La majestad de la justicia y otros cuentos
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Sin embargo, hay un texto sobre el amor, otro sobre cierto placer venéreo, alguno sobre la existencia y un par más que no se desarrollan en el país de marras. No podría entonces definirse una línea argumentativa que los vincule a todos.
Los textos acogen la distinción académica entre cuento y relato. Por ello, el título del libro no debe confundir: el cuento predomina, pero también hay otras expresiones literarias.
Diego García Vásquez
Diego García Vásquez es abogado, profesor de derecho y aficionado a la literatura. En los últimos catorce años se ha dedicado a divorciar parejas, demandar a médicos negligentes, pelear sucesiones y lanzar inquilinos morosos. Tras acumular esa experiencia y defender con éxito su tesis doctoral, ahora dedica su tiempo a hacer lo que más le gusta: enseñar.
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La majestad de la justicia y otros cuentos - Diego García Vásquez
Morir a solas
El detective Perafán fue despedido de la policía. Descubrieron que mediaba secretamente en la liberación de secuestrados de la mafia. Eso lo condujo a la cárcel, donde cumplió una condena de diez años. Al salir, tenía que ganarse la vida, y no sabía hacer otra cosa que investigar delitos. No quería retomar lo de la mediación en las liberaciones. Decidió entonces fungir como investigador de delitos, pero actuando secretamente.
La investigación de un crimen debe adelantarla el Estado. Pero, como eso es lento y casi nunca produce resultados, la gente prefiere contratar investigadores privados, para llevar los resultados de sus pesquisas a la autoridad, a fin de que esta resuelva los casos. Esa actividad es ilegal y por ende lucrativa. Y para el interesado en demostrar la culpa o la inocencia es un medio muy eficaz.
En un inmueble de la calle Montera, un sector de casas de lenocinio en Madrid, se encontró el cuerpo exánime de una mujer de treinta años. Estaba desnuda de la cintura para abajo. Tenía el rostro cianótico y sudoroso. En la nariz y en los surcos aledaños se dibujaban huellas de presión manual. La encontraron sobre la cama, en una habitación cerrada con seguro y sin ventanas. No había rastros de fluidos ni olores que delataran al agresor.
La esposa de la muerta contrató al detective Perafán. Quería resolver lo atinente al presunto homicidio, y sabía que la autoridad competente nunca lo lograría. Perafán tenía una comprobada experiencia en la resolución de casos que incluyeran ribetes pasionales, como parecía ser este caso. Ana, la muerta, y Lina, la viuda, se habían casado tres años antes del deceso de la primera. Ana sospechaba que Lina andaba en amoríos con Brenda, y había amenazado de muerte a esta última. Brenda se lo había contado a Lina, justo en la víspera del funesto día.
Las piezas encajaban. Una mujer celosa amenaza de muerte a su rival. La mujer amenazada decide adelantarse, y dispone la muerte de su confesa enemiga, pensando tal vez que podría alegar una defensa propia o algo similar. Perafán sabía que esa hipótesis era razonable. Sin embargo, esta solo explicaría los móviles del crimen y, a lo sumo, su autoría intelectual, pero no develaba la autoría material. No respondía satisfactoriamente la pregunta sobre el perpetrador del homicidio. Perafán tenía entonces que encontrar al dueño de las huellas que había en la cara de la finada. Esa era su tarea.
Él era perspicaz. Suponía que el agresor no iba a dejarse identificar tan fácilmente. Por lo tanto, no iba a dejar sus huellas marcadas en el cuerpo de la víctima. Los criminales usan guantes, toallas o pañuelos. Eso forma parte de la propedéutica delincuencial. El despiste era enorme. La desnudez parcial de la víctima sugería agresión sexual, pero el examen forense demostraba que no hubo violación, pues no había ni sangre, ni semen, ni desgarros en el cuerpo. Los médicos forenses dictaminaron muerte por asfixia mecánica. Eso significaba que hubo violencia, pero no sexual.
Después de varios días de trabajo arduo en el caso, Perafán estaba descansando en su casa. Era tarde en la noche. Cenaba y veía en televisión un reportaje sobre un actor que había muerto en Tailandia. Algo lo inquietó. Tomó un taxi y se fue, a esa hora, a la calle Montera. En el trayecto, el taxi en el que iba fue abordado en una parada de semáforo por un grupo de asaltantes árabes. Eran tres hombres apertrechados con rifles Kalashnikov. Con ese