observara con esos ojos enormes, en silencio, siguiendo cada uno de mis movimientos, mientras yo roía mi cuscurro de pan, tan duro como una pezuña de cabra; me hacía sentir como si estuviera cometiendo un crimen. Se llamaba Svetlana Pavlovskaya, viajaba con su madre, su tía y su abuela. Era todo lo que quedaba de una familia de tres generaciones, los hombres habían caído defendiendo Kiev. Durante el sitio de Stalingrado fui acogida como un miembro más de la familia, y nos hicimos muy amigas. Un día me contó que fueron violadas por los nazis; a la abuela Sasha la desnudaron en la nieve, y le echaron unos cubos de agua. Temblaba como un cachorrito. La dejaron que se congelara hasta que dejó de gritar. Meses más tarde, en Stalingrado, Sveta volvería a ser violada, esta vez por nuestros milicianos. No somos diferentes a nuestro enemigo; la guerra nos iguala a todos.

    Cuando el tren se detuvo en Stalingrado, pensé que había sido muy afortunada; a diferencia de Moscú, allí no había apagones eléctricos, ni sonaban las sirenas, las calles estaban llenas de gente, los mercados bullían de actividad, se vendían rábanos, perejil y pescado sin necesidad de tener que presentar la tarjeta de abastecimiento. En aquel lugar, la guerra parecía una utopía. ¡Dios bendito! Entonces no teníamos ni idea del horror al que íbamos a asistir.

    Añadiré un dato estadístico: en los doscientos días que duró la batalla de Stalingrado, murieron más de dos millones de almas. Ahórrense la división.

    O Pindo

    Llegamos a Lira después de dos horas de incansable traqueteo. Cuando puse los pies en el suelo, mi cuerpo se agitaba como un muñeco de Elvis. No había dejado de llover en ningún momento. ¿Dónde iría a parar tanta agua?

    Una cafetería frente a la estación dejaba entrever la pálida luz del interior, corrí hacia ella maldiciendo bajo la lluvia.

    El establecimiento era lo más parecido a una antigua tienda de ultramarinos, si bien el pintoresco espejo mural en talla y estuco dorado situado detrás de la barra reivindicaba una añeja distinción. La pared contigua era toda una demostración de ingeniería estanteril; daba cabida a una amplia colección de botellas de licor, conservas, botes de latón decorados, tarros de especias, un molinillo de café, así como otro largo etcétera de cachivaches de ignoto cometido. Alineadas en el estrecho pasillo de suelo ajedrezado, junto a las ventanas, unas mesitas de mármol desocupadas añoraban el bullir de otros tiempos. Una imagen nostálgica y

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