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La felicidad del sordo
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Libro electrónico398 páginas6 horas

La felicidad del sordo

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En un tiempo muy presente, un hombre poderoso, malvado y sin escrúpulos abusa sexualmente de su hijastra. Su amplia red de contactos y las propias deficiencias del sistema le ayudan a eludir las consecuencias. Algunos años después, un grupo de personajes sin gran cosa que perder se constituye en banda insurrecta con el propósito de cerrar la herida de la joven. Crean un tribunal de excepción y se disponen a juzgar por sí mismos al hombre importante. Pero no son simples justicieros: están convencidos de que van a celebrar un juicio justo, con garantías procesales. En una época convulsa, de cambios traumáticos, se difuminan los límites entre la realidad y la ficción: sin haberlo pretendido, el pueblo gritón y sordo los convierte en héroes y en pioneros de una revolución.

Sergio Manuel Gutiérrez sacrifica en esta novela ciertos lujos estilísticos al servicio de un texto tan apegado a la realidad como a la locura distópica, donde la una y la otra se confunden en un sencillo juego metaliterario. La reflexión sobre el bien posible y la lucha contra el mal absoluto salpican las voces de unos personajes ambivalentes, que oscilan entre la lealtad a su gran causa y los sueños de una felicidad sencilla y mundana.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 jul 2022
ISBN9788417687151
La felicidad del sordo
Autor

Sergio Manuel Gutiérrez Bonilla

Sergio Manuel Gutiérrez es irremediablemente jaenero (que no jienense) desde su nacimiento, en noviembre de 1978. Es por tanto andaluz oscuro, madrileño adoptivo. Sus orígenes humildes no deben llevar a engaño, pues desde muy temprano mostró un alto concepto de sí mismo que contradice punto por punto la teoría de las percepciones.Periodista y politólogo licenciado con honores, desarrolla su actividad profesional en medios de comunicación como narrador con ínfulas de hermeneuta. Si bien procura descifrar la vida a diario con un micrófono, termina en la hoja en blanco como elemento natural donde explicarse el mundo, desenmarañarlo.“La felicidad del sordo” es su primera novela editada, pero no el comienzo de su carrera literaria, de la que guarda con celo sus primeros textos.

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    La felicidad del sordo - Sergio Manuel Gutiérrez Bonilla

    I. Notitia criminis

    En el principio fue la violencia. No el verbo, no la oscuridad. Fue un comportamiento violento y desesperado lo que dio origen a las primeras cosas. Fue el primer hombre avaricioso que miró un terreno y afirmó: esto me pertenece. O la última mujer nómada, cansada de viajar, quien hizo un surco en el suelo y dijo: ya no me muevo más, aquí construiré mi refugio, que vengan los elementos, las bestias, los enemigos, que yo me sabré cuidar. Desde el origen de los tiempos las especies libran entre sí una feroz guerra de evolución sin andarse con memeces, sin respetar regla alguna, sin valorar treguas ni mostrar clemencia. Qué sería hoy del mundo sin esa sucesión de victorias implacables y derrotas absolutas, sin todos esos actos supremos de violencia. Qué sería sobre todo de nosotros, seres humanos, sin fundamentalismos, sin discursos tan vehementes como el que estoy soltando e hipótesis tan desoladoras pero verosímiles como esta: en el principio fue la violencia.

    ***

    Ángel solía decir que lo mejor de las teorías políticas es que ninguna defrauda, porque al final todas sirven con idéntica eficacia para limpiarse el culo con ellas. Después puntualizaba que convenía estudiarlas con el máximo detenimiento, e incluso adherirte a alguna aunque fuera al azar, para que no te rasparan. Yo le respondía con heroicidad dialéctica y un deje de mala baba. Le hacía ver que esas palabras de líder revolucionario de tres al cuarto, según su propia visión escatológica, me servían lo mismo que un rollo de doble capa. No creo que le molestara mi impertinencia, él entendía que la edad me había convertido en un hombre algo huraño. Ni siquiera es culpa de los acontecimientos que estoy obligado a narrar, patrimonio desde este instante de los idiotas que sólo se limpian el culo con las teorías de los demás.

    Esta historia debería haber empezado con una conducta violenta pero meditada, racional, jacobina en el sentido más puro del término. Sin embargo, comenzó con uno o con varios actos de amor. Comenzó cuando Ángel conoció a Dana; cuando Ginés invitó a unas cervezas a Ángel, y Ángel sólo supo hablarle de Dana. Aceleró cuando Ángel y Ginés me relataron de un modo febril, impropio de estudiantes de leyes, el caso de una chiquilla llamada Dana. Y explotó cuando todos los que queríamos a Ángel (o incluso a Ginés) acabamos viendo en Dana aquello que veían Ángel y Ginés. ¿Dana? Bueno, yo a Dana sólo la llegué a tratar en persona algún tiempo después, durante las sesiones preparatorias del juicio oral, pero para entonces este exjuez viejo y procaz, de vuelta de todo, también estaba cautivado por la imagen que se había fabricado de Dana.

    Y después sí, por supuesto. Después hubo violencia.

    ⁠‌—⁠‌Piensa en las moscas ⁠‌—⁠‌me dijo Ángel un día cualquiera en plena clase, quizá el día en el que nos hicimos amigos.

    —⁠‌¿Las moscas? ⁠‌—⁠‌pregunté extrañado⁠‌—⁠‌. ¿Y qué coño tienen que ver las moscas con el tema siete: «Justificación de las conductas contrarias a derecho»?

    Mi labor de tutela como preparador de oposiciones a judicatura había degenerado ya hacia esa época en ásperas discusiones cotidianas sobre el bien y el mal. Aquel discípulo brillante, aunque muy pronto abandonado, se las arreglaba para cuestionar el detalle más insignificante de cada lección, de cada concepto, con tal de provocar el contraste abrupto de nuestros respectivos puntos de vista. Si yo me declaraba demócrata entusiasta, él se decía escéptico. Si reformista, él subversivo. Este profesor, confiado en la bondad de las instituciones, crédulo, esperanzado en un futuro mejor; aquel alumno, agnóstico y resignado. Era como si Ángel hubiera atravesado a la velocidad del rayo, con apenas veinticinco años, todas las fases ideológicas del izquierdoso común, y se viera a sí mismo como un hombre derrotado sin haber siquiera batallado: lúcido en el análisis de los problemas, carente de nuevas respuestas.

    —⁠‌Las moscas, sí. Quién decide cuántas moscas puedes matar sin sadismo, sin responsabilidad penal; cuándo y cómo hay maltrato, ensañamiento con las pobres moscas.

    Resultaba sencillo confundirlo con un cínico. Este país está lleno de imbéciles encantados de conocerse que presumen de saberlo todo sin entender el mecanismo de un botijo. Apuesto a que muchos de ellos me leerán muy pronto, necios que esperaban esta publicación como sólo se espera la palabra de un apóstol. Recibid todos cuanto antes el presente aviso: no os equivoquéis, no depositéis vuestra fe en quien apenas merecía la de los suyos. Ángel siempre desconfió de las masas, y no soportaba que la gente le diera la razón. Él sabía mejor que nadie que no tenía madera de mesías.

    Ahora me pregunto cuándo se nos fue todo de las manos. En qué momento dejamos de ser dueños de nuestra conducta para reproducir el comportamiento que desde fuera se esperaba de nosotros. Iniciamos una rebelión, pero no pretendimos que triunfara. Jamás se nos pasó por la mente la posibilidad del contagio colectivo, de que nuestro discurso acabara calando en el pueblo y alcanzara las calles. Ni siquiera aspiramos a ser imitados por otros chalados, y sólo en nuestras peores pesadillas cabía la idea de derribar el régimen constitucional del setenta y ocho. Si delinquimos (y un tribunal habrá de demostrarlo), fue con afán de justicia concreta, no universal. Lo hicimos por Dana; muchos, por dignidad; algunos, por Ángel o por Ginés; y casi todos, porque no teníamos gran cosa que perder y tampoco encontramos un modo más estimulante de acabar con el tedio.

    ⁠‌—⁠‌¿Cómo sería el planeta si la humanidad estuviese integrada sólo por nosotros? ⁠‌—⁠‌propuso Ángel algún tiempo después, cuando ya nos decíamos amigos irreconciliables.

    —⁠‌¿Por tres tíos borrachos, te refieres? ⁠‌—⁠‌recuerdo que no quise comprender, que reaccioné con inflexión cómica y sin el menor sentido del ridículo pese a mi calva decadente, mi mirada desorientada y mi aliento de alcohólico viejo.

    —⁠‌Por nosotros y por otros como nosotros ⁠‌—⁠‌continuó solemne.

    —⁠‌¡Pobre humanidad, abocada a la más penosa de las extinciones por falta de química sexual!

    Yo no soy ningún predicador. Ángel sí tenía algo de profeta.

    Hablo de Ángel en pasado, aunque desconozco si continúa vivo. El pretérito imperfecto es el tiempo verbal que mejor define el presente de quienes aún formamos parte del grupo llamado La Sociedad. En estos últimos días de anonimato, nos sentimos en general un poco difuntos: una inminente operación policial nos disolverá, nos detendrá, nos pondrá a disposición de un juez y nos acabará enviando a la cárcel. También nos matará. Destruirá al menos lo más honesto, lo más hermoso que supimos ofrecer a esta época incierta en la que vivimos.

    Los papeles nos recordarán como malhechores, la historia ni siquiera hablará de nosotros. Levantamos desde la nada una estructura criminal con ingenuidad estremecedora, y poco a poco nos sorprendimos los unos a los otros ante la ausencia de deserciones, delaciones o dudas. Afrontamos las dificultades despreocupados y ufanos, espoleados en nuestra vanidad por las voces que nos ensalzaban, por el creciente apoyo popular, por los titulares de la prensa y el nerviosismo de las autoridades, que no conseguían atraparnos. Nos sentimos, durante una maravillosa temporada, justos fundadores de una patria y una era nuevas. Y sólo nos dimos cuenta de la responsabilidad, del peso insoportable que habíamos decidido cargar, cuando el proceso concluyó y no pudimos (no pude, no he podido) dictar sentencia.

    Apenas Ángel parecía consciente de que la aventura había de terminar en un disgusto, y sin embargo se desempeñaba con una suerte de fatalismo testarudo, encaminándose al abismo como un mártir vocacional. Aplicaba con rigor la ley (siempre la ley, todo por y para la ley) allí donde cabía, y buscaba soluciones ingeniosas cuando se topaba con algún obstáculo. Si en La Sociedad hubo un guía espiritual, ese fue Ángel. Sólo él nos estimuló. Ángel nos consoló y calmó nuestras inquietudes. Nos animó o nos reconvino según procedía. En definitiva, hizo plausible nuestro desvarío (¿fue un desvarío o es el lector quien vive en la locura?) otorgando apariencia de normalidad a todo cuanto allí acontecía.

    No estaba hecho con la pasta de un líder, pero se comportó como si lo fuera.

    Hoy confieso haber formado parte esencial de esta conspiración. La gravedad de los delitos que nos imputarán las autoridades (rebelión, asociación ilícita, pertenencia a banda armada, secuestro, quizá homicidio) nunca nos amilanó. Nos inspiraba un bien superior: restañar las heridas de una pobre chica, juzgar a un muy presunto corruptor de menores, violador y macarra, un sinvergüenza aposentado en la butaca del poder e inmune por tanto a la administración de justicia de este sistema podrido en sus cimientos. Somos culpables, sí, de haber querido hacer bien las cosas, respetando la legalidad hasta donde la legalidad suponía una barrera insalvable para la causa. 

    Tres décadas de experiencia como magistrado no me vacunaron contra el relato amable o autocomplaciente. Así que vaya por delante que no intento glorificar a nadie ni engordar el mito de la organización. Ángel era un capullo, un desgraciado que no quiso conformarse con una vida normal, que no supo amar como un adulto normal, que ni siquiera pudo aceptar la mediocridad de las personas de su entorno, hombres y mujeres todos nosotros normales, vulgares, del montón, incapaces de servir de arquetipo para nadie y mucho menos para el conjunto de la sociedad. 

    No exaltaré su figura serena y taciturna. Ni lo exculparé ni le haré cargar con todos los actos punibles que pudimos cometer. 

    Aquí no se puede mentir. Al fin y al cabo este pretende ser un texto oficial, aunque poco ortodoxo, y de mi fidelidad a los hechos depende nuestra credibilidad como movimiento de contestación social. 

    Contaré lo que sucedió según acudan a mi cabeza los recuerdos, como haría un buen escribano. Detallaré lo que considere relevante para la instrucción judicial y ocultaré sólo las miserias intrascendentes. 

    Y todos aceptaremos las consecuencias de nuestros actos, tal y como pactamos. 

    ⁠‌—⁠‌Dadme un solo motivo para no levantar el teléfono y denunciaros ⁠‌—⁠‌amenacé alguna vez, antes de que el agua me llegara también por las canillas.

    —⁠‌Tu deber es hacerlo, señor juez ⁠‌—⁠‌contestaba Ginés muy tranquilo⁠‌—⁠‌. Tu deber es hacerlo, si no crees en nuestra justicia.

    Pobres locos, pensaba para mis adentros. Si realmente hiciésemos justicia, no quedaría ningún hombre en libertad.

    A decir verdad, Ángel al principio iba a remolque del primer grupúsculo. Ni siquiera se debe afirmar que fuera el ideólogo de la banda. Pese a la integridad de su conducta y al papel rector que tuvo que asumir durante un largo período, sé que mi amigo se condujo por un impulso individualista y atormentado. Lo guio, antes que cualquier desprendimiento o convicción política, una noción algo infantil del amor como motor del universo. A ratos parecía creer que la pureza de nuestro brazo vengador eliminaría el dolor de Dana, le devolvería el equilibrio emocional y borraría el sufrimiento y la misma tristeza de su mirada. Esos días de optimismo desatado actuaba como un niño grande, soñando despierto una vida redonda, sin infelicidad posible gracias a algún tipo de brebaje romántico para la solución de los problemas. No obstante tarde o temprano recuperaba el gesto afligido, consciente como nadie de la profundidad de las heridas de la chica. Otras veces se me antojaba un caballero medieval, dirigido por altos valores y estúpidamente convencido de que no caería abatido en combate mientras el honor anduviera de su lado. Entonces era yo quien temía que todos nos hubiéramos convertido en unos sanchos de pacotilla, y que nuestro quijote enajenado nos estuviera arrastrando a una guerra disparatada contra molinos de viento.

    Todo esto, visible para los compañeros, en la práctica nos importó un comino. La Sociedad desde luego nació del amor atormentado, pero creció sin necesidad de reclutar adeptos ni propagar un ideario, sin hazañas ni proselitismos clandestinos, del modo más sencillo y natural que se pueda imaginar.

    ¿Cuál fue entonces aquel primer acto de amor? Contarlo sin más sonaría a chifladura. Porque el primer acto de amor llevó la improbable firma de Ginés.

    ***

    Siempre confié en que Ginés acabaría siendo el peor fiscal de España, aunque no supuse que lo lograría tan pronto. Era demasiado honesto, demasiado servicial para una profesión tan infiel a sí misma. Poseía una inteligencia a la vez enorme y apagada, congruente sólo con su corpachón desgarbado (como el de un Frankenstein fláccido) e incompatible con casi todas sus taras, sobre todo con aquella timidez distraída que te obligaba a preguntarle varias veces al día si de verdad te estaba escuchando. Pero Ginés siempre escuchaba. Lucía la cualidad (el insoportable defecto) de retener en la memoria millones de datos irrelevantes de conversaciones ligeras en las que él ni siquiera participaba.

    En ocasiones, por pura diversión, lo abandonábamos a su suerte en el bar de abajo, rodeado de desconocidos que publicitaban vociferantes sus frustraciones, eufóricos por el alcohol. Ángel y yo solíamos acudir allí a última hora de la tarde, hartos de arreglar el país en mi despacho con los temarios por delante, en lugar de hacerlo como personas decentes en un tugurio infame con una buena copa en la mano. Y nos llevábamos a Ginés, claro, aunque Ginés sólo participaba del debate en calidad de oyente neutral y se diría que desapegado. 

    —⁠‌Chaval, pides otra ronda y nos pagas todo lo que llevamos ⁠‌—⁠‌le ordenaba en calidad de mentor⁠‌—⁠‌, que Ángel tendrá que salir a fumar... y a mí la próstata me está matando.

    Bastaba pronunciar esas palabras con tono autoritario, con severidad excesiva, para que aquel muchacho bienintencionado negase a su propia razón el derecho a la protesta. A Ángel le brillaban de inmediato los ojillos chisposos, vibrantes, como a un crío gamberro que vislumbra el modo de escapar del aburrimiento. Entonces se demoraba a propósito en la rutina litúrgica de liar el cigarro. Despistaba la atención de Ginés con artes hipnóticas o con algún chascarrillo, y me daba la oportunidad de escabullirme fuera del bar sin ser visto. Luego se fugaba él mismo con la coartada del fumador empedernido, y a los cinco minutos ambos charlábamos en la barra de otro local, con sendos tintos en las manos y la imagen jocosa de nuestro compañero en las mentes, esperándonos más solo que la una, sentado como un pipiolo frente a tres copas intactas, entre lobas viejas, depredadores curtidos y gilipollas trajeados. Era carne de cañón con cara de pasmado y bebida gratis incorporada. Cuando regresábamos, al menos tres cuartos de hora más tarde, Ginés ni siquiera se hacía el enfadado. Solía pasar el rato callado, esquivando moscardones e indiscriminadamente atento a todo lo que se cociera a su alrededor, hilando para nosotros biografías de santos y demonios que después jugábamos juntos a completar con la imaginación.

    —⁠‌La señorona rubia, Ginés. La que está detrás de Ángel, al fondo, entre hipopótamos.

    —⁠‌Separada no hace demasiado tiempo ⁠‌—⁠‌informaba cauto. 

    —⁠‌¿Leona desmelenada?

    —⁠‌Lo intenta, pero apenas caza. Es muy selectiva.

    Las alegorías con el reino animal me servían como ninguna otra herramienta en la compleja tarea de entablar comunicación con Ginés. Por algún motivo que aún se me escapa, ese grandullón había desarrollado una extraña fobia hacia la verdad desnuda que lo debería haber inhabilitado para estudiar Derecho. No es que fuera un mentiroso, pero su decepción creciente con la realidad lo empujaba a escapar de ella incluso por medio de la expresión oral. Rechazaba los nombres comunes de algunas cosas y se negaba a pronunciarlos sin razón aparente. Guardaba silencio ante preguntas protocolarias en la situación social menos propicia, igual entre amigos de confianza que con perfectos desconocidos. Si se le atravesaba una persona, la ignoraba sin miramientos; si algún afortunado le caía simpático, evitaba tratar con él para no molestarlo. Era tímido y descarado a un tiempo, un pusilánime muy activo, feliz de un modo auténtico en su melancolía congénita. Un sociópata, sí, pero un sociópata divertido.

    —⁠‌Miradla, está famélica ⁠‌—⁠‌aventuré en plena melopea⁠‌—⁠‌. Esa le hinca el diente a todo el que se le cruce esta noche, ¡se van a tener que cuidar hasta los grillos!

    —⁠‌Pues ponte a salvo, señor juez, porque me da que eres su grillo ideal ⁠‌—⁠‌vaticinó Ginés.

    —⁠‌¿Yo? ¿Cómo que yo? ¡Yo estoy ya retirado, chaval! ¡Yo no canto ni en la ducha! ¡Soy mercancía caduca!

    Nunca he querido averiguar hasta qué punto debo a Ginés (a su inteligencia menos apagada de lo que a menudo presumíamos) esta etapa de felicidad junto a Rosalía.

    Me gustaría escribir que Rosalía no tuvo nada que ver, pero sin ella La Sociedad no habría podido subsistir. Rosalía fue la incredulidad y la voz de la razón; contrapunto tenaz, ancla con el suelo que pisábamos y sólida garantía de que nadie se saldría de madre más allá de lo que nos estábamos saliendo como grupo. Fue todo eso y precisamente por serlo pieza indispensable en la estructura de una banda insurrecta.

    Conspirar con Rosalía es lo más bello que me ha ocurrido en la vida. Levanto la vista del teclado y la veo aquí, aún a mi lado contra toda lógica, retrepada en su butacón mientras lee distraída, como si no supiera que la estoy delatando. Estira y encoge con sutileza los dedos de los pies descalzos, por fin liberados de la opresión de sus zapatos de tacón; las medias, enrolladas y tiradas a un lado; las piernas desnudas, esbeltas y ligeramente encogidas, regocijadas en el descanso; el vestido arrugado, descolocado, muy por encima de la línea del decoro que según ella se sitúa a medio camino entre la pelvis y las rodillas; en una mano un libro, en la otra un vaso. Acumulaba semanas de ajetreo en su auténtico trabajo: es abogada defensora, la mejor que haya conocido. Disfruta de sus primeras horas de relajación, concluido por fin el caso que más la ha ocupado. Tememos que su cliente (nuestro acusado) haya salido malparado, pero es la única que puede tener la conciencia tranquila.

    Rosalía comenzó a defender al sospechoso de un modo instintivo, en cuanto tuvo constancia de lo que estábamos tramando. Ella fue la primera persona que se tomó en serio el asunto de las garantías legales, cuando La Sociedad todavía no existía y sus creadores aún no imaginábamos que la pudiéramos fundar. La mera hipótesis de la celebración de un juicio ilícito, apoyado en una especie de administración de justicia paralela a la estatal, la sacaba por completo de sus casillas.

    —⁠‌¡Venga ya! ¡No puedes crear un tribunal clandestino! ¡Dejarías al investigado indefenso! ¡Eso no tiene ni pies ni cabeza! ⁠‌—⁠‌gritaba con estupor.

    —⁠‌No, no. El investigado gozaría de tutela judicial ⁠‌—⁠‌replicaba yo sin demasiada convicción⁠‌—⁠‌. Vale, no sería la tutela tradicional, pero sí una tutela efectiva, la mejor que se le pudiera proporcionar.

    —⁠‌¿Hablas en serio? ⁠‌—⁠‌insistía ella⁠‌—⁠‌. Te estás pasando por el forro todo el artículo 24.2 de la Constitución. ¡Joder! Para empezar, eso del «juez ordinario predeterminado por la ley»... ¿Te suena de algo?

    —⁠‌Sí, eso sí... ⁠‌—⁠‌me veía obligado a conceder.

    —⁠‌¿Los tarados de tus amigos han pensado en la asistencia letrada? ¿En que el proceso debe ser público? ¿Cómo coño celebras un juicio que sea público y clandestino a la vez?

    —⁠‌Son sólo cosas de chavales, Rosalía...

    —⁠‌¿Cómo detienes a un hombre? ¿Con qué policía? ¿Lo haces a plena luz del día? ⁠‌—⁠‌solía desatarse, igual que en la representación de sus clientes cuando de veras creía en su inocencia⁠‌—⁠‌. ¿Permitirías que la defensa del acusado practicara los medios de prueba que estimase oportunos? 

    —⁠‌Mira, el acusado es un hijo de puta que... ⁠‌—⁠‌intentaba zanjar antes de verme acorralado.

    —⁠‌¡Un hijo de puta con derechos!, ¡como todos los hijos de puta en una democracia normal!

    Nunca he comprendido por qué terminó participando de un tribunal de excepción, aunque lo hiciera en calidad de abogada defensora. Supongo que no le dejamos otra opción, comprobada de primera mano nuestra creciente pérdida de escrúpulos. Puede que tuviera que elegir entre enredarse  en nuestra lógica y denunciarnos en comisaría, o puede que esté absurdamente enamorada de mí. A pesar de su aspecto de cincuentona áspera, enjuta, la convivencia me ha descubierto a una Rosalía desinhibida, ansiosa de emociones, que se come la vida a bocados porque siente haber alcanzado la madurez sin percatarse, sin disfrute ni sufrimiento, sin un currículum siquiera presentable el día de la muerte. Quién sabe, igual sólo necesita (como necesitábamos los demás) una utopía a la que aferrarse para sobrevivir. O quizá sólo pretendiera dar una oportunidad remota al romance imposible de Ángel y Dana.

    ***

    Dana es una muchacha de aspecto indomable y lágrimas siempre incipientes. Ángel me aseguró una vez que había visto fotos de ella cuando no era más que una adolescente, y que ya miraba con esa mezcla inexplicable de desafío y ganas de huir. Ni siquiera Ángel sabía si Dana conservaba algún retrato de la niña que hubo de ser antes de sufrir múltiples abusos sexuales.

    Su madre, bonaerense, fue víctima de dos engaños consecutivos allá por el año dos mil uno: el corralito argentino y el espejismo del milagro económico español. Así que abandonó su país para instalarse con la pequeña en una habitación de un piso compartido en el barrio madrileño de Usera. Buscó trabajo como camarera, y lo encontró en un restaurante asturiano del centro. Con apenas treinta años, ni siquiera tuvo que ocultar su condición de madre soltera ante un jefe sin alma. Era joven y bella, delicada, hacendosa, atenta en el trato. A los ojos de los clientes, su aspecto cuidado pero recatado implicaba cierta garantía de buen servicio. El exotismo, el toque distintivo, provenía de su notable altura, de sus curvas gráciles, de su melena dorada pulcramente recogida, de su mismo nombre (Vera) y por supuesto de su acento porteño.

    Dana ha compartido conmigo este episodio sin mayores precisiones. Dice sentir lástima al recordar cómo miraban a su madre los parroquianos, hombres de bien acostumbrados a comprar cualquier mercancía de calidad que llegase a la milla de oro. En aquel lugar fue donde Vera conoció al investigado.

    A estas alturas, considero al lector sobradamente informado de la identidad del individuo. No hemos montado este circo para explicar quién fue, sino lo que hizo. 

    Como agente raso de la Policía Nacional carecía de virtudes reseñables, pero su nombre llegó muy pronto a los despachos por el fervor que empleó en la sofocación de las manifestaciones contra la guerra de Irak. Con el tiempo, se jactó ante Vera de haber reventado personalmente la gran marcha del quince de febrero de dos mil tres. Aseguraba haberse infiltrado en la multitud con ropa de calle, para insultar, hostigar y lanzar piedras contra sus propios compañeros de las fuerzas de orden público. Cuando estos respondieron a la provocación e iniciaron la carga según el plan previsto, él se tiró al suelo, aguardó ayuda, recogió una porra perdida, se dio media vuelta y se puso a repartir estopa como si vistiera de uniforme.

    —⁠‌Aquellos guarros recibieron un buen puñado de hostias ⁠‌—⁠‌rememoró muchas veces en privado. No le importaba saber que Vera estuvo aquel día entre los manifestantes, y mucho menos que tuviese que huir despavorida, esquivando pelotas de goma con una niña de siete años en los brazos.

    Eran tiempos duros. El ministerio del Interior necesitaba a esbirros fieles y expeditivos. En poco más de un año, el agente ascendió en el escalafón de forma tan opaca como notable, pero los atentados de los trenes y aquel nefasto mes de marzo de dos mil cuatro lo sorprendieron a mitad de camino. No le había dado tiempo a medrar todo lo esperado. El vuelco electoral, pese al varapalo, acabó favoreciendo sus ambiciones: el partido había perdido el gobierno del país, pero podía hacerse fuerte en la capital y en la Comunidad de Madrid. Su nombre no se había quemado en manipulaciones para la vieja guardia. Estaba bien considerado, había prestado un gran servicio. Su salto a la política parecía cantado.

    De ahí en adelante, la trayectoria del personaje es mucho más conocida: personal privado de seguridad, asesor, jefe del gabinete de la concejalía, Cooperación autonómica con el Cuerpo Nacional de Policía... Y después, director general. Y más tarde, favorito para ocupar en breve una consejería. Se entendía fácil con los que mandaban. Se integraba rápido en los círculos de poder, en los corrillos y en los saraos. Y allí donde le parecía preciso llevar un florero, se hacía acompañar por Vera, siempre bella aunque con el paso del tiempo se le amargara el gesto y se le encogieran las entrañas.

    —⁠‌Mi madre sufrió violencia psicológica permanente ⁠‌—⁠‌declaró Dana para el sumario de nuestro caso⁠‌—⁠‌. Ese pedazo de cabrón le decía a diario que estaba engordando, que cada mañana la veía más vieja, que no paraban de salirle arrugas. Le decía, como si fuera el protagonista de alguna película chusca, que él tenía grandes planes y que no iba a permitir que una gorda de mierda se los arruinara.

    En los comienzos, Vera creyó la mentira de que el salario y los contactos de aquel padre postizo podían sembrar un futuro provechoso para la pequeña. Por ello aguantó a su lado algo más de lo deseado. Y cuando quiso alejarse, no supo cómo hacerlo.

    Dana contó enseguida a su madre que su nuevo papá la había tocado en sitios feos. Las amenazas para que callara no surtieron efecto, la niña no toleraba prohibiciones con facilidad. Ambas se acababan de mudar a la casa del policía ascendido. En comparación con el piso de Usera, aquello a Vera le parecía el paraíso, de manera que tuvo que esforzarse para considerar verosímil el testimonio de su propia hija: «Mami, me hace daño con el dedo».

    Qué explicación podía tener aquello. Se le hacía insoportable imaginar a aquel varón rotundo, el mismo que la penetraba por las noches con tanto ímpetu, poniéndole las manazas encima a una chiquilla de ocho años. No era posible semejante mala fortuna. Aquella desgracia jamás figuró en la lista de humillaciones previsibles que una mujer migrante introduce en la maleta antes de partir. Así que Vera resolvió vigilar, en lugar de interrogar o cortar por lo sano. Recabó toda la información que la zagala le supo dar, la ordenó, la contrastó con sus propios recuerdos y organizó sus turnos de trabajo para evitar dejarla a solas de nuevo con el padrastro. 

    Pasaron semanas. El policía se mostró cortés, supo simular el papel del enamorado. Invitó a cenar a su pareja y le regaló un anillo de compromiso. Le hizo el amor con algo más de delicadeza.

    Dana ha perdonado a su madre. No le guarda rencor por haber acabado bajando la guardia. Cualquiera en su posición habría pensado que aquellos primeros tocamientos fueron un malentendido.

    El sospechoso recuperó poco a poco el espacio perdido, aprovechando los turnos inconciliables de la camarera. Recogía a la niña en el colegio, la llevaba a clases de natación y de canto, le preparaba la cena. Realizaba todas esas tareas con la diligencia y el buen talante del funcionario competente, incluso con una mueca bonachona en la cara.

    En su declaración, la Dana adulta describió aquella expresión facial como la viva imagen del terror:

    —⁠‌Nos habíamos quedado solos, como tantas otras noches en las que no sucedió nada. Recuerdo que me miraba de reojo con aspecto divertido, como riéndose por dentro. Yo no me fiaba de él, temía que se acercara más de la cuenta. Entonces probó un bocado de lo que estuviésemos cenando, y me preguntó con la boca llena si quería mucho a mi mamá. Respondí que sí, claro que la quería. Teníamos la tele encendida, solía ver en silencio el Telediario. Después bebió un sorbo de agua. Siempre cenaba con agua: decía que el alcohol mataba, y que los hombres inteligentes debían saber cuándo tomarlo. Bueno, el caso es que bebió un poco de agua y empezó a hablar, sin apartar la vista de la pantalla. No sé cómo sucedió, pero me convenció en unos segundos de que rajaría a mi madre de arriba abajo si no hacía todo lo que a él le diera la gana. Se expresó sin apenas inmutarse, y en algún momento pronunció esas mismas palabras, «de arriba abajo», con aquella sonrisa de sobrado que ponía a propósito, para darse importancia. Luego se levantó de repente, aún masticando. Se abrió la bragueta, se sacó la polla y se la restregó por el mantel, encima de la mesa. Y sólo añadió: «¿Entiendes, pequeña?».

    Cuando Ángel conoció a Dana, ambos estaban hechos un trapo. Él, porque le acababa de dejar su novia de toda la vida; ella, porque siempre estaba hecha un trapo. Ninguno de los dos quiso explicar jamás de qué modo dieron el uno con el otro, en qué situación, quién los presentó o cuál fue su primera conversación. Aquel secreto banal, del que hicimos chanzas hasta cansarnos, acabó convertido en el mejor sistema de seguridad que hubiéramos sabido idear. Fue una especie de garantía de invisibilidad para La Sociedad: si alguien hubiera podido conectar a cualquiera de nosotros con la antigua hijastra del investigado, si hubiese quedado el más mínimo rastro (analógico o digital) de esa relación, la policía habría dado muy pronto con Ángel, y a todos se nos habría quedado cara de lelos antes de alcanzar el punto de no retorno. El grupo se habría disuelto y esta historia no se habría contado.

    Lamento no poder contar una historia de amor extraordinaria, de las que emocionan al público y llenan salas de cine. Lamento no poder contar siquiera una historia de amor convencional. El guion que conocí mucho después se reduce a un chat anónimo de sexo en la red y dos usuarios que conciertan una cita. Dana solía visitarlo para acostarse compulsivamente con los hombres menos asquerosos que lograba detectar en aquella amalgama de reprimidos, infieles, salidos y pedófilos. Ángel llegó allí por despecho. Borracho, cansado de llorar su abandono, abrió el navegador del portátil y escribió «putas en Madrid». Y enseguida se arrepintió. Él no era así, no iba a comprar la dignidad de nadie. De modo que cambió los términos de la búsqueda y acabó uniéndose a una decadente conversación múltiple sobre sexo con el pseudónimo de «Cacahuete». Aquello, supongo, resultó demasiado cándido, demasiado ridículo para pasar desapercibido a los ojos entrenados de la muchacha. Fue ella quien abrió una ventana privada para ambos.

    —⁠‌¿Eres un fruto seco con hache intercalada, o la tienes muy pequeña? ⁠‌—⁠‌tecleó.

    —⁠‌Un fruto seco con hache intercalada ⁠‌—⁠‌respondió Ángel⁠‌—⁠‌. Nadie me habría definido mejor.

    Ocho o diez horas después, sin haberse visto las caras ni oído las voces, sin haber canjeado aún fotografías de rostros o cuerpos, se citaban para la noche siguiente en un hotel cualquiera de la almendra central de la ciudad.

    Tuve que arrastrar a Ginés hasta la frontera del coma etílico para que acabara vomitando todo esto. Ignoro cómo se enteró, no creo que lo supiera por boca de los chicos. Por diferentes motivos, ellos se avergonzaban de lo ocurrido en aquel encuentro furtivo, escondidos no se sabe muy bien de qué en una habitación sin lujos pagada a medias. Sólo habían previsto necesitar la cama y la ducha, pero acabaron retrepados por turnos en una silla picuda, sentados contra las paredes, sobre la moqueta, derrumbados por separado en las esquinas del colchón, agotados pero ávidos por continuar. Adoptaron todas esas posturas completamente vestidos, sin apenas rozarse, mientras charlaban y se descubrían como si acabaran de entrar en la pubertad. 

    —⁠‌Mis padres se criaron juntos desde renacuajos ⁠‌—⁠‌empezó a relatar él después de muchas otras confidencias⁠‌—⁠‌, tirándose piedras a la cabeza en un pueblecito de la

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